Читать книгу Operación Códice Áureo - José Luis Borrero González - Страница 8
La denuncia
ОглавлениеUltimamente a Deolinda le costaba conciliar el sueño, aunque al final sucumbía ante el abrazo de Morfeo. Su momento de placer comenzaba. Tensa, nerviosa, alocada, en un estado que los jóvenes —como su sobrino Ángel— denominan el yuyu, por el lugar donde se hallaba, que no era otro que el cuartel de la Guardia Civil de El Escorial, y las extrañas circunstancias que la condujeron irremisiblemente hasta allí en la mañana de aquel fatídico día nunca olvidado, de noviembre del año ochenta y nueve. Su padre sí tuvo que ver con el mundo militar y cuartelero. Llegó al grado de brigada, según relataba cuando tenía tiempo, y eso solo ocurrió con el pase a la condición de retirado. El objetivo de la presencia de Deolinda en el cuartel obedecía a las obligaciones inherentes a su cargo como directora responsable de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, más nunca en tan penosas circunstancias. Afloraban dispersos en sus pensamientos los esfuerzos y sacrificios personales realizados, sin dejar en olvido los de sus padres, que se decían: «Todo nuestro sacrifico pa que la niña sea universitaria».
Realmente la jovencita apuntó maneras desde niña: inteligente, rápida en reflejos, olía lo interesante, espabilada y lista.
—¡Sales a tu madre! —decía su padre, y en esto les dio la satisfacción de haber conseguido su objetivo, aunque su madre, Casilda, no llegó a ver sus logros. Una enfermedad larga y penosa se la llevó de este mundo, siendo ella muy jovencita. Al menos descansó de tanto sufrimiento.
A ella le dio la sensación de que aguardaba la muerte con mucha calma, como quien espera el crepúsculo, cuya alargada sombra se acerca hasta alcanzarte, inexorablemente . Los galenos cuanto más la tocaron más la fueron empeorando, tratamientos de van y vienen, mejunje de allí y últimas pastillas sanadoras. No llegaron a saber de qué murió. La conclusión fue por un virus, término que en el argot médico tapa tantas incompetencias y malos hábitos de práctica de una profesión.
La vida de Casilda no fue color de rosa. Siempre sola, su marido no tenía horarios para el servicio, las 24 horas del día dedicadas a la profesión. A veces se iba de casa semanas enteras y, lo peor de todo, tanto esfuerzo no tenía compensación económica alguna; al contrario, resultaba una carga más para la familia, al tener que mantener otra casa abierta.
Casilda, ante la ausencia de su esposo, se dedicaba en cuerpo y alma al cuidado de Deolinda y de su hermano menor, Gumersindo; niño enfermizo por demás, de tez pálida, pajizo... A cuatro gotas que cayeran, en la cama mínimo dos semanas y todos pendientes de él. Menos mal que los medicamentos se los regalaba el médico del pueblo, ya que este los recibía a su vez de los representantes de productos farmacéuticos. No olvidaría jamás a dos, don Miguel y su hijo don Bartolomé, pues entonces la Guardia Civil no tenía Seguridad Social. Fueron los últimos españoles en beneficiarse en esta cobertura sanitaria, no alcanzada hasta 1976 y porque algunos sectores de los guardias se movieron organizando manifestaciones, recién enterrado el dictador. En un Cuerpo ensamblado en el Ejército, de férrea disciplina, la reivindicación acabó con más de doscientos expulsados, sin ningún tipo de indemnización por los años de trabajo y otros tantos recluidos en prisiones militares.
El padre le había contado casos que llevaron a algunas familias de guardias a la desesperación, ante la enfermedad de los hijos debido a los costosísimos tratamientos, con la única ayuda de la Sanidad Militar, donde los guardias no eran muy bien recibidos. El Ejército se componía de una casta distinta, en la que solo buscaban beneficiarse ellos y sacar del pastel la mejor tajada, por aquellos entonces pertenecer a la mal llamada carrera militar y tener una graduación, que, aunque fuera pequeña, daba cierto renombre en una sociedad caduca y militarizada por demás.
Benigno y Casilda procedían de la localidad de Santa Bárbara de Casa, en la provincia de Huelva. Pueblo serrano, de buena gente, tanto que no se conocía la delincuencia, excepto por las rencillas y enemistades de algún vecino o hermanos por tierras o herencias llevadas más allá de la muerte y trasmitidas de generación en generación. Sus padres contaban que los barbaritos hablaban con un deje que solo los de allí sabían identificar. Las comunicaciones con las poblaciones cercanas —Rosal, Aroche— eran sumamente complicadas, por caminos pedregosos; por eso en su aislamiento las familias se llevaban como si fueran una sola, ayudándose y prestándose apoyo mutuo. Así ocurría que cuando alguno se encontraba fuera del pueblo y se topaba con un paisano, el barbarito nunca se encontraría solo.
Benigno, al ingresar en la Guardia Civil, fue destinado a otro pueblo, el Cerro de Andévalo, pueblo minero y agrícola, a pesar de que era mucho decir, porque en su término municipal no había ninguna mina y, en cuanto a la agricultura, era de pura subsistencia. Las minas se encontraban en los pueblos de los alrededores, distantes como mucho a dos decenas de kilómetros: La Zarza, San Telmo, Valdelamusa, Tharsis... Distancias que debían salvar con sus propios medios tras agotadoras jornadas de trabajo.
Los que trabajaban la mina se solían levantar antes del amanecer. Pedaleando en sus bicicletas se reunían en el Sevillano, donde se metían entre pecho y espalda unas cuantas copas de aguardiente de las Tres Casas, de Zalamea la Real, para templar el frío mañanero, que rápidamente perdían al ritmo de los pedales. Como impedimenta en sus bicis portaban el carburo y el talego, donde sus mujeres metían un mendrugo de pan duro y chorizo o tocino. El queso y la fruta, que ya era mucho tener, eran para los niños.
La jornada en la mina finalizaba a las cinco de la tarde, hora a la que pedaleando regresaban a sus hogares para sentarse alrededor del brasero o al calor del fogón de la cocina, donde esperaban lo que cayera, consumiendo cigarrillos de caldo de gallina que inundaba la estancia de un sabor rancio y apestoso que las mujeres soportaban como cosa añadida al varón, cuando en realidad a lo único que debería oler la casa era a ricos potajes, ¡si los hubiera, claro!
Las gentes del Cerro eran encantadoras, a pesar de las precariedades económicas en las que vivían; parece ser que a más miseria mayor bondad. Aunque por la comarca circulaba un dicho que no honraba a sus habitantes, ni al pueblo en sí, que decía: del Cerro, ni mujer ni perro; si es al revés, ni perro ni mujer.
Esta bondad y buenas maneras se manifestaban al igual con la autoridad. No daban problemas, a lo sumo —cuando los había— con una llamada de atención se solucionaba, cuando no con una sutil advertencia dicha desde el púlpito, que también se empleaba como guardián del sentido del orden y las buenas costumbres entre los parroquianos. Los curas utilizaban su poder de una manera muy sibilina, aunque hay que decir que este tipo de directrices iba con la persona que desempeñara el cargo. Hubo uno que decidía hasta las películas que se proyectaban en el cine y asistía a todas las funciones, para verificar si sus sugerencias se cumplían; de lo contrario desde el púlpito, en la misa dominical de las doce, echaba fuego sobre los temerosos feligreses, que se encargarían de advertir a los dueños del negocio, con miradas iracundas de desaprobación, y la mayoría imponía su criterio. No había lugar para los innovadores o creadores de nuevas tendencias.
Los guardias también usaban para sus servicios bicicletas, al igual que los lugareños, con la diferencia de que las del Cuerpo eran más robustas y pesadas; parecía como si lo hicieran aposta. La tarea se complicaba cuando el terreno se empinaba, tocaba caminar con el biciclo a remolque; era un esfuerzo titánico que se amortiguaba con buenas viandas, aunque circulaba entre las gentes el dicho de que la vaca da poca leche, pero alguna cae. Comentario que se hacía en referencia a los emolumentos que daba el Estado por el desempeño de la profesión y que realmente no daba para mucho. Escasamente se cubría el mes, de tal manera que tanto a Deolinda como a su hermano Gumer los vistieron de verde, pues Casilda, como buena ahorradora, aprovechaba la uniformidad en desuso de su esposo para hacer faldas, pantalones o chaquetillas, hecho que quedó reflejado para la posteridad en la foto escolar al uso de la época, esa en la que aparece el niño o niña sentado en una mesa rodeado de un mapa de la península ibérica de fondo, crucifijo a la derecha y el globo terráqueo al otro lado y en las manos un libro de lectura, dando a entender que el susodicho saldría para un trabajo entre libros.
