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NECESITAMOS UNA NUEVA FORMA
DE SER IGLESIA PORQUE ESTÁ EN CRISIS

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Desde el comienzo de nuestra reflexión queremos dejar claro que una nueva forma de ser Iglesia es una auténtica reforma, y para ser tal se debe intervenir al mismo tiempo en tres niveles: en los contenidos de su conciencia colectiva, en la forma de las relaciones internas y en las estructuras, los procedimientos, las actividades y las funciones en que se expresa. No se trata de una mera readaptación, sino de orientar un proceso total de reforma de la Iglesia.

Todo proceso de regeneración tiene que ser pensado en la lógica de la integración de los sujetos y también de la interconexión de las estructuras y de la acción social. Solo así se va a garantizar esa interconexión, custodiando la pluralidad y manteniendo la identidad en el devenir. Para C. Schikendantz, «la Iglesia de hoy está llamada, casi exigida, a realizar una de las operaciones más traumáticas para su forma de organización actual: revisar la idea de autoridad con la que procede a todos los niveles»1.

Del mismo autor es el pensamiento de que el liderazgo de la Iglesia católica se opone a los estándares modernos de gobernanza, ya que está atrapado, mental y sistemáticamente, en una visión «jerarcológica» que en buena parte estaría superada. La solución no viene de la introducción de la democracia en la Iglesia, sino de una transformación de ella a partir de las propias raíces, fundamentada en una autocomprensión teológica de la Iglesia.

Esos tres niveles en los que necesitamos volcar todo el esfuerzo de reforma eclesial corresponden, en primer lugar, a la proyección de la misión o, mejor aún, a la reproyección de la misión, ya que la Iglesia existe para evangelizar (Pablo VI); y esa misión tiene que enganchar con las urgencias del presente. Ello supone, sobre todo, encarnar el Evangelio en el corazón de nuestras culturas y responder a las grandes aspiraciones de la humanidad. En eso se convierte el compromiso por el Reino. En segundo lugar, está la refundación de la identidad de la misma Iglesia. Ello le va a suponer a la Iglesia dar con una experiencia originaria; para conseguirla, el pasado –o su pasado– será como una nueva fuente de vida. En tercer lugar, apuntaremos a la renovación institucional. Del «hacer» y del «ser» pasaremos a responder a la necesidad de «renovar la institución». Esta necesidad es muy provocativa en este momento. La Iglesia se tiene que reencarnar en estructuras que sean sacramento que genere gracia abundante. Esta institución en sí misma debe ser creíble; debe presentarse como mensaje que evoque el Evangelio y responda a las grandes aspiraciones de la humanidad. Así la Iglesia acertará a traslucir lo divino en lo humano.

Este pensamiento y acción de refundación, para llegar a una nueva forma de ser Iglesia en estas tres dimensiones, a su vez se tiene que orientar en tres vectores que estarán muy presentes en este apartado, ya que en torno a ellos se debe producir el verdadero cambio en las típicas relaciones eclesiales: modificar los modelos educativos y formativos, repensar los poderes y la autoridad y reconocer y resituar sobre todo los dos miembros integrantes más olvidados: las mujeres y los laicos. Los tres elementos están correlacionados con las recientes metamorfosis socio-culturales. Los tres conciernen a las mediaciones que estructuran todo el cuerpo social de la Iglesia, que deben ser repensadas y reconfiguradas en las reformas.

Estamos hablando de una reforma que sigue a una crisis. La Iglesia está en crisis. Han salido a la luz muchas de nuestras miserias, nuestros errores, cegueras y sorderas que dañan seriamente nuestra convivencia y afectan a la confianza de la sociedad en la comunidad cristiana. Han sido muchos los que se han desconcertado ante la gravedad de los hechos, nuestros límites, nuestro pecado. Las crisis son parte de la vida, son tiempos oscuros. Son períodos en los que nos perdemos y que hacen sufrir. Son momentos clave en los que se requiere sabiduría, coraje y humildad, dones que Jesús nos puede dar si los pedimos desde lo más hondo de nuestras entrañas. Vamos a tratar de llegar a una nueva claridad que nos sirva para caminar en el día y también en la noche. En las crisis, cuando son bien vividas, crece y brota nueva vida, se vuelve a crecer.

