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¿DE DÓNDE VENIMOS? ¿DÓNDE ESTAMOS?
EN UNA IGLESIA EN CRISIS

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«Cuando teníamos todas las respuestas listas, nos cambiaron las preguntas» (E. Galiano). Eso ocurre en la Iglesia de nuestros días. De hecho, más que en una época de cambios estamos en un cambio de época, en la que tenemos la sensación de que «todo lo que es sólido se deshace en el aire» (J. Baudrillard). Estamos perplejos, incluidos los cristianos y la misma Iglesia. En esta época impera la razón técnico-industrial y el crecimiento económico sin ética y sin valores y, por tanto, sin límites. Por lo mismo, sus profundas transformaciones en curso, con sus singulares características y sus inquietantes síntomas, nos arrojan a lo imprevisible. Estamos en crisis. No es extraño que se eleven cada vez más voces clamando por la necesidad de una revolución más profunda que la que pueden aportar los sistemas ideológicos y también la misma Iglesia.

Así es, ya que nos damos cuenta de que estamos caminando rápidamente, pero no sabemos bien hacia dónde. Solo presentimos que la intensidad y la cantidad de los cambios aluden a una nueva era. En ese sentido se habla de la era «posindustrial», «posmoderna» e incluso «poscristiana» y «poseclesial». Algunos se refieren a una especie de «cisma blanco» que se habría instalado en el seno de la institución eclesial y que hace que haya cristianos sin Iglesia, que «crean, pero no pertenezcan». Todos coinciden en que la comunidad eclesial actual se encuentra en una situación «tensionada» entre su realidad concreta y a veces contradictoria y la esperanza que brota de sus propios anhelos de reforma; se sitúa entre sus fragilidades y sus fortalezas, reto capaz de ser, difícilmente un testimonio capaz de despertar credibilidad.

Sin ninguna duda, el llamamiento a vivir de una nueva forma como Iglesia le exige en este momento la capacidad de humildad suficiente para confrontarse audazmente con el fracaso y el límite, e incluso esto mismo hacerlo con sinceridad. Por supuesto, la tensión de la Iglesia es la propia de quien tiene una condición de peregrina y una meta escatológica, y la de alguien al que no le falta y vive el contraste de tener abusos y escándalos y, al mismo tiempo o por lo mismo, anhelos de reforma. Esto nos lleva a repensar, renovar y refundar la Iglesia para el presente y el futuro si queremos salir de la crisis, que por supuesto paraliza y desalienta. No son pocas las tentaciones y debilidades que frenan su misión, que de una u otra forma nos paralizan y que en la práctica nos hacen olvidar los indicios y los testimonios de santidad en crecimiento.

La vida consagrada y los clérigos son parte de esta Iglesia y de su crisis, y en crisis están; y tienen conciencia de que les corresponde un aporte especial y significativo para afrontar esta situación, como lo han hecho muchas veces en su historia. Como religioso, tengo claro que los religiosos, en varios momentos de esa historia, tuvieron que testimoniar y anunciar que la Iglesia se encontraba en un callejón sin salida. Más aún, han tenido que vivir esos momentos como una época de transición y, mejor aún, como un tiempo pascual. Incluso lo han visto y transformado en una nueva síntesis, y no son pocos los que la consideran como una bendición y, por usar texto y contexto bíblico, como un nuevo Pentecostés. Así nació un nuevo carisma y, por supuesto, un nuevo modo de ser religioso y de vivir la misión.

Por eso es oportuno destacar el especial rol que los religiosos debemos tener en este momento, ya que de hecho estamos llamados a ser la quilla de la Iglesia, como indicó Pablo VI al cardenal Pironio. Y tal como afirma el papa Francisco –sigo usando imágenes–, la vida consagrada encontrará, en las heridas y llagas de la Iglesia y del mundo, la fuerza de la resurrección. De esta situación no se sale con reproches y condenas; se supera con una clara opción por la vida y pagando el debido precio por ella. Es bueno no disimular ni esconder esas llagas. «Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar sus heridas y tiene nombre: Jesucristo» (Francisco, Discurso a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas, catedral de Santiago de Chile, 16 de enero de 2018).