Los guardias, al finalizar cada día el servicio, se afanaban en limpiar las bicicletas, ya que al ser un bien del Estado eran objetivo de continuas revistas; por ello debían mantenerlas inmaculadas y relucientes, de lo contrario caía el correspondiente correctivo.
Benigno se complicó la vida —y la de la familia— por ser alguien en el Cuerpo, cuando se le ocurrió inscribirse para hacer el curso de cabo; en realidad la diferencia económica era mínima y llevaba aparejado un traslado, cambiar de costumbres y hasta de forma de hablar.
Fue destinado en Madrid a un pueblecito de la sierra pobre y tampoco se libró de ir concentrado a las provincias vascas, donde el terrorismo de ETA se estaba cebando con la Guardia Civil, ya que por esas fechas era la única institución del Estado que estaba presente en la Vascongadas y, claro, lo pagaban con ellos. Como si los trabajadores de Hacienda, Correos o Justicia, por ejemplo, no representasen al Estado; pero no, la Guardia Civil estaba considerada como fuerza de ocupación. En realidad los guardias iban a aquellas tierras obligados generalmente a cumplir con su trabajo, haciendo cumplir las normas como era su deber. Lo cierto es que la mayoría de los muertos los ponía la Guardia Civil.
Su destino como cabo comandante de puesto, sin la debida experiencia y con diez guardias a su cargo, le obligó a aprender en el mando rápidamente a base de responsabilidades, pero también le proporcionó el orgullo de sentirse alguien. Fueron los galones que con más altanería lució. Se sentía como un general, a pesar de ser un pequeño escalón en la jerarquía de la Benemérita.
Una de las experiencias más duras que tuvo que soportar fue asistir al sepelio de uno de sus hombres, al que sorprendieron como si fuera una presa de caza, sin posibilidad de defensa. No llegó a probar el café del desayuno que se disponía a tomar, cuando un valiente gudari —si a lo que hizo se le puede denominar valentía— le descerrajó un disparo en la sien. La gente que en esos momentos se encontraba en el bar no hizo ni vio nada, al parecer todos estaban ocupados. Nadie quiso dar datos del asesino, a pesar de ir a cara descubierta y llevar tiempo en el bar.
El miedo es muy grande y libre, sobre todo cuando peligra tu vida si te vas de la lengua. Por otra parte, los informadores estaban por todas partes y no te podías fiar de nadie. Es el pueblo el que luchaba contra las instituciones; bueno, mejor dicho, con una sola: la Guardia Civil, a cuyos miembros con desprecio denominaban chacurras y contra quienes se ejercía toda la violencia que fuera necesaria, porque la Guardia Civil no volvía la cara para otro lado, jamás lo haría costase las vidas que costase. La institución permanecería allí hasta que el Gobierno ordenase lo contrario. La presión ejercida era extrema, contra ellos se podía hacer de todo, incluso atacar a las esposas e hijos, ¡lo más ruin! No hay cosa más desagradable para un padre que tener conocimiento de que a un hijo lo amenazan en el colegio, diciéndole: «Tu padre tiene los días contados».
¿Alguien puede imaginarse cuánto sufrimiento enmarcaría la vida de esas personas? Nadie se ocupó de ellos. Los políticos a lo suyo: vivir bien y darle vidilla al otro bando; los muertos siempre eran los mismos. ¡Cuánto sufrimiento por un mísero sueldo! Muchos mandaron a la familia de vuelta a sus pueblos o ciudades natales, continuando solos la campaña, hasta lograr un destino en otro lugar del territorio nacional.
En esta guerra, como la denominaba el bando contrario, los guardias estaban en clara desventaja: toda la población era potencialmente capaz de pertenecer o colaborar con la banda; aunque bien es cierto que había ciudadanos que en privado expresaban su aprecio a los guardias, no podían exteriorizarlo, la vida les iba en ello. Cualquier vecino te podía delatar, adjudicar el sambenito de chivato era fácil, en algunos casos, pura envidia.
Cuando Benigno regresó, había cambiado de manera radical, era más callado que hasta entonces, estaba muy desengañado con la clase política y de manera especial con la Iglesia.
En el sepelio de aquel pobre guardia, no hubo un sacerdote de los muchos pueblos de los alrededores que se atreviera a decir una misa por el eterno descanso de su alma. La cobardía, tan extendida en aquellos lugares, abarcaba desde los jueces hasta los abogados, que, lejos de aplicar las leyes, las volvían en contra de los defensores del Estado de derecho. A estos se sumaban los que predicaban el amor de Jesucristo y su sacrifico por nosotros en la Cruz —probablemente lo harían en el pasado, pero allí no se atrevían, se apuntaban al bando de los separatistas, con el aplauso de la sociedad vasca—. Nadie decía la verdad y, ¡ay, Dios!, en el caso de que los guardias se defendieran y cayera algún abertzale, se generaba un sentimiento de culpa que a más de uno se le revolvían las tripas. ¡Qué poder tienen las masas!
Para los sucesivos sepelios hubo que recurrir a capellanes castrenses, que venían de fuera, al igual que las autoridades, que llegaban con sus caras circunspectas y sus escoltas a poner la medalla al féretro, el beso a la viuda, padres o hijos y a correr hasta el próximo entierro, que por regla general no tardaba mucho. A pesar de todo, Benigno conservaba con la Iglesia vínculos muy sólidos desde la infancia. Su fe era inquebrantable, pero la labor de los sacerdotes en aquella parte de España no la entendía. Tanto fue su sufrimiento que le aparecieron canas, de color tan blanco que parecía un copito de nieve. Perdió gran parte de su dentadura: se le fueron resquebrajando dientes y muelas, los médicos decían que era por tener siempre la mandíbula contraída; como no ganaba dinero para tratamientos, tomó una decisión drástica, arrancarse las piezas que aún le quedaban y así se vio, relativamente joven, con dentadura postiza.
A Deolinda le gustaba su nombre, especialmente en su juventud, cuando por cualquier trámite administrativo le preguntaban sus datos; apreciaba que al decirlo el interlocutor al uso, daba igual el sexo, automáticamente levantaba la cabeza y cruzaba una mirada con ella. Sentía que era diferente, no era corriente. Se lo pusieron porque cuando nació era pura belleza, si esta existe en los recién nacidos. Sus padres tuvieron que verlo así, por eso en agradecimiento a Dios y a su lindeza le pusieron Deolinda, aunque por apocoparlo la llamaban Linda. Siempre sintió rabia, sobre todo en la adolescencia, hacia su hermano por llamarla Deo; cuanto más le recriminaba, más se lo llamaba, y por más que recurriera tanto a la protección paternal como maternal, de ambos recibió igual respuesta, que no le hiciera caso. Bien pensado no tenía importancia, solo quería hacerla rabiar, por eso ella, con ánimo vengativo, comenzó a llamarlo Gumerdo, aunque no surtió igual efecto. Después, con el paso del tiempo, lo recordaba con una nostalgia especial, con el sentimiento de que las cosas que en la vida te hieren se recuerdan siempre.
Casilda, apenas trascurridas veinticuatro horas tras su boda, comprobó que de alguna manera se había quedado viuda. El servicio ocupaba su tiempo al cien por cien y apenas disfrutaba de la compañía de su esposo, ¡que bien bueno que era! Más que guardia civil parecía haber tomado los hábitos, aunque no valiera para echar sermones, pues era parco en palabras. Todo lo contrario que su cuñado Onésimo, que escogió la carrera de la Cruz; llegó a obispo, pero de sus influencias poco se benefició la familia a pesar de vivir en una época en la que la Iglesia influía de forma decisoria en todos los aspectos de la vida.
