Читать книгу Operación Códice Áureo - José Luis Borrero González - Страница 9

El caso

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El teniente Pontificio Arias Perduro de las Eras, recién ascendido, habría podido llegar a ese grado de la jerarquía de la Guardia Civil más joven. Ya tenía 42 años y para qué engañarse, para él lo duro de la oposición fueron las pruebas físicas. Correr ya no entraba en sus planes. A su edad, hacer el kilómetro en cuatro minutos y doce segundos significó un esfuerzo superlativo. Estuvo a punto de abandonar la prueba, sentía que el pecho le explotaba en el mo­mento de ser rebasado, en la segunda vuelta, por un compañero que le dijo:

—¡Vamos, que solo quedan doscientos metros y entramos en tiempo, no te vengas abajo!

Era su gran amigo José Bravo, que le ganaba en kilos y edad; así que apretó las mandíbulas y levantó las rodillas hasta la cintura, para que las zancadas fueran mayores y le permitiesen perseguirlo como el perro a la liebre.

También le costó dar el paso a oficial, porque se encontraba cómodo desempeñando su trabajo como suboficial; se excusaba con que él no había nacido para mandar, aunque de hecho ya lo venía haciendo en los diferentes grados de suboficial, es algo implícito en el cargo. Era una manera de justificarse ante sí mismo y ante los guardias.

De joven valía para los estudios, así como para la protesta. Tenía madera de líder, pero he aquí que se le planteó el servicio militar de obligatorio cumplimiento por entonces y por un espacio de tiempo considerable, ¡quince meses! Le tocó Infantería de Marina en Car­tagena. La mili no le aportó nada, exceptuando domesticación, ser­vilismo y pérdida de tiempo. Lo único bueno fue experimentar lo largas que se hacen las horas, especialmente si no se hace nada en las tardes de sol, sentado con otros soldados en un banco y con el único entretenimiento de comer pipas; eso sí, cuidando de no tirar las cáscaras al suelo, pues el responsable de la guardia, por regla ge­neral un brigada, se solía pasar a determinadas horas y si compro­baba falta de limpieza procedía al arresto de todos los que estuvieran en los bancos. Aquellos bancos en lo único que se parecían a los de los parques era en el nombre. Parecían hechos aposta para resultar incómodos. Un rato sentado en ellos y tenías dolor de trasero hasta el día siguiente.

Tuvo suerte de que el capellán se fijara en él, por dos razones: la primera el nombre, al leer la lista de los nuevos reclutas, quizá por el parecido a Pontificado, el caso es que lo mandó llamar; la segunda por tener estudios, pues lo recomendó para la oficina, con la única ventaja de librarse de las guardias.

Por el destino en las oficinas se ganó buenos dinerillos que, a modo de estipendio, cobraba a los soldados por algo que resultaba totalmente gratis, meros trámites; pero los reclutas insistían en que les tramitara las partidas de bautismo cuando algún soldado obligado por circunstancias contraía matrimonio, ¡la ignorancia era mucha! Él hacía el trámite requerido y a la pregunta de «¿Qué te debo?», decía: «¡Nada, hombre!», y así en agradecimiento le dejaban buenas propi­nas, que le venían muy bien para sus gastos. Los reclutas se marcha­ban llenos de alegría, orgullosos de tener el papel en las manos (muchos ni sabían lo que había escrito, solo que las promesas de matrimonio a la moza se cumplirían, ¡los papeles eran los papeles!).

Durante aquel tiempo podría haber hecho muchas cosas, sobre todo las encaminadas a su formación. Era el momento, estaba ha­bituado a los estudios; su capacidad de asimilar estaba muy por en­cima de la media, pero no lo hizo. Con esta angustia de querer hacer algo y no llevarlo a cabo, él se perdía y se ahogaba sin remisión.

El silencio de la noche se rompía al sonido de la corneta que anunciaba diana y el comienzo del nuevo día, pero duró poco, ya que al cabo de dos meses instalaron un tocadiscos conectado a un alta­voz que se encargaba de poner en marcha al personal, de la mano del teniente Romero (buena persona), con quien no tuvo más rela­ción que la de un encuentro con su hija Lidia, a quien conoció en una discoteca. La chica no estaba nada mal. La invitó a bailar. Debía de encontrarse muy sola, porque sentía una gran necesidad de cariño que le impresionó y hasta le hizo ruborizar. No dejaba de rozarse y pegarse a él, con tal fuerza que llegó a dolerle la entrepierna. La res­piración se le agitó como nunca, ella lo miraba fijamente y se mordía el labio inferior de pura excitación, como queriendo exprimirlo. Fue un encuentro aislado, luego nunca se volvió a cruzar con ella. Des­apareció como por arte de magia.