En estas páginas querríamos llegar a poder describir la que denominamos la clave de bóveda de la Iglesia reformada, de ese otro modo de ser Iglesia. Ella vive una tensión fuerte entre lo que en realidad es capaz de hacer y su posibilidad de ser en plenitud. Tensión que le exige afrontar el fracaso y el límite y, en este momento, prestar mucha atención a la débil credibilidad y confianza de que goza; a una cierta deformación clerical, a los prejuicios masculinos y a la realidad de la mundanidad espiritual. Pero tensión que le puede llevar también a una profundización en la calidad de los diversos encuentros humanos y al reconocimiento de la presencia y acción de Dios en ellos. La Iglesia tiene delante de sí el desafío de llevar a cabo transformaciones estructurales que reconfiguren roles, funciones, poderes y ejercicios para una mejor comunicación y animación intraeclesial.

Las iniciativas proféticas concretas de las Iglesias locales pueden traer mucha vida a la Iglesia universal, tanto en relación con su actividad interna como con su misión evangelizadora. Todo esto nos llevará a concluir que la clave de bóveda de la Iglesia de nuestros días es la escucha que se despliega y traduce en acción. Esta escucha, que se hace diálogo, tiene que formar parte de las palabras y de las acciones de la reflexión teológica de la misma Iglesia y de toda la acción salvadora que atañe a la existencia concreta y diaria de las personas, las comunidades y la sociedad. Hasta ella llega y las transforma. Así, la salvación acontece y se hace palabra, acción y eco en los más pobres, y esa propuesta hecha realidad trae vida nueva y se transforma en una maravillosa metanoia.

No hay duda de que, cuando se mira a la Iglesia de nuestros días, se concluye que a uno le duele la realidad misma de la institución; frente a ella no se trata de actuar de francotirador, ya que incluso más de uno ha llegado a pensar que habría que ponerle una bomba por dentro y hacer que todo desapareciera de una vez. Tampoco conviene ignorar estos datos siguiendo la política del avestruz. Nos merecemos y queremos una institución mejor. Pero, procediendo con mucha seriedad y con los datos de la experiencia, llegamos a concluir que son varios los aspectos que hay que desmontar desde lo más profundo. Nos toca asumir con verdad la envergadura del cambio que todo esto va a suponer en nuestros modos de organización, de relación, de animación, de nombramiento y ejercicio del mandato de obispos, de administración económica, de nuestra actitud de escucha en la organización del culto y de la formación de las personas.

Al partir de este diagnóstico no damos carácter de síntoma a la pésima imagen que a veces suelen presentar de la Iglesia los medios de comunicación, que por lo general solo hablan de ella para comentar algún escándalo, preferentemente de índole sexual o económico, o de reales o supuestas peleas internas. Ello es así porque tantas veces para el periodismo solo cuenta lo estrambótico y la mala noticia. De hecho, vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y de televisión o las páginas de Internet descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odio, peleas, hambres, violencias y escándalos grandes y pequeños. Los vendedores de sensacionalismo no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta. Con todo, la intención de este proceder no siempre está clara y, de hecho, los medios de comunicación social con alguna frecuencia no pueden enseñar mucho, ya que ellos carecen también de credibilidad y de auténticas propuestas alternativas para este momento. Con todo, en el mundo de las comunicaciones los hay que proceden muy correctamente y a sabiendas de que su misión es la de ejercer y defender un derecho que es el derecho a una información basada en la verdad y encaminada a hacer justicia.

A su vez, el modo de reaccionar de la Iglesia suele ser muy defensivo, lo que la lleva a considerarse indebidamente atacada o perseguida sin parar, a preguntarse si habrá hecho algo mal o dado pie a algunas de esas duras críticas. Con alguna frecuencia se vive en la misma Iglesia una cierta incapacidad para recibir serenamente las críticas, y eso hay que considerarlo como la mayor señal de crisis. Más aún, cuando la crisis se reconoce y se asume, es solo para echar toda la culpa de ella a la maldad del mundo exterior y añorar en silencio una antigua situación de poder eclesial y de cristiandad. Es muy importante no desautorizar la realidad o enrocarse en torno a unas minorías ajenas a la historia y que se limitan a culpar a los demás, sin preguntarse si han hecho algo mal y, en ese caso, cómo tendrán que proceder.

La intención principal de estas páginas es crear la audacia y la lucidez para anticipar el futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro. Ello supone un proceso de conversión eclesial con etapas definidas. Supone, también, en opinión de K. Rahner, que los cristianos del futuro sean gente con experiencia espiritual profunda, y si no la tienen no serán cristianos. Despertar esa experiencia creyente es la tarea principal de la Iglesia, y no protegerse, reclamando un poder y una autoridad totalmente extrínsecos y sentirse perseguida cuando la sociedad no se lo concede.

