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INTRODUCCIÓN

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«Otro Chile es posible» es el nombre de una Fundación en la que me toca participar y que me ha dejado con un esquema mental que quiero aplicar a esta reflexión que lleva por título: Una forma nueva de ser Iglesia es posible y urgente. Título que nace de una fuerte convicción: no existe aquello que no se puede cambiar ni ninguna muerte que no se pueda transformar en vida.

Esa nueva forma de ser Iglesia corresponde básicamente a una Iglesia sinodal, profética, esperanzadora y convertida a Jesucristo. En estas páginas querría ser capaz de ofrecer elementos y pistas de reflexión, herramientas y sugerencias para motivar la puesta en marcha de un proceso que lleve significativamente a la renovación de una Iglesia que sea cada vez más evangélica y evangelizadora.

Una Iglesia que fije los ojos en Jesús y en su Evangelio con la convicción de que tiene que hacerse cargo de los pobres. Los cambios que ello supone son de «vino» y de «odres», y ambos tienen que ser nuevos, distintos, y facilitar una cercanía al pueblo de Dios. Esta real conversión eclesial no es de un remiendo, sino una novedad bien revolucionaria tanto en su mensaje como en su actuación. Se trata de vivir de manera distinta, de resistirnos a que todo siga igual, de rechazar seguir haciendo todo como siempre. No queremos una Iglesia hecha de componendas y de arreglos y con una vida superficial, ya que está claro que así no infunde alegría ni dinamismo en nuestros corazones, porque está sumergida en una profunda crisis.

Elaborar la propuesta de esa Iglesia que se transforma para responder a su misión es una tarea que se inició con su nacimiento. Tiene una historia, y de ella vamos a hablar. Para K. Rahner, esa actividad, como expresó al terminar el Concilio Vaticano II, fue siempre para el pueblo de Dios un deber y una oportunidad; y sigue siéndolo. Como vamos a ver más adelante, estos tiempos son los de una profunda e inédita crisis de fe y en la que es urgente identificar y poner nombre a los grandes cambios religiosos, culturales, sociales, tecnológicos, económicos y políticos, a las llamadas de nuevas estructuras de autoridad y participación en las decisiones y a los movimientos relacionados con la globalización, la distribución de recursos y el medio ambiente. En una palabra, la Iglesia precisa estrenar una nueva «hoja de ruta».

Son momentos difíciles para la Iglesia y, por tanto, se le pide proceder con lucidez y responsabilidad. Sería funesto que viviera hoy sorda a las llamadas que le llegan: desoyendo las palabras de vida del Evangelio, no escuchando su buena noticia, no captando los signos de los tiempos. Difícil y duro es vivir en la Iglesia encerrados en nuestra ceguera y sordera, en la apatía y la desolación, en la rabia y la tristeza, en el dolor y hasta en la vergüenza que tanto abundan en ella y en torno a ella. Sin duda, esta decepción es mayor entre los jóvenes, ya que han crecido escuchando la arenga posmoderna y progresista hostil a la Iglesia católica. Esta no debe olvidar que la tierra prometida está por delante, no por detrás, y que su salida de esta crisis no será inmediata. Llevará tiempo, ya que, en el fondo, está radicada en que jerarquía y sacerdotes se alejaron en su actuar del Evangelio y de las enseñanzas de Jesús y, por el contrario, se enfocaron en mantener el poder en sus diversas formas.

La Iglesia, como ha intentado en algún momento, no debe pretender perpetuarse como sistema rígido y fijado de una determinada manera y para siempre. Su encuentro con quien la fundó, Cristo Jesús, la tiene que llevar a una conversión continua, fruto de una conversación con los mundos en los que se halla presente, y así renovarse y responder a su gran tarea de ser sacramento universal de salvación.

Por eso queremos presentar un recorrido para conocer mejor a Jesús y dejar entrar en la Iglesia la fuerza liberadora y transformadora de su Evangelio. Los seguidores de Jesús no deberíamos perder la confianza y el aliento. Nuestra sociedad está urgida de testigos vivos que ayuden a seguir creyendo en el amor, ya que no hay porvenir para el ser humano si termina perdiendo la fe en el amor.