Onésimo miraba por los feligreses más por cuestión de imagen que por otra cosa; fueron muy pocos los que supieron que cuando falleció su padre ni siquiera asistió al sepelio, argumentando estar de viaje en la Santa Sede y serle imposible llegar a tiempo. ¡No era cierto! Para el resto coló y no se habló más del tema. El caso era que hijo y padre no se llevaban bien desde la niñez, y en la adolescencia y juventud su distanciamiento fue agrandándose de sobremanera. Todo vino de antes de entrar en el seminario, cuando fue sorprendido realizando tocamientos a un niño del vecindario; la situación acabo con la frágil relación entre ambos para siempre, además de la tremenda paliza recibida y de escasos resultados, pues con el paso de los años su padre pudo comprobar cómo Onésimo, obispo por la gracia de Dios, persistía en aquellas inclinaciones.
A Casilda el casamiento la pilló entradita en años. Los familiares pensaban que no tendría familia, abocados a vivir en soledad; sin embargo, tras el embarazo de Deolinda le siguió el pequeño Gumersindo, que colmó de felicidad a la pareja. La niña pronto se refugió en los estudios. Era siempre la mejor de su clase y no necesitaba estudiar en casa para sacar de notable para arriba. Los profesores vaticinaban que conseguiría lo que se propusiera en la vida, por lo seria y constante.
Las pocas veces que su padre coincidía con su tío, el obispo, siempre sacaban a relucir de dónde le vendrían a cada uno las vocaciones... Desde luego, por parte de sus ascendientes ¡seguro que no!, ya que estos se ganaron la vida con esfuerzo y mucho sacrificio en el campo, produciendo para el señorito de turno, como la inmensa mayoría de trabajadores.
Como estipendio, recibían porciones de la producción anual: si se recogía la aceituna, unos cuantos centenares de kilos; si se recogía el corcho, un par de quintales, y así sucesivamente. Les permitían tener unas cuantas gallinas y criar cuatro o cinco guarros cuando el año venía bueno, un par de cabras y alguna que otra oveja merina. Como vivienda les cedieron una cuadra que hasta hacía poco había sido utilizada por animales; en este habitáculo hicieron la vida. Tenía una gran chimenea cuya candela permanecía encendida todos los días del año. Al decir todo el año, así era, incluidos los veranos, pues a pesar del calor reinante durante los meses de estío, no quedaba más remedio que mantenerla para cocinar.
De la producción propia reservaban los mejores huevos y las mejores presas de la matanza para agasajar a la señora madre del señorito, que se pasaba el día rezando, tan metida en sí misma que su fisonomía parecía la de un árbol arrugado.
Parece ser que la vocación de Onésimo vino, en cierta forma, impuesta a fuerza de costumbre y de las dos comidas, más el desayuno que la señora ofrecía a cambio de acompañarla en sus oraciones. Ella, como buena obra y porque el chiquillo era muy bonito, lo vestía; la verdad era que, como tenía porte, cualquier cosa que le pusieran le sentaba bien.
A todo esto se le añadían las frecuentes visitas de don Amadeo, el cura, no para rezar, ni menos para salvar almas, sino para inflarse a comer y llevarse para la casa parroquial alguna que otra golosina. ¡Así estaba de gordo!, luciendo bajo la barbilla una papada que temblaba, ejercitando una suerte de baile de danza del vientre al pronunciar las palabras acompañado con alguna que otra póspora[1] de saliva, de tal manera que, si estabas cerca del él, nada impedía que resultaras pulverizado. Su lado bueno —hay que reconocer que lo tenía— era su capacidad para la enseñanza, que aplicó al niño por petición de la señora, y a fe que fue productiva. Nadie logró saber más latín que su hermano, hasta el nivel de mantener largas conversaciones en esa lengua, sin menospreciar el griego, que también dominó con cierta soltura.
Tío Onésimo llegó a ser un buen jugador de ajedrez, gracias a las partidas e instrucciones recibidas del cura, se convirtió en uno de sus entretenimientos preferidos. Encajando jaques, don Amadeo agarraba tales cabreos que salían por su boca toda clase de improperios, que ante los ojos del mundo quien los pronunciará no visitaría el cielo, eso seguro.
El padre de Deolinda, sin embargo, siguió otro camino al ingresar en la Guardia Civil, por las influencias de la pareja que solía pasar de servicio de correrías[2] por el cortijo. Allí descansaban al abrigo del fuego y el abuelo les estampaba la cruz en una papeleta que le daban los guardias. Cuando ingresó en el Cuerpo, supo que la cruz era la firma de su abuelo y que servía para poder certificar ante los superiores el paso por la finca en su ronda de vigilancia.
Cierto día Benigno se atrevió a preguntar a uno de los guardias qué se necesitaba para entrar en la Guardia Civil. Le contestaron que saber leer, escribir, responder unas cuantas preguntas sobre cultura general, conocer de memoria algunos artículos de la Cartilla del Cuerpo, estar sano, superar unas pruebas y nada más. Sería una manera de salir de allí, porque, a decir verdad, no veía ningún futuro en el campo. Se apuntó a una escuela nocturna del pueblo y allá que iba todos los días, menos las fiestas de guardar. Le costó aprender, porque compaginar trabajos agrícolas con los estudios era difícil; si a eso se añadía tener que desplazarse tres kilómetros a pie hasta el pueblo, se le puso muy cuesta arriba la enseñanza.
Lo único bueno (aparte de aprobar) que obtuvo de aquellos desplazamientos fue habituarse a la oscuridad de la noche. Bien es cierto que en los primeros días le frenaba el miedo, por eso cogió como arma defensora un palo que le llegaba hasta el hombro, ¡por si acaso aparecía quien no debiera! Puesto que enemigos terrenales no tenía, temía a los espíritus del otro lado, quizá por la educación recibida de don Amadeo, pues cuando Benigno era pequeño a veces se dejaba caer por la cuadra y este lo atemorizaba diciendo con las venas del cuello ingurgitadas: «¡Tú vas a ir al Infierno, vas a arder en el fuego eterno!», cada vez que se hacía oídos de sus travesuras. Él, ¡claro está!, nunca se atrevió a contestar, y menos a preguntar por qué decía esas cosas. En cierta ocasión preguntó a su padre, quien le respondió algo que tardó mucho tiempo en comprender: «Los curas son así, algunos salen con muy mala leche». Y entre risas decía: «Debe de ser porque no vacían». Al final concluyó: «Como no vas a misa te dice esas cosas». Tú, para estar bien con todos, cada vez que te lo diga rezas un padrenuestro.
Y ahí que estaba su padre enseñándole a rezar el padrenuestro, rezo que aplicó en las situaciones difíciles o cuando el miedo nublaba su mente; como en los primeros días, cuando se desplazaba en la oscuridad al pueblo para estudiar y que más tarde repitió unas cuantas veces a lo largo de su vida, en otras partes de España, cuando la situación pintaba negra.
Los padres supieron desde que fue bien pequeña que Deolinda prometía. Cursó todos sus estudios con becas estatales y mientras estudiaba la carrera se sacaba dinerillo extra para sus gastos con trabajos esporádicos. Uno de los veranos, cuando apenas tenía 14 años, aprendió a escribir a máquina ella solita, en casa, con la Olivetti de su padre. Para ello pidió a la Academia Adams de Madrid el manual de aprendizaje. En apenas un mes rozaba las 150 pulsaciones por minuto, habilidad que aprovechó en la universidad para pasar apuntes a otros estudiantes, cobrando una peseta por hoja. Menos mal que con cuatro horas de descanso tenía suficiente. En época de exámenes pasaba las noches enteras estudiando, hasta conseguir la licenciatura en Historia y más tarde másteres en distintas universidades, a cuál más prestigiosa, y por último, cómo no, el doctorado. Su tesis fue sobre las sombras y luces de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, lugar por el que siempre profesó gran devoción y uno de los motivos por los que su cargo actual había sido la gran ilusión de su vida.
Ensimismada en sus pensamientos, solo tenía en su mente una ideación, que se repetía continuamente en un vertiginoso torbellino que la abstraía. Por qué, por qué le había tenido que ocurrir a ella. Por supuesto no deseaba su situación a nadie. Aun así, era una gran fatalidad, debía mostrar un gran pesar, tenía que trasmitirlo a su entorno, ¡era de vital importancia!
Al guardia de puertas, al que se le notaba la inexperiencia, no obstante, no le pasó desapercibido el estado de ánimo de Deolinda. Sentada en la sala de espera, aguardando su turno para presentar denuncia; por eso, hasta en dos ocasiones le ofreció un vaso de agua, para tranquilizarla, a lo que respondió dando las gracias y haciéndole ver que no era necesario. Solo deseaba presentar la denuncia.