Para algunos, la actual crisis de la Iglesia no tiene precedentes; es muy profunda. Estos expresan su sentir diciendo que estamos viviendo un «largo invierno eclesial»; el nuestro es un acontecimiento de gran magnitud. En el invierno eclesial, obra de Camilo Maccise, profeta carmelita y mexicano, se presentan con mucha claridad los grandes contrastes de la institución vaticana. Con objetividad se nos muestran las entrañas del poder de la Curia en la Santa Sede. Desde el mundo de los religiosos, en sus años pasados en Roma, Camilo descifra las tentaciones del poder y vanidad en el Vaticano, los juegos de negociaciones complejas, los caprichos y obsesiones de los personajes que marcaron un período caracterizado por la clericalización centralista y autoritaria de la Iglesia.

Con la castiza expresión teresiana decimos que vivimos «tiempos recios». Todo ello ha producido y produce mucho dolor, desconcierto, indignación, perplejidad y, por supuesto, en algunos casos, alejamiento de la comunidad cristiana. Necesitamos una auténtica revolución que transforme la misma conciencia de los que vivimos la realidad eclesial para que en la Iglesia no se dé la competencia, la lucha entre sus integrantes, el engaño, la mediocridad y la indiferencia.

En Chile «nos encontramos ante un caso muy serio de podredumbre». Así se expresaba hace poco tiempo el vocero del Vaticano refiriéndose al caso Karadima. Los hay que piensan que estamos ya metidos en un verdadero cisma y que falta vida comunitaria dentro y un hilo conductor para el conjunto de su proceder, que sería lo que le podría llevar a salir de la situación. A algunos esta situación los tiene mudos. No son pocos los que piensan que detrás de esta crisis hay otra crisis más profunda. Para ellos, todo el proceso va acompañado de la falta de confianza y credibilidad en los sacerdotes y obispos, y en general en la Iglesia. Esto es lo peor del momento. Nunca se vivió tanta desconfianza y tanta sospecha, y sin duda que hay razones para ello.

Esta crisis de confianza tampoco tiene precedentes históricos. Es muy complicado llevar adelante la acción evangelizadora sin dar credibilidad a la Iglesia. En el caso de Chile, emblemático en este aspecto, ni siquiera la visita del papa Francisco en enero de 2018 fue el catalizador de esta misma crisis para así poder dar paso a un nuevo comienzo. Las crisis de credibilidad y relevancia pública de la Iglesia marcan la transmisión de la fe en el contexto actual. La confianza queda especialmente afectada cuando se dan situaciones de abusos sexuales en las que no se escucha a las víctimas, no se investigan los hechos ni a los responsables, no se ponen los medios para que se alcance la justicia, ni se pida públicamente perdón, ni se llegue a un compromiso consistente con la prevención.

Por supuesto, nada reforma más y mejor y contribuye a recuperar la confianza que la justicia, la misericordia, la reconciliación y el perdón. Eso reconocía la Conferencia Episcopal de Chile ya en 2012: «A nadie se le oculta que, por nuestras faltas, la Iglesia ha perdido la credibilidad. No sin razón algunos han dejado de creernos. Nos hemos predicado a nosotros mismos y no a Jesucristo».

Todo esto le lleva a uno a expresar cercanía y apoyo a todos los que experimentan de modo especial la oscuridad y la duda de su fe. También a los que por cualquier motivo se sienten defraudados de la Iglesia y dolidos con ella; a los que no se sienten acogidos por ella; por supuesto, merecen un recuerdo especial los que padecen exclusión o son injustamente discriminados.

Resulta doloroso constatar que se nos hace difícil transparentar al mundo de hoy el mensaje que hemos recibido. Nuestras propias debilidades y faltas, nuestro retraso en proponer necesarias correcciones, han generado desconcierto. Nos preocupa también que muchos perciban nuestro mensaje como una moral de prohibiciones, usada en otros tiempos, y que no nos vean proponiéndoles un ideal por el cual valga la pena jugarse la vida, que es exactamente lo mismo que hace Jesús. Debemos asumir en este momento el llamamiento del Señor a una profunda conversión para que anunciemos su Evangelio de tal manera que seamos creíbles y contribuyamos al desarrollo verdaderamente humano de nuestro país. Un desarrollo compartido con justicia y sin exclusiones (cf. Comité Permanente CECh, 27 de septiembre de 2012).