Pasaba las tardes en compañía de dos compañeros de milicia, Juan José, alias el Pirata, y Santisteban, alias el Comodón, sentados al sol fumando ideales y comiendo pipas. Con el primero se encontraba muy a gusto, era hijo de un sargento de la Guardia Civil, a punto de jubilarse, destinado en Lepe (Huelva). Era un autentico golfo, un jeta, un picha brava. Se trajinaba a las tías con una facilidad pasmosa. Se preguntaba qué es lo que veían en él, ¡cómo se las camelaba! Y encima no solía gastarse dinero con ninguna, conseguía que ellas pa­garan todo y lo colmaran de regalos.

En cierta ocasión se cruzó en su camino una señora, de las de postín, y además ¡estaba buenísima! Solía ir por una cafetería del centro de la ciudad todos los sábados. La mujer, que bien podría tener 40 años, aunque aparentaba menos, tenía unos pechos que em­briagaban a cualquiera, turgentes, levantados, dando la sensación de que romperían el sostén en el que se enmarcaban. Solía presentarse con diferentes imágenes. Sus visitas a la peluquería le proporciona­ban los cambios, a veces pelirroja, otras rubia, con el pelo negro..., y, a decir verdad, todos le favorecían. Genoveva, que así se llamaba, se apasionó tanto con el Pirata que cada sábado no faltaba a la cita de las cinco, en la cafetería, desde donde marchaban al Hotel Los Avatares, nombre que le venía de perillas. Allí no preguntaban ni la hora. Alquilaban habitaciones por tiempo limitado, previo pago de una cantidad más que considerable, aunque con los clientes habi­tuales solían tener un detalle, pues dejaban una botella de champán en la habitación para el disfrute de la pareja.

De regreso, el Pirata contaba las experiencias de su relación con la señora, sacándolos de sus casillas, en tormenta hormonal de tes­tosterona. Y encima, de lo que adolecían los demás, a él no le falta­ban en el bolsillo dos mil pesetas.

Ese sábado acudió con una ropa íntima de lo más sexy —lo cierto es que cada vez aparecía con un modelito distinto—. Real­mente la señora encendía la pasión en su compañero y, cómo no, en él cuando escuchaba sus relatos.

—¿Te acuerdas, Pontificio, de cómo iba vestida la semana pa­sada?

—Sí, con un abrigo que no se quitó hasta que estuvo a las puertas de la habitación, según contaste, ¿no?

—Exacto —dijo el Pirata—. ¿Sabes por qué no se lo quitó? Por­que debajo no llevaba nada, solo medias y tacones... ¡Absolutamente nada, tío, y encima se había teñido el vello púbico del mismo color que de la cabeza, rubio!

—¡No me lo puedo creer, tío! —respondió—. ¿Qué le das a esa mujer?, o mejor, ¿qué no le da su marido?

—¡Eso, eso! —decía el Pirata—. Parece que es una buena per­sona y muy moderno de ideas, por decir de ella. Me contó que tiene una malformación en el pene. Vamos, que apenas tiene picha, solo le vale para mear y nada más. Lo tienen hablado entre ellos, por eso permite que su mujer tenga flirteos con quien le guste o le apetezca, con la condición de evitar los escándalos y no dar que hablar.

Tras la confesión, pidió a sus colegas encarecidamente que no largaran nada. Le constaba que el marido tenía grandes amigos de alta graduación.

—Así pues, a tener el pico cerrado. Os prometo en compensa­ción que saldréis beneficiados, todo es cuestión de paciencia.

—¿Qué quieres decir, preguntó Pontificio?

—Bueno, estoy pensando proponerle que nos acostemos los tres con ella. No sé cómo responderá. A lo mejor me sorprende, ¿qué os parece?

—¡Joder!, ¿qué nos va a parecer? Nosotros, encantados. ¡Qué pa­sada! Esa tía, por lo que se ve, es muy liberal, pero de ahí a una cama redonda... hay mucho.

La verdad es que no resultó tan difícil, una semana antes de que se licenciaran vino la sorpresa. El Pirata dijo:

—Alojaros en el Hotel Las Rocas, que está en la carretera de Murcia. Nosotros nos alojaremos en otra habitación. Cuando llegue el momento os llamaré. No os preocupéis, lo he hablado y ha acep­tado con la condición de que no se lo contéis a nadie más, y será la única vez, ¿aceptáis?

—¡Qué preguntas tienes, Pirata! ¡Cómo no vamos aceptar!, ver­dad, ¿Comodón?