Esa misma mañana había recibido una inquietante llamada de uno de los vigilantes de seguridad que la trastornó. Le dio tal vuelco el corazón que parecía querer estallar, buscando salida a través de su garganta. A medida que oía su voz, un escalofrío le corrió el cuerpo. Decía una y otra vez en un eterno soniquete:
—Señora directora, el Códice Áureo no está.
Se produjo un atronador silencio. Cuando pudo y sin saber cómo exclamó:
—¿Qué quiere decir, Crisanto?
—Sí, señora, ya lo ha oído. Por más que lo he buscado, no está en su lugar.
—¡Eso no puede ser!
—No sé qué ha pasado, pero el códice no está en su sitio, señora. ¡Que lo han robado!
De pronto el guardia se dirigió a ella para indicarle que podía pasar a presentar la denuncia.
Respondió con un «Gracias» apenas perceptible. No le salía la voz, padecía frecuentes problemas de garganta que se acentuaban cuando estaba nerviosa. Hubiera ganado un concurso (si los hubiera) de quién habla más bajo. Estaba asustada. Había cosas para las que no estaba preparada, aunque pudiera exigirlo el puesto que desempeñaba.
Intentó acomodarse en la silla. A decir verdad, le costaba. Pensó que el asiento no solo la incomodaría a ella, sino a todo el que se sentara en él: no quieren tener a la gente aquí mucho tiempo. Mientras tanto, su interlocutor, también muy joven, le pidió el DNI, miró la foto y a ella, dándole la vuelta y fijándose en la fecha de nacimiento para comentar: «La fotografía no le hace mérito, ¡parece usted más joven!», halago que bien pudiera haber tenido en consideración si no fuera por las circunstancias que la habían conducido hasta allí. «¡Bah!, es el comentario de un chico joven que lo hace por complacencia», pensó. Habría observado su angustia y trataba de consolar y quedar bien. Comenzó a aporrear las teclas de la máquina, con ritmo constante y rápido, cosa que llamó su atención. No lo hacía con su rapidez, pero escribía al tacto, y eso se veía en muy pocos sitios.
La siguiente pregunta del guardia civil la sacó de sus pensamientos:
—¿Podría usted relatar el motivo de su denuncia?
—Sí, por supuesto. Se trata del Códice Áureo. Un libro, es decir, un manuscrito compuesto por varios fascículos sobre los cuatro evangelistas: San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, en letra carolingia.
El guardia le preguntó algo desaforado:
—Por favor, señora, ¿qué pasa con ese libro?
—¡Pues que lo han robado de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial!
—Bien, bien, vale. Iremos poco a poco. Usted me va contando. He de plasmar cuanto me diga en el atestado y, francamente, aunque escribo deprisa, a veces los denunciantes no se dan cuenta y piensan que se escribe con la misma rapidez que se habla.
Aquel joven Guardia le estaba advirtiendo. Ella entendió el mensaje, por eso se disculpó ante él:
—Es producto de mi ansiedad, estoy tan nerviosa que no soy consciente de la velocidad de mis palabras. Repito, lo siento, trataré de narrarle lo sucedido más despacio. Como iba diciendo, se trata de un códice que data del siglo XI. Se hizo en el monasterio de Echternach, situado hoy en día en Luxemburgo. Realizado a mano por los monjes benedictinos, escrito en hojas de pergamino de 507 × 355 milímetros, compuesto por ciento setenta y un folios.
Llegó a España a manos del rey Felipe II, quien lo depositó en la Biblioteca del Palacio de El Escorial bajo la dirección del insigne e ilustre humanista, experto en exégesis bíblicas y en lenguas orientales, don Benito Arias Montano. Este, a su vez, se encargó de protegerlo para su traslado, adoptando una especial cautela, consciente del valor del códice y porque su rey le encargó traerlo a España en una auténtica aventura digna de una gran película.
Es algo excepcional por las características del texto, distribuido en dos columnas. No tiene en sus hojas tachaduras ni enmienda alguna, cosa, por otra parte, normal para la época.
Fue realizado a mano por los monjes, como antes le comenté, con la paciencia infinita de aquellos, su menesterosa, abnegada y callada laboriosidad, en la que no se permitía bajo ningún concepto un mínimo error. Como usted debe de saber, y si no gustosamente se lo explico, en aquella época se hacía todo a mano.
Ante el comentario fuera de lugar, el Guardia ni se inmutó, prosiguiendo su tarea tratando de escribir todas sus palabras: «De extraordinario valor ornamental, con gran variedad de marcos o encumbramientos en casi todos los folios o pergaminos».
—La caligrafía, al igual que la iconografía, son de oro, dibujadas a mano una por una, espacio por espacio: trabajo de chinos, como diríamos hoy, de sentir que se estaba haciendo algo que se proyectaría (como así ha sido) por los siglos de los siglos. Es sencillamente viajar con la belleza en el tiempo, válida para todas las épocas.
En la impresión se utilizaron los siete colores del arcoíris. No hay mezcla alguna, en esa época no se hacían, sobre todo en los libros religiosos.
En ese preciso instante, el joven escribiente pareció salir del aletargamiento de tantas notas de tipo descriptivo. Pensaba que era la primera vez que le denunciaban la sustracción de un objeto tan valioso y él no tenía que ir preguntado para sacar al denunciante los datos o descripción del objeto sustraído. Por otra parte, era gratificante, porque a la vez que copiaba iba aprendiendo cosas de las que desconocía su existencia. Comenzaba a encontrarse a gusto con la redacción de aquella denuncia. Seguidamente preguntó:
—¿Y dice usted que el libro en cuestión está escrito en letras de oro? Luego el libro, perdón, el códice, tendrá un gran valor económico. ¿Podría hacer usted una valoración de este?
—Para una valoración aproximada precisaríamos de un tasador especializado, aunque yo, por supuesto, puedo asegurar que se trata de uno de los ejemplares más valiosos del mundo. Como le digo está escrito con letras de oro, digamos que unos 300 gramos de oro por metro cuadrado de pergamino.
—¿Recuerda usted los folios o pergaminos que hay escritos?
—Pues eche usted mismo la cuenta, y recuerde que en una tasación de este tipo entran otros factores coadyuvantes que, incluso con mi alta capacitación, no puedo valorar. He de aclarar que realmente su valor no radica en el oro, eso es lo de menos. El códice en sí es una verdadera obra de arte.
—Sinceramente —comentaba Deolinda dirigiéndose al guardia—, no me explico cómo ha podido ocurrir.
Al pronunciar esta frase movía la cabeza de izquierda a derecha.
—Se ha revisado la sala concienzudamente una y otra vez, y definitivamente no está. Ha desaparecido. Vamos, que lo han robado —afirmaba de forma categórica—. ¡Dios mío, esto no ha ocurrido nunca y me tiene que suceder a mí, máxime cuando es el original!
Al oír esto el guardia perplejo, exclamó:
—Entiendo que usted me está hablando, desde el principio, del original.
Deolinda comprendió que se había expresado mal, o al menos debía matizar su comentario anterior:
—Sí —dijo—, el lugar donde habitualmente se expone el códice es en la biblioteca. Lo que exhibimos es un facsímil, precisamente por su valor, para evitar el robo o los daños que se le pudieran ocasionar. El bueno lo guardamos cautelosamente en la caja fuerte. Hace unos días decidí exponer el original para que pudiera ser contemplado por el público que visita la biblioteca solo por unos días. La decisión ha sido mía, y totalmente mía, porque creo que debe ser contemplado de vez en cuando. ¡Ha tenido que pasar por mi imprudencia, es terrible!
—Bueno, tranquilícese, ya ha sucedido. Las cosas pasan, a veces no podemos impedir que ocurran —dijo el guardia en un claro intento de consolarla—.
Deolinda percibió la manera rutinaria de hacerlo, como si estuviese acostumbrado a ello, quizá debido a las innumerables denuncias que pasaban al día por el teclado de su máquina.
—Quisiera preguntarle algo más. Supongo que la biblioteca dispondrá y nos podrá facilitar documentos gráficos del códice.
—Sí, sí, los que necesiten. Les puedo entregar fotografías, si así lo prefiere; no obstante, hay algún facsímil más.
