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Episodio 3. Las turbaciones de Pedro Segundo

En el gran banquete nupcial en honor de los recién casados, Pedro Gonzales y Julia Rivas, que se estaba celebrando en la casita Los Peñones, dentro de la Viña Sol, todo era un derroche, pero con gran esplendor. En cuanto el fasto hubo comenzado, Pedro Segundo se sentó a la mesa principal, justo enfrente de los flamantes esposos. Mientras mascaba todo lo que le ponían por delante, se preguntaba desolado sobre lo que estaba viviendo, hastiado de ver lo que sucedía a su alrededor y entristecido por el brusco giro que había tomado su plácida vida de hijo único. No conseguía entender qué le había sucedido a Julia el pasado verano. La contempló con pena, haciéndole una mueca de disgusto.

Ella se la devolvió con ojos vidriosos y sin ánima, como apagándose por momentos; sus delgados brazos parecían sostenerla de milagro apoyada en la mesa, iba a desplomarse sobre el plato de un momento a otro.

Pedrito la seguía mirando, pensando con disgusto.

¿Por qué esta cabra se portó tan amable conmigo cuando pasamos juntos el verano? ¿Y qué le sucedió cuando de repente desapareció y, cuando la volví a ver, se había transformado en otra persona…? Un día me dijo que cuando acabara el verano ella ya habría cruzado otra puerta más… ¿De qué casa me estaba hablando? ¿De la mía?

El chico volvió la mirada hacia una mesa cercana donde su padre brindaba alegremente con unos amigos. Y los quedó mirando largo rato mientras maquinaba.

¡Qué tipo de fiesta es esta mierda aburrida y fome! ¿Todo esto lo has montado tú solito, papá? No me lo creo. Volver a casarte… y con Julia… y dejarme a mí tirado como una colilla… Una idea estupenda… ¿Y yo, qué? ¡Julia, Julia! Todo el santo día Julia pa’rriba, Julia pa’bajo, repetía Pedro Segundo, angustiado y encolerizado, sin llegar a ver por qué después de lo bien que lo pasó con ella, de pronto se había tornado en una grave amenaza para él, contra su tranquila y apacible existencia como el delfín Gonzales.

Ella estaba con la cabeza gacha, haciendo como que comía con ganas, pero lo dejaba todo a medias; y Pedrito aprovechó para volver a mirarle su bonito pelo y a oírla dentro de su cabeza con su dulce voz. Vio que su padre volvió a la mesa, le dio un amoroso beso en el pelo a su esposa diciéndole al oído risueñas palabras. Pedrito la miró otra vez, con rabia: pero, ¿qué mierda habré visto yo en este posme? ¡Tan diferente que era esta cabra, y lo mucho que me gustó! Ella, que tenía que haber sido mi primera zorrita… ¡y mira en lo que ha terminado!, en una mujer zombi. Este viejo no está bien. ¡Tú tienes mucha culpa también, papá!, gritó hacia su interior.

Y siguió hundido en cavilaciones, tragando sin hambre. ¡Ya no aguanto más esta comida! Ni a esta pesada que insiste en darme conversa.

Fastidiado, se incorporó y se trasladó a la mesa de sus amigotes colocada en un sitio apartado quienes, estaban planeando alegremente la forma de largarse a pescar y a bañarse en el río, lejos de los pesados de los mayores.

—Mira qué cara de pescao trae este huevón —dijo uno de ellos a guisa de bienvenida—. Sácate la chaqueta, Segundo, que nos vamos todos al río.

—Sí, vamos, vamos, ¡qué buena idea! Eso me tendrá el melón ocupado hasta que se acabe esta chacota, pensó.

—¡El último en entrar al agua se la chupa a todos!

—¡Oye, Manuel, no seai salvaje! ¿Que no vis que está mi prima conmigo?

—Entonces, yo quiero ser el último, ¡ja, ja, ja!

Pedro Segundo también se rio a carcajadas y, silbando a Cano, su fiel perro de aguas, corrieron con el alborozado grupo hasta el minúsculo embarcadero que el abuelo José había mandado construir hacía años, quien más tarde, había ordenado levantar un sencillo cobertizo de alerce para cambiarse de ropa, guardar el bote, los aparejos de pesca y las sillas de madera. Después de bañarse ruidosamente, los chicos se subieron al bote de remos para alejarse a pescar. Pero Pedrito prefirió quedarse, estaba agotado, sintiendo un nudo en la garganta por la depresión que le invadía.

