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EL PERDÓN
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Julio se queda de último a la hora de contarlos: su esposa, sabedora de que las malas noticias, si se llevan, deben esperar hasta el final de la jornada, se rehusó a irse temprano por no hallar las palabras precisas para confesarle su verdad, y desde la garita de la entrada al pabellón, como una ternera huérfana, le suplica: ¡Yo lo amo, Julio, perdóneme, no me haga eso! Salvo los guardias, que intentan persuadirla de marcharse, nadie escucha su lamento ahogado.
La cuenta tarda más que de costumbre. Julio reprime sus deseos de mirarla por última vez; los guardias, cree, se demoran con el ánimo de molestarlo, como si conocieran su tragedia y esperaran verlo reventar delante de los demás internos. Mas pueden retrasarse cuanto les dé la gana, equivocarse y recomenzar la enumeración cientos o miles de veces, y él no llorará en público. ¿Y si no resiste? ¿Si le brotan lágrimas igual que a una mujer? ¡Que no se confundan, Dios mío!, implora.
No se confunden. Cruza la reja, sube los escalones de dos en dos hasta el primer pasillo del tercer piso del pabellón número ocho, celda seis, segundo camarote; tira tras de sí la puerta y de un puñetazo parte el espejo donde Marta, al regresar del amor, con un labial rojo encendido, le escribía frases enamoradas. En el piso quedan esparcidos los pedazos de vidrio azogado. Llorando un llanto silencioso, se inclina a tratar de recomponer el corazón atravesado por una flecha y el “Me haces rico. Te amo”; revuelve los vidrios, con furia, hasta llenarse las manos de pequeñas heridas sangrantes. Masculla:
—¡Puta!
—¿Qué pasa? –la pregunta de la voz vecina no busca respuesta.
2
Los amigos lo visitaron durante los dos primeros meses; el Ñato resistió tres y no regresó cuando él se negó a fiarle su motocicleta; los parientes y hermanos fueron espaciando cada vez más las visitas. Solo habían sido fieles su madre y su esposa, y ya esta se le ha torcido.
Se olvidará de todo. Jamás volverá a pensar en Marta. Marta no lo merece. Marta es igual a todas las mujeres, se dice, a la primera oportunidad lo cambian a uno por un plato de lentejas. Destruirá las fotografías y todos los objetos que le hablan de ella. Hará vida con alguna de las otras visitantes; recuerda a una que lo mira y le sonríe. Sobre la mesa de noche apenas dejará el retrato de doña Inés, la madre, lo adornará y cuidará como a un altar, y en ese marco grande pondrá también una foto suya: Creo en la madre y en Dios, en nadie más.
3
Lunes, martes y miércoles por la mañana y por la tarde, acudió Marta al teléfono a aullarle su amor, a pedirle perdón, sin embargo Julio se negó a atenderla: cuando el parlante corría a informarle que desde la calle una mujer lo llamaba, él replicaba: ¡Que coma mierda!, estoy dormido, y murmuraba: ¡Puta! Entonces Marta le enviaba recados que a todos hacían reír: “Díganle que lo amo. Que me perdone. Que ese señor no es capaz de hacerme nada. Que está muy viejo. Que lo hago por los niños. Que lo pienso. Que soñé con él. Que me hace falta”.
El parlante traducía los mensajes a sus propios términos: “Te manda a avisar tu señora que a ese man no se le para. Que fresco. Que lo hace por el billete…”, y en tono solidario, tocándole el hombro, le decía: “Tranquilo, eso se limpia con agua y jabón”.
4
Es jueves. Julio durmió mal. Mejor dicho: durmió muy bien y soñó, mas, al despertar y comprobar que semejante belleza había sido un sueño, sintió una mezcla de tristeza y rabia que le quitó el apetito. No fue al restaurante y se quedó tendido en el camastro mirando al techo y tratando de no pensar en Marta, imaginando un agua mágica que pudiera lavarle la memoria.
—Te traje queso. No está salado –le dice Zarco, cuyo aspecto es el de un ángel custodio parado en el vano de la puerta.
Julio se incorpora y recibe el plato plástico con un vaso de refresco, un trozo de queso y un pan. Zarco toma asiento al lado suyo; le dice:
—Yo sé qué le pasa, viejo. Aquí todo se sabe.
