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Episodio 4. De cómo Julita salvó Viña Sol

La ambulancia militar que transportaba al teniente coronel Nicolás Rivas y a su hija de dieciocho años, la señorita Julia Rivas, circulaba despacio por el camino que discurría a lo largo del caudaloso río Amarillo, por ser octubre un mes de grandes deshielos. Desde que habían salido de su casa en la caleta de Las Cañas, el militar y su hija conversaban animados sobre la belleza del paisaje: a la derecha, el río brincando ruidosamente, regándolo todo con una tenue nube de humedad que aleteaba sobre los floridos jarales; y al otro lado, las puntas bronceadas de los viñedos que llenaban el soleado valle.

Faltando poco para enfilar la curva del puente de piedra, apareció en medio del camino un muchacho que gritaba pidiendo ayuda, agitando los brazos con desesperación. El conductor, imprecando, tiró con fuerza de la palanca del freno haciendo que el pesado vehículo derrapara por el barrillo, hasta que se detuvo con brusquedad contra el muro del puente, haciendo que los viajeros resbalaran de los asientos. Un militar, muy alarmado, descendió prestamente del coche y, subiéndose los anteojos por encima del quepís, le increpó con severidad:

—¿Pero tú estás tonto, chiquillo? ¡Casi te estampamos contra el muro!

—¡Hay un hombre muerto! ¡Por favor, vengan a ayudar, lo aplastó un tonel y no respira! ¡Está allá dentro, en la bodega! —dijo el chico, sollozando histéricamente, mientras señalaba hacia los techos que asomaban al otro lado del puente.

—Bueno, bueno, ahora mismo iremos, tranquilízate, chico, súbete a la pisadera y llévanos allá. Somos del sanatorio militar… ¿Hay muertos?

El coche se puso nuevamente en movimiento, enfiló el puente y, guiado por el joven, entró a la izquierda por un sendero lateral de tierra, bordeando una larga tapia de adobe hasta detenerse delante de una explanada con un portón de gruesa madera coronado por un arco donde podía leerse Viña Sol en delicadas letras de hierro. El chico abrió una hoja del portón y el vehículo entró al antejardín de una bonita casa de piedra caliza, tejada con alerce, la cual rodearon con cuidado para luego cruzar un gran patio trasero y detenerse delante de un gran galpón de ladrillo sin ventanas. Allí se encontraba una decena de trabajadores hablando y gesticulando, que se callaron enormemente sorprendidos al ver entrar un vehículo gris verdoso con una gran cruz roja pintada en la puerta.

—Allá dentro está el muerto —chilló el mozalbete.

—Cabo, traiga mi maletín —ordenó el militar, abrochándose una bata blanca sobre la casaca.

Ambos uniformados entraron corriendo dentro de la bodega, guiados por los trabajadores, mientras Nicolás y su hija Julia permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando atentamente.

Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de una puerta al abrirse con gran violencia. Un trabajador moreno y de pelo largo, con un pañuelo negro al cuello, salió corriendo del galpón para adentrarse velozmente entre las hileras de vides recién podadas, hasta una tapia que escaló y saltó con gran facilidad. Sorprendida, ella observó que nadie le perseguía, ocupados como estaban todos con el accidentado de la bodega. Julia se agarró con ansiedad del brazo de su padre y continuó observando con expectación.

En ese momento, el conductor militar regresó apresuradamente para recoger unas parihuelas y unas frazadas. Mientras le ayudaba a llevarlas, Julia relató al enfermero la huida que acababa de presenciar, pero notó que él no hizo demasiado caso de la historia, asintiendo vagamente. Al entrar en la bodega, vio que allí dentro se alineaban filas y filas de toneles recostados uno encima del otro hasta casi alcanzar el techo. Un alarido doloroso brotó de detrás de una de las filas, retumbando dentro del recinto.

