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El historiador y el desamor

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La vivienda de Luis Bourdelet era un lugar envidiable, un palacete neoclásico de lujo franqueado por un selecto jardín francés, con fuente y estatuas, no precisamente de esos abominables enanitos de jardín, sino de autores cotizados que bien pudieran estar expuestos en cualquier museo.

Al entrar en la finca, llamaba la atención la caseta del garaje, de amplias puertas, una de las cuales, entornada, permitía ver parte del interior, desde donde se podía entrever un vehículo de esos que apa­recen en las revistas, libros especializados o en algún documental al uso. Se trataba de un Hispano-Suiza de 1930 de un negro refulgente tan atrayente y encantador como si de una mujer coqueta se tratara. Probablemente un lujo o capricho de gente adinerada, necesitada de manifestar su poderío económico con detalles de buen gusto. Segu­ramente su propietario sería el mismo que el del Jaguar de dos plazas modelo Coupé 4.2 de 1969, que estaba estacionado justo a la entrada de la casa.

En animada charla, los viejos camaradas se dirigieron hacia la puerta principal del palacete. Al pulsar el timbre, la puerta se abrió sola, tras el leve sonido del mecanismo de control remoto. Les salió al paso una mujer, de treinta y tantos años, pelo rubio al aire, con cascada sobre la frente, que cubría por completo; cutis limpio y claro, no daba la sensación de utilizar cosméticos, sino agua y jabón, como las mujeres de antes. Un sencillo pero ajustado vestido remarcaba un perfecto valle entre dos hermosas montañas, solo separadas por un medallón de una flor, o algo así, de extraña rareza. Su presencia no pasaba desapercibida.

La mirada de Patricio se dirigió fulminante como un rayo en medio del campo a la de Pontificio, quien se sobrecogió, una especie de descarga eléctrica lo paralizaba y hacía que los ojos no se aparta­ran; salió del trance al oír el saludo de Patricio a Felisa, que es como se llamaba y que respondió con un «Gracias, usted siempre tan ga­lante» al elogio «Cada día más guapa».

Patricio no faltaba a la verdad, podía dar fe de ello, pues al apro­ximarse comprobó que le sacaba una cabeza a su amigo; bien es cierto que utilizaba tacones, mediría no menos de 1,70 m. Estaba ante un pedazo de hembra, y esto le hizo ruborizar; después de las presentaciones solo acertó a decir:

—Mucho gusto de conocerla —dando por hecho que era la dueña de la casa.

Ella respondió con naturalidad.

—El gusto es mío, y es un placer conocer al amigo de nuestro amigo.

Ellos entrecruzaron como cómplices colegiales una mirada ma­liciosa, que quería decir como en los viejos tiempos: «Esta es tuya, le has caído de maravilla».

—Supongo que vienen a ver a Luis... Se encuentra en el comedor, pasen. Usted sabe por dónde es, Patricio. Siento no poder acompa­ñarlos, pues tengo que hacer unos recados en Aracena. Me alegro que de nuevo venga por esta casa y con tan buena compañía.

Sin más salió por la puerta principal dirigiéndose al Jaguar; se co­locó una gran pamela de color blanco para evitar el viento sobre sus cabellos y puso en marcha el motor alejándose del lugar, no sin antes levantar la mano hacia ellos en señal de despedida con la mirada fija en él (o al menos eso le pareció), ya que unas gafas oscuras le impi­dieron comprobarlo.

Pontificio no quitaba la vista del coche ni de la mujer. Al mismo tiempo su cuerpo generó un aumento de la temperatura corporal que le ocasionó tal sofoco que le obligó a aflojar, de manera instin­tiva, el nudo de la corbata. Lanzando al aire un «¡Uf, qué calor!», su amigo entendió la situación, sin hacer ningún comentario. Unos pasos anunciaban la llegada de alguien, no era otro que Luis.

