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EL TELÉFONO

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1

¡Mostrame los calzones!

El grito de Jeyson, libre, baja por las calles del barrio La Camila, atraviesa el río, atraviesa el viaducto del metro que imita a una serpiente blanca entumecida –su cabeza es la estación Cacique Niquía–, llega al parque de Bello y trata de ascender a San Pedro de los Milagros: las montañas de occidente, azulosas, se lo impiden y lo hacen regresar medio muerto, fantasmal, en forma de eco: ones… nes… es… Antes que Catalina, lo escuchan los obreros municipales que reparan un andén y un grupo de estudiantes del liceo Fontidueño; unos y otros ríen y, vivos los ojos, aguardan la respuesta.

Catalina se alza la falda hasta la cintura como si fuera a quitársela, levanta los brazos y gira, lenta, en una danza cuya música parece estar a todo volumen en su sexo adolescente. Da tres, quizá cuatro vueltas, baila, baila; empieza a alejarse caminando hacia atrás sin perder de vista a Jeyson, o al bulto que a la distancia es Jeyson, y sin dejar de decirle adiós con las manos. Sonríe. ¡Qué dientes! Aunque él ya no la ve, aún lleva la falda arriba, ignorante del mundo.

Jeyson permanece con el rostro pegado a los barrotes. A lo lejos, los autobuses y camiones cargados ruedan raudos, vuelan sobre la autopista reluciente por el sol de las cuatro y media de la tarde. Cuándo será mañana, se dice, todavía con la rebelde imagen de las piernas de Cata color canela, lisas y duras, fija en sus pupilas, borracho en el recuerdo de su bravo olor a hembra. Oye su voz dentro de él, gritándole desde allá abajo: Mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…

Hace cuentas: faltan veinticuatro horas para verla de nuevo y cinco días para la visita, para besarle los pechos niños y aspirar y beber el alucinógeno aire de su sexo, para acariciarle las piernas. Usted, mamacita, con esas piernas podría saltar de astro en astro, suele decirle. Respira con fuerza.

2

—¡Hora de contarnos, señores! –repite el parlante de pie en la puerta del pasillo. La mayoría ya bajó al patio; Jeyson, con el rostro arrimado a los barrotes de la ventana, mira a la nada que es ese todo de la calle. El parlante espera unos segundos antes de insistir–: Hey, Jeyson, hora de contarnos.

Al oír su nombre vuelve en sí, en su condición de preso en el segundo pabellón de la cárcel Bellavista. Con agilidad de fantasma salta del andamio que allí denominan teléfono, cruza el pasillo e inicia el descenso por los escalones de los cuatro pisos. Canturrea: Martes, miércoles, jueves, viernes y sábado: cinco; martes, miércoles, jueves, viernes y sábado: cinco; martes, miércoles…

—Huy, este man está loco –murmura el parlante, quien le sigue los pasos para asegurarse de que el conteo y el encierro no se retrasen: ese es otro deber suyo, para eso le paga el comité de disciplina.

En el patio, el runrún de las conversaciones, semejante a una mosca inmensa, a un taladro neumático en la casa contigua, amortigua el coro de los dos guardias: Doscientos cincuenta y siete, doscientos cincuenta y ocho, doscientos cincuenta y nueve… Jeyson, último en la fila, será el número mil cuarenta y cinco. Al llegar su turno, los guardias lo tocarán en los hombros y dirán, mirándolo a los ojos: Mil cuarenta y cinco; dará un paso largo adelante, luego escuchará el chocar de las rejas y el tintineo ronco de los pasadores y los candados, y se irá a dormir, a tratar de dormir, a su cubículo en el tercer piso, en el pasillo La Setenta, en la celda número ocho. Así ha sido desde hace ocho meses y trece días; de seguro así será hasta cumplir sus sesenta y seis años de condena, hasta el final de su vida.