Las evoluciones actuales provocan conflictos dentro de la misma Iglesia que hay que acertar a superar, ya que, si no se hace realidad esta regeneración, poco a poco se socavaría seriamente la creatividad de la Iglesia, la capacidad de imaginar el futuro y, sobre todo, de iniciar un presente con futuro; por eso, bien podemos afirmar que solo quien tiene una fe en el futuro puede vivir intensamente el presente; solo quien conoce el destino camina con firmeza, a pesar de los obstáculos. El proceder de Jesús es bien distinto: no condena. Invita, propone y deja a la comunidad creyente con un proyecto alternativo y muy original. Somos viajeros, y nuestra vida y la de la Iglesia son siempre expectación.

En esta reflexión y propuesta no vamos a olvidar que la misión no solo representa la naturaleza misma de la Iglesia (AG 2), sino que es su origen, su fin y su vida. La misión hace a la Iglesia, porque la convierte en un buen instrumento de salvación. La constituye en comunidad de salvados y salvadores, de discípulos y misioneros. Por supuesto, es «una pasión por Jesús y al mismo tiempo una pasión por el pueblo» (EG 268) y un verdadero germen de mundo nuevo que la gracia que nos precede y acompaña va suscitando constantemente dentro y fuera de la Iglesia. El Evangelio del que vive la Iglesia «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don del salir de sí» (EG 21).

La misión así entendida no responde en primer lugar a las iniciativas humanas; su protagonista es el Espíritu Santo; suyo es el proyecto misionero, y la Iglesia es la servidora de la misión. No es ella la que hace la misión, sino que la misión es la que hace a la Iglesia. La misión, por tanto, no es el instrumento, sino el punto de partida y el fin y, por lo mismo, se encuentra en la clave de bóveda de la Iglesia. En consecuencia, no será poco el espacio que dedicaremos a esa misión en estas páginas. Nos interesa de una manera especial saber qué está haciendo la Iglesia y cómo lo está haciendo para bien de la humanidad. Solo así podremos cambiar su rostro. Tiene que ser central en ella, como lo fue en Jesús, traer la buena noticia del Reino y salir de la crisis. No hay ninguna duda de que esa nueva forma de ser Iglesia bien se puede definir y presentar «en clave de una misión que pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”. Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (EG 33). Una Iglesia así se sale de lo institucional y se lanza a ser diferente.

Todo esto nos va a llevar a la conclusión de que no se trata de plantear reformas de entrada, sino de suscitar un proceso espiritual y de discernimiento que ayude a encontrar y meter lo genuino del Reino de Dios en lo cotidiano de la Iglesia y del mundo. Así lo ha expresado el papa Francisco: «No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine encerrada en una maraña de obsesiones y de procedimientos» (EG 49). Esta sencilla propuesta puede traer grandes consecuencias, y desde luego supone un cambio de perspectiva, de estilo, de articulación y de propuesta; invita a centrarnos en lo principal, en el amor a Jesucristo, y desde ahí repensar el conjunto. Cuando se vuelve al Evangelio, «brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”» (EG 11) y es fruto de una nueva forma de ser Iglesia. No hay duda de que es hora de despertar en la Iglesia y, por supuesto, de arriesgar. En toda reforma hay incluido riesgo.

La conflictividad pertenece inevitablemente a la existencia eclesial, como, por lo demás, a toda existencia humana. La unidad o la comunión eclesial no consisten en la uniformidad y ausencia de conflictos, sino en el amor que tiende lazos y puentes de cordialidad y de respeto entre ellos. En un proceso como el que estamos proponiendo no hay duda de que surgirá la discordia y la pelea, y costará llegar al acuerdo.

Hay dos grandes narraciones sobre el futuro de la Iglesia y sobre este nuevo modo de caminar por la historia. Una es optimista; la otra, pesimista. Por supuesto, la primera afirma que de este proceso de la reforma de nuestros días la Iglesia saldrá adelante y triunfante. Su tarea evangelizadora recuperará las metas de Evangelio y las asumirá. Seguirá evangelizando y convirtiendo. La segunda garantiza un inevitable declive y les pone fecha y nombre a sus protagonistas. Sostiene que perderá la confianza y la influencia en las personas y en las instituciones. El fuego de Jesús poco a poco se irá apagando. Y muchos de sus integrantes vivirán cómodamente instalados en la vida. Nadie ignora que la Iglesia tiene que lidiar con cambios amplios a nivel de la sociedad; los contextos socio-culturales, como vamos a ver más adelante, hay que tenerlos también muy en cuenta al mirar el futuro de la Iglesia. Estos contextos son escenarios de incertidumbre que marcan, por supuesto, el presente y serán decisivos para el futuro; y para un futuro que ahora es desde todo punto de vista muy incierto.

