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Mar de Groenlandia, 31 de julio

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A última hora de la tarde el Rembrandt salió a mar abierto en el norte de Spitsbergen, rumbo al oeste, hacia Groenlandia. Tardaremos varios días en llegar allí. Contemplado desde la cubierta, el mar perdió la tersura de los fiordos y se agitó con miles de olas minúsculas que privaron al agua de sus reflejos. Y justo entonces el barco empezó a mecerse como se mecen, al parecer, los barcos, desde la época de Homero hasta la nuestra. Confiaba en no marearme, pero no las tenía todas conmigo. Y enseguida comprobé, ay, que los barcos cabecean mucho en el mar. Esto me preocupa, porque si llego a marearme no podré seguir escribiendo, y no quiero pasarme cuatro o cinco días tumbado en mi camarote, que es digno pero ciertamente no muy cómodo, puesto que lo comparto con otros dos hombres, como en una novela de balleneros. Pero de momento, afortunadamente, no me he mareado.

Viajar por el Ártico es estar constantemente rodeado de belleza, pero viajar por el Ártico en un velero es contemplar constantemente un cuadro de Caspar David Friedrich, o más bien estar metido dentro de un cuadro de Friedrich. No hace falta que suceda nada para que el viaje valga la pena. No obstante, en este viaje también suceden cosas, y el acontecimiento más notable de la jornada de ayer, todavía en Spitsbergen, fue el avistamiento de dos osos polares. Eran las once de la noche, aunque el sol lucía como si fueran las diez de la mañana de un día claro. Como siempre que nos encontramos con algo extraordinario, la tripulación nos avisó de la presencia de los osos a través de la megafonía del barco. Todo el pasaje corrió a los camarotes a por ropa de abrigo, cámaras y prismáticos, y poco después nos apiñábamos en la cubierta junto a una de las bordas. Durante un rato, el barco siguió a un oso que se alejaba nadando con la cabeza fuera del agua. Y después, cambiando de rumbo, navegamos muy despacio, y durante más de una hora, al paso de otro oso. Era un ejemplar bastante grande que caminaba justo a la orilla del fiordo. Pude observar a este animal muy de cerca con mis prismáticos. Avanzaba tranquilo, husmeaba siguiendo algún rastro, y usaba los dientes para arrancar hierbas o mordisquear quién sabe qué despojos encontrados aquí y allá. Más de una vez se volvió hacia nosotros, aunque no parecía que le preocupásemos mucho. Después supimos que esa despreocupación era solo aparente. A primer hora de la tarde de hoy, antes de poner rumbo a Groenlandia, avistamos otro oso y nos acercamos en lancha hasta una playa para observarlo desde el agua, pero resultó que este otro ejemplar era, muy probablemente, el mismo de ayer. En cuanto nos vio, ascendió tranquilamente hasta la mitad de la ladera que rodeaba la playa y se ocultó detrás de una roca, permaneciendo totalmente inmóvil. Al rato, creyendo que el oso estaría durmiendo, nos cansamos de esperar a que sucediera algo más y decidimos regresar al Rembrandt. Pero en cuanto pusimos en marcha el motor de las lanchas y viramos en dirección al barco, el oso salió de su escondite e inició de nuevo el descenso a la playa, con toda calma, para continuar con lo que estuviera haciendo antes de que llegásemos nosotros. Quizás se había escondido para ver si, con suerte, desembarcábamos en la playa y podía atrapar a alguno de los viajeros. Pero más bien creo que se escondió a esperar si, con suerte, nos marchábamos por donde habíamos venido y le dejábamos en paz, que fue justamente lo que hicimos.

Mis prismáticos me permitieron hacer algunas observaciones interesantes acerca de estos animales. Una de ellas, muy obvia, es que el color de los osos polares no es ese blanco níveo que damos a sus representaciones de peluche. Son más bien de color crema, quizás porque el pelaje está sucio, o quizás —como nos explicó uno de los guías— porque la piel del oso, bajo el pelaje blanco, es oscura y produce un efecto amarillento. Mucho más interesante, sin embargo, es esta otra observación: los osos polares tienen cierta expresión estúpida. Sobre todo los machos, cuyos ojos —como nos explican los guías— están más juntos que los de las hembras. Estos animales tienen una mirada feroz, pero no inteligente. (Mucho más inteligente me pareció la expresión de las focas, aunque en este tipo de apreciaciones es probable que nos dejemos engañar por el antropomorfismo). Tienen unos ojos pequeños y opacos, verdaderamente salvajes, y unas fauces horribles, aterradoras si se las ve de cerca, pero la paradoja de los osos polares está en la combinación de esos rasgos feroces con otros mucho más amables, incluso cómicos: unas orejillas entrañables, unas zarpas peludas como zapatillas de andar por casa en invierno, unas patas anchas y lanudas que parecen formar parte de un disfraz. Depredadores con aire de animales inofensivos e infantiles, bestias salvajes que parecen mascotas, no en vano los osos polares están más emparentados en el imaginario occidental con las ovejas que con los leones o los cocodrilos.