—¡Cuánto tiempo sin verlo! ¿Cómo le va?, ¿qué le trae por aquí? No vendrá como guardia civil... Ya sabe que soy persona legal, bueno, a veces conduzco con alguna copa de más —espetó el dueño de la casa luciendo una cordial sonrisa.

—No, no, don Luis. Hace tiempo que lo conozco. Nunca ha dado motivos, por tanto no tiene nada que temer. El motivo de mi visita es otro. ¡Ah!, me gustaría presentarle a un buen amigo, el te­niente Pontificio.

—Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿De dónde le viene?, ¿del latín? —preguntó al tiempo que le extendía la mano.

—Ignoro de dónde viene mi nombre, pero según contaban mis padres, tiraron del santoral del día de mi nacimiento; entre otros, fi­guraba ese y me lo pusieron sin más. La verdad, he dado esta expli­cación muchas veces.

Patricio continuó con la presentación del historial en el Cuerpo y en la vida de su amigo, y concluyó:

—En estos momentos se halla inmerso en un caso relacionado con un objeto del que usted es un gran conocedor; por eso se me ha ocurrido hacerle una visita interesada, puesto que se trata del Có­dice Áureo.

—Curioso —respondió Luis, dirigiéndose a Patricio—: ¿Acaso lo han sustraído?

—Efectivamente, ¿cómo lo ha sabido?

—Pura suposición, quizá ha sido un comentario poco acertado. Si ha sido así, es una mala noticia, pues los amantes de las obras de arte sentimos que ocurran estas cosas, y últimamente pasan con de­masiada frecuencia. Parece que no haya quien ponga freno.

Patricio en ningún momento quiso interrumpir, solo habló cuando Luis terminó para decir que su amigo era fundador de una unidad creada en la Guardia Civil para luchar contra los detractores del patrimonio histórico nacional.

—El interés de mi amigo por este caso va más allá de lo profe­sional, puesto que es gran admirador de don Benito Arias Montano. Además, se da la circunstancia de que ha nacido en la misma locali­dad, aunque algo más tarde —al pronunciar estas últimas palabras soltó una pequeña carcajada pretendiendo dar un toque de humor.

—¡No me diga! Eso merece que nos sentemos a hablar pausada­mente. Claro que si no tienen prisa —exclamó escrutándolos con la mirada.

Respondió Patricio:

—Por eso hemos venido, por su conocimiento de todo lo rela­cionado con las obras de arte y por ser un gran entendido en Arias Montano.

Pero eso no les ayudará a encontrar el libro, mejor dicho, el có­dice, quizá solo amplíen sus conocimientos. Pasemos al salón, esta­remos más cómodos.

Se acomodaron en sendas butacas sumamente confortables y en­volventes, parecidas a las de las series televisivas de naves espaciales. En el reposabrazos derecho había una placa con unos interruptores con dibujitos del sillón y representación de los efectos que producían una vez pulsada la tecla correspondiente. Suponía una invitación a relajarse, a dormir.

Luis continuó con la incipiente conversación.

—No quisiera resultarles aburrido, pero precisamente mi tesis doctoral versó sobre don Benito Arias Montano, y del Códice Áureo puedo hablarles lo que quieran. Siempre me llamó la atención el gro­sor de su escritura, por su excepcional tamaño. La tinta de oro fue aplicada con espesor para poder bruñirla, no por otro motivo; si hu­bieran puesto menos, difícilmente podrían haber conseguido este efecto. Aun hoy en día asombra. ¡Es espectacular! Cualquiera pagaría una fortuna por tenerlo en sus manos y poder contemplarlo con total libertad. No es de extrañar que lo hayan sustraído. Alguien ha debido de encargar su robo, pues para un delincuente común estas obras de arte pasan totalmente desapercibidas. La génesis del robo ha partido de alguien entendido. El hecho ha sido consumado, ¿ver­dad? ¿No cabe la posibilidad de que sea una broma?

—¡De ninguna manera, don Luis!, el robo ha sido consumado. La directora de la biblioteca, personalmente, presentó denuncia en el cuartel de El Escorial. Dada su importancia, el hecho se ha deri­vado al Grupo de Patrimonio Histórico, del que está encargado mi compañero y amigo, aquí presente.

