Читать книгу Nadie duerme con ropa en Acapulco - José Luis Zapata Torres - Страница 8

ZOOPU CO PAPAG YO

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Mi padre siguió diciendo: “Las familias locales podían venir los domingos sin tener que pagar, así es que en esos días veías a muchos niños corriendo por todo el parque como animalitos salvajes. Era muy bonito para ellos. En aquellos años, todo fue muy bien pensado para la población: con el Zoopulco entretenías a los niños, con el estadio de los Charales entretenías a los jóvenes, con el Metropulco, la Acatorre y el mismo Zoopulco daban empleo a los adultos y todos invertían su tiempo para bien… pero lo que no vieron, lo que les faltó…”.

Él solo se interrumpió para avanzar con velocidad acelerada hacia una cortina de arbustos que parecía separar de una fosa a los visitantes. Me llamó: “hijo, ven aquí” y yo acudí a su llamado. Estaba junto a él cuando pregunté qué era lo que estábamos buscando, señaló con un dedo lo que parecían fierros oxidados de gran tamaño, como rieles de tren “¿De qué le ves forma?”, preguntó. Por mi parte, luego de mirar ese pedazo y buscar el resto y a dónde conducía, llegué a la conclusión de que era una especie de jaula, y dije: una jaula.

“Una jaula muy grande, hijo. En este lugar solían estar los animales del Zoopulco hasta que la revolución estalló”.

Ya no entendía lo que mi padre estaba diciendo. Según yo, nunca hubo, no en este siglo, una revolución mexicana, por lo que le pregunté a qué se refería y él contestó: “La revolución animal, hijo. Un día, todos los animales que tenían atrapados en este lugar, tomaron la decisión consiente —al menos eso es lo que aseguran los empleados que lo vieron, yo tengo el testimonio de uno de ellos allá en el auto, cuando volvamos te lo enseño para que lo leas de primera mano— de salirse de sus jaulas, provocar pánico para que la mayoría de los visitantes se fueran, deshacerse de alguno que otro, por supuesto, y asesinar así, a sangre fría, como animales, al director del parque. Dicen que fue un espectáculo, porque después de muerto, los animales volvieron a sus jaulas, a llevar la vida común que antes habían tenido. Después de eso, con la muerte del director y las muertes de los visitantes el Zoopulco cerró, dejando a los animales a la deriva.”

Un escalofrío recorrió mi entrepierna, por un segundo dejé de sentir calor. Dije el primer pensamiento que vino a mí cuando mi padre calló: “¿Qué pasó entonces con los animales?” Mi padre, ya con la misma angustia que yo, respondió: “Se dice que los dejaron aquí… en este parque…”.

Fue cuando nuestras sospechas, nuestros miedos, se hicieron realidad. Un viento proveniente del mar sopló los suficientemente fuerte como para hacer golpear unas ramas contra otras. Cuando el viento cesó el ruido de los árboles dio paso a otro sonido más espeluznante. Yo hubiera preferido mil veces el chillar de un pájaro, incluso el cascabelear de una serpiente. Pero en lugar de ello, frente a nosotros, o atrás o arriba, no lo supe con certeza en ese momento, se escuchaba en todas partes y ya no sabía a dónde voltear; un rugido acalambró nuestras piernas. Era extraño, ni él ni yo, hombres de ciudad, supimos distinguir qué animal fue el que nos gruñó. Sonaba entre león —si es que las películas no mienten— y gorila, u otra cosa, la consecuencia final fue nuestra huida y el estrepitoso palpitar de nuestros acelerados corazones al sentir que, por más que avanzáramos y saliéramos del parque, todavía teníamos el rugido de aquel animal, y hasta su respiración, sobre nuestras nucas.

Cambiamos la ruta. Llevé al automóvil a la Costera Miguel Alemán. Al llegar a ella reduje la velocidad a la mitad: en ciertas partes las olas revoloteaban en las calles.

Detuve y salí del coche en cuanto la vi: una estación del Metropulco. La entrada que daba al mar estaba completamente cubierta por agua pero, la del otro lado, la que daba a las montañas, todavía podía salvarse del constante vaivén del mar.