3

La idea de una vida en encierro lo hizo llorar los primeros dos meses, le produjo diarreas, le escamoteó el sueño los tres o cuatro meses siguientes y lo volvió un hombre serio y tristón dispuesto a hablar solo lo imprescindible con algunos de sus compañeros de pasillo y de celda. Ese es un señor, opinan de él ahora. Calcula: sesenta y seis años sumados a sus veintisiete, dan noventa y tres… Descontando por buen comportamiento y trabajo diario, su condena se reducirá a cuarenta y tantos años… Saldrá de allí a los setenta… ¡Setenta! La palabra le pasa como un erizo por la garganta. Su padre tiene setenta años: casi no puede caminar, cuanto come lo indigesta, no puede emborracharse ni hacer el amor, oye y ve mal, el asma lo atormenta durante el invierno. ¡Para qué hacerme ilusiones con la boleta de libertad!, ¡a los setenta ya uno está muerto! Cumplidos los setenta, ¿no sería mejor quedarse allí, en su encierro, en vez de salir a rodar en las calles, a vagar como un perro sin amo, a mendigar, solo y desamparado? Asuntos tales dan vueltas en su cabeza día y noche, no lo sueltan.

La luz de la tarde le despierta deseos de estar en el jardín botánico, en el zoológico o en un parque del centro de la ciudad, bajo un árbol, ojalá en compañía de Catalina, mas, qué se va a hacer, se lamenta, soy un preso de Bellavista y lo único que tengo es esto. Llama “esto” al partido de microfútbol que los internos disputan en la cancha de asfalto.

Jáder se sienta a su lado en el muro de concreto, a la sombra, contra la pared. Con dos o tres años menos que Jeyson, goza de una viveza que lo hace superior a este: sus ojos parecen no detenerse jamás, negros y pequeños, de ratón, y aunque sus labios estén pronunciando la sentencia más grave ellos miran como si todo fuera una broma, lo cual asusta. Pero Jáder lo acogió desde su llegada, le brindó espacio y cobijas para dormir y lo introdujo en el mundo de la cárcel.

—¿Cómo van?

—No sé. Creo que empatados –levanta los hombros para reafirmar su indiferencia hacia el fútbol.

—¿Qué le pasa?

—Nada.

—¿Está encausado?

No responde; piensa: Estoy encausado. Repite en su mente la palabra, así forma una cortina que lo separa de los gritos de futbolistas y espectadores. La única voz que le interesa es la del parlante: en cualquier momento puede llamarlo para que acuda al teléfono. Cierra los ojos. Encausado, encausado, encausado…

—Le tengo un trato.

Mira a ese rostro cetrino, quiere verle la mirada antes de responder o de formular cualquier pregunta; el otro continúa pendiente del partido como si lo dicho no lo hubiera dicho él sino un extraño sin importancia.

—¿Qué clase de trato? –suelta, sin embargo.

Jáder le explica. Le pagarán veinte millones de pesos si despacha a un hombre del quinto patio ingresado la semana anterior. Él, con sus sesenta y seis años de condena es lo que en la cárcel llaman un copado, y treinta años más por su nuevo homicidio en muy poco variará su condición. Preso, son lo mismo sesenta y seis años que noventa, cien o mil. Ya su destino está decidido. Y un nombre más para su lista de víctimas no es nada.

Si acepta le entregarán diez millones, una pistola cargada y le dirán qué hacer: con el pretexto de que lo busca el abogado, harán salir al hombre a la reja de la oficina de notificación donde estará Jeyson esperándolo, armado, y allí le disparará hasta asegurarse de su muerte; luego se rendirá a la guardia y entregará el arma; después le pagarán los diez millones restantes.

Se encamina a los orinales. Mientras vacía la tripa y contempla la espuma que su chorro forma en la taza, sigue oyendo, en fragmentos, la propuesta, las razones de su amigo: Usted es un copado; encanado son lo mismo sesenta años que noventa; son veinte millones… Sale. El partido aún no termina pero Jáder ya no se encuentra entre los mirones. Lo alegra, o lo tranquiliza, poder estar solo. ¡Fulano, al teléfono!, grita el parlante. Fulano, con el rostro embellecido de improviso porque ha finalizado su espera, corre hacia las escalas que lo llevarán al andamio en el cuarto piso. Jeyson ve correr a Fulano y lo envidia. ¿Por qué no habrá venido Cata?, ¿qué le sucedería?