Se dejó caer de rodillas en el mullido césped, apoyándose contra la barca podrida; tras un espasmódico sacudón, Cano se echó a su lado, también con media lengua afuera, mirando fijamente a su amo que, envuelto en pesadumbre, rumiaba sus recuerdos y sus rencores contra la chica que había trastornado su juvenil felicidad para siempre, arrebatándole a su adorado padre.

El mozo sacó de su bolsillo un gran trozo de habano usado. Lo encendió y le propinó una profunda chupada cuya garganta no pudo tolerar, estallando en arcadas y toses.

—¡Te lo dije, tonto pelotudo! Los cabros chicos no tienen que fumar esas porquerías de los mayores —se burló Luis Ignacio, el jefe de la hermandad, que también llegaba del banquete.

No obstante, sin mirarle, prosiguió porfiadamente fumando, ahogándose y tosiendo, hasta que aburrido, lo lanzó lejos con rabia.

—Pero, ¡qué te pasa chico!

—Nada, ya casi tenía la historia del verano para ganar en la hermandad y me salió todo como el forro.

—¡Venga hombre, no será para tanto! —le consoló Luis.

—No voy a ganar con esta historia tan ñoña —se quejó Pedrito.

—Tú ya sabes las dos condiciones esenciales, veracidad y mucho erotismo. Pero cuéntamela y te daré alguna pista sobre tus posibilidades de ganar. Total, yo no soy del jurado.

Pedrito, ni corto ni perezoso, comenzó su relato sobre Julia desde que se habían encontrado por primera vez la pasada primavera, precisamente en Viña Sol.

—¡Qué bonita estaba el día que la conocí, cuando apareció aquí en mi jardín como si escapara de un cuento! Todo lo bueno que me pasó en verano fue por haberla conocido entonces.

El chico hizo una pausa para recuperar el cigarro tirado en el pasto y le pegó otra profunda chupada; se tuvo que echar al suelo a toser.

—Mira que te lo llevo diciendo, pelotudo, deja esa mierda…

Cuando el joven fumador consiguió controlar la respiración, los agradables recuerdos continuaron asaltándole.

—Y ese día, cuando fue a mi casa a despedirse de papá, ¡fue maravilloso!

La llevé de la manita para mostrarle todas las piezas; cuando entramos en la mía, se sentó en la camita, ¡puff!, casi se me van las cabras de la emoción solo al pensar en verla allí acostadita al lado mío. Casi me muero de gustito por los roces que me daba, ¿te imaginai? ¡Qué piel, qué olorcito a playa cuando se deslizaba por mi lado! ¡Y qué bella sonrisita!

—¿Y qué pasó? Le pegaste un buen atraque por lo menos…

—Nada, desgraciadamente después desapareció, regresó a la caleta con su padre, creo, cuando de repente, en enero, viene papá y me ofrece pasar las vacaciones de verano en la caleta, ¡en la casa de Julia! ¿Te podís creer? Yo solito con ella. Inimaginable, gallo.

—¡Qué suerte tenís, gallo!

—¿Suerte? Justo cuando yo llegué a su casa, su padre ya había enfermado gravemente y tuvieron que trasladarlo a un sanatorio o algo así, total, que apenas estuve tres días de vacaciones en la caleta y ni siquiera me pude bañar ni tampoco estar con ella.

—¡Al carajo las vacaciones, entonces, chiquillo!

—Efectivamente, aunque la cosa se arregló muy bien después de todo, porque ella se quedó un par de semanas en la viña mientras trataban a su papá en el sanatorio. ¡Qué maravilla de veraneo! Aunque no conseguí nada, me gustaba estar con ella, me tranquilizaba mucho y a mí me daba por hablar y hablar. De repente…

—Pero, ¿qué te pasa, gallo? ¿A dónde vai? —le amonestó Luis Ignacio.

—La orquesta está tocando buena música, ¿oi? Ella estará feliz bailando como un trompo. Es que ya no quiero seguir hablando de Julia… Cambió del cielo a la tierra, ya todo le daba igual, galla egoísta, ni siquiera se dio cuenta de que yo la quería como amiga para siempre. Aunque estaba rarilla entonces, yo soñaba con que fuese ella la que me descartuchara, aquí mismo estuvimos los dos tendidos en el pasto, pero al final parece que va a tener que ser con la chica de la kermesse, si es que la vuelvo a encontrar. ¡Uff! Qué frío, gallo, se está nublando mucho… Mira qué goterones están cayendo.

—Hora de irse pa’ la casa, Segundo; no, más mejor, metámonos en el cobertizo hasta que escampe un poco. Supongo que los navegantes habrán hundido el bote para poder tocarle el poto a la prima debajo del agua.