Mi padre no aceptó la invitación que le hice para bajar a examinar el lugar, e hizo bien. Al bajar los primeros peldaños pude ver la pared de cristal que contenía el agua de mar del lado opuesto y me sorprendí de que todo ahí dentro fuera arena y agua, y esa misma se extendía por todo el lugar, cubriéndolo todo hasta donde mis ojos y mi posición me permitían. Yo me encontraba en las primeras escaleras y no bajé más para no mojarme, aunque me hubiera encantado saber cómo llegó toda esa agua ahí.

Cuando le pregunté a mi padre él no dijo nada. Parecía un acontecimiento doloroso y por respeto no insistí.

¿A dónde vamos?, pregunté a mi padre cuando, sobre el auto, él me indicaba hacia dónde girar, pero no me decía nuestro destino y evadía la pregunta con un “Es una sorpresa”. Por fin llegamos al malecón. Antes de bajar del carro mi padre sacó de un viejo libro un todavía más viejo conjunto de 8 páginas que puso en mis manos. Yo comencé a leer: era el testimonio del trabajador del Zoopulco.

Al terminar de leer bajé del auto, mi padre se había adelantado y se hallaba de pie frente al mar con los brazos atrás de la espalda.

Nos quedamos mirando el atardecer. El cielo comenzaba a pintar el mar de un color anaranjado que bien podría parecerse al púrpura; las aves volaban sobre nuestras cabezas en dirección a las playas. Nos paramos al borde del malecón a ver cómo las aguas reventaban y agitaban los pocos barcos sobrevivientes que yacían en la superficie. Algunos eran golpeados contra otros que sólo mantenían su proa fuera del agua cuando la marea se alejaba.

Absolutamente todo estaba oxidado. Unos carros que quedaron abandonados entre el malecón y el zócalo parecían tener cien años de antigüedad, la pintura ya no estaba, y parecía que se hubieran quemado. Cuando me acerqué lo suficiente lo comprobé: uno sí estaba quemado, el otro solamente se oxidó, la diferencia casi es nula en el metal, pero innegable en los interiores.

Mi padre y yo retrocedimos un poco por el camino por donde veníamos: “Este Sanborns es casi tan antiguo como el de los azulejos, hijo. Dejo que lo mires un rato mientras voy a sentarme por allá.” Y eso hizo. Yo traté de buscar algo interesante en ese viejo local, pero nada llamaba mi atención. Incluso me pareció raro que mi padre se detuviera en un Sanborns, con todo lo interesante que ya me había mostrado, creí que iba a mantenerse en una misma línea. Pensé que era mucho pedir. Pensé que yo mismo no estaba poniendo atención a los detalles, miré el restaurante con detenimiento creyendo que debía ser más como mi padre y ver más que sólo por encima, hasta que volteé al lugar donde según él estaría y no estaba.

Caminé hacia el lugar. A la derecha del Sanborns. Toda la calle llena de papeles. Por primera vez parecía una película apocalíptica, papeles tirados por todas partes, volando, vidrios esparcidos como granizo y ni un rastro de mi padre. Miré el edificio que tenía enfrente, tenía la puerta abierta. Mi padre sin duda no pudo haber corrido en alguna dirección sin que yo alcanzara a verlo, por lo que la puerta abierta abrió en mi mente la idea de que él se encontraba dentro de ese edificio que alguna vez, presiento, fue amarillo.

Entré con cuidado para no pisar ningún vidrio o papel; para no hacer ruido. Sólo había caos y se escuchaba un ligero ruido hasta el fondo. “Será mi padre”, pensé. Decidí seguir el eco: al fondo y para arriba, cada vez más oscuro. El edificio se empezó a poner más denso y silencioso de la mano del atardecer. Subí unas escaleras que me condujeron a un cuarto más angosto que el de la recepción. A partir de ahí me guie sólo con el oído, pisando los viejos papeles que había estado evitando, hasta que mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad. Seguí el ruido hasta lo que parecía una recepción y, detrás de ella, una puerta abierta.