—Entonces, ¿es usted quien dirige la investigación?

—Efectivamente —respondió Pontificio.

—No es para menos. ¿Quiere que les siga hablando sobre el có­dice? —interrogó Luis.

—¡Por favor! Sus conocimientos sobre la materia deben de ser impresionantes, de paso si me instruye sobre mi paisano Arias Mon­tano, lo agradeceré.

—Gracias, no es para tanto. Les puedo asegurar que lograría abu­rrirles. Del Códice Áureo destacaría la escena en la que está la virgen María sentada en una silla de tipo bizantino, recibiendo el Códice Áureo de manos del rey Enrique III, un modelo decorativo de cierto primitivismo, en donde también está representada la reina Inés, a quien a su vez bendice la Virgen.

—¿Qué antigüedad tiene? —preguntó Pontificio.

En ese mismo instante entró en la sala, interrumpiendo, la chica del servicio. Su presencia no les pasó inadvertida, en especial para ellos; por su juventud y su manera de llevar el uniforme: un pequeño delantal blanco bajo el cual lucía una ceñida falda negra muy por en­cima de las rodillas que permitía ver más de la cuenta ante la más leve inclinación; medias de color negro; zapatos del mismo color de tacón grueso y superior a cinco centímetros que la encumbraba; el pelo de color negro, ligeramente recogido; la tez apenas maquillada que resaltaba aún más su juventud... En la mano llevaba una pequeña bandeja, en la otra un paño de color blanco. Preguntó:

—¿Desean los señores tomar algo?

Luis salió al paso.

—Permítanme que les pida excusas por no haberles ofrecido nada, no tengo perdón. ¿Qué desean tomar?

—No tiene importancia, una copa de vino blanco del Condado no vendría mal —dijo Patricio.

Luis, con la mirada, preguntó a la chica, quien respondió afirma­tivamente.

—Sandra, traiga entonces una botella y ponga unas aceitunas de la tierra, y usted, Pontificio, ¿qué desea tomar?

—Lo mismo.

—¿No desean nada más?

—No, no —respondieron al unísono.

—Ponga también un plato de jamón, del de Cumbres Mayores, y para mí vermú rojo, como siempre.

Perdonen la interrupción. Respondiendo a su pregunta, la elabo­ración del códice hay que datarla en torno a 1035, bajo el mandato del emperador Conrado II, aunque fue encargo de Enrique III, co­nocido por el Negro, por su color de piel ¡y porque no se lavaba! Representa a ambos y a sus esposas Gisela, hija de Canuto el Grande, e Inés, en la portada del códice y en otras partes de este. Según mi opinión, el Códice Áureo es uno de los más bellos ejem­plares de la Biblioteca Laurentina, también uno de los más singulares de la época carolingia. Realizado, probablemente, en el monasterio benedictino de Echternach. La orden benedictina se creó conforme a los criterios de San Benito, donde la vida comunal gira alrededor del oficio divino, también llamado liturgia de horas, es decir, que aparte de misa se hacen siete rezos al día. De esta orden fueron pro­tectores y benefactores varios emperadores.

En ese momento se interrumpió la conversación por la entrada de Sandra en la estancia, que dejó sobre la mesa una bandeja con el refrigerio solicitado.

—Antes de formar parte de los tesoros bibliográficos de El Es­corial, donde fue uno de los volúmenes fundacionales, y ahí es donde su paisano tuvo mucho que ver, pues el secretario Gracián se quejaba de que los jerónimos tenían la librería en un estado de terrible desorden y confusión, haciéndole al rey ver la necesidad de contar con un bibliotecario que catalogara y organizara la biblioteca. Felipe II encargó la tarea al erudito hebraísta Benito Arias Montano, y a uno de sus capellanes, a quien años antes encargaron supervisar junto al prestigioso impresor flamenco Plantino y su equipo de hu­manistas, orientalistas y hebraístas, la elaboración e impresión en Amberes de una Biblia políglota que debía renovar a la trilingüe de Alcalá, impulsada por el cardenal Cisneros a comienzos de siglo.