Por tanto, está claro que no podemos limitarnos a aceptar la realidad actual de Iglesia ni contentarnos con lo que se vive. Hemos de abrirnos a un futuro desafiante que, en el fondo, ya está comenzando. La Iglesia debe ser la reserva espiritual de la humanidad, pero ha entrado en crisis. No puede menos, como propongo en estas páginas, que iniciar un camino de búsqueda de su más auténtica identidad, que la llevará a ser, en lugar de una Iglesia de masas, una Iglesia pequeña grey, minoritaria, donde se viva un cristianismo de diáspora y los cristianos seamos tales no por tradición sociológica, sino por convicción personal y con una verdadera calidad cristiana. En el fondo, así se pasará de una comunidad de masas a una comunidad de creyentes.

No hay ninguna duda de que la realidad de la Iglesia se ha complejizado y problematizado. Uno diría que muchos de sus integrantes ahora son de «pertenencia débil», ya que no han descubierto todavía lo más apasionante del Evangelio; o peor aún, son de «creencia sin pertenencia». No hay duda tampoco de que tenemos que pasar de una Iglesia sociológica a una Iglesia de cristianos convencidos; a una Iglesia que hace suyas las luchas y logros de las generaciones precedentes y para llevarlas a metas más altas.

Si no hacemos cambios profundos en la manera de ser Iglesia, seguiremos condenados a ser minoría y a no tener incidencia mayor en el tejido socio-cultural, político y económico-social, y, por supuesto, en el religioso. Eso es lo que no pocos piensan, sienten, creen y quieren para llegar a un vivir cristiano hecho de sabiduría y de audacia. La peor de las tentaciones consiste en quedarse rumiando la desolación. El futuro modo de ser de la Iglesia, o será distinto al del presente, o no surgirá en ella y con ella nada nuevo que vuelva a encantar a los hombres y mujeres de nuestros días. En este momento, la crítica seria y la propuesta profética son parte del anuncio evangélico.

La finalidad de todo este esfuerzo de reflexión y propuesta es una «regeneración» de la Iglesia. A ello apuntamos. Ello va a suponer un dinamismo de evangelización inculturada que involucre a todo el pueblo de Dios en un proceso hermenéutico del Evangelio en la historia actual. Ello, en parte, se consigue dinamizando las prácticas comunicativas y participativas en las que se regenera por la fuerza del Espíritu el «nosotros» eclesial gracias a la interacción de los sujetos –laicos, religiosos y sacerdotes– que lo constituyen. Pero hay que descubrir las no pocas contradicciones que hay en la estructura de la Iglesia y cambiar. No es posible que, en su seno, la ley canónica facilite que un obispo o superior religioso sea pastor y juez al mismo tiempo. Eso dificulta la imparcialidad y la credibilidad; es un grave error.

Por supuesto, para que esta regeneración se dé se debe leer valiente y desapasionadamente el período posconciliar para indicar los factores de resistencia a las reformas, reformas abiertas o deseadas por el Concilio. Eso lo vamos a conseguir situando al sujeto eclesial en su dinámica institucional y en la de sus estructuras. Para ello hay que entrar en un proceso global que debe promoverse, acompañarse y motivarse. Tenemos que tener conciencia de que no nos encontramos ante un cambio circunstancial o una mutación que no afecta a la cultura colectiva del cuerpo social, sino ante una verdadera reforma de la Iglesia que afecta a todo y lo reconfigura y lleva a un real nuevo modo de ser Iglesia.

Sin ninguna duda, para los católicos, a diferencia de otras Iglesias, el concepto y la realidad de la Iglesia ha sido y es central. Ello incluye dimensiones diferentes de vivencia religiosa: la experiencia religiosa personal, la vivencia comunitaria, el itinerario proporcionado y adecuado de formación, la acción pastoral integral y la acción socio-cultural. A partir de todo esto, la nueva forma de ser Iglesia supone el encuentro con Jesucristo que suscita fe en él; no hay discipulado sin encuentro personal. A partir de ahí, esta forma nueva tiene que concebirse como un dinamismo espiritual que permita vivir ese discipulado como itinerario de la conversión permanente y de la llamada a la santidad, que son constitutivos junto con el despliegue de un real compromiso misionero.

Por supuesto, también, que «nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual, aparentemente, todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Justamente, el Gran Inquisidor de la novela del mismo título argumenta que todo está bien porque está bien organizado y, sin embargo, Jesús se encuentra ausente. A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Aparecida 12).