—Si a lo mejor le gusta y todo. Tenemos que esperar, ya se largó a llover de firme. ¡Oye, Luisigna!, ¿no te conté lo de la niña esa?

Y sin esperar respuesta, Pedrito se sentó en una silla de pino para relatar con gran orgullo lo que le había sucedido durante la gran kermesse del final del colegio en la ciudad, cuando alguien a quien él no conocía de nada le presentó a una hermosa y desconocida morena, cuyo negro color de pelo coincidía plenamente con el de sus grandes ojos, de penetrante e inquisitiva mirada. Aunque al comienzo a ella no la considerara más allá de un oportuno pasatiempo de fiesta juvenil, o sea un pinchazo, su buena conversación, amén de su gracia bailando, provocó en el chico la poderosa llamada de la selva. Desde ese momento la intentó monopolizar, cosa que no fue nada difícil, porque ella no parecía depender de ninguno de los invitados ni tampoco la habían traído sus amigos de la hermandad.

—Regalito del cielo pa uno que es tan choro —le había dicho a su amigo Mauri, pavoneándose con ella delante suyo.

A partir de ahí, el adolescente ya no tuvo ojos sino para ella durante toda la noche. Cada vez que el muchacho posaba sus ojos degollados en ella, la joven, abusando de sus numerosos encantos, se mostraba deseable y esquiva. Tenía un porte fenomenal, caminaba muy erguida y con mucho estilo, vestía ropa que parecía de estreno y se pintaba poco, lo suficiente para disminuir sus tupidas cejas y con un maquillaje suave y juvenil que resaltaba su juventud. Sus modales, aunque algo poseros y alambicados, parecían el resultado de una educación concienzuda por parte de sus padres.

Daba la impresión de que ella hubiera estado buscando a Pedrito, porque en cuanto lo vio, se abalanzó literalmente sobre él, como si ya lo conociera. Tenía la intención clara de adoptarlo para siempre. Parecía como si la mano del destino la hubiera empujado para cruzarse en el camino del chiquillo, tan abandonado, perplejo y púber.

—¿Te gusta bailar?, me dijo sin conocerme, imagínate, gallo, qué increíble invitación. Empezamos a bailar de inmediato en la parte de atrás de la sala y, después de unos cuantos bailes, ella se dejó apretar sin protestar y cuando se me puso como un palitroque, tuve que apartarme por la vergüenza que me dio, pero ella ni fu ni fa.

—¡Cuenta, cuenta! —le exigió Luisigna con gran agitación al entusiasmado Pedrito, mientras la fuerte lluvia tamborileaba sobre el techo de lata.

Embalado, Pedro Segundo relató a su amigo que, cuando la concurrida kermesse se empezó a diluir en la noche, él, con la cabeza llena de clery, empezó a buscar a la chica para ofrecerse de acompañante camino a su casa con la aviesa intención de atracarla a fondo en la primera oscuridad cómplice. Inútil intento, su búsqueda fue infructuosa tras haber recorrido todo el local, el desolado muchacho comprobó que se la había tragado la tierra, nadie la había visto y como no la conocían, nadie pudo darle ningún tipo de indicaciones. Con los sentidos recalentados, Pedro Segundo había regresado a su casa lo mejor que pudo, para dormir la terrible mona que por primera vez en su vida le había caído sobre sus juveniles espaldas.

—Bueno, ¿qué te ha parecido mi aventura con la misteriosa chica de la kermesse? —le interrogó ansioso Pedrito a su amiguete al acabar su relato erótico.

—Penca, misteriosa, pero penca —repuso Luisigna.

Pero el mozo ya no le hacía caso, lleno de rencor empezó de nuevo a hablarle a su amigo de sus desventuras y sus circunstancias con Julita. Luisigna lo notó muy desquiciado mientras se explayaba gesticulando con fuerza.

—Y mírala hoy a la mosquita muerta, ¡qué poquito tardó en casarse con mi padre! ¡Tres semanitas! Y al tiro pasó a sentirse el hoyo del queque. ¿Qué le habrá visto él a esa tonta, que ni se ríe, ni habla, pálida como una pantruca? Nunca lo voy a entender… ¿Para qué crestas habré parado esa estúpida ambulancia el año pasado? Nada de esto habría ocurrido, ahora yo estaría con papá como siempre, él con su viña y yo en la escuela… y todos tan contentos. Y esta galla nunca hubiera entrado en nuestras vidas. Todo por culpa de la pata de Jacinto, ¿no te parece?