Al mismo tiempo, tenemos que aceptar que nuestra Iglesia se ha vuelto incapaz de iniciar en una verdadera experiencia espiritual. En parte porque faltan en ella auténticos «mistagogos» y sobran pretendidos maestros de la razón moral. Esto sucede cuando al mismo tiempo la crisis de la modernidad despierta en algunos un hambre de espiritualidad. La modernidad creyó que los grandes valores por los que acabó con el cristianismo –libertad, derechos humanos, justicia, verdad– brotaban exclusivamente de la razón humana. Nuestra espiritualidad es pobre; nos cuesta reconocer la presencia de Jesucristo en el corazón de la vida; no sabemos discernir los tiempos y las situaciones con facilidad, nos resulta difícil conversar con los que no creen y hacen las cosas de manera diferente. Creemos que la espiritualidad consiste solo en participar en la eucaristía o en ciertas normas morales.

No percibimos como Iglesia que nuestra fuente más radical es el Evangelio y que todo deriva de la experiencia de Dios comunicada por Jesús de Nazaret. En parte ha ocurrido lo que en su día escribía el cardenal Y. Congar: «Cuando la Iglesia olvida algunos valores evangélicos, Dios los hace aparecer fuera de ella». La sana antropología cristiana subraya la coincidencia dinámica entre la libertad y el amor, ya que la libertad no consiste en la afirmación del ego, sino en la entrega amorosa y razonable de nosotros mismos. Pero el proceder de la Iglesia y sus mensajes no han acertado en este campo, y ello también ha sido causa importante de esta crisis.

Lamentablemente, no son pocos en la Iglesia los que defienden un modelo aparentemente inalterado del ministerio sacerdotal y sacral, masculino y célibe, incluso de vivencia de fe y de incidencia en la vida interna de la comunidad creyente cristiana. Viven como si no hubiera pasado nada y nada pasara. Están al margen de la Iglesia oficial y de tener que afrontar los desafíos que corresponden a un mundo en profundo cambio. Bien podemos decir que no logran descubrir a su vez el germen esperanzador y la alternativa evangélica en los momentos de crisis eclesial profunda. Está claro, por lo demás, que en este momento todos los ministerios sienten el desafío a crecer en una cultura del cuidado y el respeto de los hermanos, superando todo rastro de una cultura de abusos.

Prueba visible de esta crisis no son tanto los conflictos o descontentos internos cuanto la tácita y numerosa defección de bautizados cristianos. A ello se añade el hecho de que muchos hijos «pródigos», un tanto perdidos por la deriva del alejamiento, añoran algún tipo de alimento espiritual y se ponen a buscarlo. Pero de entrada descartan a la Iglesia católica como el lugar en el que lo van a encontrar. Frente a todo esto, una vez más, la política del avestruz no sirve. Esta realidad, al menos nos debe llevar a preguntarnos si estamos haciendo algo mal. De hecho, la Iglesia de nuestros días tiene miembros de gran generosidad y de más calidad que en otras épocas. Justamente, estos cristianos admirables se merecen una institución mejor. Una institución que no esté en crisis. Para añadir algo más, bien podemos destacar una cierta incapacidad para recibir serenamente las críticas y examinarse ante el Señor

El actual momento de crisis requiere juntarnos y avanzar con los demás. Una crisis puede ser una posibilidad. Para lograrlo, hay que orar unos con otros y unos por otros. Asimismo, es indispensable hacernos responsables de los más frágiles: animarlos, informarles de la verdad sin alarmarlos y ayudarles a dar el paso que un cristiano debiera dar en las actuales circunstancias. Es fundamental sentirse Iglesia y hacernos responsables de ella. «La Iglesia necesita cambiar mucho, continuamente, para ser siempre la misma Iglesia de Jesucristo en el Espíritu» (Hélder Câmara).

La Iglesia católica es vida, institución, proyecto, alternativa… No hay ninguna duda de que ahora se da una crisis bastante generalizada en las instituciones. Como estamos viendo, la Iglesia de Chile no está lejos de esa realidad. Pero de las crisis se sale. Para ello hay que acertar a ofrecer valiosas alternativas. Se precisan, sobre todo, personas creativas e innovadoras que pongan en marcha instituciones que den forma a un espíritu y a un carisma que encauce la misión. No hay duda de que con alguna frecuencia hay que llegar a la «destrucción creadora». Para el papa Benedicto XVI, «normalmente son las minorías creativas las que determinan el futuro». Ellas aciertan a «cambiar vidas que consiguen cambiar vidas».

