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Longyearbyen, Spitsbergen (Noruega), 28 de julio

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Los hombres han comenzado a preservar la naturaleza cuando han llegado a dominarla por completo. Esto explica por qué la conciencia ecológica es tan difícil de inculcar en comunidades todavía algo atrasadas, cuya relación básica con la naturaleza es aún, en alguna medida, de lucha a vida o muerte. Es verdad que existe un ecologismo primitivo, como también un comunismo primitivo, en sociedades que cuidan y protegen su entorno con el temor reverencial de quien no quiere enojar a una fiera mucho más poderosa que él mismo. Pero este respeto temeroso —que la religión transfigura en una relación interpersonal entre el hombre y sus dioses— no tiene nada que ver con la acuciante certeza moderna de hasta qué punto somos capaces de destruir literalmente nuestro entorno natural. El Ártico simboliza muchas cosas, y también esto.

Desde el siglo xvi los marinos, científicos y aventureros europeos arriesgaron la vida internándose en estos mares de frías aguas en busca de pesca o con el objetivo de cartografiar regiones desconocidas, y también, algo más tarde, intentando alcanzar el Polo Norte. No hace tanto tiempo que se logró este último objetivo, pero en cierto modo se logró haciendo trampas, jugando con ventaja. Los primeros hombres que vieron el Polo Norte lo hicieron desde un dirigible, en una conflictiva expedición liderada por el noruego Amundsen y el italiano Nobile en 1926. Dos décadas después, los integrantes de una expedición soviética al mando de Alexey Tryoshnikov fueron los primeros hombres que pisaron el Polo Norte, pero llegaron hasta allí en un avión que aterrizó sobre la banquisa. Y en 1969, el británico Wally Herbert, el primer hombre que de verdad alcanzó ese remotísimo punto geográfico sirviéndose de la técnica ancestral del trineo de perros —tan diferente, como todas las técnicas premodernas, de los artefactos inventados a partir de la revolución industrial— recibió ayuda y avituallamiento desde el aire durante su travesía de la banquisa ártica. Cabe afirmar, pues, que el ser humano no alcanzó nunca el Polo Norte por sus propios medios. Fracasó en el intento. No pudo con ello. Ni siquiera lo logró el gran Fridtjof Nansen, que es, de entre los que sobrevivieron para contarlo, quien más cerca estuvo de alcanzarlo valiéndose solo de sus propias fuerzas, las de su compañero Hjalmar Johansen, y las de sus perros. Ahora, por fin, los hombres han conquistado el Polo. Es verdad que lo han hecho con poderosos medios tecnológicos: motores, aviones, helicópteros, sofisticados sistemas de comunicación. Pero lo han logrado. Hasta tal punto es así, que incluso yo mismo estoy ahora relativamente cerca del Polo, tomando un café y un bollo de canela en una agradable cafetería abarrotada de turistas árticos. Pero este triunfo de la civilización es al mismo tiempo un gran fracaso: hemos conquistado el Polo Norte, y el Polo Norte literalmente se esfuma, se nos escapa de las manos. No desaparece el punto geográfico situado a 90º de latitud norte, pero sí el entorno, el escenario al que ese punto estuvo siempre asociado en la imaginación de los hombres. Llegamos al Polo y el Polo responde derritiéndose, como desaparece el espejismo de agua en un paisaje desértico a medida que nos acercamos. Así, la naturaleza que hoy queremos preservar es al mismo tiempo la naturaleza dominada, conquistada, y ya potencialmente destruida.

A diferencia de lo que sucede en otras regiones del Ártico, en las islas Svalbard nunca ha habido poblaciones humanas autóctonas. Aquí no hay vestigios de la presencia de inuit, ni tampoco de vikingos. Todos los asentamientos son recientes, de los últimos tres o cuatro siglos, y están vinculados a la caza de ballenas, a la minería o a la investigación científica. Longyearbyen, la población más grande del archipiélago y en la que se encuentra el aeropuerto, fue fundada en 1906 por el empresario minero norteamericano John Munro Longyear. Durante años este pueblo se llamó Longyear City, en inglés, y la provisionalidad, la funcionalidad y el prosaísmo de esa primera denominación empapan todavía hoy una localidad en la que residen más de dos mil personas durante la temporada alta, y en cuya economía el turismo ha ido ganando terreno a la minería, que ya solo se mantiene para abastecer de electricidad a la población local. En Longyearbyen se publica incluso un periódico semanal, el Svalbard Posten, que tiene una versión digital en inglés. Me pregunto qué clase de noticias se publicarán en un lugar como este. ¿Habrá secciones en ese periódico? ¿Política, cultura, «ecos de sociedad» de una comunidad tan exigua? En una de las mesas de la cafetería en la que me encuentro, alguien ha dejado un periódico noruego. Le echo un vistazo y me pregunto si será este el semanario de Svalbard. Se lo pregunto a un hombre que, en la mesa de al lado, abriga a un niño de dos o tres años, a punto de salir al frío de la calle.