La Biblia Políglota de Amberes se editó en cinco lenguas: latín, griego, caldeo, hebreo y arameo, avalada por el mecenazgo del rey de España, que sufragó gastos e impulsó el proyecto, aunque estuvo bajo sospecha inquisitorial y el rechazo del papa Gregorio XIII, nombrado papa gracias a las influencias de Felipe II, ya cumplidos los 70 años.

Su frontal rechazo a la Biblia políglota solo era fruto de su temor a mostrar las fuentes del texto bíblico y que diera lugar a nuevas in­terpretaciones y controversias teológicas que se desviaran de la or­todoxa Vulgata de san Jerónimo en latín, la única admitida por la Iglesia hasta el momento.

Arias Montano quedó así expuesto a la crítica, y en el punto de mira de la Santa Inquisición. Fue atacado desde todos los círculos teológicos y ortodoxos, o por los celos a su prestigio intelectual, en la misma época en que otro hebraísta de prestigio como fray Luis de León era procesado por la Inquisición. Como Arias Montano contaba con la protección del rey, la persecución contra él se hizo de forma indirecta. Así, en 1592 procesaron a su discípulo y sucesor en el cargo de la biblioteca de San Lorenzo, el padre Sigüenza. Sin embargo, del proceso ambos salieron rehabilitados, hasta que años después de sus muertes sus obras fueron condenadas y prohibidas.

—Qué manera de complicarlo todo y qué poder tenía la Iglesia por entonces —manifestó Patricio.

—Cierto —respondió Luis—, pero no crea que ahora es menos. En aquella época suponía el poder supremo, al que se supeditaban reyes, emperadores y cualquier otro poder terrenal. Dueños de vida, hacienda y demás cosas, de las que disponían a su libre antojo. Con la sola amenaza de mencionar excomunión, bastaba. Imagínese, para la gente corriente, sin más, a la hoguera. ¿Quién desafiaría tamaño poder? ¿Quién pondría su vida o su fortuna en peligro? En 1577, Arias Montano llegó a El Escorial con el encargo de catalogar y ex­purgar la biblioteca, tarea a la que se dedicó diez meses entre los años 1577 y 1592. Estuvo en cinco ocasiones en el monasterio cum­pliendo órdenes del rey. No las cuestionaba en nada, para no verse envuelto en situaciones que no deseaba, ya que esta ingrata tarea era intelectualmente poco estimulante para él. En 1579 se quejaba al se­cretario real, Zayas, en estos términos: «Servir a esta casa en cosas que un muchacho podría y sabría mejor aprovechar, verme ocupado en cosas de ningún fruto, con 53 años a mis espaldas, mucha fla­queza y ningún regalo». Apelaba no a regalos materiales, sino de otro tipo. Hoy en día sería lo que llamamos popularmente la palmadita en la espalda.

A pesar de que en El Escorial tuvo seguidores, como el ya men­cionado Sigüenza y el propio prior Miguel de Alaejos, no le gustaba el trabajo ni el monasterio, en el que nunca se integró. Solía alojarse fuera, en la villa, en casa de Sebastián Santoyo, actualmente en el tér­mino municipal de Las Navas del Marqués.

En 1584 se lamentaba, de nuevo, al haber sido llamado a El Es­corial sin tener en cuenta su edad ni su frágil salud; de modo que había sido encerrado, otra vez, en aquella cárcel. Su labor en la bi­blioteca escurialense fue, sin embargo, destacada, pues la organizó, clasificó y catalogó por primera vez, y cuando la ocasión lo justifi­caba, especialmente en relación con los manuscritos árabes, fue au­xiliado por el médico morisco Alonso del Castillo, lo que dio como resultado uno de los fondos en esa lengua más ricos de Europa.