Al acercarse, la chica se encontró con un círculo de compungidos peones que miraban al suelo; ella siguió al sanitario hasta que este se inclinó al lado del capitán médico; entonces vio que estaba sujetando a un hombre de edad madura con la pierna rota y el zapato apuntando hacia atrás, que yacía en el suelo gritando destempladamente y agarrándose la cabeza. Mientras el enfermero armaba las parihuelas para meterlas bajo el cuerpo del herido, el médico aplicaba un grueso trapo con cloroformo sobre la nariz del accidentado.

Trinques, flejes de acero y duelas rotas yacían por doquier. Varios toneles estaban repartidos con desorden por el suelo, ya que al parecer toda una fila se había desmoronado. Julia, queriendo observar mejor, se acercó un poco más; allí olía fuertemente a alcohol y a madera, hasta que despavorida se halló pisando un lago de sangre. Entonces se alejó gritando, seguida muy de cerca por el chiquillo del camino.

—Es vino, no te preocupí —exclamó este, sujetándola por el brazo—, no es sangre. ¿No vis que tiene espumilla? Es un carísimo Gran Reserva —repetía en tanto el líquido se escurría lentamente por un sumidero—.

—¿Eres enfermera? —preguntó el muchacho mientras la llevaba fuera.

Dos peones salieron de la bodega portando la parihuela con un hombre y se alejaron con rapidez en dirección a la casa de piedra.

En el exterior de la bodega se formó un corrillo de trabajadores hablando alborotadamente. Uno que llevaba una hachuela en la mano dijo en voz alta:

—Yo rompí el barril que lo tenía aplastado, era uno de 220. Pobre gallo, ya estaba jodido cuando yo llegué.

—Pobre Jacinto, seguro que pierde la pierna.

—Qué milagro que pasaran esos médicos en ese momento.

—Parece que le allanó la pata —añadió otro.

En ese momento se oyeron las carreras presurosas de alguien acercándose al lugar; Julia vio aparecer a un hombre de unos cuarenta años, sofocado, que la apartó intentando entrar precipitadamente en la bodega, con la cara congestionada por la noticia que le acababan de dar y gritando:

—¿¡Dónde está Jacinto!? ¿¡Qué le han hecho a mi capataz!?

—Los médicos ya se lo llevaron a la casa —le informó Julia solícitamente, señalando hacia la vivienda.

Y se tuvo que apartar rápidamente para evitar el huracán de hombre que pasó corriendo por su lado en dirección a la casa, con la desesperación pintada en la cara. La chica regresó tranquilamente hasta la ambulancia para relatar la aventura a su padre y conducirle al interior de la casita. En la puerta de entrada, Julia se encontró nuevamente con el hombretón, que estaba hablándole al médico militar con gran vehemencia; y sin pensarlo, les interrumpió con gran decisión.

—Oigan, recién he visto a un gañán que salió corriendo de esa bodega de los toneles y saltó aquella tapia del fondo, llevaba en la mano una azada que tiró hacia el otro lado —les dijo ella describiéndolo con gran precisión.

Los dos hombres se la quedaron mirando sorprendidos, pero el cuarentón reaccionó instantáneamente vociferando órdenes a un grupo de trabajadores para que organizaran cuadrillas de búsqueda. Él mismo entró a la casa corriendo y en un minuto regresó portando un grueso revólver y se fue corriendo tras ellos. Volvió al poco rato, secándose la transpiración, y entró en la casa preguntando a voces sobre el estado del herido.

—Solamente es una doble fractura de peroné y una clavícula rota, pero si ese barril le llega a rodar por encima, lo mata —informó el médico—. Aunque ambas heridas tardan en cerrar, cursan muy bien. Perdone, ¿es usted el encargado de la viña?

—Soy el dueño de todo esto, me llamo Pedro Gonzales —les contestó el hombre.

—Mucho gusto, yo soy el doctor Navarro, y este es el teniente coronel Rivas, nuestro paciente. Ah, y la chiquilla es su hija que lo acompaña. El cabo enfermero y yo somos del sanatorio militar y le llevamos al hospital de Talcuri.

