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Episodio 2. Los fastos esponsales

El nutrido y ruidoso cortejo de parientes y autoridades provenientes de la catedral se detuvo finalmente en la puerta de entrada de la casa de Pedro Gonzales, bajo un enorme arco con un letrero de oxidada caligrafía que rezaba Viña Sol.

Viña Sol, bautizada así por el pionero José Gonzales, era el viñedo más rico de la región, situado justo en el centro de un valle encajonado por la cordillera y el océano. Hacia el norte, las verdes y ondulantes plantaciones ocupaban cerca de cincuenta hectáreas y por el oeste, morían en las faldas de los montes costeros, entre los cuales descollaba el Cerro Polvoriento, cuya cara marítima era un muro calizo roto por innumerables calas que se abrían ante el espumoso mar. En una de esas, se encontraba escondida la minúscula caleta pesquera conocida como Las Cañas, donde nació y se crio Julia Rivas, la dulce novia.

Ella contempló con pánico los soberbios portones de hierro fundido de la entrada principal a la viña —otra puerta que cruzar— que ahora estaban excepcionalmente abiertos de par en par, a la espera de la comitiva nupcial procedente de Talcuri. El chauffeur llevó el Daimler lentamente hasta colocarlo bajo el imponente pórtico, desde donde hizo sonar repetidas veces el grave claxon. En la explanada de la casa de campo, llena de toda clase de vehículos, los recién casados esperaron unos minutos teatrales y, cuando se hubieron congregado los comensales en el corredor y en el jardín, descendió Enrique, muy envarado y con la gorra bajo el brazo, para abrir ceremoniosamente la puerta trasera de la limousine. En primer lugar salió Pedro Gonzales y, tras responder sonriente a los entusiastas vítores, alzando los brazos y empuñando las manos, se giró e introdujo medio cuerpo dentro del vehículo. La expectación era máxima entre todos los convidados al banquete, que clavaron la vista en la portezuela que venía con la cortinilla lateral bajada.

Primeramente, apareció la delgada y blanca manga del vestido, sostenida por el consorte con delicadeza, evitando obstruir la vista del gran brazalete de esmeraldas; a continuación, empezó a brotar la amplia campana almidonada del vestido, bellamente bordado con mariposas y palomas y rematado en un zapatito puntiagudo de charol gris que se posó dulcemente en la reluciente estribera. Todo ello aún rociado con delicadeza con el rojizo polvillo del techo de la catedral. La gente soltó una ahogada exclamación cuando apareció la abundante cabellera ensortijada, tocada con una pequeña diadema plateada. Al alzar la vista, con el velo rasgado echado sobre la cabeza, la esbelta figura de Julia Rivas se completó radiantemente. Por unos segundos se quedó azorada y confundida ante tanta gente desconocida que le parecía que la desvestían con la mirada, y se tuvo que apoyar con fuerza en el brazo de su marido, quien estaba contemplándola con arrobo.

Los fotógrafos corrieron hacia ellos portando sus trípodes de madera, buscando el mejor ángulo para satisfacer la orden de don Pedro de obtener una pose especial de los recién casados; les rogaron que se detuvieran y a ella le solicitaron una y otra vez que sonriera y saludara. Julia, todavía alelada ante el jubiloso recibimiento, logró por fin esbozar una mueca de alegría y abrir la boca para corresponder educadamente a la calurosa bienvenida; sin embargo, estaba sorda a la oleada de murmullos de admiración, ahogadas exclamaciones y maledicentes comentarios de los convidados y ciega a los fogonazos del mercurio. Ella solo oía la apresurada cabalgata de su corazón.

—¡Qué bonito color de ojos! Parecen avellanas.

—Y qué delicados pómulos

—Tiene que ser muy jovencilla…

—¡Y virgencita!

—¡Vivan los novios!

—¡Qué bonita la chiquilla!

—¡Qué grácil! Es como tener una princesa en la cama.

—Ay, caracho, ¿cómo se puede tener tanta suerte en la vida?

Don Pedro intentó entrar directamente con ella en casa, pero sus entusiasmados amigos no se lo permitieron; los fieles compadres Rufo y Tola, portando dos grandes ramos de rosas silvestres, se acercaron y besaron con cariño a la pareja. Al contemplar tamaño recibimiento, el patrón tuvo que contenerse durante un buen rato. Suspirando con resignación, Pedro Marcial tuvo que detenerse a saludar y a cruzar algunas palabras de agradecimiento con muchos de los que les esperaban y que deseaban una presentación inmediata de su joven desposada. Por fin, se estiró el chaleco gris de doble abotonadura y, ofreciendo gentilmente su brazo a Julia, pasaron revista a la servidumbre que esperaba en fila delante de ellos; Dorotea, la vieja jefa de la cocina y su joven hija; una doncella; los dos Emeterio, padre e hijo; y cerrando el grupo, Jacinto, el jefe de la bodega junto a sus dos enólogos.

Hasta que hastiado, apretó la mano de su esposa y se abrió paso con ella para penetrar en su casa cuanto antes, mientras farfullaba algo ininteligible, sonriendo con la mitad de la boca; se la llevó corriendo por el pasadizo hasta la habitación matrimonial y la arrastró dentro cerrando con doble llave, en medio de los aplausos, gritos y bromas de algunos mirones.

De pie en el centro de la estancia, ambos se quedaron mirando el uno al otro por un instante. La anonadada chiquilla de traje blanco y de cara enrojecida lo contemplaba sin parar de parpadear. Pedro se abalanzó sonriendo sobre la aturdida chica y, mascullando algo sobre su maltratado y polvoriento traje de novia, la empujó hacia el ropero, abrió sus puertas de par en par y le mostró el abundante vestuario preparado para la ocasión.

Entonces, se colocó detrás de Julia para empezar a desvestirla con suavidad, pero los 39 botones del traje de novia consiguieron que perdiera la compostura. Cuando por fin consiguió quitárselo, no sin antes clavarse varios alfileres, arrojó las prendas al suelo con impaciencia. Ella, aterida, se tocaba sus muslos ásperos como cáscaras de naranja bajo la suave enagua de seda rosa, dejando entrever el reborde de las medias blancas engarzadas por el broche metálico de los ligueros; con el pelo agolpado sobre el rostro húmedo, ocultando su angustia tras los ojos como almendras tristes, empezó a musitar el perdón por estar ahí ante su vista. Pedro, mudo y tembloroso, como a punto de cometer una canallada, se quedó admirándola por un breve instante. Era la primera vez que la veía así y eso fue precisamente el combustible que avivó el fuego interior del enardecido cónyuge; esa visión maravillosa fue mucho más de lo que sus sentidos pudieron soportar. Se dejó llevar enteramente por la lujuria desatada.