—Es que Julia y tú no… —Luisigna intentó cortarle el triste parlamento, pero el chico no escuchaba. Y siguió parloteando.

—Cuando papá me contó que se casaban, se me desmoronó el mundo, ¿cachai güevon? Ella era casi una amiga íntima para mí, tenía planes para ella, pero de la noche a la mañana lo he perdido todo, mis cosas, la casa, mi jardín, todo. Y, por si fuera poco, esta mañana en la iglesia, ella me ha mandado a presenciar su casorio desde la primera fila amenazándome con enfadarse: mira, Pedrito, me dijo, deseo de todo corazón que tu padre sea muy feliz, por eso quiero que tú te sientes donde él te pueda ver perfectamente, ¿entiendes? Y para el banquete quiero que estés en nuestra mesa.

»Y encima, me pegué un susto que casi me recago esta mañana cuando se cayó la maldita iglesia encima de todos los güevones que rezaban a gritos. Suerte que mi papá se salvó y que el padre Carmelo me sacó pal patio de los naranjos. Si no, ahí no má me hubiera caído tieso. Y por si fuera poco, esta fiestoca que parece un funeral, todos de negro y hablando bajito. Con la comida culiá que me sirvieron y el vino tan malo, seguro que pronto voy a guitriarlo too. Una vida de perros, yo te digo, Cano, no sabes cuánto te envidio a veces, pobre animalito. Así quieren que sea yo, un perrito obediente y calladito.

—Bueno, ya es muy tarde, Segu, hay que plegar velas, voy al rescate de la primita, hasta luego. Luego me terminas de contar. Te diré que la historia parece muy tierna, pero es sumamente aburrida, gallo. Se supone que no debo intervenir, pero me parece mucho más prometedora y más erótica la historia de la kermesse esa, lástima que no pasó en el verano. Bueno, ahora voy a fijarme un poco más en Julia, voy a ver si la saco a bailar… ¿No te importará que tontee un poco con tu nueva mamita? —le gritó al alejarse y estalló en estruendosas carcajadas.

Pedro Segundo le lanzó todos los guijarros que pilló a mano y mandó a Cano tras suyo para que le mordiera las piernas.

Ya había escampado bastante y Pedro Segundo quiso correr a su casa, pero en ese momento todo el estómago se le volvió hacia afuera y tuvo que echarse al río para limpiarse. Cuando entró a su jardín, ya había oscurecido y la poca gente que quedaba estaba congregada dentro de casa y en el porche.

Sin que nadie lo notase, el joven se deslizó hasta su pieza y se desplomó en la cama, invadido por el desaliento, hundiéndose en seguida en amargas reflexiones: no viviré aquí ni un minuto más con ella en esta casa, no lo podría soportar, así que me iré lejos, a mí ya nadie me toma en cuenta. ¿Dónde está mi cuaderno de veraneo? Lo voy a quemar ahora mismo…

Rebuscó en su arcón personal hasta que lo alzó en la mano; pero a punto de rasgarlo se contuvo: algún día se lo leeré a lo mejor, quizá… para que vea…

Y el furibundo muchacho no pudo resistir más y acabó dormido como un leño, no sin antes oír su propia voz: te lo dije, Segundo, por la calentura de papá… esa galla ingrata se va a quedar con todo lo tuyo, vai a ver no má…

Al cabo de unas horas, el ruido enfermizo de un viejo coche rateando rompió la madrugada, ya a punto de clarear, sacando al aterido Pedrito de su profundo sopor. Unas luces iluminaron la noche detrás de los peñones del mirador. Otra vez el sonido del coche. Pedrito se levantó con rapidez de la cama y entreabrió la cortina de la ventana entornada. ¿Quién podía venir a la fiesta a estas horas? ¿O es que había pasado algo tremendo? Era una limousine negra la que tosía con estrépito mientras recorría el jardín en línea recta, o sea, por encima de los rectángulos de flores, hasta que se detuvo delante de la jardinera de rosas de la puerta principal de la casa, justo antes de derribarla.

El muchacho se quedó paralizado al ver que su padre salía del vehículo, sostenido por los sobacos por dos mujerotas muy gordas, vestidas con trajes muy largos y el pelo pintado de color rojizo. Otros hombres, con botellas en las manos, bajaron del coche también y las obligaron a meterse dentro a empellones.