—Yo soy de Talcuri —dijo Pedro.

—Nosotros somos de Las Cañas —le informó modosamente la chica.

—Oye, nena, gracias a ti hemos pescao a un peligroso maleante, ya veremos si tiene algo que ver con esto; mis hombres lo están interrogando y seguro que va a cantar como un jilguero. Estaba emboscado detrás de la tapia que nos dijiste, ha herido a dos de mis hombres pero ya lo tenemos bien atado. Tengo que volver con ellos para interrogar al facineroso pues seguro que va a contarme algunas cosas interesantes ahora que debe estar más ablandado —añadió Pedro y regresó rápidamente hacia el patio trasero de la casa.

Una señora muy amable, respetable y bien vestida salió al jardín y con acento extranjero se dirigió al grupo:

—Haced el favor de pasar al salón, no os quedéis ahí en la puerta, por favor. Ya empieza a refrescar. Pasen, pasen, por aquí. Vosotros no sois de por aquí, ¿a qué no? —preguntó amablemente.

—Somos del sanatorio militar, señora. Venimos de recoger al teniente coronel en la caleta y ahora lo llevamos al hospital para un reconocimiento médico.

—¡Ya es casualidad que pasaran justo en el momento apropiado!

—Ya lo creo, señora, una hora más y este hombre se desangra.

—Y diga, joven, ¿no podríais conducir al herido también al hospital, ya que vais para allá? —preguntó un señor muy bien trajeado, entrando al salón con una copa en la mano.

—Podríamos, pero no es aconsejable mover a este hombre. Vea, señor, un transporte tan largo sería muy perjudicial para su estado, que es de mucho reposo y cuidado. Le hemos encajado la rótula de la rodilla y hemos unido el peroné que por suerte está quebrado limpiamente; en resumen, ya lo hemos estabilizado, ahora tenemos que esperar a que se sequen los antisépticos cutáneos y, a continuación, habría que entablillar —contestó el médico—, aunque no tenemos medios.

—¡Ah, entiendo! Vamos a dejar que este hombre se reponga bien, entonces. Perdone que no nos hayamos presentado, es que con este inmenso jaleo no estábamos para muchas formalidades. Soy Ester Toledo, señora de Gonzales y este es mi esposo, José. El accidentado es nuestro estupendo capataz, el jefe del viñedo, Jacinto. El dueño es mi hijo, Pedro Marcial. Y usted es una jovencita muy guapa, por cierto, ¿cómo se llama, querida?

—Gracias, señora. Yo me llamo Julia. Oiga, ¿podrían darle agüita fresca a mi papi?

—¡Ah, Pedrito! Aquí está este picaruelo, gracias a Dios que les encontró a tiempo —añadió la señora, cogiendo al chico de la mano con mucho cariño—. Ven aquí a saludar a esta señorita tan encantadora. Es mi nieto, se llama Pedro Segundo, ¿sabe?

—¡Abuelo! Papá le está dando combos en l’ocico al ladrón… Dijo que vendrá ahora, está muy ocupado con ese bandido que hemos cogido, gracias a ti —le dijo el muchacho a Julia con admiración por su valentía.

En ese momento se oyó un grito desde la habitación contigua y el enfermero corrió para ver qué le ocurría al accidentado.

—Lo que me temía, tiene muchos dolores, mi capitán. Le he arreglado un poco el entablillado, pero mucho más no se puede hacer aquí —le informó al médico al volver.

—Bueno, administra la novocaína, cincuenta miligramos, no más, pero rapidito, porque enseguida tenemos que reanudar el viaje, ya es tarde y no quiero que nos pille la noche —ordenó el médico, cogiendo su maletín.

—¿Marchar? ¡Por nada del mundo! —repuso doña Ester incorporándose con decisión—. Le salvan la vida a nuestro Jacinto querido y ¿pretenden marcharse a todo correr? ¡Ni hablar! ¡No, señor! Nada de eso. A ver, Dorotea, estos señores se quedaran, así que prepare comida abundante. Vamos, vamos, deprisa. Y no se hable más. Y avise al señorito para que venga cuanto antes.