Esta paradoja de los osos polares invita a las especulaciones teológicas, por ejemplo a esta: el oso polar es quizás una forma de existencia que expía los pecados cometidos en alguna vida anterior. Quien en otra vida fue un asesino orgulloso de su aspecto aterrador, se reencarna en esta vida en otro asesino, solo que esta vez con un aspecto cómico. Sea como fuere, la falsa apariencia bonachona de estos animales debe de ejercer un influjo inconsciente en las mentes de todos esos turistas que cada año se exponen irresponsablemente a los ataques de esta bestia atroz. No creo que el turismo ártico tuviese tanto éxito si en lugar de osos polares merodeasen en Svalbard otros animales salvajes como las serpientes, las panteras o los cocodrilos, que no confunden a nadie porque son tan temibles por su aspecto como por su naturaleza.


Hace rato izaron las velas del Rembradt. Algunos pasajeros también participamos en la tarea, dando brincos agarrados a las maromas para hacerlas descender, al tiempo que se elevaban en los mástiles los enormes lienzos. Y he descubierto algo que no sabía, aunque es obvio: los veleros, cuando navegan como tales —es decir: cuando se apagan los motores y ya solo se confía la travesía al empuje del viento— son muy silenciosos. Lo único que ahora se escucha es el murmullo del mar y los crujidos del barco que se balancea, porque los barcos crujen, aunque no sean de madera. En realidad, todo en este barco recuerda a siglos anteriores, a la época de los grandes navegantes, los piratas, los balleneros. La tripulación tiene esa condición cosmopolita que siempre ha tenido la gente del mar. El capitán es alemán: un tipo fornido, viril, con la cabeza rapada, dos aros en cada oreja y aspecto de marino holandés del siglo xvii. También hay dos marineros rasos que proceden de Filipinas. Está también la oficial responsable de la seguridad en el barco, que creo que es alemana. Y otro oficial que procede de las islas Shetland. Y un cocinero serbio, un mecánico lituano (creo), y un barman austriaco. Y por último, un guía británico y otro español. El velero y la tripulación parecen, pues, sacados de una novela de aventuras, pero todo esto no es simplemente atrezo para turistas: después de la cena, el capitán viene al comedor y nos advierte, aunque sea con buen humor, de que a partir de ahora estaremos solos. A pesar de ser una región muy remota, las islas Svalbard son territorio noruego y pertenecen todavía al mundo totalmente civilizado de la Europa escandinava. Eso implica, entre otras cosas, que un helicóptero de rescate podría acudir en pocas horas a cualquier punto del archipiélago si se produjese un accidente o alguien cayese gravemente enfermo. Ahora ya no será así.

—Ahora salimos a mar abierto—nos avisa el capitán—, y no sabemos con exactitud cuántos días tardaremos en llegar a Groenlandia, porque eso depende de factores como el viento y el hielo. Así que no podemos caer enfermos, ni arriesgarnos a sufrir un accidente.

Salvo si uno practica alguno de los cada vez más numerosos e inverosímiles «deportes de riesgo», en el mundo actual no queda mucho espacio para la aventura, y no creo que este crucero sea algo más que una aventura turística. No obstante, escuchando al capitán tengo la impresión de encontrarme en una situación un poco premoderna que todavía podemos experimentar los hombres de principios del siglo xxi, aunque sea por el procedimiento algo prosaico de pagar por ello una considerable suma de dinero. Es la situación de desconexión, de encontrarnos aislados y casi incomunicados en medio del mar. Esto es posible gracias a que todavía quedan lugares remotos, como Svalbard o Groenlandia, en los que nadie espera a los viajeros, ni todo está previsto, ni la aventura se acaba en el momento en que el cliente así lo desea o cuando llega la hora de regresar al hotel. Este velero tiene casi cien años, pero hoy todavía podemos emplearlo para viajar de verdad: surcar a vela el mar de Groenlandia, buscar un paso a través del hielo que bloquea permanentemente la costa oriental groenlandesa, recorrer fiordos en los que no podrían adentrarse barcos de mayor calado. La seguridad del barco y la comunicación por satélite nos tranquilizan, convenciéndonos de que no participamos en una verdadera exploración, pero el lugar al que nos dirigimos es lo bastante remoto, imprevisible e indómito como para que el viaje sea algo más que un paseo en un medio de transporte pintoresco y arcaico que pudiera ser sustituido en cualquier momento por alternativas más modernas, seguras y rápidas. Quizás dentro de otros cien años, en un Ártico ya enteramente domesticado, un viaje como este será imposible, o será un anacronismo tan extravagante como lo es hoy el Tren de la Fresa, esa línea de ferrocarril que une Madrid y Aranjuez en vagones del siglo xix; o como recorrer a pie el norte de España hasta Santiago de Compostela, como si no hubiera otra forma más rápida y cómoda de llegar allí.


El Ártico

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