—No, no es este —me aclara—. Pero por aquí debe de haber ejemplares, si tienes curiosidad.

Y añade, señalando a un hombre que está sentado en otra mesa cerca de nosotros, dándonos la espalda y atento a la pantalla de un ordenador portátil:

—Mira, ese es el periodista que redacta la versión en inglés del periódico de Svalbard. Suele venir a esta cafetería a trabajar.

No debe de ser difícil encontrarse con las celebridades de Longyearbyen, porque no hay muchos lugares públicos a los que acudir. De hecho, yo solo he visto dos cafeterías. En un sitio como este la vida de un periodista puede ser interesante, pero no creo que sea muy agitada, porque no sé qué otras cosas pueden suceder aparte de los ataques de osos polares. Tan poca historia tiene este rincón del mundo, que en el museo local se exhiben, junto a animales disecados y antiguos aparejos de caza o de pesca, varios paneles con fotografías y breves semblanzas biográficas de algunos de los actuales habitantes de la ciudad. Yo nunca había visto un museo que elevase a la dignidad de objeto de exposición a los ciudadanos anónimos de la población en la que se encuentra. Quizás con esto se persigue derribar las fronteras entre la Cultura y la Vida de una forma especialmente avanzada e innovadora, pero más bien da la impresión de que en Longyearbyen no hay mucho que exhibir y sobra espacio en el museo.

No obstante, esta ciudad y estas islas han participado a su manera en los grandes acontecimientos de la historia reciente. Como el resto de los asentamientos de las islas Svalbard, Longyearbyen fue evacuada y destruida en 1941 para evitar su aprovechamiento por las tropas alemanas que habían ocupado Noruega en 1940. Desde 1942, noruegos y británicos intentaron retomar el control del archipiélago y se produjeron esporádicos combates con los alemanes hasta el final de la guerra. En lugares tan remotos como este las guerras parecen todavía más absurdas de lo que ya parecen normalmente. Me intrigan los detalles de aquel periodo. ¿Qué objetivos estratégicos podía cumplir para la Alemania nazi la ocupación o la destrucción de un pequeño asentamiento minero perdido en el Ártico? La respuesta, al parecer, es esta: Svalbard se convirtió en un lugar estratégico cuando Alemania entró en guerra con la Unión Soviética y el mar de Barents pasó a ser una importante vía de comunicación entre los rusos y sus aliados occidentales. Por eso el ejército alemán, tras tomar el archipiélago, construyó varias estaciones meteorológicas secretas, cuyos datos resultaban imprescindibles para controlar la navegación en esa región.

De acuerdo, pero ¿no es incomprensible una guerra en mitad del hielo, una batalla en la larga noche polar? Y sin embargo, irónicamente fue Svalbard el lugar del mundo en el que la Segunda Guerra Mundial se prolongó por más tiempo. Los soldados alemanes destinados en una de esas perdidas estaciones meteorológicas, concretamente en la isla de Nordauslandet, fueron los últimos en rendirse, y lo hicieron ya en septiembre de 1945, tras la derrota de Japón y varios meses después de la capitulación de Alemania. Pero las cosas no sucedieron así ni por heroísmo castrense ni por fanatismo nazi. Aquellos soldados se enteraron por radio del final de la guerra, pero estaban en un lugar tan remoto y aislado que pasaron varios meses hasta que alguien pudo ir a recogerlos, o más bien a rescatarlos. Por fin llegó hasta ellos un barco noruego de cazadores de focas. Los alemanes recibieron a sus rescatadores con comprensible alegría, y les prepararon incluso algo así como un banquete. Solo un buen rato después, entre licores y tabaco, el capitán del barco noruego cayó en la cuenta de que los alemanes no se habían rendido, y de que por tanto continuaban formalmente en guerra. Me lo imagino poniéndose serio de pronto, acodándose sobre la mesa y exponiendo el problema con la mirada fija en los alemanes, aunque sin tomarse el asunto con tanta gravedad como para depositar en el cenicero su cigarro, que seguiría consumiéndose tranquilamente entre sus dedos. Imagino que todos se quedarían en silencio. Ninguno de los presentes tenía muy claro cómo se hacía eso de capitular, así que Wilhelm Dege, el geólogo militar al mando de la estación meteorológica alemana, se limitó a entregar al noruego su pistola. Así terminó la Segunda Guerra Mundial.