Deolinda nunca había sentido tanta congoja. Entendía que quien, únicamente, podría resolver el caso sería la Guardia Civil (si es que podían, claro está). A ella no se le escapaba que esta desaparición era obra de gente especializada.
Incontroladamente, en voz alta sin poder evitarlo, desnudando su corazón ante aquel joven de veintitantos años que, probablemente por su juventud, no alcanzaría a entender la gravedad del caso y le daría tal vez menos atención de la que merecía (aunque hasta el momento no tenía motivos para quejarse), imploró:
—Por favor, pongan ustedes el máximo interés en la recuperación del códice, es algo que sobrepasa lo normal, una reliquia que la humanidad no debe perderse, un legado histórico, único e irrepetible, por el que tengo, digo, tenemos la obligación de preservar para las futuras generaciones.
—No se preocupe —respondió, como si tuviese la respuesta preparada—, por lo que veo, se trata de un caso muy importante, para el que tenemos competencia, por lo que de inmediato se ocupará nuestra Policía Judicial, quien lo derivará al equipo de especialistas: el Grupo de Patrimonio Histórico. Bueno, solo queda que le haga el ofrecimiento de acciones y firmar la denuncia amén de tener un poco de suerte para su recuperación. Por otra parte, he de decirle que se pasarán por la biblioteca para hacer la inspección técnica policial. ¿Estará usted?
—Por supuesto. ¿Me comunicarán el momento para acompañarles y asesorarles en la medida de lo posible?
—Tardaremos en ponernos a punto una hora aproximadamente.
Una vez en la calle, inhaló una gran bocanada de aire fresco procedente de la sierra, pero incluso eso le venía negado. No consiguió eliminar la pesadez que le oprimía el pecho hasta impedirle la respiración, se sentía cansada. El trámite de la denuncia no había sido muy complicado. Guardó en el sobre una copia firmada y sellada. A saber qué dirían los altos cargos, quizá le recriminasen la imprudencia de colocar el original en la exposición. Tendría que dar muchas explicaciones, era lógico y lo aceptaba.
Aurelio, bedel de la biblioteca y su conductor ocasional, lo notó y no pudo evitar decirle:
—Señora, usted no tiene la culpa. No sufra, de lo contrario va a enfermar, solo hay que verle la cara. Ha hecho lo que tenía que hacer, en primer lugar buscarlo, luego denunciarlo. No hay más, a partir de ahí entran estos señores —refiriéndose a los guardias— y la providencia, a la que habrá que encomendarse.
—Sí, Aurelio, agradezco que trate de consolarme. Son muchos los años que nos conocemos, pero la responsabilidad es solo mía, de nadie más. Esa es una parte de mi trabajo. Por favor, lléveme a la biblioteca.
Las campanas del monasterio anunciaban con cuatro toques la hora. Los nueve guardias civiles —el sargento primero Juan Ramírez, jefe del equipo de Policía Judicial de El Escorial; el cabo primero Perea y los guardias Ríos (fotógrafo), Gustavo, José (técnicos en reactivos), Cristina, Villalobos, Vega y Julio (hábiles interrogadores, conocedores del entorno de la población)—, con puntualidad inglesa, hacían entrada en el monasterio. El caso lo merecía, así que el sargento no dudó en desplazar al equipo al completo.
Ramírez, uno de los mejores investigadores con que contaba la Guardia Civil de la zona, destacaba por su manera de redactar las diligencias. Su habilidad era innata, lo traía en la sangre, solo que sus ganas de trabajar se circunscribían a las ocasiones en que veía las cosas claras. Sabía retirarse de un asunto cuando no iba a sacar nada, era sumamente práctico, no perdía el tiempo e iba a lo seguro. Más de uno del Cuerpo lo seguía en esa forma de pensar. Hábil interrogador, sus preguntas, cuando convenía, eran claras y directas; cuando no, sabía cómo conducir hacia donde le interesaba.
El cabo primero Perea había visitado varias veces, acompañado de familiares, el monasterio de El Escorial y, cómo no, la famosa biblioteca. La sala era una especie de nave, un gran barco cargado de libros y belleza. Se sabía de memoria sus características. Sus dimensiones impresionaban a cualquiera: cincuenta metros de fondo por nueve de ancho y diez de alto. Decorada con pinturas al fresco. Imaginaba que el Paraíso, si existía, debía estar ornamentado al menos de esa forma, simplemente preciosa. De la misma manera la veían sus paisanos, por los comentarios que hacían cuando la visitaban. Nadie se cansaba de dispensar elogios a las pinturas del techo, de los laterales... Era una constante en las visitas al monasterio, no en balde había nacido a escasos ocho kilómetros del monasterio.
Ellos, como profesionales de la indagación, tenían una vez más la oportunidad de apreciar tanta belleza. Esta vez lo harían solos, todo un privilegio. Se veían obligados a llevar a cabo un trabajo acorde con el lugar.
No hacía falta que exteriorizaran nada, se entendían con la mirada. Habían realizado inspecciones oculares de toda índole: de cadáveres, de accidentes, de siniestros... Esta iba a ser especial, su trabajo sería evaluado.
El sargento se dirigió a Deolinda:
—¿Cómo es que siguen permitiendo la entrada al público, como si no hubiera pasado nada? Habrán desaparecido huellas o indicios incriminatorios, todo estará contaminado. Nuestro trabajo perderá eficacia, un gran inconveniente.
Deolinda se ruborizó tanto que, sin duda, tuvo que notarlo el sargento Ramírez.
—Bueno, hemos limitado y protegido con cinta, impidiendo el acceso al armario estantería donde se encontraba. No hemos tenido en consideración el resto de la sala, no pensamos que fuera importante preservar toda la biblioteca. Tendré que asumir también esa responsabilidad ya que he sido yo quien ha dado la orden de que se haga así, aunque he dejado, para que la barrera no sea rebasada, a dos bedeles. Debe entender que el monasterio es un lugar de visita diaria de cientos de personas; tampoco he querido asumir el escándalo que supondría cerrar la sala.
Cortándola y dando por zanjado el asunto, el sargento le dijo:
—Por favor, ordene que el público abandone la sala. No podemos trabajar así, hay que efectuar la inspección técnico-policial de manera minuciosa, para tratar de captar el más mínimo detalle —a la vez con la mirada indicaba a José, Cristina Julio, Vega y Villalobos que colaboraran en el desalojo.
Se disculpó con un «Lo siento, nunca nos ha pasado una cosa semejante; nadie nos dijo nada», y seguidamente, como si fuera un sargento del Ejército, tocó varias veces las palmas para llamar la atención a los bedeles de la sala y darles las correspondientes instrucciones para el desalojo.
—Indíqueme dónde se encontraba el objeto. Es un libro, según la denuncia.
Deolinda señaló dónde se encontraba el Códice Áureo. Su estado de ánimo iba bajando a medida que reconocía su error, al permitir el acceso de visitas, pensando que con ello se podría malograr la recuperación. Esto le generaba un sentimiento de culpa como nunca antes había tenido, por eso se atrevió a decir: —¿Me necesitan ustedes para algo más?
—Sí, por favor, quédese, usted no estorba; además, es la persona indicada para darnos la información especializada que no consta en la denuncia —y sin esperar la respuesta continuó—: Según nos indica, se encontraba en esta vitrina.
—Sí.
—Ríos, haz fotos de todos los ángulos, con testigos métricos. Luego que te acompañe Cristina y os vais al exterior para comprobar a dónde dan las diferentes ventanas y puertas de la sala.
Mientras tanto, Perea anotaba en su bloc de notas que la sala estaba dotada con dos cámaras de vigilancia, que captaban casi todos los ángulos, especialmente las vitrinas.
—¿Las imágenes se graban?
—No —respondió Deolinda—, solo permiten la visión del momento. Se ha aprobado un presupuesto para instalar un circuito más moderno, con innumerables prestaciones, entre ellas la que usted ha mencionado. Estas cosas, lamentablemente, en los organismos oficiales suelen ir muy lentas. Tal vez ahora con lo sucedido se den más prisa, pero, como siempre, es tarde.
—Sí, claro, ocurre como siempre, ya es tarde. ¡Pues vaya, eso y no tener nada es lo mismo! No obstante, habrá alguien pendiente de ellas, ¿no? —preguntó Perea.