Me quedé inmóvil por unos minutos, como si hubiera atravesado un umbral y me estuviera preparando para avanzar. Pero no avancé, mejor, hice lo que tenía que haber hecho desde que tuve problemas para ver. La linterna estaba en la mochila y cuando la encendí, los ruidos continuaban, decidí guiarme de nuevo por ellos.

Me llevaron a un rincón, como una bodega de archivos que no compartían el caos del resto del edificio; sí había caos, pero era diferente. En una esquina vi una pequeña luz que se movía, “¿padre?”, dije con cautela, sólo podría ser él, pero no estaba seguro. Cuando estuve frente a eso, una luz me apuntó y cegó de inmediato, y se acercó a mí.

“Creí ver una iguana, hijo. La seguí hasta aquí, pero desapareció”, esa fue la primera mentira que mi padre me dijo. La segunda, porque la primera fue para llevarnos a las ruinas de Acapulco.

Apunté la luz a sus espaldas; eran como unas cinco carpetas, gordas, acomodadas como en el caos de la bodega, no como el del resto de la ciudad. “¿Qué hacemos aquí, padre?”, pregunté y él respondió que estábamos buscando una iguana, ante eso, decidí leer los papeles, páginas oficiales con sellos de gobierno: PLAN DE IMPULSO TURÍSTICO SIGLO XXI.

En ese momento, tan a bote pronto, no entendía lo que estaba pasando, así que inocentemente decidí preguntar como un niño pregunta a su padre confiando en que éste le dirá siempre la verdad: “¿Para qué necesitas esto, padre?”. Él no contestó, en lugar de eso, tomó todas las carpetas y se dirigió a la salida del edificio sin siquiera fijarse por donde iba avanzando o dirigir una mirada hacia mí.

Salió del lugar y lo detuve, antes de que avanzara más, en medio de lo que alguna vez fue la costera Miguel Alemán. De un brazo lo sujeté y le dije: “Explícame, por favor, padre, ¿qué es lo que venimos a hacer a Acapulco?”. Nunca venimos a pasear, eso me queda claro, yo creía, desde un lado positivo, que vinimos para que mi padre, ya en sus últimos años viniera a encontrarse con su pasado y que yo, heredero de recuerdos ajenos, conociera por mis propios ojos aquellos lugares de los que mi padre —como todos los ancianos— no paraba de hablar.

Él soltó en llanto, yo solté su brazo. Lo dejé sentarse en el suelo de la avenida, por supuesto estaba solitaria y para esa hora ya se sentía fría. Lo dejé expresarse lo mejor que pudo: “Vivíamos con otra mentalidad, hijo. No teníamos idea de que algo así iba a pasar ni de qué tantos muertos íbamos a provocar… sólo pensábamos en las ganancias, como cualquier acapulqueño en esa época, las ganancias eran lo más importante hasta que se nos salió de control… Por mucho tiempo gran parte de los estados de la república se quejaron de que el turismo de playa se concentraba únicamente en este puerto y que las ganancias provenientes del extranjero sólo se repartían por estos lugares. Un grupo de empresarios nacionales e internacionales idearon y propusieron un plan de impulso turístico para reactivar otros puertos; la idea no era mala, hijo. Ellos sostenían que, siendo Acapulco el único destino para los turistas, todos deseaban venir aquí, lo que provocaba un lleno excesivo y limitaba el número de personas que podía recibir el puerto. Si, por ejemplo, 1000 turistas querían venir a gastar su dinero, sólo 800 podían entrar porque ya no había cupo para los otros 200, los cuales decidían irse a algún otro país con playa y gastar su dinero en otra parte. Eso por supuesto no le convenía a nadie en el país, sin mencionar que, en ocasiones, era el turismo nacional el que le ganaba la partida al internacional y eso, hijo, en el mundo del turismo no se puede permitir. Siempre hay que dar preferencia al extranjero”.

La noche había caído sobre nosotros. Interrumpí la historia de mi padre para poder salir de las calles, volvimos al carro y conduje hacia donde unos letreros me indicaban que estaba La Quebrada.