Tras la guerra, Longyearbyen fue reconstruida y se reanudó la actividad minera. En 1975 se construyó el aeropuerto, y en la década siguiente la población fue convirtiéndose en un destino turístico. Hoy combina algo de la fealdad minera con algo de la fealdad del turismo moderno. En las oscuras laderas de los montes que rodean el pueblo se ven las antiguas entradas de las minas de carbón abandonadas. Y en la calle principal, y casi única, hay un par de mustios centros comerciales en los que uno puede adquirir baratijas para turistas y todo tipo de prendas de ropa invernal. La minería seguramente ha estropeado el paisaje de este hosco valle ártico, pero sus vestigios no desentonan del todo con el entorno. En cambio, los convencionales souvenirs de las tiendas para turistas chirrían totalmente en un lugar como este. A su modo, también estos souvenirs son pequeños trofeos, como banderas clavadas sobre la naturaleza vencida.



Cuando viajo, procuro mantenerme desconectado. Esto ya no lo hace casi nadie, pero a mí me gusta hacer voluntariamente lo que antes hacíamos todos a la fuerza, en los tiempos de las cartas escritas en papel de avión y de las llamadas a cobro revertido. Me resulta imposible sentir que estoy de viaje, viajar de verdad, si puedo conectarme al instante desde cualquier lugar. Además de la tierra, hemos dominado el espacio y el tiempo. Y al igual que sucede con el hielo de la banquisa ártica, este dominio de la distancia implica también su destrucción. Esta vez, sin embargo, mi desconexión no será voluntaria: salvo en caso de extrema emergencia, perderé la posibilidad de contactar con el mundo tan pronto como embarque en el puerto de Longyearbyen, dentro de poco rato. Se producirá entonces una situación que hoy resulta insólita: treinta o cuarenta personas viviendo durante tres semanas sin Internet, sin conexión wifi, sin mensajes de móvil, sin la posibilidad de hablar siquiera por teléfono. Nada. Todos de viaje. En silencio, por fin. Para mí esa desconexión es una ventaja y uno de los atractivos de este viaje. ¿Y tiene algún inconveniente? Quizás el tener que despedirse de verdad, como se hacía antes. A mí me costó un poco despedirme, sabiendo que me marchaba tan lejos y que no iba a poder escribir ni llamar a nadie durante tres semanas. No puedo imaginarme cómo sería para esos navegantes de la época de las exploraciones heroicas despedirse de sus mujeres, de sus familias. En «la era del mundo finito», como la llamó Paul Valéry, quizás ya solo los astronautas que alguna vez emprendan travesías interplanetarias volverán a saber lo que durante milenios significó la despedida al iniciar un viaje.

Al escribir esto, me doy cuenta de que adopto el punto de vista que adoptan hoy, en general, tanto los libros de viajes como las reflexiones sobre la sociedad. Es el punto de vista que contrapone «lo de antes» a «lo de ahora». «Antes» todo era así o asá; ahora es todo lo contrario. Antes todo era lento y ahora todo es rápido, antes serio y ahora frívolo, antes auténtico y ahora mendaz, etc. Personalmente me aburre un poco este tono un tanto admonitorio, como si los escritores de libros sobre la sociedad actual se creyesen autorizados a regañar a los lectores, sus contemporáneos, por no ser como a ellos les gustaría que fuesen y como, al parecer, los hombres solían ser «antes». El problema que tiene este punto de vista es que resulta muy previsible. Pero hay en él, por otro lado, un momento verdadero e irrenunciable. Es este: vivimos en un mundo que está cambiando mucho y muy deprisa. Tanto, y tan deprisa, que incluso personas aún relativamente jóvenes, como yo mismo, podemos recordar cosas, costumbres, aspectos de la vida cotidiana, que hoy han desaparecido completamente. Quizás el «tema de nuestro tiempo», como lo llamaría Ortega y Gasset, es esta enorme y acelerada transformación del mundo. No está en nuestras manos decidir lo que resulta importante en una época determinada. Por eso cuando hablamos y escribimos de las cosas que nos pasan a todos, nos repetimos todos un poco. Y por una especie de metábasis entre coordenadas, este mismo punto de vista determina hoy, casi inevitablemente, la mirada del viajero tanto como la del sociólogo, de manera que al viajar no solo contrastamos lo propio con lo ajeno, sino también lo presente con lo pasado. Viajar hoy es, muy a menudo, viajar para llegar a ver, quizás ya por los pelos, todo lo que se está acabando.