—Sí, ¡por supuesto! Se ha contratado una empresa que se encarga de la seguridad del edificio, del arco de metales, de socorrer o auxiliar a los bedeles en caso de tener algún problema en las zonas de vigilancia. No sé si sabrán que el monasterio pertenece al Patrimonio Nacional y, por tanto, son ellos quienes custodian las dependencias y obras de arte que aquí se exponen, en evitación de actos vandálicos o delictivos sobre ellas, pues no todo el mundo valora las obras de arte. De noche, solo queda la vigilancia privada, situada en puntos de interés. Los vigilantes realizan recorridos cada hora más o menos y acceden con una llave que introducen en esa máquina, donde queda reflejada la hora y el vigilante que hace la ronda. También hay un vigilante que, en todo momento, controla las cámaras.
—¿Y está solo?
—Por regla general, sí; sin embargo, si tiene alguna necesidad, llama por radio y lo relevan. De cualquier manera, quien le puede dar toda la información es el encargado de la seguridad, el señor Peñafiel. ¿Quieren que le pase aviso?
—Sí, por supuesto. Si es tan amable, dígale que a última hora de la tarde se pase por el cuartel, que hay que tomarle declaración. ¿Puede acompañarme alguien hasta el centro de cámaras?
—Cómo no —y se dirigió a un señor mayor de los que custodiaban los armarios estanterías—. ¡Señor Gutiérrez!, ¿puede acompañar al cabo? —Enseguida respondió, dirigiéndose diligentemente a él: —Sígame.
El sargento le indicó a Gustavo que probara con los reactivos y viera qué podía sacar.
—La llave de la vitrina, ¿quién la tiene?
—Yo —respondió Deolinda—, la guardo colgada del cuello, en una cadena. —¿Puede abrirla?
—Sí, claro.
—No se aprecian señales de forzamiento de la cerradura. ¿Está segura de que lleva consigo la llave en todo momento?
Deolinda se ruborizó de nuevo.
—¡Por favor, si le he afirmado hace un momento que la tengo siempre en mi poder y el lugar donde la llevo!
—¿Solo existe esta llave?
A Deolinda le cambió el semblante, rallaba en la ofuscación, los ojos se les salían de las órbitas.
—Bueno, bueno, doña Deolinda, no se enfade, comprenda que tenemos el deber de hacer estas preguntas. Aunque no lo crea, para nosotros tampoco es agradable.
—Lo entiendo.
—¿Y quién dice que se dio cuenta de que faltaba?
—El jefe de vigilantes de la mañana, Crisanto.
—¿Podemos contactar con él?
—Sí, claro que sí, pasen por mi despacho y con mucho gusto les facilito su teléfono, al igual que el del jefe de seguridad.
—Gracias, lo citaremos en el cuartel y le tomaremos declaración. Prácticamente hemos acabado. Como le dije antes, el lugar está muy contaminado. Es difícil obtener alguna huella buena, ¡pero algo se sacara, hemos de tener confianza! ¿Y dice usted que la llave de la vitrina solo la posee usted?
—Ya se lo he dicho —respondió Deolinda.
—No hay señales de forzamiento. ¿Está segura de haber tenido las llaves controladas en todo momento?
—Mire dónde las llevo —dijo extrayéndolas del interior de la camisa atadas a una cadena—. ¡Como ve, siempre están conmigo! No se separan de mí en ningún momento.
—Bueno, por nuestra parte no tenemos más que hacer aquí. Seguiremos en contacto, bien sea a través de nuestro grupo o el que designen por las peculiaridades del caso.
De vuelta al cuartel a bordo de los vehículos, comentaban impresiones sobre el caso y el sargento preguntó a los que viajaban en el suyo:
—¿Qué os parece?
—Complicado donde los haya, sargento —respondió Ríos—. Este asunto se tiene que derivar al Grupo de Patrimonio Histórico. Es de su competencia, ¿no?, porque esto es un muerto de mucho cuidado. Nosotros no tenemos capacidad para llevar una investigación de este calibre. Aquí, aunque no lo parezca, hay mucho gato encerrado. Yo al menos lo veo así.
—Sí, yo lo veo igual, muy oscuro, farragoso; no obstante, cuando lleguemos al cuartel haremos la sucesión de acontecimientos, implicación de personas, intereses, posibles móviles y veremos qué nos sale. Perea, Gustavo y Cristina, moveos por ahí fuera a ver si algún confite[3] nos chiva algo. Si pasados unos días no sacamos nada en claro, habrá que hacer lo que estás apuntando. No tenemos ninguna pista, no hemos reactivado ninguna huella y las que hay están corridas o son de guantes de látex, como dice Ríos. ¡Esto es un marrón que nadie quiere! Que se lo coman los chicos de Madrid, que acaban de comenzar a andar y tendrán muchas ganas de demostrar su valía y ganar medallas.
El sargento, dirigiéndose a Perea, le preguntó si habían citado al vigilante para la declaración.
—Sí, por supuesto.
—¡Vale, vale! Yo le tomaré declaración al jefe de seguridad, y Ríos, tú se la tomas al vigilante de noche. Pasado mañana estará listo el atestado y podremos entregarlo en el juzgado de guardia, luego veremos si se hace cargo el Grupo de Patrimonio Histórico.
—¡Ah! Ríos, tendrás que introducir en el sistema las fotos del facsímil que ha facilitado la directora, es importante. No todo el mundo sabe lo que han sustraído; no obstante, con la novedad mandaremos a todos los grupos de España por grouvisse[4] nota informativa explicando los hechos por si alguien nos puede informar de algo. Después de la toma de declaraciones nos reunimos y tratamos el asunto.
El sargento prosiguió:
—La cosa está muy complicada. No hay ninguna huella, ni daño o rotura del armario expositor, el cual solo se puede abrir con llave, y... ¿habéis visto dónde la lleva la directora? Aunque sabemos que hay gente virguera que es capaz de todo sin forzar nada. ¿Os acordáis del grupo aquel del robo por butrón de Caja de Madrid? ¡Eran unos artistas! Si no hubiera sido por las cámaras nos hubiésemos comido un pimiento. Perea, no te olvides de mencionar que, si trascurrida una semana no sacamos nada, harás al juez una diligencia de remisión del caso al Grupo de Patrimonio Histórico como especialistas en estos temas. Si no recuerdo mal, a cargo del teniente Pontificio. —¿Cómo ha dicho que se llama el teniente? —preguntó Perea.
—Pontificio.
El cabo primero exclamó:
—¡Qué nombre más raro, no lo he oído nunca! Por lo demás, no te preocupes, si vemos algún indicio en la declaración te lo comunico por teléfono. Se hará todo conforme has ordenado.
A las dieciocho horas sonó el teléfono en la casa de Crisanto. El cabo primero Perea lo citaba para las diecinueve horas en las dependencias oficiales, adelantando así la toma de declaración.
Crisanto respondió afirmativamente:
—No estaba haciendo nada, no hay ningún problema, dentro de media hora, estoy ahí.
—De acuerdo —respondió Perea.
La llegada de Crisanto fue más rápida de lo previsto. En diez minutos se encontraba en la sala de espera del cuartel gracias a su ciclomotor. Allí fue interrogado por el guardia de puertas.
—¿Qué desea? —He sido citado por el equipo de Policía Judicial.
El guardia se introdujo, a través de una puerta entreabierta, en el interior de la dependencia. Por teléfono interno conectó con el guardia Gustavo y le comunicó que había una persona citada por ellos.
Gustavo miró el reloj y preguntó a Perea:
—¿A qué hora hemos quedado con el vigilante?
—En media hora estará aquí. ¿Ya ha venido? Se ha adelantado, ¡joder, sí que ha corrido!
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer, Gustavo. Le dejas esperar un poco, que la espera, como dice el refrán, desespera; técnica que por otra parte empleaban con casi todo el que pasaba por sus dependencias. Cuando se está en esas circunstancias, se cometen errores y la gente se vuelve más vulnerable.
Trascurrida una hora, Gustavo y José salieron a recibirlo. Lo saludaron y le pidieron disculpas por la tardanza: había surgido un imprevisto. Crisanto respondió quitando importancia a la espera, pues no entraba a trabajar hasta la mañana siguiente.
Se situaron estratégicamente: el cabo Perea de frente, con las manos en el teclado de la máquina, y los guardias Gustavo y José en oblicuo, como intentado no perder detalle. A Crisanto aquella manera de observarlo lo incomodaba.