—¡Estoy indispuesto, nada más! –responde con desgano, sin dejar de comer.
—Esa mujer lo quiere, viejo. Esa hembra es la suya.
—¡Qué va! Es una puta.
Al decir “es una puta”, lo embarga un dolor íntimo; desea con ardor no haberlo dicho, o que por lo menos Zarco no lo haya oído. Comienza a gimotear.
—Esa mujer haría cualquier cosa por usted y por los niños –Zarco se levanta y se despide.
—Zarco, ¡gracias!
El otro no contesta.
5
No consigue cinta adhesiva. En Lindos Ojos le venden dos cucharadas de almidón para preparar engrudo; lo esparce sobre un papel con la intención de armar los rompecabezas de las fotografías de Marta: la grande está completa; a la otra, a la que desde su llegada a la cárcel había mantenido sobre la pequeña mesa a la izquierda de la cama, le falta medio vientre, un seno y el corazón. Su esposa es una mujer mediada.
Esforzándose por acallar sus sollozos, se agacha a buscar bajo la mesa, bajo la cama, levanta el colchón, quita los tendidos y las cobijas y las sacude al aire, revisa una a una sus ropas, remueve sus pertenencias… En vano: definitivamente su media Marta se ha perdido y esa pérdida es una amputación dolorosa adentro. Llora sin importarle que lo escuchen.
6
—¡Julio, al teléfono!, –grita el parlante desde la entrada a la celda.
Sin siquiera calzarse, sale, trepa al andamio y divisa al corrillo que intenta comunicarse con los presos desde la distancia, desde el otro lado de la malla que separa a Bellavista del mundo de los libres.
Allá está Marta, su Marta, con el vestido blanco que tanto le gusta, el pelo cogido atrás, fija la mirada en la ventana del teléfono en el tercer piso del pabellón octavo. Él se demora contemplándola antes de sacar la mano para indicarle que ya está allí, dispuesto a oírla; repasa el paisaje que la enmarca: lo excita el modo como el viento le agita el cabello.
—Mi amor, lo amo; perdóneme; déjeme explicarle: yo solo lo quiero a usted y estoy sufriendo mucho…
Julio contiene las lágrimas. Los demás ocupantes del andamio lo observan, callados: desde afuera, sus propios amigos o parientes intentan comunicarse, pero ellos no responden para permitirle a su compañero escuchar a la esposa sin dificultades.
—Si me echa, me mato. Yo lo quiero. Déjeme venir el domingo…
Con señas, Julio le dice que no. Ella persevera en que sí, que por favor, que se lo ruega, que la reciba el domingo. Al fin él logra articular dos palabras salvadoras de su honor: ¡No vuelva! Las ruge dos veces, salta del andamio y corre a su camarote. Los otros le gritan a Marta que su marido se ha marchado y tornan a sus conversaciones personales. Ella se queda allí con la ilusión de que su hombre reaparezca a decirle que la perdona y la espera el próximo día de visita. Alumbran tres o cuatro relámpagos; se oye tronar; se desata la lluvia. Los del corrillo de habladores a distancia vuelan a guarecerse. Marta persiste pegada a la malla.
¡Esa vieja es un ánima en pena!, comenta uno de los presos que otea el paisaje por la reja del teléfono.
7
Pendiente de las que llegan de visita, toma café en el local aledaño a la entrada del pabellón. Se pregunta qué le pasaría a su madre, siempre tan madrugadora. Llegaron la madre y la novia de Zarco; llegó la muchacha que lo mira pero pasó por su lado sin verlo; llegó Bicicleta-dos y ya estuvo con Lalo y con Pepo, a quince mil pesos cada uno. Bebe un sorbo. ¡Qué cosa tan dulce! Ni señas de doña Inés. Llegan las visitantes con bolsas de comestibles y sus hombres las reciben con sonrisas, abrazos y besos, y se van a sus habitaciones a charlar y a amarse. Las madres remolinean en el patio mientras sus hijos atienden a sus mujeres. La mamá de Zarco, alta y robusta y también de ojos claros, se le acerca a parlotear, a hacerlo reír. Son las diez. El sol quiere despellejar espaldas y rostros, pero no hay dónde ocultarse, no hay espacios libres. Si su madre llegara subiría al camarote. ¿Qué le pasaría?, se pregunta de nuevo. Doña Berta prosigue sus graciosas historias. Él piensa: Esta señora es un caso.