Sonó el teléfono de la habitación, para que nos dirigiéramos a la habitación de la pareja. No pude evitar preguntar a Comodón cómo se sentía. Me respondió que nervioso y muy expectante. Golpeamos la puerta, el Pirata la abrió lentamente, escondiéndose detrás de ella, por estar desnudo. La entrada daba acceso a un pasillo, a mano de­recha se encontraba el cuarto de baño. La habitación, ligeramente en penumbra, las cortinas, tipo ignífugas, cerradas en su totalidad, producían una oscuridad como si fuera casi de noche.

—¡Pasad, pasad! —insistió el Pirata—. Una vez cerrada la puerta de la habitación, encendió la luz del baño, lo cual proporcionó cierta claridad al estar entreabierta la puerta. Esa penumbra permitió la vi­sión de la entrepierna del Pirata. Fue entonces cuando entendimos la razón de por qué esa mujer no dejaba las citas con su compañero y amigo. Al bordear la esquina del pasillo, allí, tumbada sobre la cama, estaba ella. Llevaba puesto un sostén de color negro y borde rojo, braguitas del mismo color, medias con ligas y tacones. ¿En la cama con tacones? ¡Nunca había visto cosa igual! Lo máximo que habían contemplado sus ojos eran las famosas en bikini de la revista Diez Minutos, cuyos pósters pegaba tras la puerta de su taquilla. Ta­paba su cara un pequeño antifaz, a juego con el resto de la ropa. De sus orejas colgaban unos pendientes de aro, los más grandes que había visto hasta ese mismo momento. Al oírla hablar, su voz se le antojó algo varonil:

—¡Hola!, ¡así que vosotros sois los amigos de mi excelente amante!

—Sí, sí —respondimos al unísono mirándonos y preguntando con la mirada al Pirata qué hacíamos.

Él nos entendió perfectamente.

—¡Venid, acercaos, vamos a comernos este rico manjar! —dijo mientras hacía con su mano un ademán de torero de capa que ter­minó sobre la cama donde se encontraba ella recostada como una nueva maja semidesnuda. Trascurrieron dos horas hasta que salieron, y parecía que hubieran venido de una guerra ¡de las de verdad! Y una obsesiva pregunta: ¿había sido realidad?

Lo cierto es que, para Pontificio, la dichosa mili trastocó sus pla­nes de futuro, truncó su expectativa de iniciar una carrera e ir a la universidad, que era su sueño. Sentía predilección por Veterinaria, pues un tío suyo había ejercido como tal y ganó dinero a espuertas.

Su desvío sobre el plan prefijado se debió a la aparición en el cuartel de unos guardias ofertando el ingreso en el Cuerpo, y sin más se apuntó.

Tras el paso de cinco meses por la academia obtuvo el primer destino en Palma de Mallorca, lo cual supuso cruzar el inmenso y azulado Mediterráneo hasta la isla bonita. Pronto se encantó de sus gentes y sus costumbres. Se defendía con el mallorquín, lo entendía perfectamente. El tiempo trascurría sin darse cuenta. Si por él hu­biera sido se hubiera quedado para siempre. Del ostracismo isleño lo sacó su padre, quien cierto día lo llamó inquiriéndole sobre las perspectivas que tenía para su vida: que si pretendía quedarse de guardia para siempre, que si era una lástima que no aprovechara los estudios alcanzados y no ascendiese... Le tocó el amor propio y le hizo poner los pies en tierra, por lo que de inmediato comenzó a prepararse para ascender a cabo. No le costó demasiado esfuerzo superar las pruebas, y tuvo un buen destino en la Policía Judicial de la Dirección General de la Guardia Civil, en Madrid.

Por su buen hacer y gran valía personal estaba bien considerado tanto por los de arriba como por los de abajo, de tal manera que cir­culaba por la dirección el siguiente lema: contra el choricín, no lo dudes y avisa a Pistín. Era conocedor de que sus compañeros así lo habían apodado tras el esclarecimiento de algunos delitos que, gra­cias a su perseverancia, logró aclarar tras encontrar pequeñas pistas que para otros habían pasado desapercibidas. Tales actuaciones le reportaron beneficios con alguna que otra condecoración que se enorgullecía de lucir en los actos de la Patrona, así como sendos di­plomas que colgaban en las paredes del despacho. El mayor premio era la carga positiva en su autoestima.

Lo más importante vino con el ascenso a oficial, al adjudicarle el mando del nuevo Grupo de Patrimonio Histórico, un patrimonio tan expoliado, unas veces por la ignorancia, otras por el desconoci­miento del daño que se causaba. Siempre hay gentes que de la noche a la mañana hacen grandes fortunas, y se les antoja que el pórtico de una ermita abandonada y semiderruida en esos pueblos de Dios les viene bien para cabecero de cama o como entrada a un nuevo restaurante. Luego están los tipos con conocimientos que encargan a profesionales del saqueo algún trabajo para su uso y contemplación personal; el precio no importa mucho, sobra el dinero, la codicia y el egoísmo para contemplar en exclusividad aquellas riquezas del pa­sado.