No hay ninguna duda de que la forma de la Iglesia del futuro está aún por verse. Es verdad que el pensamiento cristiano ofrece una escatología triunfalista, pero en un sentido sociológico y realista tiene que darse la acción. Dicho con otras palabras, la Iglesia del futuro no es un hecho; tiene que ser imaginada y construida. Tiene que reivindicar su posición constantemente. Ello es debido a una gran realidad: los sistemas más generalizados de la sociedad global tienden a marginar lo religioso; a su vez, hay instituciones que han asumido gran parte de las tareas convencionales de la religión. La Iglesia del futuro necesita imaginar cómo puede continuar aprovechando todas sus posibilidades para abordar los desafíos globales.

También el mundo de hoy se puede entender como un poliedro, una comunidad de muchas identidades. Para el papa Francisco, la globalización de la Iglesia tiene que ser reelaborada y no debe entenderse como un modo de colonización desde el centro que homogeniza cada lugar al que llega. La Iglesia del futuro tiene que beneficiarse de esa realidad poliédrica que describiremos más adelante. Reconoce muchos modos de diferencias que no solo son culturales. Estos desafíos piden humildad en todos aquellos que constituimos la Iglesia de hoy, que busca su nueva forma de ser; también piden evitar la arrogancia de una escatología triunfalista. La Iglesia del futuro depende de la Iglesia de hoy, que escucha y responde al mundo que habita.

No olvidemos que estos contextos se pueden transformar en oportunidades siempre que en la Iglesia se movilicen sus auténticos recursos institucionales y culturales y, sobre todo, la presencia, propuesta y acción que viene de Jesús. Es un hecho que la sociedad global está prescindiendo de lo religioso y, por supuesto, de lo cristiano y de los cristianos. Muchos la ven posible, necesaria e incluso indispensable para una buena parte de la humanidad. No ponen fecha a esa nueva forma. Para lograrla, un gran protagonista es el papa Francisco, y sería muy necesario un nuevo concilio, una auténtica asamblea eclesial, presidida por el papa e integrada por hombres y mujeres, por clérigos y laicos, por jóvenes y adultos.

Se impone cada vez con más fuerza la necesidad de que la Iglesia convoque ese nuevo concilio para prolongar el Vaticano II y, por supuesto, para ir mucho más lejos en las reformas de la misma Iglesia. Un concilio en el que el rol del papa, como servidor de la comunión, será reafirmado, pero, al mismo tiempo, la institución eclesiástica se deberá embarcar en un auténtico proceso de descentralización. No hay duda de que hay que dar más iniciativa y poder a las Iglesias locales, y tanto a nivel nacional como continental. Por supuesto, determinadas decisiones se pueden tomar en Europa teniendo en cuenta las culturas y mentalidad de sus habitantes, pero sin que ello comprometa a los creyentes de Asia o de América. Nuestra querida Iglesia debe ser cada vez más «católica» y un poco menos romana.

En esta reflexión se encontrará una doble vertiente: la reforma estructural y la reforma personal, las reformas de la Iglesia y en la Iglesia. A su vez, no podemos dejar de prestar atención, para hacer bien el proceso, a la verdadera identidad de la Iglesia, a las formas de realización histórica y al contexto socio-cultural en el que la Iglesia vive y lleva adelante su misión. Por lo mismo, serán muy repetidas las llamadas a quienes integramos la Iglesia, tanto a la conversión como a la renovación espiritual.

Desde el punto de partida queremos dejar muy claro que tradicionalmente la reforma eclesial siempre se ha definido como un cambio para mejor y que se debe hacer cuando se da una urgente necesidad. Cuando eso ocurre, esa idea de reforma se convierte en un caballo de batalla y en una urgente necesidad, y «hay que ir a las raíces, reconocerlas y ver lo que esas raíces tienen que decir a día de hoy» (Francisco, en L’Osservatore Romano, 20 de junio de 2014). Esa es la situación presente, y tenemos que precisar los instrumentos con los que hay que llevar a cabo dicha reforma y cómo presentar esa nueva forma de ser Iglesia que se está pidiendo con voz fuerte. Ecclesia semper reformanda nos recuerda que el «siempre» de esta proclama nos pone a tono con lo que Dios quiere. Como afirma Francisco, «la Iglesia siempre se tiene que reformar, si no, se queda atrás. Hay cosas que servían para el pasado y otras épocas y ahora ya no sirven, entonces hay que reformarlas».