—Oiga, señor, ¿no tendrán ustedes un poco de yeso por aquí? A este hombre hay que inmovilizarle el hueso cuanto antes.

—Hombre, ¿ve usted ese cerro de allá enfrente? Es todo de yeso… —, ¿Cuántos sacos necesitan? —le respondió José, muy divertido.

Ante la decidida actitud de doña Ester, los dos sanitarios, hambrientos y cansados, no se lo pensaron dos veces y aceptaron la sabrosa invitación. Enyesaron convenientemente al herido y disfrutaron de una merecida reposición de fuerzas.

—Ahora, mientras menos se le mueva, mejor. Dentro de una semana, con el reposo, el entablillado y con estos calmantes estará en condiciones de ser traslado para una observación del traumatólogo —informó el capitán médico.

Julia y su padre, testigos involuntarios del accidente, no pusieron objeción, aunque la impaciencia por llegar a Talcuri antes que anocheciera se les notaba. La preocupación era porque el teniente coronel Nicolás Rivas, un veterano de la guerra de fronteras, debía internarse en el hospital para unos exámenes rutinarios, y por otra parte, a Julita le habían dado solamente un corto permiso en la fábrica de conservas de la caleta, donde ella trabajaba de aprendiza.

Al fin suspiró aliviada cuando todos se levantaron de la mesa y se dispuso la partida. Cuando ya se habían despedido y salían de casa, se toparon de frente con el dueño, don Pedro, que entraba con toda la pinta de haber participado en una gresca fenomenal; los pelos alborotados, la camisa rota y sucia, las manos con restos de sangre y los pantalones mojados con vino.

—¿Ya se van? Pero… ¿y mi Jacinto? —Y entró a la casa llamándolo a voces.

A los dos minutos salió de nuevo al jardín.

—Hagan el favor de volver todos al salón, todavía no es hora de irse. Voy a asearme y a ponerme decente y enseguida estoy con ustedes. Tenemos que hablar muy seriamente, esto ha sido en realidad una tentativa de homicidio, por decir lo menos. Los rurales están en camino y querrán interrogar a todo el mundo, especialmente a los médicos y a la chica, que es nada menos que el testigo de cargo en este caso —dictaminó Pedro, señalando a Julia.

Los sanitarios protestaron por la tardanza que les iba a suponer tal inconveniente, a lo que Pedro repuso que, sin portar armas, no era aconsejable circular de noche por ese camino y aún menos con civiles indefensos, y una chicuela, como la llamó.

—Nosotros somos militares —repusieron ellos.

—Sí, ya lo he advertido, pero ustedes deberán declarar a los rurales los hechos ocurridos en mi bodega, quienes luego les podrán escoltar hasta Río Amarillo, al menos; es que por este lado del río hay mucho pillaje, los bandidos van asaltando las viñas y a los viajeros desprevenidos.

Y tras sus instrucciones, Pedro desapareció dentro de la casa, dejándolos a todos con un palmo de narices, mirándose unos a otros con bastante temor.

—Me parece entonces que no habrá más remedio que pasar la noche aquí —dijo el capitán médico con resignación —, esto va para largo. ¿A usted qué le parece, mi teniente coronel?

Nicolás, suspirando con la decisión, se quitó la chaqueta mientras Julia se quedaba mirándolo. En su corta vida jamás se había tenido que relacionar con la policía y, ¿ahora resulta que ella era la pieza clave de un acto de violencia? ¡Chitas la payasá!, se dijo cansadamente, con una mezcla de fastidio y curiosidad.

Al fin entró en el salón el dueño de casa, muy atusado y limpio como una patena.

Julia, sin pensarlo, no pudo evitar fijarse en el hombre.