La nueva unidad hacía poco tiempo que había echado a andar, ante la ola de atentados, robos y saqueos que se estaban produciendo contra el patrimonio nacional. La Guardia Civil los quería atajar, en la medida de lo posible, con la creación de este grupo especial, com­puesto por una treintena de guardias de demostrada valía profesional y personal al frente del cual se puso a la persona adecuada, que no era otro que Pistín.

En un radiograma emitido desde el puesto de El Escorial se ad­juntaba un resumen de una denuncia que lo puso en alerta y sor­presa, pues la denunciante mencionaba a un famoso paisano suyo, don Benito Arias Montano. Se emocionó. Él también era nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz), con la sola diferencia de más de cua­trocientos años. ¿Quién de su pueblo no conocía a aquel personaje? Se ilusionó desde el principio con este caso, resolverlo sería un gran reto profesional. Tenía vínculos personales por el apellido Arias, quién sabe si sería pariente lejano de uno de los personajes más in­fluyentes y desconocidos del siglo XVI.

En la vida del teniente Pontificio se cruzaron chicas que hubieran sido unas grandes esposas y mejores madres, pero no se inclinaba por esa forma de vida; el trabajo le apasionaba y ocupaba todo su tiempo. Nunca creyó justo casarse para privar a una mujer de la com­pañía de un marido ni a unos hijos de su padre, así que vivió la sol­tería como algo mágico. Él era el dueño de su tiempo y sus necesidades. Realmente no le iba tan mal, aunque tuviera que aguan­tar los reproches de su madre hasta sus últimos días de vida; nunca vio con buenos ojos que estuviera solo.

La soltería le generaba grandes beneficios espirituales, por defi­nirlos de alguna manera. El más importante era permitirle viajar cada año a un país diferente. Así, a su edad había recorrido medio mundo, adquiriendo experiencias que no cambiaba por nada, además de su­frir penalidades y algún que otro incidente y hasta enfermedades, como aquella vez que enfermó de fiebre amarilla y casi la palma o aquella otra en que fue secuestrado por una banda de ladrones del desierto que no tuvieron bastante con el dinero que llevaba, sino que además tuvo que desprenderse de su reloj (le dio rabia no por el valor económico, sino porque le servía para orientarse) y de dos cadenas de oro con sus Vírgenes, regalo de su madre. Lo peor fue que lo dejaron sin agua, abandonado a su suerte. Tuvo que apañár­selas para sobrevivir bebiendo su propio orín, gracias a ello estaba vivo y, cómo no, a la suerte, que fue su gran aliada.

Los viajes le hicieron más persona, le servían para entender mejor la vida y para dar gracias por haber nacido en un país donde se vivía sin privaciones. En todas sus visitas, dentro de sus posibilidades, tra­taba de ayudar, llevaba gafas usadas, medicamentos, dinero..., y en alguno que otro aportó su mano de obra.

Realmente Pontificio no sabía por dónde empezar la investiga­ción. Pensó en desplazarse a El Escorial para analizar con el grupo de Policía Judicial lo que habían hecho hasta el momento, sin des­cartar entrevistarse con la denunciante, cosa seguramente estéril, pues su versión no iría más allá de lo relatado en la denuncia. No obstante, no le pasaron por alto las manifestaciones de los vigilan­tes.

A la mañana siguiente se desplazó con el sargento Ávila hacia El Escorial. Fueron recibidos por el sargento Ramírez, que los esperaba en su despacho.

—Ya tiene conocimiento, por la copia del atestado que hemos enviado, de que no se ha avanzado nada en la investigación y hemos tenido mala suerte en el reparto del juzgado, ha entrado el número tres. Aunque, francamente, no me gusta hablar mal de los jueces (al fin y al cabo su labor es complicada), hay algunos que nos lo ponen muy difícil, parece que la cosa no va con ellos. Se hace duro y penoso trabajar cuando solo saben poner trabas al trabajo de investigación. Precisamente ese juzgado es uno de ellos, la titular no tiene ganas de hacer nada, ni siquiera de librar un auto, en el que solamente hay que cambiar nombre y número de diligencias previas. Usted se pre­guntará por qué, de entrada, le hago esta perorata.

Pontificio saludó maquinalmente respondiendo:

—No me sorprende en nada su actitud, pues en algún caso me ha tocado vivir situaciones similares.