Mi padre siguió: “Te digo, hijo, que la idea era muy buena, sólo era un poco de apertura para que los 1000 turistas pudieran venir a México y se diera la oportunidad de que 1000 más gastaran su dinero aquí, de manera proporcional y distribuida en diferentes puntos del país. Todos ganábamos, esa era la idea. Mas todo salió muy mal”.

Llegamos a una calle estrecha que estaba pegada a un risco, daba la vuelta a una playa muy angosta, y salía hasta la Quebrada. Supe qué era desde que la vi, la imagen de siempre, sólo que más oscuro, iluminado solamente por la luna, acompañados —eso sí nunca se perdió ni se perderá— por la música de las olas al estrellarse contra las rocas. Algo estaba de bajo, parecía un montón de fierros que fueran el esqueleto de una cápsula o algo semejante; ya no quise preguntarle nada a mi padre hasta que terminara su confesión.

Y continuó así: “Ese fue el error que cometimos y del cual me arrepiento, hijo, creímos que no era suficiente con la creación y difusión de nuevos puertos, si no que había que dejar un mal recuerdo en las mentes de los turistas que amaban esta ciudad. Muchos de los buenos empleados de esta zona, fueron movidos a las otras playas, dejando intencionalmente a los trabajadores menos eficientes aquí en Acapulco. Pero nuestro pecado no quedó allí, hijo mío, también cometimos el peor error de todos y desatamos el caos, no sólo en el puerto, que era lo que teníamos planeado, sino que se extendió a todo el estado y la violencia azotó al país. Soltamos una bomba, iniciamos una guerra, causamos muchas muertes, hijo, soltamos a la perra, hijo. El crimen organizado, bajo el mando y la orden de nuestros superiores en la capital, provocó pánico entre los visitantes del puerto, pero no sólo en ellos, también hirió al pueblo, quien poco a poco fue dejando este lugar. Hasta tenerlo como lo encontramos ahora”.

Mi padre soltó el llanto otra vez. Decidí que era tiempo de retirarnos de aquellas ruinas porque la oscuridad ya nos estaba consumiendo y era infinita. Bajamos en el coche, mi padre no paró el llanto. Yo iba siguiendo la super estructura de la Acatorre, que desde abajo y en la oscuridad parecía una línea negra que tapaba las estrellas y la luna.

Mi padre, por su parte, cuando terminó su lamento, continuó: “Matamos a millones, hijo. Toda esa sangre sobre nuestras cabezas. Merecemos todos los círculos del infierno, hijo… por eso vinimos, hijo, discúlpame por no decirte. Soy un hombre viejo que ya ve contado sus días, ahogado por la sangre que yo mismo derramé casi con mis propias manos, hijo. No podía despedirme con este peso en mis hombros. Por eso vinimos, hijo, para recoger estos papeles, para darlos a conocer, para redimirme en mis últimos días, hijo. Para perdonarme a mí mismo”.

Coloqué a mi padre juntó a mí y lo abracé, estábamos juntos debajo de la Acatorre. Allí estacioné el coche y le propuse que nos durmiéramos, que mañana regresaríamos a la Ciudad y que olvidáramos ya este terrible viaje. Entramos al enorme edificio y subimos al primer mirador para ver a la luna reflejarse sobre la bahía y provocar una línea blanca en sus aguas… una línea blanca como símbolo de su perdición… siempre estuvo allí desde el principio. Nos acomodamos cerca de una placa conmemorativa a la memoria de lo que parecía un antiguo clavadista acapulqueño: Ítalo.

Al amanecer no dijimos nada. Encendí el coche, conduje hasta donde se encontraba una bandera al pie de la playa, roída, decolorada y, sin embargo, seguía ondeando. “Así debe sentirse nuestro país”, pensé. “No todo es tu culpa, padre”, le dije, “tal vez se lo merecían. Por lo menos algo se debe salvar”.

Mientras, al irnos de aquel puerto al que nunca volveríamos, pude ver por el retrovisor, a lo lejos, a una persona delgada, morena y sin playera a la orilla del mar, con algo parecido a una red en sus manos, preparándose para volver a entrar al agua.

Nadie duerme con ropa en Acapulco

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