—¿Tiene a mano el DNI?
—¡Sí, claro!
—Bien, le tomo las generales de la ley y enseguida comenzamos.
Durante ese tiempo no se pronunció palabra alguna, solo se oía el sonido de las teclas de la máquina de escribir.
—¡Es usted joven, Crisanto!, apenas 29 años.
—Bueno, ya llevo varios años en la empresa. Después de la mili tuve la suerte de colocarme en el sector de seguridad. La verdad es que durante un tiempo quise entrar en la Guardia Civil, pero más tarde me di cuenta de que me encontraba bien, el sueldo no estaba mal y sin responsabilidades. Con estar pendiente basta.
Tanto a Perea como a Gustavo y a José no les pasaron desapercibidos los tatuajes del brazo izquierdo y el pequeño brillante en el lóbulo de la oreja, así como el temblor de las manos.
Una vez tomada la filiación, Gustavo se dirigió al fichero. Con ficha amarilla figuraba Crisanto, relacionado con tenencia de sustancias estupefacientes. Perea entendió el gesto de Gustavo, para que viera la ficha. Ya contaban con algo que utilizarían más adelante, si convenía.
—Entonces, ¿qué puede usted contarnos?, ¿qué es lo que vio?
—¡Sí, claro! Hoy me tocaba el turno de mañana. Sobre las siete entré en las dependencias. Mi cometido consiste en dar apoyo a los bedeles. Al darme una vuelta por la sala me di cuenta de que el Códice Áureo no estaba. Enseguida di aviso por radio y por teléfono al jefe de seguridad, a la vez que, a voces, a los compañeros que prestan servicio en otras salas del monasterio, quienes acudieron corriendo a mi llamada. También hice gestos con las manos al vigilante de las cámaras, que en cuanto me vio puso en marcha el protocolo para estos casos. No observé nada más.
—¿Cuál es su horario de trabajo?
—Todos los días ocho horas. Durante la semana turno de mañana y alguna que otra noche —su voz se debilitó al pronunciar las últimas palabras—. Libro una vez a la semana.
—¿Tiene usted deudas? —inquirió Gustavo.
—¿Tengo que contestar a ese tipo de preguntas?
—Si no quiere, no.
—Mi sueldo me da para vivir y permitirme algún que otro caprichillo. Paso con mi novia casi todo el tiempo libre. Dentro de unas semanas nos casamos, para final de mes.
Perea, tras un guiño a sus compañeros, sacó a relucir las varias denuncias por tenencia de drogas.
Crisanto, azorado, se puso rojo como un tomate.
—¡Eso fue hace tiempo! Fueron pequeñas cantidades.
Perea contestó:
—No hace tanto tiempo, y han sido varias veces, en cantidades que, aunque pequeñas, rayan el límite del consumo propio.
—Bueno, mire, son errores que comete uno. Afortunadamente lo dejé y no consumo nada en absoluto.
—Gustavo, ¿su novia trabaja?
—No —respondió—, está preparando oposiciones para juez. Terminó Derecho hace unos años. Ha realizado algunos trabajillos para un par de despachos de abogados, también trabajó en el turno de oficio. Actualmente solo se dedica a estudiar, es la única forma de lograr esas oposiciones. Dedica una media de doce horas, se desplaza a Madrid los martes y viernes, donde un fiscal que da clases particulares le va indicando cómo debe estudiar el temario, a la vez que se lo pregunta.
La declaración concluyó con dos folios, que le dieron a leer para firmar en prueba de conformidad. Más tarde, y una vez que se hubo marchado Crisanto, Perea colocó un pósit que decía: «No me gusta». Llamó al sargento Ramírez manifestándole esa inquietud y también le preguntó sobre su tarea con el jefe de seguridad. Lo tenía citado a las nueve de la noche.
Con puntualidad casi británica se personó el jefe de seguridad. El sargento y el guardia Villalobos, dada la hora, no le hicieron esperar. Habían decidido darle trato preferente. A veces resolvían casos gracias a lo que estas personas habían visto u oído.
—¡Señor Peñalver! —exclamó el sargento a la vez que le extendía la mano—, nos conocemos ¿verdad?
—Creo que coincidimos una vez. No sé si recordará, durante la visita del príncipe al monasterio. Estuvo usted con un superior suyo, creo que el capitán.
—¡Ah, sí, ya lo recuerdo!, por lo de la caja de zapatos con cables que apareció, ¿verdad? Bueno, han pasado varios años.
Hablaron de cosas intrascendentes, tales como la vida, la familia, el trabajo y los problemas, pero como este ninguno.
—Usted sabe que las empresas de seguridad se juegan mucho, y cuando las cosas no salen bien, ¡vamos!, cuando los elementos de custodia o a los que das seguridad son sustraídos, o les producen algún daño, el planteamiento empresarial es que se te paga para algo y tienes que dar demasiadas explicaciones, contestar muchas preguntas y requerimientos, a diferencia de su colectivo, al que paga el Estado. Ese, en la mayoría de los casos, no pregunta.
—Tiene razón. Bueno, si le parece entremos en materia. ¿Cómo cree usted que han podido sustraer el Códice Áureo?
—No quiero ser grosero... Si lo supiera, sargento, no estaría aquí.
—Sí, claro, ¿qué me dice de las personas que trabajan a su cargo?
—De los mayores de 45 años no tengo ninguna queja; de los otros, sí. Hoy los jóvenes no quieren trabajar; además, tienes que tener un cuidado exquisito, todo son derechos, ¡el poder de los sindicatos! ¡Vamos, para volverse loco! ¿Ustedes aún no tienen sindicatos? ¡No saben lo que ganan! Mire, sargento, algunos sé y me consta que fuman porros en su tiempo libre, y no puedo hacer nada. Ahora bien, si los sorprendo en el trabajo, van a la calle, al igual que si los cojo dormidos.
—¿Ha pillado a alguno dormido?
—Sí, a varios, y no me ha quedado más remedio que despedirlos. Créame, es muy doloroso. Ellos no lo entienden, dicen que solo daban una cabezada; ¡pero si los he cogido hasta con el pijama puesto! Claro que esto pasó al principio. Tras los primeros despidos todo el mundo espabiló y ahora, o son más diligentes, o no los cojo en el momento. Mi sistema es presentarme cuando menos lo esperan, lo mismo a las dos que a las cinco de la madrugada. Ayer se casó mi hija, motivo por el cual tomé dos días libres. El casamiento de una hija es un acontecimiento muy especial, tanto para ella como para los padres. Usted lo entenderá, si es padre. Por ello tengo una inmensa alegría, todo salió francamente bien. Por otro lado, le diré que no suelo librar ningún día del año y hoy me encuentro con esto. ¡Es muy fuerte!
El sargento procuró que no se culpara por lo ocurrido.
—Es producto de la casualidad, los malos no piensan el día que van a cometer sus fechoría, ¡así de sencillo!
—¿De verdad cree usted que es así? Entiendo que trate de consolarme, pero de sobra sabe que esto es obra de profesionales del robo. Tiene que haber mucho dinero detrás, no es cuestión de tirarlo y que te pillen en dos días. Este tipo de gente planifica todo. Pongo las manos en el fuego por mi personal, como le digo. Alguno que otro sé que fuma porros, pero de ahí no pasa, todos cumplen con su trabajo. Los suelo rotar para evitar el aburrimiento, la dejadez, la monotonía y darle otro atractivo, aunque, la verdad, no tengo muchas alternativas, el monasterio es muy limitado. Hay una frase que dicen mucho los más jóvenes: ¡que no se realizan! Y pregunto yo: ¿acaso un médico se realiza viendo enfermedades? Los habrá a los que les guste su trabajo por encima de todo, para eso han estudiado una carrera, y también los habrá que no tengan el entusiasmo del primer día. Ocurre en todos lados. En el tema de seguridad, usted lo sabe, horas y horas de esperar, estar atentos...; pero hasta qué punto se puede permanecer vigilante y de servicio continuo. Y con todo esto no quiero justificar a nadie que no haga su trabajo como debe, que sin duda debo de tener alguno; pero hoy por hoy me atrevo a poner las manos en el fuego por cada uno de ellos.
—De acuerdo, lea su declaración y fírmela. ¡Ah!, si se entera de algo no dude en llamarme. Tenga una tarjeta donde le incluyo mis teléfonos de contacto.