Ramírez devolvió el obligado saludo y prosiguió:

—La única línea de trabajo de que disponemos es sobre el vigi­lante Crisanto, quien fue la noche del robo a tomar café con el vigi­lante de las cámaras, presuponemos que con la intención de distraerlo de la debida atención a los monitores. Según tenemos en­tendido nunca lo había hecho antes. Si a esto unimos que esa tarde se casó la hija del jefe de seguridad (el señor Peñalver, el único que controla a los vigilantes efectuando visita sorpresa a diferentes horas) y que Crisanto es consumidor de sustancias estupefacientes (entendemos que difícilmente llega a final de mes) y más aún, que dentro de unos días se casa..., pues parece que tuviéramos tema. Se ha comprado, además, una casa por la que ha dado una entrada con­siderable, de lo que hemos tenido conocimiento hace poco. En su día solicitamos al juzgado, debidamente argumentado, un auto que hiciera posible la investigación de las cuentas del individuo. Si había tenido algún ingreso extra, alguna herencia u otra circunstancia que nos permitiera conocer la procedencia del dinero. ¿Y qué nos con­testa el juzgado de marras? Nada, que no ve indicios de implicación, y por tal motivo lo deniega.

Mientras el sargento relataba todo esto al teniente, al despacho fueron llegando los demás componentes del grupo que, en silencio, escuchaban las explicaciones ya conocidas. Tras lo cual, Pontificio se presentó dando la mano a cada uno.

El guardia Ríos solicitó permiso para hablar, dirigiéndose al sar­gento:

—A lo mejor existe una nueva posibilidad, porque la jueza se ha ido a Madrid a un curso y han mandado a una sustituta. Tal vez si se prueba de nuevo, y si ustedes hacen acto de presencia, a lo mejor libra el auto.

—Por nuestra parte no va a quedar, ¿verdad, Ramírez? —co­mentó Pontificio. Perea enseguida se puso a redactar el nuevo man­damiento, añadiendo los datos como la compra del piso y demás. A solicitud de Pontificio, se quedó a solas con el sargento Ramírez.

—Mire, Ramírez, yo ya estoy de vuelta de condecoraciones y otras zarandajas, por eso le pido colaboración para el esclarecimiento de este asunto y, si conseguimos resolverlo, no te preocupes por las menciones, prometo dárselas a su grupo antes que al mío.

—Mi teniente, estoy con usted para todo lo que haga falta. Mi estímulo no son ya las medallas, sino el esclarecimiento del caso. Tenga en cuenta que ha ocurrido en mi demarcación.

Sin más Pontificio se acercó a él y le estrechó la mano para sellar un pacto de lealtad, no en balde eran guardias civiles de la vieja es­cuela. Intercambiaron los teléfonos personales e iniciaron el regreso a Madrid.

A Pontificio el hecho de que su ilustre paisano fuera mencionado por la denunciante le hizo aflorar un antiguo sueño que le venía como anillo al dedo. Quería conocer algo más sobre el personaje. No lo dudó, buscó billete de tren Madrid-Sevilla y al día siguiente estaba en la Facultad de Bellas Artes. En el sótano se encuentra su tumba, donde se santiguó en señal de respeto y se dispuso a leer el epitafio, que en latín, decía:

«DEO VIVENTUM. S.

BENEDICTI ARIAE MONTANI DOCTORIS THEOLOGI SACRORUM LIBRORUM EX DIVINO BENEFICIO INTER­PRETIS EXIMII ET TESTIMONII JESUXPI DOMINI NOS­TRI ANUNCIATORIS SEDULI VIRI

INCOMPARABILIS TITULIS CUNCTIS MAIORIS MONU­MENTIS AUGUSTIORIBUS OSSIBUS IN DIEM RESURRECTIONIS

IUSTORUM CUM HONORE ASSERVANDIS. DOMINUS ALPHONSUS FONTIVERIUS PRIOR ET COVENTUS SANCTI IACOBI HISPALENSIS PRIORIS QUONDAM SVI OPTIME

MERITI MEMORIAM VENERATI. P.C. An. 1605 Obiit An 1598»[5].

Lo fotografió para solicitar una traducción mejor que la que podía hacer él echando mano de sus recuerdos del bachillerato. De vuelta en Madrid no dejaba de pensar en Arias Montano, lo que le despertó un interés inusitado que lo llevó a diferentes bibliotecas para adquirir información sobre él, hasta conocer que había mante­nido correspondencia con el presidente de Indias don Juan de Ovando, así como con el rey Felipe II, y para ambos había comprado multitud de libros y códices. Por ello se preguntaba: ¿quizá fuese don Benito quien consiguió traer el Códice Áureo al rey?, mas en la lista de libros y códices no aparecía reflejado.