El sello de su influjo quedó reflejado hasta en la arquitectura, por su idea de colocar a los seis reyes de Judea en la fachada de la basílica. ¡Fíjense hasta dónde llegaba su influencia con el rey! Escribió unos textos que finalmente no se colocaron en sus bases. Igualmente en la biblioteca dejó su impronta, ideando la colocación del grupo pic­tórico con el grupo de las musas de las artes de Pellegrino Tibaldi, así como su retrato situado en el costado de uno de los ventanales, próximo al códice. Las obras del salón de la biblioteca finalizaron en torno a 1594. Se colocaron los libros, según los deseos del rey, con los lomos hacia la pared, de forma que las hojas miraran hacia fuera, para que los filos dorados iluminaran la estancia en perfecta armonía con las pinturas de la bóveda.

Pontificio y Patricio se intercambiaban miradas de complicidad, desbordados por los conocimientos de Luis. No se atrevían a inte­rrumpirlo, seguían atentos a cuanto iba diciendo.

—El códice formó parte de la colección de la princesa Margarita, hija del emperador Maximiliano y fue consultado por el mismísimo Erasmo de Róterdam para la preparación de su Novum instrumentum, obra que ocupa el culmen de la producción erasmiana.

El Códice Áureo tiene ciento setenta y un folios, con un peso de trece kilogramos, un alza de más de medio metro, y el ancho de pá­gina de trescientos treinta y cinco milímetros. Para su encuaderna­ción (cosida a mano) se utilizó piel de cabra de primera calidad de color rojo, nervios de cuero, estampación a volante, en oro; los he­rrajes, de latón chapado en oro, y las cabezadas, bordadas a mano. Todo de la más alta calidad.

Ninguno se apercibió de la entrada de la señora de la casa hasta oír el campanilleo de las llaves al chocar contra el cristal del florero de la entrada; alertados, escucharon la sintonía de unos tacones de mujer que se aproximaba. Luis hizo silencio, sabía que eran las pisa­das de su mujer. Solo le quedó girar la cabeza hacia el lugar donde presumía iba a entrar la propietaria de los tacones que sonaban como notas musicales por el salón.

Caballerosamente, Luis se levantó, seguido por sus acompañan­tes, y, acercándose a su mujer, le dio dos besos en la mejilla de forma que la cara de ella quedó en la dirección donde se encontraba Pon­tificio, que sintió cómo le clavaba la mirada.

—Me alegra que estén aún aquí, ¡qué les estará contando Luis! Seguro que les estará hablando de coches.

—No querida —respondió Luis—, han venido en plan profe­sional.

—¡No me digas! ¡Qué interesante! ¿Qué mal hemos hecho, Luis?

Y mientras hablaba dirigió, de nuevo, la mirada a Pontificio.

Patricio salió al quite:

—No por favor, no lo tome al pie de la letra. Su marido es una gran persona y un erudito en un personaje que, por casualidades de la vida, está relacionado con la actual investigación de mi compañero, y de paso con él mismo por tener la misma procedencia. Luis nos está ayudando de sobremanera, ya que conoce como nadie a nuestro ilustre personaje, que no es otro que don Benito Arias Montano.

—¡Ah, por supuesto! —respondió, y con un elegante gesto tocó las palmas.

La sirvienta apareció de nuevo en el comedor, bandeja en mano con una bebida que depositó diligentemente en la mesa, a la vez que continuó:

—No interrumpan su conversación. ¿Les molesta que me siente un rato a escucharlos?

—Por supuesto que no —respondió Luis—. Tú eres siempre bien recibida.

Felisa tomó asiento cruzando las piernas de forma muy insi­nuante (al menos así le pareció a Pontificio), quedando expuesto a su mirada el muslo derecho de forma claramente intencionada.

La presencia de Felisa enfrió el diálogo. A Luis le costaba retomar el tema, ante su mujer no quería parecer un charlatán. Había asu­mido que el protagonismo fuera siempre de ella; consciente de su belleza, de su toque de glamour. Su hermosa mujer no pasaba des­apercibida, no le era ajeno que excitaba a los hombres, y en aquellos momentos estaba encendiendo a Pontificio, cosa que tenía asumido, lo tomaba como un juego; bien es cierto que quien había abierto la caja de los truenos había sido precisamente él.