Con esta reconfiguración de la Iglesia vamos a entrar en el tema desde la perspectiva de lo nuevo, de una nueva forma de ser Iglesia, del vino nuevo en odres nuevos (Mc 2,18-22). En la Iglesia estamos buscando algo nuevo, una nueva forma de ser Iglesia. Las primeras comunidades cristianas destacaron con mucha fuerza la novedad que para ellas representaban el mensaje y la actuación de Jesús. Con él se inicia una «nueva alianza»; se introduce el «mandamiento nuevo del amor»; es portador de un «espíritu nuevo» y una «vida nueva». Hace posible la esperanza de conocer un día el «nuevo cielo» y la «tierra nueva». Solo él puede decir: «Todo lo hago nuevo» (Ap 21,5). Bien sabemos que esta novedad exige nuevos esquemas mentales, nuevos modos de actuación, nuevas formas y estructuras que estén en sintonía con la vida y el espíritu nuevos que trae Jesús. Nos toca asumir la novedad de Jesús, que nos lleva a una vida más intensa, más honda y más gozosa. Según el mismo Jesús, es una equivocación poner un remiendo nuevo a un manto viejo o echar vino nuevo en odres viejos.

La novedad tiene que llegar hasta el fondo; hay que renovar desde la raíz. «Nadie cose un remiendo de tela nueva a un vestido viejo, porque lo añadido hará encoger el vestido, lo nuevo hará encoger lo viejo y el desgarrón se hará mayor» (Mc 2,20-22). Una verdadera reforma de la Iglesia es algo nuevo; un vino nuevo para la misma Iglesia y para la humanidad. Es un error poner pequeños remiendos a una Iglesia que se presente como una realidad envejecida y deteriorada. Hemos de renovar nuestra Iglesia desde lo más hondo. No dudemos de que eso nos llevará a recuperar la alegría. Esto es un claro signo de lo valiosamente nuevo que ha conseguido la Iglesia. La alegría se descubre cuando se vive la vida con fuerza, desde dentro, con novedad. En la Iglesia que acompaña a lo nuevo se advierte el fruto de la novedad cuando se abre a las llamadas que nos invitan al amor, la adoración y la fe entregada. Para nada hay que tener miedo a la novedad que proviene de Cristo muerto y resucitado.

Por supuesto, no podemos contentarnos con un pasado glorioso; la Iglesia no debe convertirse en monumento de lo que fue ni reducirse a alimentar la nostalgia de ese pasado. Hemos de pasar de bautizados a discípulos y de discípulos a misioneros. Estamos en una Iglesia, sobre todo en América Latina, de discípulos misioneros, que se proclama en estado de misión y que mira hacia adelante, que para nada quiere reducirse a una mera supervivencia. Tiene que tomar conciencia de que el futuro se está gestando en el presente.

Hemos de purificar nuestro cristianismo de adherencias culturales en las que con frecuencia nos hemos quedado anclados e incrustados y, por tanto, paralizados o yendo hacia atrás. Nos toca abrirnos a lo nuevo que está aflorando y que marca el espíritu, las estructuras y los modos de proceder. Esa Iglesia tiene que acoger la diversidad sexual, cultural, generacional, religiosa, ecológica, socio-política y económica; y, por supuesto, nos tiene que orientar al Otro, al totalmente diverso, al Misterio, al Amor, al Padre de Jesús de Nazaret. En el fondo, lo que se le pide a esa nueva forma de ser Iglesia es ser la Iglesia de Jesús y, por tanto, permanecer en él y dar fruto.

«El Espíritu Santo no es un Espíritu de innovación, sino de incesante renovación por la fuerza del origen, es decir, por el Evangelio de Jesucristo, porque la tarea del Espíritu Santo es continuar haciendo presente a Jesucristo en su novedad» (W. Kasper). Estas palabras del cardenal Kasper nos ayudan a clarificar de inmediato la perspectiva en la que nos vamos a orientar y con la que vamos a relacionar el Espíritu, el Evangelio y la renovación de la Iglesia. Se trata de precisar, en diálogo con los tiempos, la innovación, que se traduce en cambio de estructuras, de lenguajes, de comportamientos y otros muchos aspectos por el estilo. La auténtica renovación nos lleva constantemente al punto generador de la vida de la Iglesia, que es el Evangelio.

Queremos juntar atinadamente en estas páginas innovación y renovación. Queremos recuperar el centro, la palabra iluminadora de Dios, y, a partir del centro, llegar al horizonte, a la misión, a la confrontación con la historia y la experiencia humana, que constituye lo cotidiano de la vida de la Iglesia. Así puede tener vida abundante la Iglesia, y para ello debe tener muy en cuenta las auténticas necesidades de las personas. En el fondo, se trata de «conformar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio, arraigada en nuestra historia desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo que genere discípulos y misioneros» (Aparecida 11).

Una nueva forma de ser Iglesia

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