La visita a la tumba le sirvió de excusa para hacer otra escapada, junto a su compañero de promoción, el teniente Patricio, destinado en Aracena (Huelva) como jefe de línea, que, por cierto, fue el lugar que eligió don Benito para su retiro espiritual en la Peña de Alájar, no muy distante. Estaría bien recordar viejas anécdotas, en compañía de su amigo, bebiendo unas cervezas o vinos del Condado acompa­ñados de aperitivos propios de la tierra, como los gurumelos[6], el buen jamón de la sierra o los quesos.

Patricio era más que compañero de promoción en el curso de oficial, más bien de todos, pues coincidieron en el de guardia, de cabo y suboficial; además, por su apellido (Arguila) se juntaban en la camareta, en el comedor, en clase..., en fin, en todas las actividades de la academia menos a la hora de la instrucción del orden cerrado. No sobresalía por la estatura, era el tapón de la sección y de la com­pañía. Tampoco destacaba por rapidez, súper tranquilo, hasta en sus gestos. Todo se lo tomaba con una calma pasmosa, a veces llegaba a exasperarlo. Siempre le tocaba esperarlo y más de una vez los arres­taron a ambos, por llegar fuera de tiempo: «Puedes ir a un campeo­nato de lentos, seguro que ganas una medalla».

Todo lo que tenía de pequeño, lo tenía de ligón. Nunca llegó a saber qué le daba a las mujeres, se las traía de calle. Le preparaba los ligues para que Pontificio rematase la faena, y a fe que había cortado muchas orejas gracias a él.

Felizmente casado con Marisa, extremeña como él, de carácter agradable, campechana, sutil y perspicaz. Siempre tiraba chinitas con frases como: «Anda, que buena la tenéis que haber liado los dos por ahí».

Tenían dos hijos maravillosos: Javier y Rosa, que en la actualidad se encontraban opositando, el varón para juez y la chica hacía el MIR.

El teniente Patricio vino al mundo a unos treinta kilómetros, en las minas de Riotinto. Su familia se asentó en esa localidad, una ge­neración antes, para trabajar en el economato de la mina. Su padre sabía de cuentas, por ello entró en la compañía minera, de adminis­trativo; a los letrados siempre se les trataba bien. La compañía se encargaba de todo: les daba vivienda, pagaba la luz, el agua y el co­legio de los niños y, además, se beneficiaban de comprar en el eco­nomato. Por eso cuando Patricio comunicó a su padre que se iba a la Guardia Civil no lo entendió. Siempre había deseado que entrara en la administración de la mina, para algo le tenían que valer los es­tudios, pero la determinación de Patricio hizo desistir a su padre, con esa pena se fue a la tumba. Sucedió una mañana que llovía a cantaros. Las calles se llenaron de agua de color café con leche, arras­trando todo lo que encontraba en su camino. Nada hacía presagiar aquellas lluvias, momentos antes de desatarse aquel temporal lucía un sol espléndido; ni siquiera el pronóstico del tiempo lo predijo. A decir verdad, últimamente no acertaban mucho. El caso es que Eva­risto, ya jubilado, para evitar el aburrimiento cada mañana sobre las nueve después de desayunar su tostada con aceite de oliva y un vaso de agua salía a caminar para hacer ganas de comer, evitando que con el ocio su barriga aumentara de tamaño. A su pequeña estatura se le unía la buena boca, volvía a la hora del almuerzo. Evaristo ese día no regresó, sus familiares se empezaron a preocupar e iniciaron la búsqueda por los lugares donde solía caminar. Nadie lo había visto. Por la tarde fueron al cuartel a presentar la denuncia por desapari­ción. Al día siguiente se organizo la búsqueda. Vinieron guardias de otras localidades y gente del pueblo a buscarlo. Lo hallaron no muy lejos, recostado tras el tronco de un pino caído que impedía verlo desde el camino, el mismo que tomaba cada día. Probablemente se encontró mal y se sentó para no volverse a levantar.

El entierro fue multitudinario. ¿Quién de la mina no conocía a Evaristo, el del economato?

Si Evaristo hubiera vivido lo suficiente para conocer la profesio­nalidad de su hijo, habría cambiado de opinión. Con el paso del tiempo la mina entró en declive, las regulaciones de empleo dejaron a buena parte de la plantilla en el paro, con una pequeña paga más una indemnización que dependía de los años trabajados.