Sobre el vestido cayeron, uno tras otro, la levita, el chaleco y sus pantalones de rayas, e incapaz de reprimirse por más tiempo, la empujó con decisión sobre la cama para cobrar el tan deseado trofeo.

—¿No vamos a comer antes? —preguntó ella con un hilillo de voz.

—No, porque así, lo consumato ya no puede ser anulato… —farfulló el enardecido esposo buscando sus labios con ansia.

Pedro no podía ver la expresión de aturdimiento de la pobre Julia mientras yacía aplastada bajo el poderoso varón, que entre jadeo y jadeo, le dedicaba algún que otro piropo y no se cansaba de alabar la blancura de su tersa piel íntima y de suspirar satisfecho por la coyunda con una virgen tan bella; enloquecido tras cada embestida que le propinaba a la infeliz muchacha, en pocos minutos cayó rendido a su lado, bufando como un jabalí herido.

Julia, completamente inerte y desmadejada, incapaz de gesto alguno, estuvo todo el tiempo con los ojos cerrados, contemplando un dulce rostro que le sonreía con amor, despidiéndose para siempre de su recuerdo. Y sin poder reprimirse más, empezó a sollozar en voz baja por el alto precio que había decidido pagar.

—Me alegro tanto de que seas feliz conmigo —musitó Pedro muy complacido, observándola con amor y volviendo con sus lengüetazos y sobeos en cara y cuello.

El enfebrecido Pedro quiso volver a subírsele encima pero entonces ella reaccionó con fuerza y le empujó con brusquedad a un lado, con un gesto de repugnancia. El sorprendido macho la miró, no obstante, con renovadas ansias, pero ella se le escapó ágilmente y corrió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta bajo llave. Pedro puso la oreja y oyó sus sollozos desconsolados.

—¿Estás bien, amorcito? Ya sé que duele muchísimo la primera vez, pero se te pasará pronto. Siempre recordarás con placer este gran momento de amor que estamos viviendo juntos.

No hubo respuesta. Pedro sonrió complacido por su tremenda potencia masculina y le gritó que no se preocupara por nada, que para eso estaba él a su lado, para cuidarla y quererla. Mientras se vestía para el almuerzo del casamiento, añadió que la amaba profundamente, que como él, no había otro marido tan amante, que sería tan feliz a su lado y que ya se ocuparía él de cuidarla y adorarla de por vida. Añadió, victorioso:

—Mi amor, estarás recuperada para esta noche, ya verás. Esto solamente ha sido la bienvenida a mi casa y a la noche te marcaré profundamente con mi amor. Ni te imaginas el placer que me das… —susurró en tanto que escogía cuidadosamente ropa de sport que fuese elegante—. Ahora tengo que dejarte para atender a mis amigos. Vístete pronto, querida Julita, me muero por ver la expresión de amigos míos que jamás te han visto antes. Me voy para organizar a los fotógrafos para tu entrada triunfal al banquete. ¡No tardes!

Eran las cinco de la tarde ya pasadas cuando dio comienzo el banquete de esponsales, aunque ya los impacientes convidados habían acabado con todas las empanadas, las de carne y las de cebolla, dando muy buena cuenta de, al menos, diez jarras de

pichuncho. Al aparecer en el jardín delante de ellos, Pedro Marcial alzó los brazos con fuerza y les gritó:

—¡Dentro de unos minutos tendremos aquí a la novia y vamos a recibirla como se merece! —Y se acercó al director de la orquestilla para darle secretas instrucciones.

A su orden comenzó entonces el desfile de criados y pinches, unos portando grandes bandejas con ensaladas para las mesas y otros, abriendo las cajas del Cabernet y del Merlot, que especialmente había escogido para acompañar la extraordinaria comida. Sus más allegados corrieron a su encuentro para palmotearle la adolorida espalda, abrazarle y besarle. Todos le agobiaban a preguntas sobre la maravillosa Julita, ansiosos por caerle encima y avasallarla con preguntas capciosas, queriendo saber todo de ella, dónde había nacido, de qué familia provenía y en qué colegio se había educado. En la mente victoriana de las más destacadas matronas de la ciudad ardía la curiosidad malsana por hablar con la intrépida joven que había sido capaz de cazar y casarse con el solitario león de Talcuri para que les relatase los pormenores de su estrategia para conseguirlo en tan pocas semanas. Toda una hazaña de conquista para una desconocida, porque el premio principal había sido un viudo pertinaz y, por añadidura, un platudo; por tanto, Julia era en ese instante el más jugoso objeto de inquisición en toda la historia de la provinciana ciudad sureña.

Mientras tanto, en la alcoba nupcial, ella entreabrió la puerta del cuarto de baño para comprobar que por fin estaba sola; miró la cama desordenada con un escalofrío y se envolvió en una sábana; se asomó sigilosamente al pasillo y acto seguido se encerró bajo doble llave. Desde el patio entraba la música de los acordeones, los vítores y los aplausos de toda aquella vociferante gente desconocida, y se puso roja de vergüenza de solo pensar que iba a enfrentarse indefensa a ese hervidero de extraños. El agua perfumada del baño y un duro restriego por todo el cuerpo con esparto jabonoso devolvieron poco a poco la calma a su trastocado espíritu juvenil. En tanto elegía ropa, gimió al mirar las paredes, porque en esa misma habitación, dos meses atrás, ella había cruzado victoriosamente la segunda de sus particulares puertas al infierno, la que la condujo directamente a esta misma alcoba, ahora nupcial. Se desplomó en el sillón y se quedó un instante traspuesta.

Todo comenzó precisamente cuando ella percibió con claridad que Pedro ya no la consideraba una chiquilla desordenada, sino una mujer. Fue así, inesperado, simple y perturbador.