Pedro Gonzales, el gran patrón de la afamada Viña Sol, tenía 36 años, alto, de andar atlético, pelo oscuro abundante, grueso y algo lacio, ojos como aceitunas y una mirada penetrante, como la de su madre; a ello se oponía su tez blanca pero muy tostada, señal de una constante vida al aire libre, pocas entradas en su frente, cejas pobladas y la inconfundible nariz aguileña sefardí. Sus ademanes eran rápidos y contundentes, muy enérgico de carácter aunque de educada actitud escuchante, pero muy difícil de convencer. En sus acciones quedaba patente el esfuerzo educativo de su madre y la fortuna del padre.

Cuando todos estuvieron en el salón, sacó dos copas y sirvió coñac a borbotones, salpicando bien la bandeja.

—Mis padres les podrán jurar que yo no soy precisamente un creyente pero, recórcholis, lo de hoy tiene una muy difícil explicación que no sea la de intervención divina —dijo pasando el otro coñac a don José y bebiéndose el suyo de dos tragos.

—Jehová está siempre con los justos —musitó doña Ester, mirando a Julia con arrobo.

Y Pedro prosiguió:

—¿Por qué diantres pasaba un coche hospitalario por delante de mi casa, en este camino tan desolado, precisamente cuando ocurrió el terrible accidente de mi amigo Jacinto? Bueno, he dicho accidente, esperen a que les cuente, porque todo esto ha sido un clarísimo intento de asesinato.

Los presentes lanzaron un ahogado ¡oh! que se quedó flotando en el ambiente mientras duró el silencio en el que él empleó en paladear un sorbo de coñac; señalando hacia las habitaciones, tronó:

—Yo era quien debía estar en esa cama ahora mismito, a lo mejor, bien tieso.

—¡Por Dios, hijo! Baja la voz, qué manía de chillar tanto, ¿pero qué barbaridad estás diciendo? —exclamaron los padres al unísono.

—Sí, sí, lo pueden creer. Es lo que me ha confesado ese infeliz gañán que hemos capturado casi in fraganti.

—¿Eso ha dicho ese hombre? No me lo puedo creer.

—Sí, mamá, y de no ser por esta bonita chiquilla de carita tan inocente, ahora estarían todos ustedes llorando. —Y precipitándose hacia ella la abrazó estrechamente.

Todos los ojos estaban clavados en ella. Julia, con los brazos pegados al cuerpo, sintió que el rubor que se le subió a la cara le quemaba hasta las pestañas.

—¿Yo? —exclamó con un hilo de voz. Pedro asintió con excitación y, sin soltar a la chica, les relató en detalle el feroz interrogatorio al que había sometido al malhechor del pañuelo negro.

—Era un sicario, un asesino de encargo —explicó tranquilamente Pedro mirando a Julita, mientras se apuraba otro coñac, y esta temblaba de emoción.

—¿Ese pobre diablo quizá necesita atención médica? —inquirió nuevamente el médico, haciendo ademán de levantarse para ir a socorrerle.

—Tranquilícese, doctor, mis hombres están ocupándose de él, está muy bien cuidado. Pero sí que necesito que vea a dos de los míos, que ese gañán ha herido con su arma —les pidió Pedro— Como les iba diciendo, ese desgraciado recibió el encargo de asesinarme, todavía no nos quiere contar quién es el verdadero contratante, porque siempre hay hombres de paja de por medio, pero ya lo sabremos y muy prontito. Desgraciadamente para él y para mi pobre capataz, ¡me confundió con el pobre Jacinto! Y cuando se dio cuenta de que se había equivocado, se escondió detrás de la tapia a esperarme y cogotearme; entonces fue cuando esta chica maravillosa lo sorprendió. —Y nuevamente le besó la mejilla, mientras Julia seguía a su lado, tiesa como una estaca.