Ya estaba a punto de saltar por la ventana para ayudar a su padre herido, cuando un tercer hombre, riéndose a mandíbula batiente a pesar de los esfuerzos de los otros dos por hacerle callar, se bajó del puesto de conducción y se acercó con rapidez para sostener a Pedro Marcial. Era Aravena, el viejo dueño del viñedo vecino. Pedrito vio con alivio que su padre también reía, por tanto ya no caería al suelo. Confuso, vio como el vecino lo arrastraba dentro de la casa, mientras el coche con los dos hombres y las mujeres giraba en redondo para regresar por donde había venido, camino del pueblo Río Amarillo.

Pedrito esperó unos minutos antes de abrir delicadamente la puerta de entrada a la biblioteca; al asomarse, distinguió a Aravena que estaba recostando a su semi-desvanecido padre en el sofá frente a la ventana. Antes que el hombre lo sorprendiera, Pedro Segundo ya había salido al patio exterior de la casa, donde aún resonaban los ecos del pantagruélico banquete nupcial.

Desconcertado, volvió a mirar la ventana de Julia y observó que estaba entreabierta, con la espesa cortina entornada, dejando escapar una débil lucecita amarilla.

Entonces fue cuando se le ocurrió lo de despedirse de ella para siempre. Y a lo grande. Se pegó a la pared y se arrastró como un lagarto hasta ubicarse justo debajo de su ventana. Con todo sigilo, espió por el agujero especial de la contraventana y vio que la joven vestía un largo camisón de dormir. Estaba inmóvil, con la oreja aplastada contra la puerta de la habitación, escuchando atentamente.

Bastante extrañado, entró de nuevo a la casa y volvió prestamente a su pieza, pero al girar el pomo para entrar, volvió con rapidez la cabeza y se quedó mirando fijamente la delgadísima línea de luz amarillenta que se colaba por debajo de la puerta de Julia.

Va a ser ahora, se dijo con decisión. Se giró y se encaró con la puerta, dispuesto a enrostrarle su culpa por hacer que su adorado y perfecto padre hubiese perdido la chaveta por completo. Y la acusaría de haberlo hechizado para separarlo de él, destruyendo su única felicidad. Aunque, pensó, también le voy a confesar lo feliz que fui en su compañía, cuando se creyó enamorado y correspondido por ella.

Pedrito seguía con el brazo levantado y los nudillos preparados para golpear con fuerza la puerta de la habitación de la chica. Y exclamó,

«¡Tiene que ser ahora, Segundo, está sola, en cuanto te abra, entrai y le dai un beso en too el hocico, con lengua si puede ser… Si total, no la vai a ver nunca más… Pero tenis que salir aprecue a donde sea… Entra ya, güevón miedoso…

Envalentonado, golpeó dos veces con fuerza, hasta que se entreabrió la puerta muy despacio y apareció Julia de pie en el dintel, mirándolo con gran inquietud. A él le pareció que ella le sonreía y que, al hacer ademán de retroceder, le estaba invitando a entrar en su habitación.

El muchacho entonces dio un gran paso dentro, le lanzó una mirada cretina, estiró el brazo y abrió la boca para descargar todas sus iras y sus amores contenidos durante tantas semanas recientes, pero la nuez se le subió hasta las amígdalas y, haciendo un gran esfuerzo por articular palabra, solo atinó a exclamar guturalmente dos palabras:

—¡Nunca, nunca!

Y escapó en torbellino.

Encerrado en su cuarto, sentado en el suelo a los pies de la cama, el joven Pedrito levantaba el puño una y otra vez hacia la puerta cerrada. Su cabeza estaba llena de instantes estupendos que pasó junto a ella en las recientes semanas del verano en la viña, pero se estremeció al recordarla caminando de blanco en la iglesia, para entregarse en los brazos de su mismísimo padre.

Soy un idiota perdido, ¿por qué demonios tuve que salir gritando al camino a parar la ambulancia? Maldigo ese minuto, pues uno antes o uno después y mi vida hubiera sido otra muy diferente… Y ahora, ¿qué chuchas voy a hacer? Mañana mismo me largo, ya no hay nada para mí en esta casa… Bueno, no. Primero voy a esperar a que estos dos se vayan de viaje de luna de miel y entonces me lanzo a la vida… Sí, señor, para cuando hayan regresado yo estaré ya muy lejos, sobando a mi rica morenita en una cama grande y calentita… si es que la encuentro.

Con ese tibio pensamiento, cayó rendido.

Entretanto, en la habitación de enfrente, la joven y dulce Julia dormía profundamente, sonriendo al recordar que aquel día en la ambulancia, gracias a Pedrito, ella había podido conocer a quien hoy la ha acabado de desposar, salvándola así de un negro destino.

«Ha sido fácil, gracias, virgencita pero ahora me queda lo más duro…

Cinco puertas al infierno

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