Al abrir los ojos al momento actual, sonrió brevemente y se preparó para enfrentarse a una nueva y terrible prueba para su juventud, su presentación en sociedad. El mayor gentío al que ella se había expuesto en su vida fueron las fiestas invernales de su escuela en la caleta, con dieciséis años, cuando había recitado poesía ante casi cincuenta personas. Muy despacio comenzó a vestirse delante del espejo y comprendió lo que había sucedido. Su hermosa adolescencia y su dorada juventud yacían ahora muertas entre esas sábanas revueltas y sucias. De improviso, a la joven Julia le había llegado el tiempo futuro, sin entender muy bien cómo. Se hizo el propósito de no olvidar nunca aquellos primeros episodios amorosos que había vivido de muchacha entre los bosquecillos de su querida casa natal.

—Aquel fue mi verdadero mundo y siempre lo conservaré fresco en mi memoria hasta que sea una vieja pelleja, balbuceó Julia suspirando profundamente—, esto de hoy es mi penitencia.

Más tranquila salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de la entrada, aspiró profundamente y salió al exterior, sonriendo.

Una gruesa andanada de vítores y aplausos la recibió, a la vez que los músicos se arrancaban con una marcha nupcial. Se quedó pasmada al ver el inesperado recibimiento, y cuando buscó ansiosamente a su marido, este saltó como un puma a su espalda, la levantó con vigor entre sus brazos en señal inequívoca de potencia masculina y gritó con vulgaridad:

—¡Qué vivan las mujeres hermosas! ¡Y vírgenes! ¡Vamos a brindar por el amor! —Y sus más amigotes le aplaudieron a rabiar—. Y después, ¡a devorar!

De pronto, no se le ocurrió nada mejor que cargarla hasta la mesa principal del banquete, pese a sus airadas protestas, y cuando la bajó con torpeza, a la azorada novia se le vio toda su primorosa ropa interior color rosa. En un momento, los más allegados ya la habían empezado a conocer más a fondo.

En cuanto la pareja finalmente pudo sentarse en la mesa principal, sobre la descomunal parrillada giratoria instalada al fondo del patio cayeron decenas de trozos de rojas carnes de vacuno; las ristras de chorizos parrilleros ya se quemaban y las prietas negras humeaban con fuerza atufando el jardín e invadiendo las mesas, alborotando gravemente las papilas de los hambreados comensales. La jovencita Dorotea se acercó a los esposos llevando las dos primeras y gruesas chuletas en una bandeja de loza, chorreando humeante y espeso jugo y con el aroma de carne aún crepitando.

A continuación, se acercó Jacinto, el capataz de la bodega, quien fue el primero en saludar a Julia con un largo beso en la mejilla, acompañado de los enólogos, que escanciaron un luminoso Chateau Canet que llenó de rubí las copas de la pareja. Todos guardaron silencio para que Pedro hiciera toda la ceremonia de la cata. Cuando dio el visto bueno con entusiasmo, fue el punto de partida de un tráfico endemoniado de mozos con bandejas de carne y pinches con botellas de vino, sirviendo a destajo; enseguida dieron comienzo los bulliciosos fastos, con abundantes libaciones en honor a los recién casados y a su futura vida en pareja.

—¡Por el amor eterno!

—¡Por una larga vida plena de hijos y nietos!

—¡Por el león herido!

—¡Por las doncellas del mundo! ¡Qué nunca se acaben!

Pedro estaba exultante y, sin soltar la mano de Julia, saludaba sin parar a todos los comensales, dedicando a cada uno frases apropiadas y cariñosas. En la mesa principal, a la izquierda de la pareja, se sentaban Rufo y Tola, padrinos de casamiento del novio, también recién casados. A la diestra, había dos sillas vacías.

—¿Dónde está mi tío Samuel? —inquirió Julia a voces.

—Se retrasa, seguro que tiene trabajo con los heridos en la ciudad —le contestó uno.

Julia les miró a todos con la mirada hueca. Mi pobre padrinito que ni siquiera pudo estar en el casamiento, parece que tampoco llegará para el banquete. Mi pobre papi, abandonado en el sanatorio y mi amor, perdido en el océano, qué otra cosa peor puede pasarme en este día. Y encima tengo que divertirme. Haciendo como que comía con ganas, sonreía a los desconocidos y se quejaba de la ensalada de cebollas y del ají cachocabra.

—¿Alguien sabe algo del alcalde Mancilla? —preguntó un funcionario.

—No vendrá, tiene trabajo con el orden público y la atención a las víctimas del temblor.

—¿Cómo que temblor? Perdona, pero ha sido un terremoto feroz…

—El epicentro estuvo a unos quinientos kilómetros al norte, cerca de Puerto Grande —informó un edil, aplicado a una enorme empanada de pino.

—Aquí en Talcuri nos han informado de más de veinticinco heridos, pero solamente se habla de dos muertos.

Cuando Julita oyó eso, soltó los cubiertos tapándose la boca atemorizada.

—Mi papá, Dios mío, cómo he podido olvidarme de él, pobrecito, qué susto tiene que haberse llevado… y qué solo se tiene que sentir en el mundo.

—Ya lo he preguntado, en las montañas donde está ese sanatorio apenas se ha sentido, no te preocupes mi vida —la tranquilizó el marido. Y añadió—. Mañana temprano dejaré todo e iremos juntos a verle sin falta, te lo prometo, mi amor. Y ahora come, por favor, te noto muy desmejorada.

—También hay bastantes daños en edificaciones viejas, de esas de adobe —seguía informando el edil.

—Ya sabes que se cayó tu famoso campanario, ¿no, Pedro?

—¡Caramba, con tanto ajetreo hasta me había olvidado de ese desastre! Lo he sentido caer casi sobre mis espaldas, Rufo, todavía me duelen las orejas con el estruendo que tuve que sufrir. Menos mal que yo estaba junto a mi mujercita para protegerla… Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Es nuestro sino como país. También mañana me ocuparé personalmente de eso… Y ahora, ¡un brindis por nuestra valiente y dura ciudad…!

—Voy a buscar unos pañuelos —susurró Julia al oído de Pedro y se separó cuidadosamente de la mesa, dirigiéndose a la casa con estudiada lentitud, cimbreando la cintura todo lo posible.

En cuanto entró a la casa, corrió hasta la habitación para encerrarse otra vez en su baño, aquejada de incontenibles arcadas, sintiendo que su pequeño estómago era una tormenta. Al rato salió de la habitación y pasó por la cocina a prepararse un enorme vaso de agua tibia azucarada. Maldita comilona, refunfuñó, sobándose el vientre.

