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Acabús

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“Era un gusano de metal enorme que comía personas. Lo llamaban: Acabús. Recorría todo el puerto parando sólo para alimentarse. Lo más sorprendente de ese monstruo fue el sacrificio que la gente hizo pa´ traerlo”. Don Eligio relata este gran suceso desde su perspectiva: “Yo vivía allá por el paso limonero, trabajaba más adelantito bajando los cocos. Cuando supe lo del Acabú —que le llaman— Yo quería ver lo que era. Pos en ese tiempo no teníamos tele, vivíamos nomás de bajar cocos yo y mis hermanos, yo era el menor. Y pues cuando vi, que llegaron con sus maquinotas acá, que parecía manos enormes, pues estaba todo espantado, y más por el ruidero que hacían, el humo, todo. Más porque temblaba refeo cuando le pegaba al piso ¡tacatacatacataca! Y ¡Pum! Se hacía la rajada en el suelo”.

Él, como muchos otros vecinos de la colonia fueron los primeros en ver este acontecimiento único en el mundo.

—¿Qué sintió cuando lo vio por primera vez?

—No pues bien feo. ¡Sí! bien feo. Pus estaba yo chamaco yo que… ¿Yo qué iba a saber?

—¿Sintió miedo?

—Pus sí, como todo ¿no? Siempre que hay algo nuevo uno se asusta y no se atreve a conocerlo.

—¿Cómo fue? Cuéntenos cómo fue su primer encuentro con el Acabús.

—Bueno, pa cuando lo vi completito, así completito, yo ya estaba más grande. Yo, ¡Ya sabía lo que’ra!

—¿Y cómo lo descubrió?

—Bueno, aunque nosotros no teníamos tele, el vecino sí. Allí íbamos con mis hermanos. Me agarraban de la mano y me jalaban y zangoloteaban para cruzar la carretera y no me aplastara ningún carro. Veíamos las noticias, cómo en toda la ciudad había pozos quesque para mejorar las calles para el Acabús, que para arreglar las tuberías —nosotros nunca tuvimos un baño, íbamos a orinar ahí en la palma, a zurrar en el arroyo ¿qué sabíamos de drenaje y agua potable?— el chiste es que abrían aquí, abrían allá y nomás no se veía que taparan. Puro abre y abre y abre y abre y nomás nada de tapar los pozos.

—¿Eso usted lo veía mal?

—Pues sí porque, la gente con sus carros no podía pasar. Luego que había más camiones que carros y ellos eran los que provocaban todo.

—¿Qué provocaban?

—¡Pues todo! El tráfico, los choques, que las gentes estuvieran de mal humor. Y las broncas, ¡había una de pleitos en ese entonces! El camionero era el primero que bajaba y se las daba de muy muy, pero también era al primero que se le subían los güevos a la garganta cuando veía escuadra y se iba. Vieras visto la cantidad de choferes y chalanes muertos por esos pleititos.

—¿A usted le tocaba el tráfico por acá por donde vive?

—¡No! No, yo vivía por acá. Pero a esa edad me iba a trabajar de chalán a la construcción. Me decían el traidor: “Que tráeme esto, tráeme lo otro”, eso fue como a los trece, tenía que trabajar sino no comíamos. Claro, no era el único chambeador; mis demás hermanos, con lo poco que les pagaban, sólo trabajaron para comer.

—¿No fue a la escuela?

—Fui los primeros años, luego llegó esta obra y duro y dale pal pescado.

Como ya hemos oído, la construcción del Acabús tuvo sus malas consecuencias: riñas en plena calle, aumento en el gasto de gasolina, hubo reportes de desmayos por el calor y el estrés, y, como le ocurrió a Don Eligio, muchos niños tuvieron que dejar la escuela para ponerse a trabajar. Pero eso no fue culpa de la obra, más bien, fue culpa de la falta de comunicación entre este sector del municipio y el centro de la ciudad, o lo que es más importante, la zona turística. Esa fue una de las razones por las que quisieron construir este sistema de transporte público. Aunque, el verdadero beneficio que trajo fue lo que veremos a continuación:

Fueron cuatro años, ¡Sí! Cuatro años de caos en el puerto de Acapulco; las personas vivían histéricas, los taxistas habían subido sus tarifas, pero, el crimen organizado disminuyó, relativamente, sus actos de violencia.

“Según que porque los malos ya no podían armar sus balaceras y salir corriendo. ¿Pues cómo? Si dilataban harto en desaparecer, jamás iban a poder escapar de los Federales… ¡Bueno! Las pocas veces que los perseguían. Eso dicen, que por eso. A mí se me hace que no es cierto. Lo que yo sé, y me enteré por varios de mis amigos que están en gobierno, es que el nuevo presidente hizo el pacto, el pacto ese con los jefes de los malos. En realidad por eso bajó la violencia. O bueno, no bajó, solamente dejó de ser tan obvia, o como dice un amigo: ‘Nos acostumbramos’”.

La señora Eva, trabajadora en un despacho de abogados, nos cuenta cómo poco a poco la violencia fue desapareciendo, como dice ella:

“Como le digo señorita, antes, mis patrones vivían diario con el miedo de que los fueran a levantar, matar, chantajear o miedo a una golpiza por confundirlos ¿qué sé yo? Teníamos tres candados para las puertas de fierro de la oficina, la regla era jamás ir a trabajar con joyas u objetos que parecieran valiosos y, si íbamos a salir tarde, irnos todos juntos ‘así será más difícil que nos levanten’ decían siempre”.

—¿Pero cómo fue que sintió la disminución de esta violencia?