—¿Cuándo vamos a organizar una cena con nuestros amigos?

Felisa, como si nada y dirigiéndose a Pontificio, le preguntó si era casado, quien respondió con un rotundo «¡No!, tengo amigas...».

—¡Qué interesante! Vale, en unos días organizamos algo. No todo van a ser reuniones de trabajo, ¿verdad?

—¡Claro, claro! —respondieron los dos amigos.

Entre copa y copa y risas, las miradas encendidas no pasaban des­apercibidas al resto de los presentes, que se cruzaron con las proce­dentes de la sirvienta, que casualmente entró en escena. Pontificio se dio cuenta de que las miradas entre Luis y Sandra, la asistenta, iban en el mismo sentido.

Se despidieron dando las gracias por la cálida acogida, acompa­ñados por los anfitriones hasta la puerta con el compromiso de una cena acompañados de sus mujeres. Felisa, con cierta curiosidad y sin importarle la presencia de su marido, se dirigió a Pontificio:

—Mi querido teniente, ¿a quién nos traerá de acompañante?

Patricio se apresuró a contestar sin dejarle hablar:

—¡Uf, mi amigo en eso de las mujeres es un fenómeno! Nos sor­prenderá, ya lo verán.

Pontificio se ruborizó ante una insinuación tan directa hecha en presencia de su esposo, a la vez que estupefacto por las miradas de Luis hacia la sirvienta, que Felisa no ignoraba. En fin, estaba lleno de curiosidad e incertidumbre. Este tipo de relación de pareja últi­mamente se llevaba mucho, conocido como de buen rollito, donde todos salían beneficiados.

Ahora se le planteaba otro problema: ¿a quién invitaría a la cena? Desde luego no deseaba comprometer a nadie de su entorno. Tenía donde elegir, desde mujeres cultas hasta hermosuras que con su sola presencia volverían loco a cualquiera. ¿Debería elegir alguien que si­guiera los dictados de las buenas costumbres de saber estar o de be­lleza corporal? ¿Y para satisfacer a quién? No le daría más vueltas, su amiga Isabel Herrera, de muy buenas maneras y singular belleza, sería capaz de desempeñar el papel que se le ordenara; ni siquiera le diría a Patricio cuál era la verdadera identidad, no convenía. Ahora bien, debería prepararla antes, explicarle el ambiente en el que se iba a desenvolver. Entre sus virtudes destacaba su capacidad de mime­tismo en cualquier circunstancia.

Poco tiempo después recibió una llamada de Patricio, citándole para el sábado siguiente, si no tenía problemas de agenda o de ser­vicio, a la vez que lo interrogaba con gran curiosidad sobre la com­pañía que llevaría.

—Ponti, ¿con quién vas a venir?

—Me reservo la respuesta.

Conocía a su amigo, sabía de sus debilidades y sus preferencias en el mundo de las mujeres, no en balde habían compartido muchos días de estudios y diversión. Simplemente se conocían. Estaba se­guro de que le impresionaría. La guardia Herrera era hija del Cuerpo, desde pequeña su ilusión era ser guardia. Cursó estudios universita­rios y para aumentar su currículo realizó multitud de másteres. Sentía que esa sería su profesión, como un estilo de vida. Podría llegar muy alto en cualquier otra faceta laboral que se propusiera, pero lo tenía muy claro, quería ser guardia civil y empezar su carrera desde abajo. No quería ir directamente a la academia de oficiales, a pesar de que su padre le repetía sin cesar que no era lo mismo salir de teniente que de simple guardia.

El aspecto físico de Isabel Herrera López era impresionante: 1,70 m de estatura, pelo castaño, cara redonda con una tez fina y pecosa que le daba un aire juvenil. Estaba en su plenitud con apenas vein­titantos años y un cuerpo moldeado a base de gimnasio, a fin de pre­parar las pruebas físicas para cabo. Lo que más le costaba era correr el kilómetro en cuatro minutos y treinta segundos, porque sus senos, aunque muy bien puestos, por su tamaño le incomodaban en la ca­rrera.