En el comedor del patio, todos daban cumplida cuenta de las estupendas carnes junto con las mazorcas recién cocidas y untadas con mantequilla fresca, el ají verde y el rojo en salsa, las fuentes repletas de ensaladas de lechuga, tomate, achicoria y aros de cebolla cruda. Cinco músicos, pintorescamente vestidos, tañían la guitarra y el acordeón, acompañando a un desabrido cantante que casi se caía del proscenio con todo el vino que llevaba encima.

Cuando la desposada volvió a su sitio, Pedro ya se había parado para visitar a sus amigotes. En la mesa principal solamente quedaban sus padres, doña Ester Toledo y don José Gonzales, sentados justo delante de ella, mirándola con una indefinible mirada, entre ternura y desprecio, a la que Julia respondió sonriendo ampliamente, mostrando una actitud entre cariño y aprensión.

—Oiga, Julia, ¿le conté como escapé de Francia justo el día que llegó la filoxera? —le espetó el viejo José apenas la chica se hubo sentado a la mesa.

Y le soltó la larga historia, así, sin más, sin reparar en que la joven comía a duras penas un pellizco de cada cosa para que pareciera que lo devoraba todo. Al cabo de un rato apareció Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro, que se acomodó entre sus abuelos José y Ester. Al inclinarse la joven sirvienta para servir el plato de Pedrito, este le metió disimuladamente la mano izquierda bajo las enaguas, mientras con la derecha abrazaba a su abuela, sonriéndole encantado. Desde la cocina, el hermanastro de la sirvienta, que lavaba los platos, se lo quedó mirando con odio contenido. También regresaron a la mesa las tías Angustias y Evelyn, provenientes del cuarto de baño, pero ninguna de ellas escuchó nada de lo que les ofreció la sirvienta como postre.

En la mesa principal, se hizo un momento de pesado silencio, pues hasta don José se calló. Todos miraron a Julia de soslayo. Era su turno de incorporarse a la familia política rompiendo su silencio con algo importante que decir. Haciendo un esfuerzo supremo, dejó los cubiertos y le sonrió forzadamente a doña Ester.

—¡Cuánta gente, ah!

La chica recibió una mirada desinteresada de la señora por toda respuesta.

—Yo nunca había visto tanta comida… y tan rica —insistió Julia valerosamente.

Pero no consiguió romper la gélida acogida de la madre de Pedro. Julia iba a interpelarla nuevamente cuando vio con sorpresa que se incorporaba con dificultad y se alejaba de la mesa cojeando. La mujer había sido muy amable con la chica el año pasado, sin embargo, ahora se había convertido en su antagonista, una suegra que iba a ser casi imposible de tratar. Dirigiéndose entonces a Pedrito Segundo, la desposada le sirvió una copa de vino e intentó cambiar impresiones con él acerca de los nuevos estudios que el joven iba a comenzar muy pronto.

—Sí, claro, ahora me metis conversa, después que no me hubieras dado ni boleto en todo el mes… Galla traidora —masculló el joven alejándose en busca de sus amiguetes en la mesa del pellejo.

Menos mal que entonces apareció la tía Sabina, la esposa del doctor Rivas, muy alterada y sofocada, acompañada por un teniente de la guardia que la había conducido hasta allí desde Talcuri. La tía se sentó de inmediato a la derecha de Julia y, apenas consiguió calmar su agitación, se abalanzó sobre la joven y la abrazó con gran ternura; separándose un palmo, la miró a la cara con gran preocupación y la volvió a estrechar entre sus brazos.

—No le pasa nada malo a tu tío —le dijo adivinando la preocupación en los ojos de la chica—, pero él no va a poder estar contigo hoy, tiene mucho trabajo en el hospital, por eso he venido yo en su lugar —dijo toda compungida—. No dejaré que nadie ni nada te perjudique hoy en este, tu día.

Por suerte, la interesante, suave y amable conversación maternal de su tía Sabina pudo distraer a Julia lo bastante como para resistir el resto de la larguísima tarde. Poco a poco fue sintiéndose mejor, gracias a unos pequeños sorbos de vino, y empezó a participar más animada en las conversaciones con sus vecinos de mesa. Pero sin dejar de mirar con ansiedad hacia las demás donde estaban instaladas las más conspicuas damas de la comarca y de la región, todas ellas mirándola con hambre, pretendiendo echársele encima con ferocidad para arrebatarle todos los secretos de sus entrañas y echarla de nuevo al camino yermo por donde había llegado.

Tras los postres, Julia advirtió que una señora madura se dirigía hacia ella con rapidez. Sabina le dijo al oído:

—¿Ves a esa señora tan elegante que viene hacia aquí? Es doña Cuca, la señora del intendente Riesco, ella te cuidará tanto como yo, no temas nada. Ahora tengo que dejarte, me voy a tender un rato, estoy que me caigo… ¡Hola, Cuca, qué gusto verte! Mira, ella es mi sobrina Julita Rivas.

Doña Cuca se acomodó, con toda displicencia, en el sitio dejado por Sabina, lo que fue la señal que todas las importantes señoritas convidadas estaban esperando ansiosamente para empezar su labor de acercamiento a la protagonista del convite. Casi sin hacerse notar, algunas empezaron a levantarse despreocupadamente de sus mesas para acercarse con cuidado a la principal y rodear a doña Cuca, con la pretensión de ser presentadas a Julia. Pero su esfuerzo fue en vano, porque Cuca, una mujer ya madura, sensible y, sobre todo, muy lista, la prohijó de inmediato y no la presentó a nadie, salvo a dos de sus mejores amigas que no necesitaban ceremonia alguna, las que formaron un parapeto alrededor de las dos mujeres. Las anhelantes señoras que pululaban cerca de la mesa comenzaron a retirarse con discreción, perdida la esperanza de someter a la pobre Julia al feroz interrogatorio que cada una había preparado.

La mujer del intendente, con la mirada llena de satisfacción, ejerció todo su poder de primera dama regional no permitiendo que nadie más asediara a Julita, quien agradeció la protección contándole algunos detalles sobre su vida en la caleta de Las Cañas, y lo más jugoso de todo, le reveló cómo había conocido a Pedro Marcial.

—Fue aquí en esta viña precisamente, cuando unos bandidos del vecindario intentaron matarle —le contó Julia, sin concederle demasiada importancia. Y, disculpándose, se levantó en seguida para correr nuevamente a encerrarse su habitación.