Afortunadamente, la vida para los mineros había cambiado mucho. La época de los ingleses se había superado, dejando atrás el tiempo en que el minero no tenía derecho a nada, solo a trabajar, ¡y de qué forma!, en condiciones tan lamentables que a más de uno se le pondrían los pelos de punta. Pero la gente de la comarca estaba acostumbrada a estos menesteres, se llevaba en la sangre y se sobre­llevaba con las palomitas de aguardiente. La palomita era un recons­tituyente para que la enfermedad de la mina no acabara contigo, al menos así lo veían los mineros, buscándole el lado bueno. Se bebía sin distinción en la comarca del Andévalo, era el de mejor calidad; el agua del búcaro, a ser posible de dos días antes. Si así te la servían, te garantizaba un día de trabajo sin pensar en el frío y en otras cosas. De lo que los mineros no se daban cuenta era de que el aguardiente producía, a largo plazo, una muerte anunciada: los hígados se les sa­lían por la boca, cuando no por el mal de las minas, pero para mu­chos de ellos era peor el paro, aquí sí que el minero y su familia entraba en crisis. Alguna que otra solución se arregló con la emigra­ción para otros sitios de España o del extranjero, y se produjeron verdaderas tragedias de adaptación y otras de rupturas con la familia de origen, ante la imposibilidad de verlos por las carestías de los via­jes. La tristeza era más que evidente por las calles de la cuenca mi­nera, últimamente se veía a la gente cómo caminaba por la localidad con la mirada perdida, en no se sabe dónde.

Pontificio se sentía orgulloso de Patricio, era más que un amigo, un hermano. Se dirigió directamente al despacho. Unos toques con los nudillos en la puerta le obligaron a levantar la cabeza; el guardia de puertas, nervioso, lo precedía y le informaba sobre alguien, que preguntaba por él.

—¡Cacho mamón!, ¿qué haces aquí?

—¡Nada! Quiero que un buen amigo me invite a comer jamón y gurumelos, ¿es posible?

—¡Por supuesto! Aunque los gurumelos a lo mejor los tenemos que dejar para otra ocasión, no hay muchos, no ha llovido en los úl­timos meses y ya sabes que cuando la naturaleza no cumple sus ci­clos se fastidia todo. Lo del jamón tiene arreglo, ayer me trajeron una paletilla del Villar ¡que debe de estar de muerte! Ya sabes que son las mejores. Pero ¿qué te trae por aquí?

—Trato de evadirme un poco, para centrarme en el caso que nos ha entrado. Han sustraído el Códice Áureo de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial.

—¡No jodas! Bueno, digo esto, pero en realidad no sé lo que es, aunque al hablar de la biblioteca presupongo que se trata de un libro y, a pesar de que es la primera vez que lo oigo, doy por hecho que ha de tener un gran valor histórico, amén del económico, ¿no? Y porque si ha llegado la denuncia a tu grupo, no es para menos.

—Cierto —respondió Pontificio.

—Pero te voy a decir más, ese libro está relacionado con mi pai­sano, Benito Arias Montano.

—¡Y con Aracena! Sabes que Arias Montano es alguien omni­presente en esta localidad. ¡Venga cuenta, que me interesa el tema!

—Veo que estás al corriente de su vida, ¿eh?

—¡Como para no estarlo en Aracena! Ya sabes que aquí todo huele a él, nunca faltan jornadas, conferencias, ciclos, nombres a es­tablecimientos... Y que en el escudo de Aracena figura la leyenda: «La muy noble y culta ciudad de Aracena», y los aracenenses andan sobrados en actos culturales.

—Pero alguna pista tendrás que te trae hasta aquí.

—¡Qué va! No tengo ni idea de por dónde empezar, de verdad te lo digo, ¡ni idea! Encima, como siempre, tenemos problemas con algún juzgado para la obtención de los mandamientos para la inves­tigación. Tengo al jefe del equipo de Policía Judicial de El Escorial por razón de lugar, espero que entre su grupo y el mío lleguemos algún sitio.

—¡Ya será menos! Tú sacarás este caso adelante, ¡me juego lo que quieras!

—¡Que no, que esta vez no lo sacó! Bueno, dejemos de hablar de cuestiones de trabajo. ¿Cómo está la familia?

—Subamos a casa y los ves tú mismo —respondió Patricio.

El pabellón[7] era sencillo, al igual que el de sus subordinados, quizá algo mayor. En dos ocasiones Pontificio estuvo de visita en compa­ñía de algún ligue. Después solía visitar la Gruta de las Maravillas. Siempre quería verla, a fe que cada vez la encontraba diferente. En esta ocasión no tendría lugar, y bien que le pesaba.

Al abrir la puerta, un colgante, hecho de conchas de las playas de Huelva, cascabeleó anunciando la llegada de alguien. El aire se impregnaba de olor a cocido, inundando toda la vivienda, y un pitido desde el fondo llegaba a sus oídos: el silbido de la válvula de la olla a presión, donde se fraguaba tan rico manjar.

Canuto comenzó a ladrar, alertando a los moradores de que al­guien llegaba, dirigiéndose a la carrera hacia la puerta, tratando de oler al visitante hasta identificarlo. Pontificio le acarició la cabeza, a lo que el perro correspondió poniéndose boca arriba, actitud que adoptaba cuando la persona era conocida, favoreciendo las caricias en su barriga.

