Читать книгу El Ártico - José Luis López de Lizaga - Страница 11

Svalbard, 29 de julio

Оглавление

Al principio me desanimó un poco la compañía de los otros viajeros. Como los cruceros como este son en general bastante caros, la media de edad de los pasajeros es alta. Con cuarenta y dos años, yo soy uno de los pasajeros más jóvenes. Y si la media de edad es alta, se caminará menos de lo que a mí me gustaría. Una pena. Yo había imaginado largas caminatas por valles silenciosos, alguna ascensión agotadora a algún monte. Pero este crucero me pareció el único modo de venir a Svalbard y recorrer estas islas sin tener que acampar y exponerme a un peligroso encuentro con osos polares (y todo aquí confirma que este es un riesgo que hay que tomarse en serio).

Desde el momento de embarcar, el velero construido en la década de 1920, la internacionalidad de los pasajeros —entre los que se cuenta, incluso, un doctor taiwanés—, y el inglés como lingua franca me hicieron pensar en una novela de Agatha Christie. Asesinato en el Ártico, podría llamarse esa novela, que transcurriría en un crucero como este, y en la que todos los pasajeros pareceríamos sospechosos por un motivo u otro. Es verdad que los viajeros de este crucero no tenemos ese aire elegante y aristocrático que suelen tener los personajes de Agatha Christie, pero en un velero de principios del siglo xx en el que viajan personas maduras y ociosas que hablan en inglés solo puede esperarse que, antes o después, alguien cometa un asesinato. Es más: sospecho que Agatha Christie convirtió en asesinos literarios a los tipos humanos de su entorno social porque se aburría en las cenas, como me pasa a mí ahora. Pero si en la literatura las personas maduras y ociosas que hablan inglés y viajan en velero terminan por cometer un crimen, en la vida real simplemente se aburren unas con otras.

Sin embargo, esa primera impresión algo decepcionante quedó compensada con el primer día de excursiones. Tras la primera noche de travesía desembarcamos para visitar el glaciar Murraybreen, al noreste de la isla Prins Karls Forland. Aproximándonos en silencio y cautelosamente a una playa, contemplamos durante largo rato a un grupo de focas que nos miraban perplejas, pero tranquilas.


Y por la tarde, de nuevo con el sigilo de una partida de cazadores, pudimos observar muy de cerca a una manada de morsas que descansaban en Sarstangen, una estrecha lengua de tierra en medio de la nada, unida a la isla de Spitsbergen al norte del estrecho que la separa de Prins Karl Forland. El paisaje de estas islas es exactamente como lo había imaginado. Es elemental y muy duro, pero es bellísimo. Esa lengua de tierra sobre la que descansaban las morsas me ha impresionado especialmente. A mi alrededor veía un mar metálico, un cielo gris cubierto de nubes, el velero anclado a cierta distancia, la lengua de tierra cubierta de algas, las morsas, y al fondo no menos de siete desaforados frentes glaciares en las montañas oscuras de Prins Karl Forland y de Spitsbergen, situados aparentemente a la misma distancia de mí. Siete frentes glaciares, siete descomunales torrentes petrificados al alcance de mi vista desde un único punto, separados de mí por las aguas del estrecho. Cuando caí en la cuenta de la belleza extraordinaria de este lugar, quise grabar una panorámica con mi cámara digital. Pero era tarde: se agotó la batería de la cámara, y ya llegaba la lancha enviada desde el barco para recoger a los últimos viajeros que esperábamos en la playa. En realidad me alegro de no haber podido grabar esas imágenes: no perdí el tiempo rebuscando en mi mochila y cargando en la cámara otra batería, y me limité a contemplar, absorto y agradecido, ese paisaje inolvidable.

No era la primera vez que veía glaciares, pero nunca había visto tantos glaciares juntos. Con todo, la visión más impresionante de estos enigmáticos ríos de hielo se obtiene cuando se observan de cerca. Los glaciares vistos de cerca tienen algo irreal, hasta el punto de que se diría que son imágenes fijas, de dos dimensiones, proyectadas sobre una pantalla situada en algún punto indefinido ante el observador. La indefinición es, de hecho, la principal característica de estas extrañas masas de hielo. Si nos situamos en un punto elevado y miramos el glaciar de frente, tenemos la impresión de asomarnos a una profundidad tremenda, como si lo que está enfrente estuviera en realidad debajo, en un enorme pozo. Esto produce una sensación casi de vértigo. ¿Cómo es posible esa mezcla de sensaciones tan contradictorias, esa confusión de lo plano y lo profundo, de lo que está delante y lo que está debajo? Creo que la clave está en la fusión de lo estático y lo dinámico que encontramos en los glaciares. Lo que vemos es una extensión aparentemente inerte, pero su inmovilidad no es la de la roca, ni la que ofrece a la vista la pasiva presencia de un monte, porque el glaciar tiene al mismo tiempo todos los rasgos de un ser dinámico, hasta el punto de que casi esperamos que de un momento a otro la fiera despierte e inicie un movimiento que lo arrasará todo, como un río de lava. Exactamente esto tan paradójico es un glaciar: un río de lava completamente vivo, pero a la vez quieto y frío. La impresión es, entonces, la de una potencia enorme, pero paralizada. Como la fotografía de una explosión, de un huracán, o de un torrente desbordado a punto de anegarlo todo.