En cuanto hubo terminado de palmotear a sus amigos, el dichoso marido regresó a la mesa principal y se dispuso a oír lo que le quería decir Rufino Contreras con tanta alarma. Abogado y principal amigo de la familia Gonzales, estuvo un buen rato hablándole en voz baja, usando la espalda de Tola su esposa, a modo de pantalla. En un momento, enfadado, Rufino explicó algo referido a unos documentos.

—Apenas me ha dado tiempo de redactar el acuerdo que me pediste anteayer, con tantas carreras en estos días se me amontona el trabajo en el bufete.

—No te preocupes —respondió el enfiestado Pedro—. Ponlo todo a mi nombre y ya veremos la manera de firmarlo mañana o pasado; ahora no tiene importancia, lo más duro ya ha pasado. En tres semanas he organizado el casorio más importante de la región, ¿qué te parece?

—Precipitado, pues.

—Estoy más feliz que un chiquillo con zapatos nuevos —repuso Pedro palmoteándole la mano—, conque no me vengai a cagar el resto de la velada, ¿está claro? Ya tuve bastante con el terremoto.

—Oye, Pedro, tengo que consignar la existencia de una carta dotal, o sea, hablamos de la dote. ¿En qué términos la tengo que extender?

—No lo sé, Rufito, en cualquier caso, me importa un bledo.

—Cierto, ahora que estás un poquito pasado… No lo ves claro.

—¡Mírame bien, amigo! ¿Es que me ves muy necesitado? Oye, Rufo, hoy no es para nada el día de hablar de la plata; además, eso tiene que ser el tío Samuel quien lo diga, porque el padre de Julita está incapacitado.

—Eres tú con tus malditas prisas quien me hace trabajar siempre en fin de semana, y encima no me cuentas nada… —se quejó Rufino.

—Mira, tú pon en el contrato una aportación mía de 30000 pesetas oro en efectivo, el valor de las tierras según las escrituras y las propiedades y cultivos, y deja espacio para la dote que tiene que ofrecer Samuel, no creo que más de dos líneas sean necesarias, hasta que me dé tiempo de hablar con él. A mí también se me acumula la pega en la bodega y en cuanto se acabe esta fiestoca me tengo que meter a preparar la vendimia. Ya voy con una semana de retraso y así no se puede hacer el vino más importante del país.

—Oiga, compadre, esto es una perfecta huevada con patas —

rezongó Rufino.

—Efectivamente. Así que ya tienes algo más de qué ocuparte, amigo. —Y se volvió hacia la orquesta haciendo señas de revolución con el dedo índice hacia abajo.

—Así no se hacen los contratos matrimoniales —siguió protestando el abogado—. Tengo que redactar el derecho de administración y disfrute, ¿oíste, güevon? Y sobre todo hay que establecer cuanto antes las herenciasfuturas…

—No seas pesado… ¡Ey! Ya ha llegado el intendente Riesco… Julia, Julia. ¿Dónde está mi señora? Vayan a buscarla.

El intendente Riesco Nogales entraba efectivamente en el jardín de la casa, seguido de cinco dóciles ediles de sufrido aspecto. En cuanto divisó a Pedro se fue directamente a su encuentro.

—Buenas tardes, don Pedro, y perdóneme por el retraso…

—Bienvenido, estimado intendente. —Y ambos se abrazaron efusivamente—. Perdonado, lo comprendemos todos, el deber es lo primero en la autoridad pública, no habrá sido fácil venir hasta aquí en este día tan movidito. Mire, le voy a presentar a Julia, mi esposa, a quien usted todavía no ha logrado conocer.

—Señorita, es un inmenso placer… —saludó el intendente bastante azorado por la presentación.

—Señora, señora Julia de Gonzales —repuso ella con una firmeza inusual.

—Nos hemos casado esta mañana en medio del terremoto, ¿qué le parece? —explicó Pedro—, pero pase, intendente, adelante, haga el favor. Estaráabrumado de tantas complicaciones…

—¡Es verdad entonces lo que me han contado! Su sangre fría es admirable, Pedro —exclamó fascinado el intendente mientras se acomodaba—. Usted siguió adelante con su propósito, con independencia de los obstáculos, incluidos los pertenecientes a una naturaleza furibunda.

—Bueno, fue relativamente sencillo, ya se lo contaré un día más tranquilo que el de hoy —musitó Pedro, abrumado—, lo importante ahora es que nuestra ciudad está bajo la mejor tutela posible.

—Afortunadamente no surgieron mayores inconvenientes, ni administrativos ni militares. Todo está bajo control, ya que para eso tengo una bandada de funcionarios bajo mi mando, muchos torpes e inútiles, pero hay algunos que trabajan el doble, para contrarrestar.

—He ordenado una mesita privada, especial para usted y sus ayudantes, en el comedor de la casa; acompáñeme si es tan amable. Caballeros, tengan la bondad ustedes también —pidió Pedro a los recién llegados.

—Gracias, don Pedro, para mí hubiera sido imperdonable no asistir a esta celebración… Mis felicitaciones por su enlace y también mis parabienes para usted, Julita, si me permite la familiaridad.

—Aquí donde la ve. —Pedro la señaló orgullosamente—. Esta hermosa chiquilla salvó mi vida y mi propiedad, pero no vaya a pensar que me he casado solo por agradecimiento, bueno, ya se lo contaré más despacio.

—Pedro, ya pues, córtela con lo de la salvación —suplicó Julia por lo bajo, azorada ante los importantes personajes políticos que la rodeaban—. Perdóneme, señor, pero creo que me necesitan en las cocinas, con su permiso.

—Lamentablemente no podré estar demasiado tiempo con ustedes —decía la autoridad sin poder quitar la vista de la cimbreante Julia mientras se alejaba—. Lo siento, ya sabe, Pedro, obras son amores, pero antes de irme debo hablarle personalmente de algo de su interés.

—Faltaría más, intendente, pero lo primero es lo primero. ¡Vino para la primera autoridad! —, gritó estentóreamente a un mucamo—. Discúlpeme, se lo ruego, tengo que dar algunas instrucciones al personal y enseguidita estoy con usted.