“Pues es que antes se escuchaban a diario las balaceras; a veces cerca, a veces más lejos o era de que llegaba alguien y te decía: ‘No pus hubo balacera en tal lugar, mataron a tantos’ y así. Llegó a tal punto que, me acuerdo, un día de esos en lugar de preguntar si habían matado a alguien, como era mi costumbre, pregunté solamente que a cuántos mataron. Así, sin preocuparme, sin asustarme. Pero las cosas fueron bajando, dejaron de escucharse las armas, las camionetas negras y grandes dejaron de verse, y la gente fue perdiendo poco a poco el miedo (si es que eso se puede)”.

—¿Cuál cree que haya sido el motivo principal?

“Pues, señorita, como le vuelvo a repetir, yo creo que fue el cambio de gobierno, pero a lo mejor también ayudó lo de la falta de camino libre en el puerto”.

“Desde entonces, la gente me trata bien. Ahora sí me siento persona, ahora sí estoy tranquilo en mi ciudad”.

—¿Crees que ese cambio se originó en la obra?

“Pues… en la obra como tal, no. Porque el montón de arena, graba, madera, cemento, agua, herramientas y personas sudadas con olor a ácido en sus sobacos, nunca han traído un momento de paz. Dicen que el verdadero fenómeno se dio en las colonias populares, las jodidas, pues”.

—¿Escuché bien? ¿En las colonias? ¿Por qué en las colonias?

“Sí. ¿Nunca se enteró?”

—Cuéntanos.

“No se sabe en qué colonia, pero era cercana a la Cuauhtémoc, en donde empezó un chavo a… ¿cómo se dice, pues? ¡Bueno! Algo así como alborotar a todos sus vecinos, a lavarles el coco, pues. Pero para bien. Los juntaba como buen político, usando la psicología y el verbo; y les decía que debían juntarse como vecinos y no sé qué cosas, que apoyarse para el bien de todos y toda esa vaina. No sé si sus vecinos le hicieron caso a la primera, pero la cosa se fue haciendo más grande; se expandió de su cuadra a la colonia, de ahí a las colonias cercanas. Ya estaban muchísimas personas juntas, que ya ni eran de la zona; hasta yo me uní y eso que vivo por Icacos, o sea, del otro lado, pues. Pero es que ese vato hablaba chingón, al chile. Yo estuve en el último discurso, cuando todos empezamos”.

—Dinos algo de lo que decía en sus discursos.

“Lo siento, pero él nos dijo que nunca lo repitiéramos, que nunca dijéramos su nombre —los que lo conocían, porque a los que éramos extraños nunca nos lo dijo—. Nada de fotos ni preguntas personales. Esas fueron las reglas y hasta ahorita todos hemos respetado”.

—Ya recuerdo, ustedes fueron los del movimiento en el Roble.

“Ándele. Ese fue el último discurso del chavo éste. Nos juntó a todos, a todos los que ya habíamos ido, anticipándonos que iba a empezar ese día. Terminó de discursear y se fue caminando a la Cuauhtémoc. Bajó de una camioneta pala, pico, cubeta, botas, cascos y unos garfios así bien raros. Nos los dio y todos empezamos. Eran pocos los que sabían algo de albañilería, los demás —contando mujeres y niños— ayudábamos en todo, como piones, pues: que llevar la cubeta, que los alambres, los fierros, el agua pal cemento y pal albañil… y las chelas, pues, pa la calor. Ahí fue el primer movimiento. No éramos etspertos, muchos no eran capaces, pero éramos muchos y todos juntos hicimos que las cosas se apuraran, porque la neta no se veía por dónde. No recibimos pago, nuestra retribución fue que paró el caos en la colonia, no volvió a faltar el agua, el beneficio fue para nosotros. Y terminamos, con eso vieron que sí sirvió. La calle se liberó y ya no hubo tanto tráfico en esa zona. Los vecinos de las otras colonias hicieron lo mismo, abrieron los ojos, pues, salieron a ayudar en la obra, hacer presión a los ingenieros y así terminó más rápido de lo esperado. O en la fecha que debió de terminar, pues, ¡con eso de que se tardaban…! Las cosas no estuvieron mejor antes de eso”.

Hoy en día, las calles y caminos del puerto lucen igual que cuando empezaron las remodelaciones, el camino del Acabús ha sido violado y testigo de tantas desgracias como la de la carriola roja:

“Yo no lo vi, escuché los gritos. ¡Un montón de gritos de puras pinches viejas histéricas era lo que se oía!, pero cuando supe que era un bebé el que se había caído al camino del Acabú, quise matar al hijo de su pinche madre que lo iba conduciendo. ¡Pus que no se dio cuenta, digo! ¡Puta carriola roja como sus nalgotas —ay, perdón por las palabras— y no la vio, pues! En fin, el bebé de la chava estaba dentro de la carriola roja que se metió en el camino del Acabú rojo… dejando una mancha roja en el carril… por eso se recuerda tanto el caso”.

Y ahí lo tienen, un pueblo se unió para sacar el trabajo que necesitaban, mano a mano lograron lo que querían y lo que la indiferencia e ineficiencia de las autoridades no había hecho. Y aunque han pasado desgracias tales, que a cualquiera podrían romperle los ánimos, los vecinos de las colonias, los habitantes de lo que alguna vez fue el paraíso del Pacífico, no han bajado la cara ni las manos. Como sacado de algún cuento, Acapulco se convirtió en un modelo para la sociedad mexicana por lo menos durante unos cuantos meses. Reportando desde Acapulco: Paola H. Luz.

Nadie duerme con ropa en Acapulco

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