En el Museo de las Exploraciones Polares de Longyearbyen —mucho más interesante, por cierto, que el museo municipal con sus fotos de vecinos tan respetables como irrelevantes— trabajaba una chica italiana con la que conversé durante un rato. Vive en Longyearbyen con su pareja, un guía noruego, y me dijo que, para saber de verdad lo que es el Ártico, hay que venir a Svalbard en invierno. Seguramente tiene razón. Pero lo que yo he visto hoy es ya el cumplimiento de lo que anticipaban y prometían los paisajes que conocí en mi viaje anterior al sur de Groenlandia, donde el Ártico aún mostraba un rostro relativamente familiar. Allí, todavía al sur del círculo polar, Groenlandia es realmente lo que dice su nombre: una tierra verde, conectada de algún modo con el mundo lluvioso del norte atlántico, con lugares como las islas Feroe o Escocia, y por tanto finalmente con Europa. Es verdad que los pastos y las ovejas son quizás lo único que tiene en común esa región del sur de Groenlandia con esas otras latitudes, pero al menos estaba eso. En cambio, Svalbard no hace concesiones. Aquí no parece haber nada más que roca, mar y hielo, y a veces la fría arena de playas envueltas en la bruma. La tundra parece escasa en muchas laderas. Los elementos se reducen, la realidad se estiliza. Y todavía más al norte desaparece incluso la tierra, y ya solo queda un misterioso océano helado, un paisaje que probablemente se parecerá más al que imaginamos en las gélidas lunas de Saturno que a cualquier otro lugar de nuestro planeta, como si el Ártico fuese una ventana que mira ya a los astros, un puente hacia ellos, una embajada sublunar de ese cosmos supralunar que la cosmología mediterránea de Aristóteles imaginó completamente separado del nuestro. En el Ártico esa cosmología aristotélica queda refutada. Lo inhóspito de estos parajes los hace inaccesibles a los hombres y refractarios a la historia, pero eso mismo los vuelve eternos, como lo son los astros. E incluso los procesos naturales suceden a un ritmo que ya casi rebasa lo terrestre y linda con lo astronómico. Es larguísimo el tiempo que tarda un glaciar en formarse, y es lentísimo el curso con el que arrastra una roca en su corriente imperceptible hasta depositarla en un fiordo. Y sobre todo, es ya supralunar la suspensión de la más fundamental de las leyes naturales, aquella que, más que ninguna otra, asienta los pilares de la condición humana: la ley que fija la sucesión del Día y la Noche, y que queda abolida a partir de los 66º de latitud norte.

Así, todo en el Ártico rebasa las medidas de la Tierra y nos sitúa en el umbral de lo cósmico. Por eso no es extraño que incluso los nombres que se asocian a esta región —Polo, Círculo Polar, Estrella Polar, o la propia palabra Ártico, que proviene del griego árktos, que significa «oso», aunque curiosamente el origen de esta denominación no tiene nada que ver con los osos polares, sino con la constelación de la Osa Mayor— tengan una resonancia abstracta, como si hubieran sido extraídos del léxico de alguna metafísica pitagórica. Y es que la imaginación y el mito tienen con frecuencia un poder adivinatorio. Lo que los hombres no han visto todavía, son capaces de imaginarlo y acertar. Esto ha sucedido muchas veces. La mentalidad mítica de la Antigüedad dio a los planetas los nombres de sus dioses, y después hemos sabido, gracias a telescopios cada vez más potentes, que la apariencia majestuosa y distante de estos cuerpos celestes tiene, en efecto, algo de divino. Lo mismo sucede con el Ártico. Sabemos por los historiadores antiguos que, en el siglo iv a.C., el navegante griego Piteas de Massalia cruzó las Columnas de Hércules, surcó el Atlántico hacia el norte y, tras dejar atrás Britania y Yerne (Irlanda), alcanzó una misteriosa región de mar helado en la que el Sol nunca se ponía durante el verano y apenas se alzaba sobre el horizonte durante el invierno. Allí se hallaba la legendaria isla de Tule, quizás Islandia. Durante siglos, los historiadores y geógrafos disputaron acerca de la veracidad de los relatos de Piteas, a quien muchos consideraban simplemente un embustero. Y no es extraño que no le creyeran, porque lo que contaba aquel navegante era increíble.