Cuando el intendente Riesco, provisto de un grueso puro en la boca y una gran copa de coñac en la mano, vio entrar a Pedro, mandó salir a los ayudantes y les pidió que no le interrumpieran. Una vez a solas en el comedor, directamente y sin preámbulos le ofreció el cargo de contralor de la Intendencia, «una verdadera atalaya desde donde disfrutar del avance imparable del progreso en esta región». Pedro se le quedó mirando durante unos segundos con profunda admiración, le tomó de la mano y, agradeciendo calurosamente la confianza, le manifestó su entusiasmada aceptación, preguntando para cuándo debería estar disponible.

—Desde ahora mismo —replicó el abogado Riesco sonriendo intrigantemente—, porque ayer se accidentó gravemente el titular del cargo y no podrá volver a la Administración. Antes que me pregunte por lo sucedido, se lo diré: metió la manita donde no debía y se la aplastó una pesada roca.

—Entiendo.

—No, no lo creo. Se ve a la legua que es usted nuevo en esto de la administración pública, mi estimado Gonzales —le dijo la autoridad mientras clavaba sus ojos pardos en los de Pedro—. Aquí tratamos diariamente con la abnegación, la renuncia y, sobre todo, con la competencia.

—Lo puedo imaginar, intendente Riesco, y además, si me permite, seguro que tiene su razón de ser en la llamada poderosa que muchos sentimos para servir a los conciudadanos y no a los amigos, ¿verdad? — declamó Pedro.

—Así es, mi estimado contralor —manifestó el intendente, remachando el título—, pero sin pasar por alto a esos conciudadanos escogidos que son los buenos amigos. En este caso, la fidelidad y el sacrificio son requisitos fundamentales para merecer un cargo de mi confianza, y en usted he visto claramente esas virtudes.

—Y para ese cargo que menciona, ¿yo tendré que ir en alguna terna? —inquirió Pedro con gran satisfacción.

—La respuesta es sí, aunque eso sea un procedimiento torpe y mal pensado, pero déjeme decirle un secretito, yo tengo una varita mágica que permite que sea elegido quien convenga a los altos intereses territoriales, porque por la acera caminan muchas honestas y excelentes personas, pero ¿qué sabemos de ellas? —explicó el funcionario mirando atentamente la licorera.

—En tal caso —respondió Pedro con reverencia, sirviéndole una generosa copa de su mejor coñac francés—, no se hable más, estoy a sus órdenes, intendente. Me llena usted de satisfacción y debo decir que también me gustaría participar más activamente en el gobierno para organizar mejor todo el asunto de la expansión de los viñedos. He pensado que ahora mismo el…

—Mire, Pedro —interrumpió el intendente pasando el brazo por el hombro y omitiendo ya el tratamiento—, es que una cosa conlleva la otra. Si todo va como espero, dentro de un año de duro trabajo sería usted el candidato ideal para secretario general de la asamblea de empresarios y vitivinicultores de mi región. Pero lo verdaderamente interesante y seductor es que también ese secretario sería automáticamente ungido presidente de un club agrícola que pretendo crear dentro de poco; para que se conozca en detalle mi gran labor a favor de esta región, que es tan mía como suya, Gonzales. Así sabré de primera mano cuáles son las necesidades más acuciantes de mis mandados.

—Estoy abrumado, intendente.

—Usted es el primero a quien le hablo de esto, mi caro amigo, hoy me ha dejado usted muy impresionado por su temple y su arrojo… Por no mencionar la extraordinaria valentía de su preciosa y juvenil esposa; es que puedo verla jugándose la vida encerrada dentro de esa sacristía, con los techos a punto de desplomarse sobre su cabecita… todo por su deseo de unir su destino al suyo, una gran historia, créame, ¡qué escena tan extraordinaria! Y eso que a mí no es nada fácil impresionarme, debo decirle. Me he dado cuenta del tirón que tiene usted en esta ciudad y, si acepta y su bonita esposa le apoya, le puedo asegurar que esta es la antesala de una fulgurante vida entregada a la función pública. Hay mucho para conquistar. Y ahora el deber me llama. Vengan ambos a visitarme dentro de una semana a mi casa. Hasta luego y gracias por todo.

Las puertas del cielo se acababan de abrir ante Pedro, al son de trompetas. El príncipe-intendente le hacía señas para que se acercara a compartir la conquista, la lucha por ganar a los demás. Y él no pensaba resistirse ni un ápice. No habría nada ni nadie que le impidiera ahora sojuzgar a sus contrarios. Y se precipitó a los brazos de su nuevo mentor, a quien despidió con efusivas muestras de adhesión, respeto y acatamiento. Sonrió empachado de satisfacción; ya era un hombre público, un protector, un padre de la patria. Por lo tanto, se dijo enardecido, mi comportamiento y mi vida familiar ya serán de dominio público, por consiguiente, han de ser intachables. Mi esposa y yo estamos llamados a ser ejemplos de personas que viven sin mácula.

Cuando volvió al lado de Julia en el banquete ya eran más de las seis de la tarde, y los menos allegados estaban inquietos porque de la torta nupcial no se decía nada. Julia se lo recordó suavemente a su marido.

—Tienes mucha razón, ¡es que tengo que estar en todo, por las rechuchas del mono! —le contestó Pedro con voz pastosa y se incorporó de su asiento con cierta dificultad—. ¿Qué pasa con el vino en esta viña? ¿Ya se ha terminao? — gritó a voz en cuello, a la par que aporreaba una jarra de cristal vacía con un cucharón de plata—. No se preocupen, si es necesario lo traeré de la viña del Aravena, aunque tu vino sea imbebible, como todos sabemos, ¿no es cierto, amigo?

Las risotadas de muchos achispados comensales resonaron por toda la propiedad, mientras los dos viñateros se abrazaban, palmoteándose fuertemente en la espalda. Pedro levantó una botella y se dirigió a todos:

—Bueno, ahora que estamos bien surtidos que entre el champagne, pues vamos a llenar las copas para brindar por esta linda chiquilla que me ha tocado en suerte como esposa y con la que espero desbordar esta familia de hijos y nietos. —Y levantando de golpe a su esposa de la silla, intentó, torpemente, besarla en el cuello en busca de la boca y, al fracasar, se animó todavía más—. Ahora vamos a bailar y enseguida cortaremos la torta más grande del país. —E hizo un ademán de director a los músicos que se arrancaron de inmediato a todo meter con los primeros compases de Der shoenen blauen Donau.