No son muchos, pero sí unos cuantos, los que creemos que esta crisis de la Iglesia, de mi Iglesia de Chile, tiene salida, y podemos llegar a una profunda reconstrucción de la Iglesia que soñamos, esperamos y por la que luchamos. En mi caso, cada vez es mayor la convicción de que el problema es lo suficientemente grave como para pensar que tenemos que crear algo nuevo de verdad; y esto nuevo es posible, más aún, tiene la categoría de indispensable. Pero no hay duda de que es difícil hermanar esta Iglesia y, por supuesto, este mundo, pero es posible. El triunfo pascual de Jesús no nos ahorrará sufrir lo que estamos pasando, pero debiera hacernos crecer y darnos fuerzas para llegar a una Iglesia mejor que la que somos. La que se convierte en buena noticia para este momento de la historia.

Requiere también «escuchar» mucho y bien. Ello lleva, por ejemplo, a evitar reducir la concepción de todo el espacio eclesial a una sola forma de vivir el cristianismo; también a superar el afán de excluir, expulsar y negar espacio a otras formas de ser cristiano. Esta postura de exaltación de lo absoluto pretende imponer su propia verdad contra la caridad, en contra de lo que nos sugiere san Pablo (Ef 4,15). Eso es muy distinto al panorama de la Iglesia de los primeros tiempos, marcada por una sana pluralidad y un solo Señor, Jesús de Nazaret.

En los momentos de refundación de las instituciones nunca es bueno impacientarse, desesperarse y cambiar nuestras opciones y decisiones más profundas. No hay duda de que nos vamos a seguir encontrando con partidarios y detractores de la renovación eclesial colegiada. Pero ahora más que nunca es necesario mantener la calma y perseverar. En los tiempos de crisis se requiere estar unidos y reunidos y avanzar con los demás. No hay duda de que los cambios que se necesitan son tan grandes que tardarán años en producirse. Pero hay que dar el primer paso cuanto antes. Con esta crisis algo se ha caído y destruido, y nuestra tarea es reconstruir. Necesitamos fortalecer el impulso misionero y, a partir de él, emprender una profunda revisión de las estructuras pastorales para adecuarlas a su mejor finalidad. «La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera» (Aparecida 370).

Para ello no pueden faltar algunos criterios que posibiliten esta reconstrucción y las actitudes que la dinamicen. Unos y otras se están perfilando poco a poco. Se trata de acelerar el ritmo. La palabra «reforma» se ha convertido en una palabra talismán, y pareciera que, como por arte de magia, nos encontráramos caminando hacia una situación nueva de cambio y transformación. Ya hemos indicado que estamos ante una nueva época, un nuevo milenio y una nueva sociedad. Todo ello interpela a la Iglesia, que no puede permanecer indiferente: está llamada a responder adecuadamente a los nuevos tiempos, relativizando las formas pasadas y encontrando las mejores respuestas para el hombre de hoy. Y la interpela doblemente, ya que ha tenido procederes desacertados. Ahí está el doble reto. Nos corresponde afrontarlo desde los cambios que se necesiten y con actitudes evangélicas renovadas.

Ese reto de la superación de la crisis hay que leerlo como una llamada a la conversión para fortalecer la dimensión misionera y tomar una nueva forma: «La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del continente» (Aparecida 362). Esta conversión, en este caso, se tiene que dar desde la más profunda identidad eclesial, ya que Dios no quiere salvar a cada persona aisladamente, sino construyendo un pueblo que lo reconozca. No hay auténtico seguimiento de Jesús al margen de la comunidad de los creyentes, ya que «nadie se salva solo» (EG 113).

Así, nosotros y la Iglesia nos despojamos de todo sentido de empoderamiento, superioridad y suficiencia; esto es indispensable para que, en este momento eclesial, podamos renovar nuestra vocación y vida eclesial, y de modo tal que seamos discípulos y misioneros, convencidos y convincentes de la novedad de la Iglesia, que reaviva la del Evangelio. Así podremos convertir la crisis en bendición y, por supuesto, en oportunidad. Para ello tenemos que clarificar, sanar y corregir aspectos diversos de la vida de la Iglesia y, sobre todo, impulsar propuestas que lleguen a permear la nueva praxis eclesial y la liberación de su energía espiritual.

Una nueva forma de ser Iglesia

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