Las horas han pasado. Catalina no apareció. ¿Por qué no vendría Cata?, ¿se habrá enamorado de otro entre ayer y hoy? Usted es un copado; son veinte millones… Con veinte millones podría comprar algunos enseres para su camarote y para su casa; además poner un pequeño negocio para ayudarse y ayudar a su madre. Muchas veces recibió dinero en abundancia por sus trabajos, nunca tamaña cantidad: veinte millones juntos, en rama, lo harían sentirse empresario, un hombre de verdad. Piensa: Uno, con veinte millones en el bolsillo, es un rey. El sueño tarda.

Sabe que de cumplir esa comisión deberá acostumbrarse a una nueva vida lejos de la ciudad que lo vio nacer y crecer, en la cárcel de Picaleña, en la de Acacías o en la del Barne, o si acaso en la Guayana, la cárcel de la cárcel, o en el pabellón de seguridad, casi sin ver el sol, rodeado de los pillos más pillos, los desterrados de los otros pabellones por sus conductas. Revuelve pensamientos y en su cabeza se hace un enredo de ideas como hilos sin puntas, ideas locas. El sueño cojea.

Usted es un copado; son veinte millones… Veinte millones equivalen a un televisor de color y un equipo de sonido para su camarote, para no estar tan solo, y a un televisor de color y un juego de muebles de sala para su casa, para que su madre atienda orgullosa a las visitas y a los pastores evangélicos. Podría comprar un ventorrillo dentro del patio para ocuparse todo el tiempo y ayudarse en sus gastos: sabe de uno por el cual piden cuatro millones, y él le invertiría dos en muebles y surtido; también compraría, por unos tres millones, tres o cuatro camarotes para alquilarlos y obtener una renta: cada uno por treinta mil pesos semanales, sin contar los domingos cuando también se alquilan por diez mil a los presidiarios carentes de un espacio privado para acostarse con sus mujeres; a Cata le regalaría una Auteco Plus para ir al colegio y venir a visitarlo, y le daría un vestido, el mejor, el que ella quisiera, y le diría: Cata, mi amor, te doy este vestido pero después te lo quito, y ella respondería, sonriendo con malicia: Dar y quitar, campanas de hierro derecho al infierno… ¿Y si Cata se enamoró de otro entre ayer y hoy? A más de uno, la mujer lo ha abandonado de un día para otro. Los veinte millones se vuelven insuficientes para sus proyectos, la cifra se empequeñece. Podría cobrar más, reflexiona; ¿Cuánto ganará Jáder por hacer el contacto? ¡Que me dé tres millones más; si no, que coma mierda! El sueño no llegó.

4

Cuatrocientos veintiocho, cuatrocientos veintinueve… Las voces de los guardias se oyen más como piedras cuando caen a un pozo vacío que como voces; a los internos les retumban dentro y les determinan el ritmo de sus conversaciones. Sin advertirlo, mientras van en la fila para el conteo de la mañana, hablan en versos de tres o cuatro tonadas marcadas por la pronunciación de los números por parte de los guardias. Cuatrocientos sesenta y cuatro, cuatrocientos sesenta y cinco…

—Jeyson, ¿qué decidió?

Jeyson deduce que el otro, como él, trasnochó pensando en el asunto, y tal vez tampoco ha dormido. ¿Se me notará el desvelo? Prefiere ocultar su interés.

—¿De qué?

—De la propuesta. Y recuerde que aquí hay más de un copado.

Teme. Alguien puede adelantársele a aceptar la oferta y él no lo había previsto. Por su cabeza pasan los rostros de los posibles candidatos: muchos desahuciados podrían asesinar nuevamente atraídos por el dinero.

—Yo cobro veintitrés millones.

—¡Eso vale veinte!

Se va adelante de la fila sin darle tiempo de mirarle sus ojitos saltones, entonces Jeyson se conforma con observarlo por detrás, flaco y de caminar atigrado, y piensa: Sí, vale veinte.