Dos reposteros vestidos de albo delantal con un vistoso bordado de la Gran Pastelería Ribalta entraron en escena portando un palanquín sobre el que descansaba la espléndida torta nupcial de catorce pisos. En el momento que el flamante marido cogió la mano de la esposa, que sostenía la gran paleta de plaqué, se hizo patente la primera lluvia de finales de febrero, la que llevaba horas anunciando sordamente que también se dejaría caer por el banquete. Descargó como una catarata de gruesos goterones que en un minuto empaparon la plataforma de madera para el baile, provocando que muchos inestables invitados comenzaran a correr en busca de refugio dentro de la casa; entre tanta batahola, la tía Angustias tastabilló y, no hallando nada mejor donde agarrarse para no caer que el mantel de la mesa, arrastró la grandiosa torta de novios en su despatarrado tropezón. Ambos, la señora y los catorce pisos, rodaron por el entablado estrechamente abrazados. En cuestión de minutos el violento chaparrón disolvió el chocolate y la nata por el piso. Desde el porche Julia miraba con desolación el cómico cuadro, pero estaba lejos de reírse.

«¿Hasta esto te parece mal?, preguntó, mirando a la tormenta a la cara.

La banda tuvo que correr a guarecer los instrumentos dentro de la casa. Todos los invitados permanecieron en el corredor a esperar que escampara.

—En este matrimonio lo tenía previsto todo, todo, menos esta inoportuna lluvia de mierda.

—Tienes razón, Pedro, sí que tiene gusto a mierda —dijo uno, completamente empapado.

—Esta sí que es lluvia, joder —aplaudió el viejo José buscando la jarra de ponche romano—, como las de Langreo, de las que levantan a sus muertos.

—Esto es el colmo. Mañana mismo voy a hacerme aquí una galería acristalada —prometió Pedro.

No quedó nadie en el jardín, solamente la gruesa lluvia que repiqueteaba sobre la tarima para bailar, las grandes mesas desnudas del casorio más grande que se había visto en la ciudad en mucho tiempo y un par de chopos viejos en la tapia del fondo, chorreando de agua.

—A mí no me gusta este patio, tan grande y pelao como una alfombra vieja —interrumpió Julia, dirigiéndose a José y a su mujer—. A mí me encantan los árboles, el agua, el sol, el mar, por supuesto.

—Pues entonces, haberte quedado por allá —masculló doña Ester.

—¡Cuánta razón tienes, Julita! Esto es mesetario, pero para eso yo soy el patrón, especialmente si es para dar gusto a mi querida niña. —Y se dirigió voceando hacia la cocina—: A ver, que llamen a Emeterio de inmediato, aunque esté durmiendo la mona, que seguro lo estará, me lo reportan aquí al tiro. Vámonos dentro, cariño, que la tarde se está quedando que dan tiritones. ¡Flori, prende la chimenea del comedor! Adentro todo el mundo…

La fuerte lluvia y el viento dieron cuenta de la mayor parte de los invitados quienes, educadamente, optaron por despedirse haciendo cola para saludar a los recién desposados y, al fin, poder besar a la novia, mirarla a los ojos y, con suerte, hablarle algunas palabras.

Sin embargo, unos pocos allegados que aún se resistían a dar por terminada la fiestoca del casorio intentaban prolongarla a toda costa, disculpándose con un cuando escampe un poquito, aprovechamos. Mientras tanto, se entretenían dando el bajo a cuanto líquido se pusiera a tiro, excepción hecha del agua de los floreros.

—Te voy a mostrar los regalos de casamiento que nos han llegado —dijo Pedro, asiendo a la chica por el talle y besándole la mano—. Pedrito, ¿dónde estás? Ven aquí enseguida.

—Mmhh, mmhh —negó mudamente la vieja Dorotea apuntando con el mentón hacia el río.

Realmente aquello fue como abrir la cueva de los tesoros, porque allí todo lo que había relumbraba con fuerza, testimoniando la preeminencia, proximidad y el cariño por el novio. Lámparas de colgar y de pie, peroles de cobre bruñido, cuchillería de plata, loza inglesa, espejos venecianos, cuadros con marcos repujados en plata, un bargueño traído de Lima, esculturas de bronce, candelabros, relojes, mantelería bordada en Brujas, cojines de petitpoint, etc.; una infinidad de objetos acumulados sobre las mesas y regados por el suelo alfombrado, como si fuera una grandiosa tienda de antigüedades y regalos. Julia miraba con la boca, no abierta, sino desencajada, los ojos casi saltándosele y la mano en la garganta. Le asaltó la triste sensación en el estómago que esa sería la única vez que vería junta toda esa enormidad de riqueza, y que al fin y al cabo, tampoco le importaba demasiado porque ni siquiera era suya.

Pedro, alborozado, empezó a mostrar a Julia cada obsequio en particular, leyendo las tarjetas, explicando detalladamente quién lo enviaba y por qué lo hacía, hasta que ella, al límite del aburrimiento ante tantísimo nombre y razones desconocidas, le susurró a Pedro su deseo de retirarse un momento a la habitación.

—Te refieres a nuestra habitación —le espetó Pedro sonriendo—, conque ve acostumbrándote a tu nuevo estatus. ¿Qué te pasa, cariño? Pareces cansada.

—Debió ser el vino —exclamó Julia sobándose la barriga—. Me siento bastante mareada y muy molida.

—¡No estarás insinuando que MI vino pone mala a la gente! Seguro que ha tomado el de Aravena —dijo riendo Pedro y mirando a sus amigotes mientras abrazaba a su mujer con fuerza.

—Yo solo digo que tengo que retirarme, ¿o tengo que contarle todo lo que voy a hacer? Ahora mismo vendré. —Y sin esperar más comentarios, ella se desprendió del abrazo y salió presurosa hacia la alcoba matrimonial.

—¡Qué le vamos a hacer! —, le explicó Pedro a Jacinto, que aún bebía a su lado—. Es demasiado joven, pero ya aprenderá a apreciar nuestros grandes vinos, como casi todo el mundo, ¿no te parece? ¡Qué viva Viña Oro! Y a beber como es debido. Vamos a cantar todos, vamos, ¡alegría, amigos!

Julia penetró en la alcoba y se fue rectamente a la cama, atenazada por el recuerdo de su querido padre, enfermo y solo, ignorante de todo, y quiso soltar una lágrima pero no le quedaba ya ninguna. El cansancio y el agobio del larguísimo día pudieron con ella y, adolorida, apenas pudo subir las piernas a la cama, quedándose tal cual, casi atravesada, vestida hasta con los zapatos puestos. A sus oídos apenas llegaba la ahogada música de los agotados cantantes tratando de animar una fiesta ya moribunda por falta de combustible de calidad humano.