Está claro que esto pide un nuevo modo de ser Iglesia, y para ello entrar decididamente con todas las fuerzas en los procesos constantes de renovación misionera y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorecen la transmisión de la fe. La Iglesia tiene que despertar y poner todo lo que hacemos al servicio del Reino de Dios. La masa de la humanidad es pesada y se necesitan siglos de maduración antes de que el cristianismo consiga que la caridad lo haga fermentar todo. Los seguidores de Jesús no debemos perder la confianza y el aliento.

Esta Iglesia, que con verdadera pasión busca otro rostro, otro corazón y otra mente, no puede seguir como hasta ahora con una pastoral de conservación. No hay duda de que el inspirarse más en Ad gentes que en Lumen gentium del Concilio implicará profundos cambios personales y estructurales. Hay que abandonar muchas cosas, entre ellas el estilo y las ambiciones de la Iglesia masiva de cristiandad, y volver a ser fermento para una nueva eclesiogénesis misionera desde dentro. Más aún, hay que volver al Evangelio y hay que volver a Jesús: «Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (EG 11).

La vida de la Iglesia solo puede entenderse mirando hacia atrás; pero la tenemos que vivir mirando hacia adelante. En torno a ese «hacia adelante» va a girar este libro. En él también vamos a dejar claro que está bien que la Iglesia no haga el mal y descubramos las ocasiones en que esto ha sucedido. Pero está mal que esta realidad maravillosa no haga el bien y lo multiplique y lo contagie. Las dos realidades descritas son parte de la vida cotidiana de la Iglesia. Pero esta no puede olvidar que el bien es fecundo y da fecundidad. Así lo experimentó y confesó san Juan XXIII: «La bondad hizo fecunda mi vida».

Esta vez, la del comienzo del siglo XXI, es otra de las veces que intentamos que la Iglesia vuelva a la fuente; es la vez del siglo XXI, de América Latina, del Vaticano II, del papa Francisco, de la conversión pastoral, de la renovación para siempre, de su nueva figura en esta etapa histórica, de Medellín y de Aparecida, de una renovada sinodalidad, de la mujer y de los laicos, del rechazo de los abusos sexuales, de poder y de conciencia… es la vez de creer, compartir y crecer, porque una nueva forma de Iglesia es necesaria y es posible; más aún, es indispensable. La gran intuición con la que se han escrito estas páginas es doble; es posible superar esta crisis. Esta convicción nace de otra no menor: solo la mar agitada hace grande al marino. La Iglesia sabe de fortaleza y de paciencia, y de la gran pasión por lo mejor, y de hombres y mujeres capaces de superar las crisis.

Esta conversión eclesial por la que vamos a apostar en este libro es «una real vuelta a casa». Para ello hay que cambiar lo más sencillo, natural y ordinario. Lo van a hacer algunos, porque permaneció en ellos un poso de humanismo cristiano y también porque la Iglesia deberá aportar paz y alegría y ayudar a vivir de una manera libre y fraterna. En toda conversión eclesial, como vamos a ver más adelante, aparecerá en escena una comunidad cristiana llamada a ser un resto vivo y dinámico, y para nada un residuo. Esto es fuente de un enorme gozo y lleva a buscar las llaves y a encontrar la puerta para poder realmente volver a casa.

Este gran empeño y esfuerzo está naciendo para corregir sus deformaciones, algunas de las cuales se prolongan durante siglos, y corresponder cada vez mejor a la voluntad del Señor. Pero la misma Iglesia no está en condiciones de decirnos con exactitud qué debe cambiar y en qué dirección orientar su camino y su necesidad de fidelidad y fecundidad. El impulso de reforma es una gracia y está estrechamente ligado a una imagen de la Iglesia trazada por el Concilio Vaticano II a través de la relectura del testimonio bíblico y de lo mejor de las fuentes y de la tradición eclesial. Para nada la Iglesia se encuentra en «un punto de no retorno», como pretenden algunos.