Dorotea entró al salón con unas empanadillas de manzana, pastelitos y té caliente para todos. Luego estuvieron hablando un buen rato hasta que regresó el médico y dijo:

—Bueno, ya hemos curado a esos dos obreros suyos, pero uno tiene una herida grave en el cogote, me lo llevaré al hospital con nosotros. Ahora, si nos disculpan, se está haciendo tarde y mañana queremos estar en movimiento antes que claree. Si viniesen los rurales, me despiertan a mí. De todos modos dejaré una declaración escrita y firmada.

—Un último brindis por la heroína del día, sí, señor, por la chica tan lista que me permitió pillar esta conjura a tiempo —

exclamó el patrón—. ¡Salud por ella! Y por mí, que soy el sobreviviente…

Tras instalar a Nicolás y a Julia en una pieza grande y cómoda, cambiar a don Pedro a la habitación vecina a la del herido y acomodar a los militares en la pieza de enfrente, la casita de veraneo empezó a tomar el aspecto de posta de primeros auxilios, con artículos, bolsas e instrumental sanitario desparramado por todas partes. Los sanitarios se retiraron para dormir llevándose consigo al padre de Julia. Ella salió un momento al porche para respirar aire fresco a todo pulmón, pues se sentía asorochada con tanta conversa y tanto halago. Se sentó en una mecedora de rejilla con una manta sobre las piernas. En ese momento apareció Pedro, fumando un grueso habano.

—¡Gracias por tu buen ojo!

—Tampoco es para tanto, oiga…

—¿Dónde vive tu familia, niña?

—En Las Cañas.

—¡Ah! Alguna vez hemos ido a pescar por allá, pero la verdad es que a mí el mar me aburre mucho, y le temo bastante. Yo soy de rulo. Aquí en esta tierra firme está toda mi vida, pasada, presente y futura. El día que pase un barco por delante de esta casa, me haré marinero —dijo riéndose estrepitosamente—. Estoy hablando mucho, ¿verdad? Es que me embalo con facilidad cuando hablo de la tierra, que es sin duda lo más importante… Bueno, ya estoy otra vez. Oye, Julia, cuéntame algo sobre ti, qué estudias, qué haces, eres una chica que me parece muy inteligente… y bonita —balbuceó el hombre.

—No, nada importante, como todo lo que pasa por aquí… Yo no tengo mucho que contarle, porque siempre hemos vivido en la caleta con mi padre. Estudio en el Liceo del puerto militar y cada verano vamos los amigos a pegar etiquetas donde las conservas de pescado… y a dar muchos paseos en lancha con los grupos.

—Nosotros somos de Talcuri, como te dije, pero cada verano nos venimos aquí, a Los Peñones, a esta nuestra casita de veraneo y también para vendimiar.

—¿Se llama así, Los Peñones? Esta casa me gusta mucho, es como muy hogareña, me gusta cómo quedan en piedra, son como muy… no sé cómo decirlo…

—Ahora no es muy hogareña. Mi mujer murió hace muchos años y me dejó solo con Pedro Segundo para criarle. Pero bueno, ¿y por qué llevan a tu padre al hospital?

Julia contestó diciéndole que él no estaba bien desde que había regresado de la guerra del norte y que, por eso, iba al hospital de Talcuri para una revisión general y completa.

Pedro parecía muy interesado en las explicaciones, pero solamente eran educadas preguntas para darle conversación. En realidad, estaba muy pendiente de la llegada de la guardia rural.

Pasaron los minutos y el fresco vientecillo nocturno se empezó a levantar, mientras las estrellas brillaban cada vez con más intensidad y los grillos y ranas empezaban sus conciertos.

Casi enseguida salió al porche don José, el padre de Pedro, y se unió a ellos. Arrimó una silla, se sentó al lado de la joven y empezó a ejercer su afición favorita, contar cosas.