Pero sería interesante mantener viva la conciencia de lo que se acaba y sin embargo renunciar al tono moralista. Esto podría lograrse mirando no solo hacia atrás sino también hacia delante, hacia el futuro. Preguntémonos, por ejemplo, cómo será la humanidad dentro de cien o doscientos años. Imaginemos qué pensarán de nosotros esos hombres futuros, cuando «lo de ahora» se haya convertido en «lo de antes», y cuando haya quedado irremediablemente anticuado incluso lo que hoy nos parece más moderno. Viendo así las cosas, relativizamos la importancia de estos cambios que ahora percibimos. Y sobre todo: podemos omitir el tono apocalíptico que parece casi obligatorio para cualquiera que diga o escriba algo acerca de la época en la que vivimos.


El embarque en el Rembrandt se había fijado a las cuatro de la tarde. Llegué con algunos minutos de retraso porque el muelle está algo alejado del centro del pueblo, y ya casi todos los otros pasajeros estaban allí. También mis dos compañeros de camarote, que ya habían ejercido su legítimo derecho de «primeros ocupantes» y se habían apropiado de las dos literas que parecían más agradables o más cómodas. No me importó. Tras las presentaciones y la bienvenida de la tripulación nos explicaron las medidas de seguridad y los protocolos en caso de emergencia, que yo escuché con una mezcla de pavor y humor negro. Especialmente interesante me pareció la manera en que debíamos enfundarnos unos recios trajes de neopreno antes de saltar al agua, en el caso de que el barco se hundiera. Había que extender el traje en el suelo —es decir, en alguno de los estrechos pasillos del barco—, y después descalzarse y acordarse de meter los pies en unas bolsas de plástico antes de deslizarse dentro del traje, pues de lo contrario era imposible no quedarse atascado. Ahuyenté enseguida de mi mente la imagen de una treintena de personas aterrorizadas intentando meter las piernas de cualquier modo (y casi seguro que sin las preceptivas bolsas de plástico en los pies) en aquellos trajes de goma, con el barco escorándose en alta mar. Pensé que, si el barco se hundía, lo más probable era que nos ahogásemos, y también pensé que era mejor no pensarlo mucho. Por lo demás, las indicaciones de seguridad fueron tan escuetas que me dio la impresión de que todos, incluida la tripulación, pensábamos lo mismo.

Zarpamos de Longyearbyen a media tarde. Navegamos rumbo oeste, para doblar hacia el norte el cabo Daudmann y entrar en el Forlandsundet, el estrecho que separa Spitsbergen de la Prins Karl Forland, la isla más occidental del archipiélago. Tan pronto como el barco se puso en marcha comenzó a hacer mucho frío en la cubierta, pero aún así los pasajeros permanecimos allí durante largo rato, animados y felices por el comienzo de la travesía e impresionados también por la severidad y el silencio del fiordo. Después bajamos a los camarotes, nos desprendimos de la ropa de abrigo e iniciamos la rutina del viaje con la primera cena a bordo. Ahora el comedor del Rembrandt se ha quedado vacío. Todo el pasaje se ha retirado a los camarotes, aunque solo son las diez menos cuarto y afuera el sol de medianoche compone una especie de tarde invernal permanente, inmóvil. Ahora no se alcanza a ver la orilla del fiordo a través de las claraboyas ni desde la cubierta. No sé si se ven gaviotas cuando se navega lejos de la costa, pero hace un rato, cuando aún navegábamos frente a montes oscuros cubiertos de tundra y manchados de neveros en las cumbres, he visto cómo estas aves seguían al barco, cómo volaban en círculo sobre la cubierta y lo rondaban intencionadamente, como buscando algo, como con curiosidad.



El Ártico

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