«Un perro muy astuto y mal enseñado», decía Patricio; pero un ser con vida que en cierta ocasión salvó a la familia. Ocurrió un día del mes de enero hace cinco años, cuando debido a las bajas tempe­raturas de aquel invierno dejaron un brasero de cisco en la habita­ción de los niños y en la del matrimonio. Debido a la lenta combustión del cisco, el oxígeno se fue consumiendo, por lo que la familia entró en un profundo sueño, exceptuando al perro, que per­cibió que algo no iba bien, así que comenzó a ladrar, mordisqueando las mantas hasta que los sacó del sopor, alertando a los vecinos, quie­nes ante las señales rápidamente acudieron. La familia de Patricio, a pesar del frío reinante, había abierto de par en par todas las ventanas y estaban asomados para respirar aire puro y limpio. El perro los había salvado de una muerte segura, por eso desde entonces Canuto era un ser muy especial.

Alguien asomó desde la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal. No podía ser otra que Marisa, siempre trabajando en las labores de la casa.

—¡Pontificio, qué alegría verte! —exclamó—. ¿Qué haces por aquí? ¿Has venido solo?

—¡Yo también me alegro, Marisa! Tú como siempre trajinando en la cocina, no paras. Tu marido te va a tener que dar una paga.

—Ja, ja... ¡Si me tuviera que pagar, no tendría dinero suficiente! —y dirigiéndose a su marido lo interrogó—: ¿Verdad?

Patricio, algo azorado, dijo:

—Yo soy el primero en valorar a la maravillosa mujer que tengo, de la que estoy profundamente enamorado —y volviéndose hacia ella le preguntó—: ¿Tienes alguna duda?

—Bueno, bueno —dijo Pontificio—, no he venido aquí a pre­senciar una discusión de parejita de tortolitos para demostrar quién se quiere más, ¿eh? Que solo quiero veros.

—Nos conoces de sobra —dijo Marisa—. Necesitamos arrullar­nos cada vez más, somos así. ¡Vamos, ponte cómodo!, dame la cha­queta, que enseguida estará lista la comida. Porque te quedas a comer, ¿no?

—Sí, claro, aunque no estaré mucho tiempo.

—Bueno, eso se verá —dijo Patricio—. De momento ayúdame a abrir la paletilla y a escoger una buena botella de vino.

—¿Sigues prefiriendo el blanco?

—Sí, siempre.

—Entonces no tendré mucho problema con la búsqueda... Del Condado, ¿verdad?

—¡Claro que sí!

Una vez en la mesa, después de intercambiar pareceres sobre la vida civilera, Patricio le participo su interés por presentarle a Luis Bourdelet.

—¿Quién es?

—Es alguien muy conocido en Aracena, y más en Sevilla. Doctor en Historia del Arte, gran coleccionista de obras artísticas y erudito sobre la vida de Benito Arias Montano. Suele venir los fines de se­mana al chalé que posee en la carretera de Alájar. Su mujer es en­cantadora, no tienen hijos. Suelen tratar muy bien a la gente, su casa es una continua fiesta, o más bien un lugar de encuentro de amigos.

—¿Y para qué debo conocerlo?

—Es un gran conocedor de la vida de tu paisano, solo por eso merece la pena conocerlo; ahora bien, si no quieres no pasa nada, tú decides.

—Bueno, vale.

[5] Al único y soberano Dios de todos los vivientes.

Que guarda ya junto a sí el alma de Benito Arias Montano, doctor, teólogo e intérprete, estudioso de los libros santos y sagradas escrituras; pregonero por gracia y privilegios divinos del más excelente testimonio a favor de Nuestro Señor Jesucristo, celoso y diligente varón incomparable por tantos títulos de los que se hizo acreedor además de por sus inestimables obras de ciencias llenas de sabiduría. Que el dios soberano se digne acoger estos tan venerables restos con el máximo honor que les son debidos, por los mortales, hasta el día de la futura resurrección de entre los muertos.

Don Alfonso de Fontiveros, prior, junto con todo el convento de Santiago de la ciudad de Sevilla con la mayor veneración y respeto para con el que en otro tiempo ejerció cargo de tan grande honor.

Murió en el año del Señor de 1598.

Año 1605 después de Cristo.

[6] De nombre científico amanita ponderosa, es una especie de hongo basidiomiceto comestible muy apreciada, endémica de la zona central y oeste de Andalucía y sur de Extremadura. Se cree que el nombre común gurumelo procede de su apari­encia antes de salir de la tierra, ya que origina un montículo de arena agrietada, un pequeño grumo o grumuelo.

[7] Casa que se adjudica a los miembros de la Guardia Civil en los distintos destinos.

Operación Códice Áureo

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