—Yo soy español, ¿sabe usted? Asturiano concretamente, pero su madre es de Madrid. Yo empecé este viñedo, Viña Sol. Fui el pionero que trajo a estas tierras las primeras cepas de Merlot desde el Médoc, a orillas del Gironde, de Francia estoy hablando. Allí me fui y trabajé durante muchos años para especializarme en sus cepas, y al cabo de varios años de exitoso aprendizaje, una oportunidad de trabajo me trajo a esta nueva patria. Escapé en un carro con los esquejes justito antes que llegara la filoxera. Llegué con un sustancioso trabajo como director técnico de un viñedo famoso. Poco después compré esta tierra, que entonces apenas producía un vinacho de poca monta y fundé Viña Oro.— Allí fuera dice Viña Sol —

interrumpió Julia.

«Bueno, ya, es que este tozudo hijo mío me hizo cambiarle el nombre cuando se la cedí. El nombre antiguo lo dejamos, como un homenaje. El caso es que la llené con una gran cantidad de esquejes y parras de Merlot, una parra de una variedad desconocida, e intenté conseguir un tinto joven, afrutado y aromático. Tras varios años de duro y sacrificado quehacer y con la generosa ayuda del soleado clima mediterráneo de este valle, logré adaptar perfectamente las vides francesas a este pedregoso y bien drenado suelo vuestro, hasta llegar a producir unas cantidades muy regulares de sabrosos vinos varietales. Lo siguiente que hice fue ampliar el terreno para plantar una nueva variedad; hace pocos años que hemos comenzado a obtener un tinto espléndido, un Gran Reserva de la variedad Merlot entre cuyas notas de cata destacaron de inmediato sus tonos rubíes, toques de madera y la carnosidad en la boca, gracias a lo cual se consiguió la medalla de oro nacional, siendo todavía hoy un noble producto, muy apreciado en la región. Siempre guardo botellas para ocasiones, y esta casualidad merece que degustemos este gran caldo.

Se incorporó con dificultad y de un bargueño sacó una botella, con la reverencia de quien saca el copón del tabernáculo. La descorchó bajo la atenta mirada de Pedro y vertió el líquido fruto en los vasos de cada uno, excepto en el de Julia que lo rechazó con evidente disgusto. Pero Pedro se la llenó de todas maneras.

—Este maravilloso vino se llama Viña Oro… a ver si te enteras papá. Vamos a levantar esta copa por esos esforzados médicos a quienes Dios ha enviado justo a tiempo para salvar la vida de mi gran amigo Jacinto—, y sin esperar respuesta, se bebió todo el vaso de golpe—. ¡Salud! Y este otro —dijo mientras volvía a rellenarse la copa— será por usted, la bella detective. Y le acercó otra copa a su mano.

—Gracias —le dijo Julia y se mojó los labios para no ofender tanto cariño.

—Mi hijo es un gran viñateur, todo lo que sabe se lo enseñé yo, vaya que sí. Él sigue mi sangre y mi tradición. —Y se llenaron sus acuosos ojos de más líquido—. Y rezo todos los días para que un nieto mío continúe la saga…

La botella casi se había vaciado cuando apareció doña Ester con una chaleca de lana para Julia, quien ya bostezaba y tiritaba sin poder evitarlo. Se incorporó con decisión y dio las buenas noches.

—Bueno, con permiso, me voy a dormir. Encantada de haberles conocido a todos y muchas gracias por el alojamiento —les dijo la chica disponiéndose a entrar en la casa.

Antes que ella pudiera reaccionar, Pedro le cortó el paso con rapidez y le propinó un sonoro y largo beso en la mejilla, que la puso aún más roja que antes.

—Tu padre debería estar muy orgulloso de una hija tan buena como tú. ¡Buenas noches, ángel de salvación! —le gritó desde la puerta, levantando la copa.

En el corredor, mientras fumaba, Pedro vio sonriendo como sus hombres bajaban hacia el río portando un saco que parecía contener un cuerpo humano.

—Hora de tirar la basura… Te salió mal la jugá, conchetumadre envidioso —exclamó Pedro levantando el puño cerrado en dirección a la tapia del viñedo del fondo.