Por lo demás, esta tarea es urgente. No conviene que la Iglesia se acostumbre a ser como es y lo que es. Hay que proceder antes de que sea demasiado tarde. Los cambios que se van a ir proponiendo tienen carácter de urgencia. Es urgente para cada uno de nosotros mirar al futuro y regenerar la esperanza. La ausencia de esperanza construye una humanidad y una Iglesia sin juventud. El papa Francisco es un tenaz opositor a esta mentalidad que se encuentra en el corazón de la cultura actual. Nos ha invitado con fuerza a ser personas de primavera y no de otoño. Es decir, personas que esperan la flor, el fruto, que aguardan el sol que es Jesús. En la medida en que los análisis de la realidad son cada vez más correctos y certeros, el dolor es más profundo, el escándalo es mayor y se siente mucha vergüenza, que tiene que convertirse urgentemente en una indignación tal que se transformará en propuesta de reforma.

¿Quiénes van a llevar a cabo este empeño prometedor? ¿Quiénes van a definir e implementar esta nueva forma de ser Iglesia? Eso está muy claro. «En la historia de la Iglesia católica, los verdaderos renovadores son los santos. Ellos son los verdaderos reformadores, los que cambian, transforman, llevan adelante y resucitan el camino espiritual» (J. BERGOGLIO / A. SKORKA, Sobre el cielo y la tierra. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 2013). «Estos procesos requieren personas con gran docilidad al Espíritu Santo para vivir según la dinámica del éxodo y del don y del salir de sí» (EG 21); personas que se relativizan mucho a sí mismas y relativizan su propio discurso, mirándose sobre todo desde la perspectiva que podría tener el oyente. Estas personas son los reales destinatarios de este libro. En ellas se ha fijado la mirada al escribirlo y a algunas de ellas se ha escuchado.

Mahatma Gandhi invitaba a la gente a «ser el cambio que querían ver». Buen consejo, y es el consejo que dirigimos a los sencillos protagonistas de esta refundación de la Iglesia. Ellos necesitan vivir hasta las últimas consecuencias aquello que quieren y necesitan testimoniar; ser una señal para el mundo y para la Iglesia. Lucharán por ser una familia que respeta todos los dones de todos sus miembros e impulsa para utilizarlos al máximo y en bien de los demás.

Esas personas hacen nuevas todas las cosas, regalan vida nueva (Rom 6,4) y convierten a esa nueva forma de ser Iglesia en semilla de la nueva creación (2 Cor 4,17), y descubren y comparten la misericordia del rostro de Jesús. Esos hombres y mujeres requieren apertura a la vitalidad del Espíritu. No les puede faltar un gran deseo que se convierte en pasión de reforma que se junta a la libertad para alcanzar el amor. Así quedarán invadidos por el dinamismo evangélico y teologal y se convertirán en actores de la reforma y sinceramente entregados a hacer realidad la misma.

¿Adónde vamos a llegar? A entregar motivación, reflexión y propuestas para elaborar a nivel local, diocesano y universal un nuevo paradigma eclesial y una nueva forma de ser Iglesia, y sobre todo elementos para un concreto plan para vivirlo. Nadie sabe muy bien cómo afrontar este escenario complejo y doloroso. Frente a esta suerte de parálisis no vamos a ofrecer nada muy sistemático ni un listado preciso de soluciones. Recogeremos inquietudes, preguntas e intuiciones. Presentaremos lo que será un proceso de conversión y de acciones concretas que materialicen esta nueva conciencia y concepción de Iglesia que busca en la realidad en la que se encuentra hacer vida el proyecto de Dios, abandonando prácticas poco evangélicas y estructuras rígidas y paralizantes que desvirtúan la misión y reconstruyendo las capacidades de sana convivencia cristiana en el respeto y el reconocimiento del otro.

Este paradigma al que vamos a llegar se halla fuertemente influido, por supuesto, por el contexto de crisis, y no puede ser entendido con independencia de ella. Ella se convierte en desafío urgente y nos lleva a una reformulación y transformación de la misma Iglesia y a la conexión entre la emergencia de ese nuevo paradigma sobre ella y el contexto de crisis eclesial, que es profunda. Así surge una verdadera Iglesia generativa. Por ella y en ella se dará una fuerza generadora que transmite la fe. Esta debe ser una dimensión central de la comunidad cristiana. Así, la misión de la Iglesia se irradia hacia los últimos y se produce una auténtica sinergia.