5

Soy un copado. Desde cuando estaba en la fila para el primer recuento del día se lo ha recalcado, y lo ha hecho con tanta insistencia que por momentos olvidó a Catalina y no la odió por faltar al teléfono. Soy un copado, soy un copado. A esta hora de la noche, ya en su camastro, mirando al techo y en medio del ruido de los radios y televisores de presos vecinos, esa frase llega a sus sentidos llena de sabor y encanto: por fin sabe qué es él. Soy un copado, se repite, y hasta desea salir a gritarlo en todos los rincones de la cárcel: subir al cuarto piso y por la ventana del teléfono por donde le dice a Cata Te amo –o le decía cuando ella aún lo amaba y no lo había cambiado por otro, y por cuyo motivo, según cree él, no ha vuelto durante los dos días anteriores–, declarar ante el mundo libre quién es, luego recorrer uno a uno los pasillos, bajar al tercer piso, al segundo y al primero, y salir a los otros pabellones y decir a los presos, guardias y empleados de Bellavista que él, Jeyson, es un copado, que está orgulloso y jamás dejará de serlo.

6

Es jueves. Como la mayoría de internos, los que no pertenecen al comité de disciplina o no tienen con qué pagar a este el privilegio de emperezarse en el camarote hasta más tarde, se ha levantado a las cinco de la mañana, se ha bañado, ha bajado para el primer recuento, ha ido al restaurante para el desayuno, ha jugado una partida de ajedrez y la ha perdido, ha echado un sueñito, ha regresado al restaurante para el almuerzo y ha renegado de esas lentejas tan simples, de ese arroz tan salado, ha echado otro sueñito, ha visto un partido de microfútbol, ha jugado otra partida de ajedrez y también la ha perdido. ¡Mierda, si soy bien bruto!, se dijo. Ha comido, se ha tirado en su camastro, ha reiniciado el libro prestado en la biblioteca pero es incapaz de pasar de la primera página porque se lo impide la voz de Cata diciéndole: Te amo, mi amor, eres el único; se lo impide el recuerdo del canela de sus piernas, del olor de su sexo y del sabor de sus pechos de colegiala, y también la idea de que ella se ha enamorado de otro y jamás regresará a visitarlo ni a hablarle por el teléfono, a gritarle: Jeyson, mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…

Coloca el libro en la pequeña mesa a su izquierda entre los retratos de Cata y de su madre. Recuerda cuando conoció a Cata: él iba por el barrio en un Renault 9 de último modelo con el cojín aún manchado de sangre. Vuelve a ver al propietario con la cabeza echada hacia atrás, empapada de sangre por el costado izquierdo, la boca medio abierta. Piensa: Por no querer entregarlo. Cata salió de la tienda de don Pablo, él la vio y le dijo a Zurdo: ¡Qué belleza! Es una prima de Miryam recién llegada de un pueblo, le informó Zurdo, ya he charlado con ella y es una muchacha seria. De inmediato la llamó y se la presentó: Mucho gusto, Jeyson. Ella se quedó mirando el borde del espaldar, ¿Qué es eso? Zurdo contestó: A Jeyson se le vino la sangre. Ella sonrió, le dio la mano suave, Mucho gusto, Catalina. Ni él ni ella supieron qué más decir, pero Zurdo improvisó un chiste, se apeó del carro y la invitó a subir para dar una vuelta con su amigo antes de ir a entregárselo al comprador. Mientras tanto se tomaría una gaseosa; consultó su reloj y esbozó un gesto como para aclararles que disponían de todo el tiempo. Piensa: ¡Qué vivo era Zurdo!, ¡era un bacán!

7

Con veinte millones puedo comprar una cafetería, varios camarotes para alquilar, un televisor y un equipo de sonido, otro televisor y muebles para que la vieja reciba a sus amistades; para Cata, una Auteco Plus nueva y un vestido, el mejor, el que ella quiera, y cuando venga se lo quito con los dientes aunque le dé risa, o me la mando sin quitárselo. Claro que me pueden trasladar y no volvería a acariciarle los pechos y las piernas, ni a darle besitos allá; o me llevan para la Guayana o para el pabellón de seguridad y no podría volver a verla los lunes que son días tan malucos, ni los martes, ni los miércoles, ni los jueves ni los viernes, y gritarle que la amo, que es la única, que me hace mucha falta, y ella tampoco podría volver a decirme por el teléfono Mi amor, te amo, manéjese bien. Pero con esos veinte paquetes haría maravillas y no más levantarme temprano, no más comidas para cerdos, en cambio las tendría en mi propio negocio, con buena sazón, y la vieja estrenaría televisor y muebles, y yo no viviría tan solo en este tugurio de mierda…