Sin más, el jefe de seguridad se retiró, con la cara desencajada y tremendamente preocupado.
Villalobos y el sargento intercambiaron pareceres, que acabaron cuando el guardia exclamó:
—Se la han metido doblá. ¿Pero quién? Sin duda el móvil ha tenido que ser el dinero y, necesariamente, alguien ha tenido que colaborar desde dentro.
—¡Joder, Villa, cómo vas aprendiendo en tan poco tiempo! —concluyó el sargento.
El guardia Ríos, nada más tener conocimiento de la llegada del vigilante de la noche, salió a recibirlo, conduciéndolo a la dependencia donde procedería a tomarle declaración, junto con Cristina. Destacaba de él su imponente estatura, de carácter bonachón. Al menos esa era la primera impresión, que luego fue confirmada con su trato y conversación. Entre pregunta y pregunta, reiteradamente manifestaba que él no había nacido para ser vigilante.
Al ser preguntado, por las generales de la ley, dijo llamarse José Molinero Lorenzo, nacido en un pueblo de la provincia de Zamora. Su trabajo anterior había sido el campo, por el que sentía predilección y al que volvería sin dudarlo en cuanto se jubilase. Que si no lo hacía en estos momentos era porque la hipoteca del piso había que pagarla, más otros gastos. De alguna forma se tenía que ganar la vida, y aun así trataba de hacer su trabajo lo mejor que podía. Hoy por hoy daba gracias a Dios por tener un puesto de trabajo.
Al ser preguntado ¿si observó algo raro con las cámaras?, dijo que no, que había sido una noche como otra cualquiera, sin más.
—¿Hay algo que quisiera añadir?
Respondió que no, que era la verdad y nada más.
Ríos, en el último momento y pese a tener cerrada la declaración, le preguntó:
—¿Qué tal se lleva usted con los compañeros?
—Bien, no tengo problemas con ninguno de ellos. Pero... Espere, ahora recuerdo que anteanoche vino Crisanto, tomamos un café de la máquina y se marchó enseguida. Me extrañó mucho, no es habitual, pero tampoco le di mayor importancia, hasta el punto de que había olvidado mencionarlo.
En ese momento la guardia Cristina preguntó:
—¿La máquina de café está alejada de la sala de las cámaras?
Molinero, queriendo quitar importancia, respondió que no.
—¿Cuánto tiempo estuvieron tomando café?
Molinero se ruborizo, consciente de que se estaba complicado con su declaración. De alguna forma le pasaría factura. Por otro lado, debía decirlo aunque fuera una verdad a medias. Por eso manifestó que tomaron el café en el mismo lugar. Sabía que la máquina sirve el café a temperatura muy elevada y que para tomárselo se necesita un tiempo, que fue pasando en animada conversación con Crisanto. Si decía la verdad, bien hubieran podido pasar más de quince minutos sin estar pendiente de las cámaras. No podía contar la verdad tal cual, por eso mintió diciendo que solo fueron un par de minutos y enseguida volvió a su puesto de trabajo.
Rápidamente el instinto de Ríos se puso en alerta ante la más que interesante declaración del vigilante, por eso no dudó un momento en abrir una diligencia, ampliatoria de la anterior. Debía quedar constancia y, por supuesto, que el vigilante la ratificase con su firma.
Al día siguiente el sargento Ramírez llegó más tarde de la cuenta. La causa, que no había pegado ojo en toda la noche dándole vueltas al robo del códice, sin ningún resultado; esperaba, y además deseaba, que en la reunión con sus compañeros alguien pusiera algo de luz. Nada más llegar los convocó a su despacho para hacer el estudio de pareceres, analizando las incidencias del caso.
—Veamos —sin más comenzó a escribir en una pizarra—, objeto del robo, medidas de seguridad, persona que lo descubrió, hora de presentación de la denuncia, declaraciones tomadas, huellas o indicios, fotos... ¿Qué opináis y que tenéis que añadir?
Perea manifestó:
—¡No me gusta Crisanto, el vigilante de la mañana! Te lo he dejado puesto en una nota aparte, lo vi nervioso.
—Quizá —respondió Gustavo— por el consumo, pero por ahí no creo que lleguemos a ningún lado. Y también me parece un poco raro. Manifestó que próximamente se casaba.
—¿Cuándo?
—Espera que mire su declaración... Dentro de veintisiete días. ¿Por qué no indagamos su economía?
—¿Adónde nos llevará eso? —preguntó Perea.
—¡Tú eres el primero que has dicho que el tío ese no te gusta! Comprobemos su economía, a ver qué resulta. Por mirar no se pierde nada. A pesar de haber afirmado que se ha rehabilitado, ese se mete todos los días alguna dosis. Sé que sabes a cuánto está el pollo. Creo que con su sueldo no llega a fin de mes, ¿no te parece?
En ese momento intervino Ramírez:
—Sí, debéis mirar eso. Preparad una petición fundamentada para el juzgado. Por cierto, ¿cuál está de guardia?
—El número tres —respondió Cristina.
—Pues debéis fundamentarlo muy bien, ya sabéis que la del tres es muy quisquillosa. Dudo que conceda el auto para investigar las cuentas. ¿Alguien quiere apostar algo?
Todos sabían que perderían, pero había que intentarlo, era una pista que podía dar algún fruto, aunque no tuvieran evidencias.
En ese momento interrumpió Ríos:
—El vigilante de las cámaras ha mencionado que Crisanto estuvo anteanoche tomando un café con él durante la guardia. Aunque puede ser producto de la casualidad, no es habitual, y no lo digo yo, lo dice él en su declaración.
El sargento preguntó dirigiéndose a Ríos:
—¿Por qué no has dicho eso antes?
—No he tenido tiempo para hablar.
—Eventualidad que hay que investigar —dijo Ramírez—. Por otro lado, el jefe de los vigilantes, que es el único que los controla con sus vigilancias esporádicas, tuvo la boda de su hija la tarde anterior —y prosiguió— Por algún lado hay que empezar. La declaración del vigilante de las cámaras cambia mucho las cosas de cara a la solicitud del auto para comprobar las cuentas de Crisanto. Con todo, aún tengo dudas de que el juzgado tres dé la autorización. ¡Sigo admitiendo apuestas, señores!
Nadie dijo nada.
—Gustavo, ¿qué explicación hay para el hecho de que no hayamos reactivado ninguna huella? ¿Ni siquiera un vestigio de fuerza en las cosas y que el vigilante de las cámaras no haya observado nada? ¡Cómo se explica todo eso!
—Ramírez, sinceramente ninguno de los que estamos aquí lo sabemos. Podemos hacer muchas hipótesis de trabajo, pero ¿cuál sería la verdadera? ¿Tendríamos pruebas que fueran sólidas y que un juez nos las admitiese? A mí se me ocurre que a lo mejor se ha perpetrado desde dentro, o al menos han debido tener algún cómplice en el monasterio.
—Bueno, abriremos y daremos de alta la operación en el sistema conjunto de policía. ¿Qué nombre le damos?
—No debemos complicarnos mucho, yo sugiero Operación Códice Áureo —dijo Villalobos.
A todos les pareció bien.
—Bueno, a ver lo que podemos averiguar. Mantendré al capitán jefe de la unidad al corriente. Si no llegamos a nada, se derivará a los del Grupo de Patrimonio Histórico, con los que colaboraremos en la medida de lo posible. Lo que prevalece es que en nuestra demarcación se ha cometido un delito de cierta envergadura, sin duda de gran repercusión mediática a nivel nacional. Lo que interesa es descubrir a los culpables y recuperar el códice, lo demás son piques absurdos que no llevan a ningún lado.
—¡Joder!, sargento, no sé por qué dice eso. De sobra sabe que trabajamos en esa línea. Hemos tenido otros delitos más graves, como asesinatos, y así lo hemos hecho —dijo José.
—Sí, lo sé; pero por si acaso se ha olvidado, no está de más recordarlo. ¡Bueno, a trabajar!
[1] Expresión utilizada en la zona de Rosal de la Frontera, la saliva que sale de la boca al hablar en pequeñas burbujas.
[2] Servicio que hace la guardia civil por la demarcación de un puesto.
[3] Confidente.
[4] Sistema de comunicación interna de la Guardia Civil.