Al cabo de unas dos horas o así, se despertó sobresaltada; estaba segura de haber oído el ruido de un vehículo saliendo de la casa. Aguzó el oído, pero nada.

Imaginaciones mías, tengo que arreglarme, seguro que me están buscando. Ahora debería peinarme y pintarme, para volver con una cara más presentable. ¡Qué asco de vino y de comida! No sé cómo toda esa gente puede estar tanto tiempo con lo mismo, una y otra vez. ¡Dios santo, se me parte la cabeza, pero si son más de las doce! Y ahora, ¿qué ropa me pongo? ¡Qué día, con todo lo que tengo que hacer mañana temprano encima! ¿Pero dónde estarán todos? Están muy silenciosos… ¿Se les habrá acabado la cuerda ya? Ojalá que esta comilona espantosa se haya acabado… Por Dios, como me huele el pelo a cebolla y a humo… y esta ropa está ya toda transpirada… Esta blusa irá estupenda…

Julia se apresuró en acabar de arreglarse todo lo bien que pudo y abrió la puerta del cuarto, asomándose al largo pasadizo. La casa estaba envuelta en el silencio y la oscuridad, pero dentro de la cabecita de ella la música de la fiesta le daba vueltas y vueltas como un carrusel. Conteniendo la respiración, pegada la espalda a la pared, se deslizó cuidadosamente a lo largo del pasadizo, pasando por delante de varias puertas cerradas, hasta que llegó a la puerta principal. La abrió suavemente esperando sorprender a Pedro bebiendo con sus amigos, pero allí no había nadie. La lluvia recién había cesado. Cerró y se dispuso a regresar a su cuarto caminando de puntillas, no fuera que el bruto amo de casa apareciera de pronto reclamando su noche de boda.

En cuanto llegó, se metió dentro y echó el pestillo soltando un potente suspiro. ¡Mejor así!, se dijo sonriendo aliviada, mientras se ponía un delicado camisón de primorosos bordados que le había comprado especialmente Sabina para la ocasión. Esta vez no me romperás mi ropa, desgraciado, bruto, musitó, metiéndose entre las fragantes sábanas nuevas.

Pero la chica no logró conciliar el sueño de inmediato, sus ojos estaban cerrados pero la mente le bullía como una colmena. Repentinamente, su mente se detuvo al reparar en algo muy importante: pero, ¡qué tonta soy! ¿De qué tengo que preocuparme? ¡Ya estamos a salvo! Otra puerta más y casi habré llegado, se dijo con alivio, consolándose por completo.

Sentada en la cama, cerró los puños y se mordió el labio. Efectivamente, lo peor de su desventurado afán por sobrevivir ya había pasado. Pero el frío oleaje de la caleta le volvió a azotar la cara y la garganta se le llenó de sal, sintió otra vez el pánico indescriptible de no poder respirar: tienes que olvidarte del mar, como sea, tuviste suerte de que no te tragara… Eres una estúpida cabeza de chorlito…

Julia se apretó las sienes intentando detener las punzantes escenas de su malogrado intento por ahogarse: la virgen te salvó entonces, ahora tienes que pensar solo en la estupenda vida que podrías tener, tontorrona… ¡Pero si ya he visto claramente cómo va a ser mi vida junto a este guatón tan pesado! Ayayahi, ¿y si él llegara ahora mismo? Bueno, nada más, libro cerrado y fin de la historia. A dormir se ha dicho.

Durante unos instantes a oscuras, evocó las tres semanas recién pasadas, y la extraordinaria tensión que había tenido que sufrir para poder llegar al día de hoy. Sonrió pensando cómo solamente había tenido que ceder a los besos vinosos de Pedro para que este se lanzara desesperadamente por el camino del casorio; cerró los ojos satisfecha de su hazaña.

Julia llevaba varias horas disfrutando de un reparador sueño cuando dentro de la habitación resonó un seco golpe que disparó todos sus miedos; desconcertada, la aturdida Julia comprendió dónde estaba y despertó con un salto. Habían golpeado en la puerta de la alcoba justo cuando la primera lucecilla del alba empezaba a rasgar la negra cortina. Se levantó despacio, se calzó las pantuflas con el pompom blanco sin dejar de temblar, corrió a la puerta de la habitación para asegurar el cerrojo y puso la oreja en la madera. Estaba segura que era Pedro, terriblemente enfadado al no poder entrar en la habitación. Si abría, la recriminaría por haberlo abandonado abruptamente en la grandiosa celebración matrimonial y, encima, sin despedirse de los invitados que aún quedaban. Pero si no lo hacía, sería capaz de derribarla. Descorrió lentamente el cerrojo y luego giró la manilla del picaporte, esperando la entrada brutal del cónyuge, borracho hasta los pies.

Pero no tuvo que disculparse porque, al abrirse suavemente la puerta de la alcoba matrimonial, quien apareció en el umbral fue un muchachote de unos dieciséis años, con el pelo húmedo, desordenado, en mangas de camisa, respirando ansiosamente, con los ojos casi desorbitados, los puños crispados y el cuello enervado. Julia le observó atemorizada y, muy alarmada, le interrogó:

—¡Pedro Segundo! ¿Qué quieres a estas horas? ¿Le pasa algo a Pedro? Di, ¿qué haces aquí?

Pedrito estaba sordo a todo. Julia le vio dar un paso decidido hacia ella, e instintivamente, se protegió el pecho con las manos. De improvisto, el muchacho levantó el brazo y le espetó a la cara:

—¡Nunca, nunca! —Tras lo cual se dio media vuelta y se encerró en el cuarto de enfrente tras propinar un soberano portazo.

La joven desposada miró con extrañeza la puerta cerrada y, encogiéndose de hombros, decidió que no había ningún motivo por el que preocuparse. Cerró su puerta lentamente y se quedó cavilando en la absurda visita que acababa de recibir: o me quería asustar, o es que a este chico le está pasando algo muy raro… Hoy apenas le he visto, parece que me evita… Claro, como está en la edad del pavo, pobrecito…

Julia se sumergió al instante en el sueño reparador que su frágil naturaleza venía exigiéndole desde hacía varias semanas.

Cinco puertas al infierno

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