Son las tres de la tarde. Por los intersticios de las tablas de la pared derecha entran a su cuartucho risas y voces que hablan del Deportivo Independiente Medellín, la música de una canción de salsa, un solo de percusión, y el humo de un cigarrillo de marihuana: los vecinos están de fiesta. ¿Por qué no llegará?, ¿qué le pasaría? ¿Habrá tenido algo en el colegio y estará saliendo más tarde?, ¿o no quiere venir?, ¿se enamoraría de otro?, ¿el lunes le diría algo malo? Ve pasar delante de sí preguntas y más preguntas, como si se tratara de un tren, y cada vez lo gana más la certeza de que Catalina lo ha abandonado: nunca, sin prevenirlo, había faltado a hablarle por el teléfono. ¡Qué va!, si no viene le digo a Jáder que estoy listo, que pase la plata y me diga cómo hacer; nada me importa, yo soy un copado, yo soy yo. Si hoy no viene que se olvide de mí porque entonces hago el encargo y me llevan en remisión… A Caballo lo llevaron en remisión. ¿Para dónde lo llevarían? Debe estar en Picaleña o en Acacías, con ese calor de allá. ¡Cómo lloró! Si a mí me llevan en remisión, no lloro. ¡Cómo quería Caballo a esa novia tan linda! Yo también quiero a Cata, pero yo no lloro. ¿Qué me daría para quererla tanto? Uno es un loco. Yo soy un loco. ¡Qué caso!

8

Jáder asciende por los escalones del tercer piso, uno a uno, silbando un tema de La Sonora Matancera, y llega a la puerta de La Setenta.

—¿A quién necesita? –pregunta el llavero del pasillo, parado junto a la reja como un coloso.

—A Jeyson.

El llavero abre y Jáder pasa entonando su silbo, con las manos en los bolsillos del pantalón. Llega a la celda de Jeyson y va hasta su camarote, donde lo encuentra recostado mirando al techo, ido. Se queda viéndolo; el otro no se percata.

—Huy, estás muerto.

El muerto lo mira en silencio con cierta molestia como si sintiera que desde siempre ese hubiera estado observándolo a escondidas suyas.

—¿Entonces qué dice? Son veinte millones.

No responde. Parece esperar una respuesta dictada por el viento. En tanto, sin incorporarse, mira los ojos negros, pequeños y saltones de Jáder, que emiten brillos.

—Me tiene que decidir ahora mismo –el ojos de ratón, incómodo con la mirada de su amigo, pasa la vista por los afiches en las paredes del camarote: un paisaje campestre con caballos y una panorámica de New York con las torres gemelas en medio, tan descomunales; por el libro, por los retratos y demás objetos ordenados sobre la mesa de noche: un cepillo de dientes con las cerdas gastadas, un tubo de crema dental, una caja de palillos mondadientes, una pasta de jabón en su jabonera con pelos adheridos–. Son veinte, para que compre un televisor y un equipo de sonido, y arregle esta pocilga. Para que viva como un rey…

Jeyson no cesa de mirarlo a los ojos, casi sin parpadear, y continúa en su camastro sin variar su posición. Escucha. Escucha. ¿Este no se irá a cansar de hablar?, ¿no se cansará de que yo solamente lo oiga y lo mire?, ¿no irá a demandarme una respuesta?

—Hay más de uno que podría hacerlo pero yo a usted lo estimo. Quiero que se gane ese billete. Aquí hay más de un copado. Usted no es el único…

¡Jeyson, al teléfono! La voz del parlante llega desde la puerta de La Setenta. Para los oídos de Jeyson es música pura. ¡Listo!, ¡ya voy!, grita. Como expulsado por un resorte, se incorpora sin dejar de mirar a Jáder; le arrima el rostro.

—Yo no soy un copado. Yo voy a salir de aquí, ¿entiende?

Jáder lo mira a los ojos, advierte en ellos un brillo nuevo, bonito, y por primera vez repara en que él es unos centímetros más bajo y menos corpulento.

Jeyson abandona la celda. Jáder observa los afiches y cuanto hay sobre la mesa; se acerca y toma el retrato de la joven. Lejos, en el cuarto piso, por el teléfono, escucha a su amigo gritar: ¡Cata, mi amor, te amo! Pero no alcanza a captar la respuesta.

De Historias de la cárcel Bellavista (1997)

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