Empiezan a llamar para el almuerzo. Julio aún no tiene apetito; además, los domingos él come lo que traen su esposa y su madre. Pero Marta no volverá, ¿y si su madre no viene? ¿No le convendría ir al bongo, al restaurante oficial de la cárcel, y ahorrarse los dos mil pesos que le costaría el almuerzo en uno de los puestos de comida? Resuelve esperar un rato más. Pasa la muchacha que a veces lo mira, y lo mira. Buenos días, señorita, le suelta él; ella lo saluda como se saluda al conocido de un hermano preso, nada más. Es hermana de Carlos López, un extorsionista. Tiene cara de pilla, igual a él, piensa Julio viéndola alejarse con un cigarrillo encendido. Se figura a Carlos López con la novia, desnudos, en el lecho.
Aparece doña Inés y se detiene a charlar con los guardias. Julio la ve y sonríe. Doña Berta se esfuma. Él se arrima a la reja. Doña Inés suspende su cháchara, se despide de los guardianes y entra al patio. Madre e hijo se prodigan abrazos y besos y se enrumban hacia el interior del pabellón, hacia el dormitorio en el tercer piso.
8
Piensa: Le quedó la carne igual a la de Marta, con aliños y poca sal. Las yucas también le quedaron mejores esta vez. ¡Qué vieja! ¡Tan pobre y traerme fiambre con carne y huevo! Las mamás son lo máximo. ¿Cómo será no tener mamá? ¿Cómo será tener papá? ¡Qué guerrera es esta vieja! ¡Las viejas no dejan caer el mundo!
A la anciana la conmueve ver a su muchacho devorar el fiambre enviado por la esposa. Sabe que su silencio es debido a la tristeza. ¿Qué podría alegrarlo?, ¿cómo distraerlo? Decide guardar silencio para no meter la pata.
—¿Qué hay de los niños?
Agradece al cielo que haya iniciado una conversación y aprovecha para extenderse refiriéndole las travesuras de sus nietos, los dos de Julio y los catorce de los demás hijos. Julio no le presta atención, pero al oír el nombre de su esposa mira a la madre, quien a su vez está escrutándolo como si hubiera dicho “Marta” con el propósito de estudiar sus reacciones al escucharlo. Se siente atrapado, cogido, y hace un gesto de pura aceptación de la derrota.
—¿Qué hay de Marta?
—Está muy triste… ¿Le gustaría que estuviera aquí?
—Ella no va a volver.
—¿A usted le gustaría tenerla aquí?
—Ella no va a volver –machaca Julio con algo de autoritario y algo de vencido en su voz.
Se le desborda el llanto, descarga la vasija del fiambre y esconde el rostro entre las manos; doña Inés le acaricia el pelo, luego abandona el camarote.
Aún lloroso, se percata de que su madre se ha ido; guarda las vasijas y organiza las ropas de la cama antes de salir a buscarla, lo cual no es necesario: ya ella regresa y se para a la entrada con los brazos en cruz. Dice:
—¿Quiere ver a Marta?
—Sí.
—¡Páseme una toalla! –le ordena.
¿Una toalla? No comprende. Le mira el semblante: no la encuentra tan arrugada como otras veces y se extraña de esa juventud repentina.
—¡Páseme cualquier trapo!
Le entrega la toalla limpia; la anciana se va, sube al andamio del teléfono y allí empieza a volear la prenda como si fuera una excursionista comunicándose por medio de una bandera con sus compañeros en la colina opuesta. Él, con temor de que sus camaradas la juzguen deschavetada, la aguarda de pie en la puerta de la celda. La exploradora sonríe, cesa sus señales y se pone a conversar con dos jóvenes.
Transcurren quince o veinte minutos. Aparece Marta.
Julio se afana a su encuentro, la abraza y la besa. De un camarote salen Zarco y su amiga y empiezan a aplaudir. Luego se les juntan los de otros camarotes y otras celdas, con sus mujeres, y se forma un gran aplauso en torno de la sólida totalidad conformada por los dos enamorados que lloran felices.
De Historias de la cárcel Bellavista (1997)