Estrabón, geógrafo griego del siglo i a.C. que consideraba a Piteas como «un gran mentiroso», analiza algunos de sus descubrimientos. Estrabón admite los datos del navegante por lo que respecta al sol de medianoche:

(...) Durante la totalidad de las noches estivales, la luz del Sol, que se desplaza en movimiento circular desde Poniente a Levante, ilumina lateralmente el cielo y (...) en el solsticio invernal el Sol se alza como máximo a una altura de unos nueve codos. (...) En territorios que distan seis mil trescientos estadios de Massalia (...) esto ocurre en medida aún mayor; en los días invernales el Sol se alza a una altura de seis codos, de cuatro en los lugares que distan de Masalia nueve mil cien estadios, y de menos de tres en los territorios situados aún más allá, los cuales serían —según nuestro razonamiento— mucho más septentrionales que Yerne.1

Pero la cosa cambia cuando se trata de juzgar las informaciones de Piteas sobre Tule y los mares del más lejano Norte:

Piteas (...) afirma que ha recorrido toda la Britania que es accesible (...), y cuenta las historias de Tule y de aquellos lugares en los que no hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa, en la que afirma que la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible ni caminar ni navegar. Dice que ha visto personalmente esa cosa parecida a la medusa, pero del resto habla de oídas. (...) Piteas dice que ha llegado hasta los límites del Universo y que ha examinado todo el norte de Europa, lo que no podría creerse ni aunque lo dijera Hermes.2

Como otros geógrafos de la Antigüedad, Estrabón sabía del Sol de medianoche, y de la noche interminable que se abate sobre el Norte durante el invierno. Pero no creería ni al mismísimo Hermes si este le dijera que existen lugares aún más remotos en los que el mar y el hielo se mezclan y confunden, dando lugar a un elemento nuevo y gelatinoso «como la medusa», ni sólido ni líquido, por el que no es posible navegar pero tampoco caminar. No obstante, lo que atisbaron o imaginaron esos primeros navegantes como Piteas hizo posible que durante siglos la humanidad soñara con una extraña región elemental situada al norte. Y esos prodigios imaginados desde antiguo han terminado por confirmarse.

En las islas Svalbard también hay tundra, y durante el verano crecen incluso pequeñas flores amarillas y azules. Y en Longyearbyen, pese a su feo aspecto de pueblo minero, vi macizos de algodón ártico creciendo en cualquier sitio, y yo diría que con melenas más frondosas que las que encontré, en mi viaje anterior, cerca de alguna playa del sur de Groenlandia. Pero la vegetación de Svalbard es más austera y más frágil que la de la gran isla hermana. El musgo es menos mullido, las flores más escasas, y al ascender por los montes o descender hasta el mar, bien pronto la roca adquiere un protagonismo absoluto, sobre todo en esas cumbres de alta montaña que se alzan inconcebiblemente en la orilla misma de los fiordos. Lo ignoro todo sobre los minerales, pero esos picos me parecen compuestos de una roca más oscura que aquella a la que estoy acostumbrado, aunque quizás este color se deba simplemente a la humedad que empapa permanentemente la piedra desnuda, porque cuando llueve son también negros, y solo veteados de nieve, los picos de tres mil metros que conozco en el Pirineo.

El aspecto de alta montaña domina el paisaje de Svalbard. Cuando la superficie del mar no toca directamente el cielo, fundiéndose ambos en una gradación de grises, es porque se interpone un glaciar o una cumbre abrupta. Todo lo que en el resto del planeta media entre la elementalidad del mar y la pureza de las altas cimas ha sido suprimido aquí. Y tampoco está claro si este es el paisaje del origen del mundo o el de su final, porque podría ser ambas cosas: o bien la imagen remotísima de lo que había en el mundo cuando aún no había nada, o bien la anticipación de lo que habrá cuando, tras el Gran Año platónico, el mundo vuelva a contener tan solo lo que una vez hubo: cielo, mar, roca y hielo.



El Ártico

Подняться наверх