Para T. Radcliffe, OP, no debemos temer ni tener miedo a los momentos de crisis en la Iglesia; tiene que llevarnos a preguntarnos qué cosas nuevas ocurrirán y nacerán; a través de la crisis crecerá y brotará nueva vida. Es un hecho que los seres humanos crecemos por medio de las crisis. Es nuestro camino, y una crisis bien vivida nos debe llevar a una nueva claridad. Ello no quiere decir que vayamos a quitarle peso a la realidad crítica que estamos viviendo. Para algunos es un verdadero tsunami en el que se potencian la rabia y la decepción, la impotencia y el desencanto, la sorpresa y la iniquidad, la pena y la desazón. Pero de una u otra manera se transmite en estas páginas una convicción: de esta crisis se va a salir y, por lo mismo, no faltará en este libro el discurso sobre la valentía, la esperanza, la lucidez, el mirar al mal a la cara y meter el bien en el dinamismo dinamizador de toda nuestra existencia. La crisis no es sinónimo de callejón sin salida; es, sí, una encrucijada en la que se divisan diversas posibilidades de salida y hay que optar por una de ellas. Está cargada de sabiduría la reflexión de P. Neruda: «Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».

Por lo mismo, no faltará el tono autocrítico de la realidad eclesial en estas páginas, aunque lo más destacado será la nueva oportunidad en el modo de ser y de proceder de la misma Iglesia. Por supuesto, si tanto cambia la Iglesia no podremos seguir haciendo en ella lo mismo y de la misma manera. La envergadura del cambio va a suponer un modo diverso de actuar en nuestras formas de proceder, de sentir, de hablar y soñar, en el nombramiento y misión de los obispos, en la relación con las personas como interlocutoras y no como gente que solo tiene que escucharnos. Todo ello se convertirá en una nueva propuesta. En ella invitaremos, en los diversos niveles, a participar activamente en el proceso de traducir todo este aporte en acciones concretas adecuadas a cada realidad. Para bien responder a esta tarea ayudará entrar en un permanente discernimiento pastoral y llegar a una nueva etapa marcada por el nuevo modo de ser Iglesia.

Sin ninguna duda, se va a repetir mucho la palabra «crisis»; y aplicada a la Iglesia y con esa fuerte palabra va unido un real cuestionamiento de ella, pero no un rechazo. A la Iglesia la he cuestionado porque la amo, y amo a quienes en ella tienen peso y responsabilidad. Confío en que ello quede claro en cada una de las líneas de este libro; lo está en mi mente y en mi corazón. En toda esta reflexión no querría olvidar que la inteligencia sin amor es gélida; el amor sin inteligencia, ingenuo. La inteligencia y el amor juntos son sabiduría; la que pedimos al Señor que no nos falte al elaborar esta propuesta de una nueva forma de ser Iglesia.

Es verdad, la Iglesia llega casi siempre tarde a la escucha de la historia, pero llega. Confiamos en que llegará en la presente situación. Esto resulta muy exigente y demanda mucha generosidad y energía.

No podemos olvidar que la corrupción de lo mejor se convierte en lo peor; pero, de hecho, no existe nada que no se pueda cambiar, ni ninguna oscuridad que no se pueda iluminar, ni ningún fracaso que no se pueda transformar en un nuevo comienzo. El valor de renovarse es la mejor garantía de futuro, y estamos convocados a hacer realidad «la impostergable renovación eclesial» (EG 27 y 32). La fidelidad auténtica no se ejerce ni se mide con el miedo, la perplejidad y la inseguridad, sino con «la tesitura del riesgo». El valor de renovarse es la única garantía del presente y también del futuro.

La realidad que se describe, la propuesta que se hace, es, sobre todo, chilena, latinoamericana y europea. Pero no deja de ser global. Estas páginas responden a lo que se ve, se oye y se vive en Chile, pero, a medida que avanzaba en la elaboración del libro, me confirmaba que la propuesta de un nuevo modo de ser Iglesia no tiene fronteras. Responde a una llamada y necesidad del pueblo de Dios universal. En todas partes está presente parte del problema, como se acaba de ver en la «Cumbre anti-abusos: ¡nunca más!», convocada por el papa Francisco (21-24 de febrero de 2019), y de todas partes tiene que venir la solución. Solo así va a ser posible y urgente.

Una nueva forma de ser Iglesia

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