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MARGARITA

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—Margarita, ¿por qué no has lavado la ropa?

Margarita, como si nada, sigue organizando los muebles, los cuales han aprendido a reconocer sus sitios: ella los toca y de inmediato se deslizan por la superficie de baldosa hasta donde les corresponde.

—Margarita, ¡quedó mal barrido!

Margarita persiste en lo suyo. Las palabras de doña Tulia se pierden en el aire. ¡Sí, señora!, ¡No, señora!, es todo cuanto dice Margarita mientras va de un lado a otro con un trapo polvicida.

—¡Margarita! ¡Una crema de coco! –gritamos desde el exterior de la reja de hierro. Al momento vemos a Margarita emerger en lo profundo de la vivienda y acercarse con un platillo y en él la crema que le hemos pedido, y que recibiremos a cambio de una moneda de diez centavos.

Margarita no sale de casa sino para ir a la tienda de don Pablo a comprar lo del diario y para acompañar a la señora a la iglesia o a visitar un vecino enfermo.

—¡Qué hay, Margarita! –la saludamos.

—¡Qué hay, muchachos! –responde.

Nos gusta su voz como de cristal que se rompe.

Pero ella disfruta más quedándose en casa para atender a los compradores de helados, escuchar el capítulo de Aquí resolvemos su caso o leer vidas de santos en los libros que dejó el difunto.

Al comienzo de su viudez, doña Tulia disponía de medios y podía darse vida de reina: tenía criada y convidaba a reuniones para tomar el algo, consistente en tazas de chocolate espumoso con buñuelos, empanadas de carne o parva recién horneada.

Las invitadas admiraban lo eficiente y querida que era Margarita, lo rico que cocinaba Margarita, lo linda que Margarita mantenía la casa. Pero la herencia se agotó y ya no habría más tazas de chocolate con buñuelos, entonces todas las comensales pusieron pies en polvorosa. Margarita, por el contrario, se ofreció a quedarse sin cobrar salario y, aprovechando que estaba en una de las pocas casas donde había nevera, por propia iniciativa empezó a hacer helados para vender y ayudar en los gastos.

Ahora son almas gemelas: una vive sintiéndose patrona, ama y señora; la otra, criada. Y la casa continúa linda y en ella se come rico aunque ya no vayan visitantes encopetadas que se sorprendan de esa nobleza de Margarita, que no requiere ni luces ni estruendos para manifestarse.

De Es tarde en San Bernardo (1984)

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