Isabel estaba preparada para desarrollar cualquier tipo de con­versación, vivía al día, no se quedaba atrás en ningún aspecto.

Pontificio, de acuerdo con Isabel, le adjudicó la profesión de eje­cutiva, residente en Madrid, tras explicarle que sería su acompañante en una cena, con unos amigos en la sierra de Huelva, lugar que por cierto no conocía. No tuvo que indicarle nada más, sabría desem­peñar perfectamente el papel encomendado.

Marisa estaba encantada, realmente salía poco, a lo sumo a algún concierto. Consideró la cena como un evento especial, por ello sor­prendió a su marido con el vestido que se compró para la ocasión.

Patricio sí tenía un verdadero problema con la ropa. Como casi siempre iba de uniforme, cuando vestía de paisano lo hacía con aire informal; no soportaba la corbata. Con el uniforme no quedaba más remedio, en más de una ocasión se la hubiera quitado. Al final recu­rrió, como siempre, al pantalón azul con el que se sentía cómodo, camisa blanca (que era lo más socorrido) y chaqueta cruzada. Tuvo que aguantar los comentarios de su mujer, que le decía:

—Siempre te pones lo mismo, sobre todo ese pantalón tan des­gastado por el uso, lo tienes desde que nos casamos. La gente dirá que no tienes dinero para comprarte ropa. Verás como tu amigo Pontificio va hecho un dandi.

—¡Vale, Marisa!, que cada uno vaya como quiera. Tengamos la fiesta en paz. Ya sabes que haré lo que crea conveniente. Agradezco tu interés por mí y porque vaya bien, pero de ninguna manera voy a consentir que la ropa sea un motivo de discusión.

Como buenos anfitriones, Luis y Felisa salieron al jardín para re­cibirlos en perfecta conjunción.

Las primeras palabras fueron piropos hacia las mujeres de los otros, especialmente Patricio hacia Isabel, tanto que Marisa le tuvo que pellizcar el brazo. Realmente estaba sorprendido con la ejecutiva Isabel Herrera, la amiga de ratos compartidos. Sintió sana envidia.

Luis se sorprendió de la belleza de Isabel, y a Pontificio le volvió a sorprender Felisa. Le llamó la atención que llevaba de nuevo el mismo collar, y un vestido de color negro, por supuesto de alguna firma cara especializada. Así lo vieron las otras mujeres, pues fue comentario durante la cena, aunque Isabel no le dio importancia, como si estuviera acostumbrada a verlos o, lo que es mejor, a tener­los.

Luis, como buen anfitrión, hizo que las mujeres de sus invitados se sintieran cómodas, curiosamente de la suya se preocupaba poco. Ofreció un vino de uvas pasas de Antonio, un gran amigo que poseía una bodega en un pueblo de Córdoba y que cada año le regalaba unos litros. Era algo especial, para conseguir un litro del vino se ne­cesitaban diez kilos de uvas pasas. Era un caldo de primera prensa, lo que le imprimía exclusividad y un valor en el mercado elevado, si es que se encontraba, según le hubo explicado en su momento su amigo Antonio; excelente para abrir el apetito y un buen reconsti­tuyente para los hombres, comentario que provoco la hilaridad de todos.

Pontificio, como buen sabueso, observó cómo Luis no miraba a los ojos a su mujer, no así con el resto, con quienes de forma se­cuencial para mantener su atención paraba la mirada; sin embargo, cuando llegaba a la de Felisa pasaba rápidamente a la búsqueda de otros ojos. De cualquier manera esa actitud no pasó desapercibida a ninguno de los comensales.