Tras lo cual dio las buenas noches y se retiró a dormir sintiéndose tranquilo, porque a falta de policía, ya se había hecho justicia, rápida y eficazmente. Y sonrió satisfecho.

Eran casi las tres de la madrugada cuando un cercano disparo de fusil atronó la noche. Julia se sentó en la cama tapándose la boca, pero enseguida se repuso y se asomó cuidadosamente a la ventana. No vio a nadie fuera. Al poco rato, otro disparo, esta vez bastante más lejos de la casa. Y luego todo quedó en silencio hasta que despuntó la primera claridad.

El vehículo de traslado sanitario ya estaba entrando al villorrio de Río Amarillo cuando salió el sol; orillando el estanque de Los Patos y enfilando luego la carretera principal, dejaron a la izquierda el camino que subía al cementerio.

—¿Qué tal la noche, cabo?

—Me la pasé matando chinches con el bototo, mi capitán.

—Una buena rociada de criolina en la cama hubiera sido más que suficiente… y te hubiera curado la alopecia, de paso.

Por fin entraron en la ciudad de Talcuri y se dirigieron de inmediato al hospital General, donde les recibió el doctor Samuel Rivas, el tío de Julia, cuya consulta estaba en ese establecimiento hospitalario de la ciudad. Entonces desembarcaron al fatigado Nicolás y, tras ingresar y dejar a su hermano en una estupenda habitación, Samuel y su sobrina se fueron andando a la casa del médico.

—¿Qué edad tienes, sobrina? Me cuesta calculártela.

—En enero cumplo los diecinueve y seré mayor.

—Tenías doce la última vez que te vi, y para ser mayor en este país hay que cumplir los veintiuno, así que aprovecha la juventud, que es un divino tesoro.

La casa del doctor Rivas era un bonito y sólido chalet de dos plantas, en cuya planta baja Samuel pensaba instalar un día una gran consulta particular. El jardín delantero era una poesía floral, gracias a la total dedicación de Sabina, su mujer, con muchas plantas y flores como las de casa de Julia. Fue esto precisamente, una buena señal para ella, que la relajó del nerviosismo acumulado durante tan ajetreado viaje.

La esposa estaba allí en el jardín, podando, y lo dejó de inmediato para correr a abrazar a su sobrina, a quien veía por segunda vez en la vida. Al verla, Julia se echó cansadamente en sus brazos, agradecida de tener una familia tan estupenda. En sus adentros agradeció el fin de la peripecia vivida en la viña de Pedro Gonzales.

Desde su llegada, la esposa del doctor la hizo sentir que esta también era una casa como la suya, llena de alegría y cariño. Cuando la condujo a la habitación que le había dispuesto en una esquina de la segunda planta, con vistas al jardín y a la montaña, Julia, nada más entrar, percibió que era un hogar auténtico, con ese calor tan necesario para sentirse a gusto en un sitio desconocido. Cada detalle de la ropa de cama y de las cortinas y alfombras había sido pensado para agradar, y eso fue lo que consiguió, que Julia se sentara en la cama, respirara hondamente y se sintiera inundada de bienestar.

Después de almorzar, Julia acompañó a su tío Samuel al hospital para comprobar que Nicolás estaba siendo atendido de acuerdo con las expresas instrucciones médicas. El enfermo estaba en una habitación del pabellón de residentes, donde Julia le encontró bebiendo una humeante sopa de verduras.

—Lástima que aquí no sirvan chicha —dijo alegremente Nicolás—, pero por lo demás, todo es perfecto.

Se levantó de la mesita pegada a la ventana y abrazó a su hija y a su hermano, de forma que ambos tuvieron que volver a sentarse para no provocarle un episodio de alteración emocional aguda.

—¡Casi no recuerdo nada del viaje! —exclamó extrañado el paciente.

—Es que te dieron unas gotitas misteriosas que evitan los caminos largos y fatigosos —le respondió Samuel, pasando la mano por la frente de su hermano menor.

Cinco puertas al infierno

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