La cena trascurrió sin grandes sorpresas. A Marisa todos los de­talles le resultaron sumamente exquisitos. Supo que Felisa se había encargado personalmente. A lo largo de la velada, entraron en ani­mada conversación Pontificio con Felisa. Isabel fue acaparada por Luis, por lo que no le quedó más remedio que conversar con su ma­rido de los avatares cotidianos de sus vidas, que tenían más que ha­blado. Estar allí esa noche no dejaba de ser un premio. Entendían la situación, ellos se debían a sus hijos y envejecer juntos, eran felices. Asistir a este tipo de actos no era muy habitual.

Pontificio observó que el desencanto en el matrimonio de Luis y Felisa era recíproco, de alguna forma llevaban vidas paralelas; no­taba cómo Felisa quería acapararlo y algo más, estaba muy claro, se insinuaba de manera abierta, sin cortarse nada.

Realmente a estas alturas de su vida no deseaba este tipo de en­cuentros, sabía que no tendría ningún problema en el contacto físico, era una mujer deseable. Desde el primer momento en que la vio sin­tió esa atracción fatal que había sentido otras veces; esa sensación que te invita a no dejar escapar aquello que se te ofrece, pero que se sabe que se complicará por las razones que sean. Vendrá la segunda parte que mostrará la cara amarga.

A su edad este tipo de encuentros no le convenían, por eso trató de llevar la conversación por los derroteros de la amistad, algo fran­camente difícil ante una mujer de esas características. Algo, en su in­terior, le decía que debía hacerlo así.

Continuó toda la velada hablando de cosas informales, y aguan­tando como hacía mucho tiempo no había hecho las embestidas de una mujer que de manera directa le pedía que la poseyera sin más. Tácitamente le decía que no se iba arrepentir, que no debía preocu­parse. No sería un estorbo en su vida. Y cuanto más insistía ella, más fuerte se hacía él, porque la insinuación era demasiado directa: las piernas cruzadas, con medias negras y zapatos de tacón alto, de­jando a la vista parte del muslo, así como sus hermosos senos, entre los que se abría paso un medallón que llamaba poderosamente la atención, separándolos como Moisés al mar Rojo... No se atrevía a preguntar sobre él para no despertar falsas expectativas.

Para Isabel las cosas eran diferentes. Se sentía hasta ruborizada ante el acoso al que la sometía Luis, quien cayó rendido a los pies de su belleza; hasta el punto de pedirle, sin rodeos, una cita. Trataba de sorprenderla, aunque entendía que era difícil, pues a una alta eje­cutiva costaba conquistarla con cosas materiales. Aquella mujer no se le debía escapar, su deseo de poseerla era superior a todo. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, aun a pesar de parecer muy enamorada de Pontificio, a pesar de haberla presentado como una amiga. No era capaz de entender el comportamiento de este hom­bre, que lo tenía todo: posición, estudios, una bella mujer... Si bien no se correspondían, deberían guardar respeto mutuo ¡y no lo ha­cían! La cosa venía de lejos. Todo parecía muy comedido y educado. Sus vidas eran una olla a presión que más tarde que temprano esta­llaría, solo era cuestión de tiempo, ¡seguro! Por tanto, desempeñó el papel que su teniente le había asignado y sin más desaparecería de la vida de aquel matrimonio.

De regreso a Madrid, Pontificio recibió un aviso por radio del sargento Ramírez en el que le comunicaba que la suerte les sonreía. La jueza sustituta había concedido —sin ningún

problema— el man­damiento para controlar las cuentas de Crisanto.

Habían compro­bado que recibió una trasferencia bancaria hecha en París de ocho millones de pesetas, sin ningún concepto, desde la cuenta de una so­ciedad norteamericana. Había más sorpresas, aunque no tan intere­santes: ¡el vigilante era licenciado en Historia!, hecho que no había manifestado.

Pontificio sugirió probar si la sustituta autorizaba una escucha te­lefónica del vigilante. Ramírez, entusiasmado, le respondió:

—Eso mismo estaba a punto de decirle, ¡creo que estamos en el buen camino! Lo mantendré al corriente de lo que vaya surgiendo.

Operación Códice Áureo

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