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INTRODUCCIÓN

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Este libro sigue a los dos anteriormente publicados, Pastores para el siglo XXI (2018) y Persona, pastor y mártir (2020), con el objetivo de profundizar aún más en el amplio y hermoso tema pastoral. Los tres son el resultado de mis vivencias durante más de cuatro décadas de ministerio pastoral y de un amplio ejercicio de reflexión y estudio de la palabra de Dios, con el concurso de la aportación que otros compañeros de ministerio han añadido y la perspectiva que da el conocer cómo se desarrolla la obra de Dios más allá de mi iglesia local, no solo en España sino también en algunos otros lugares del planeta.

Si en el primero trataba de definir un perfil pastoral para el nuevo siglo y en el segundo me centraba en una visión más íntima y personal del ministerio pastoral, en este tercer volumen intento aproximarme al profundo carácter espiritual de tan privilegiada misión como es la de pastorear la iglesia de Dios.

Soy consciente de la responsabilidad que implica, no solo escribir acerca de este tema, sino esa que los pastores tenemos delante de Dios ante la sublime tarea que se nos encomienda y de la que, en su día, habremos de dar cuentas al Señor. Con “temor y temblor”, como decía el apóstol Pablo, me enfrento a textos como los de Jeremías o Ezequiel, que muestran el desagrado de Dios por el comportamiento y la trayectoria de los “pastores de Israel” o incluso de sus “profetas”, aquellos dirigentes del pueblo desaprensivos y ciegos a los que Dios tenía que amonestar con rigor, acusándolos de “apacentarse a sí mismos” y de andar “de monte en collado” olvidándose de sus propios rediles con el resultado de que las ovejas están confusas y amedrentadas, esparcidas por los montes, sin dirección, guía o alimento. Los llama “necios”, sin paliativos.

También Jesús arremete contra los supuestos dirigentes espirituales del pueblo de su propio tiempo, la casta de los fariseos, escribas y sacerdotes, a quienes directamente llama “hipócritas”, “insensatos” y “guías ciegos”.

No pretendo ser negativo ni crítico con nadie en particular al referirme a estos textos, solo que me sobrecoge pensar que yo mismo pudiera estar incurriendo en los pecados de aquellos líderes indignos. Y al reflexionar sobre mí mismo, animo también al lector, si es pastor o pastora, o ejerce cualquier otro ministerio, a hacerlo con humildad y sinceridad, pues a veces flaqueamos en alguna medida o nos dejamos influenciar o llevar por la corriente de ahí fuera, malentendiendo cual es el fin de nuestro ministerio y qué y quién lo sustenta y lo hace florecer y fructificar.

Lo que deseo resaltar es lo importante que es estar muy cerca del corazón de Dios, de donde procede toda bondad y toda misericordia, porque, como escribe Santiago, el hermano del Señor, “toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza ni sombra de variación” (St 1:17). Allí está la fuente inagotable de la gracia divina, todo lo que necesitamos para cumplir fielmente la misión encomendada. No son nuestros recursos los que nos llevarán al éxito, sino los suyos. Si queremos llenar el depósito de nuestro automóvil de combustible, vamos a la gasolinera; si queremos proveernos de agua, vamos a la fuente o abrimos el grifo o la llave que la tecnología nos ha traído a nuestra propia casa; y si queremos pastorear no nos queda otro remedio ni hay otro lugar a donde acudir que el propio corazón de Dios, donde reside el Logos divino, la Sabiduría eterna, el príncipe de todos los pastores.

Recibir un encargo de parte de Dios –una encomienda o misión– es una gran responsabilidad pero también un enorme privilegio, pues Dios “nos encargó a nosotros [escribe Pablo] la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Co 5:19-20).

¿No es un privilegio ser “embajadores” de Cristo? ¿que Dios nos use para anunciar sus buenas nuevas y ser portadores del mensaje de reconciliación entre él y los hombres? Ciertamente lo es, así como también una responsabilidad como ya hemos dicho y el mismo apóstol reconoce: “Si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme, porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciara el evangelio!” (1 Co 9:16).

Estimado compañero o compañera en el ministerio, deseo que cuanto sigue te sea de bendición e inspiración. Te lo dedico, como hace unos días decía en un encuentro telemático con pastores de la capital federal de México: no desde la cátedra de quien sabe algo, poco o mucho, sino desde el sillón de la reflexión pausada y tranquila, con el simple deseo de compartir lo que entiendo que la palabra de Dios me dice, con la ayuda preciosa del Espíritu Santo que la ilumina. Tengo en alta estima el ministerio pastoral; he cubierto casi 50 años en pleno ejercicio, con experiencias diversas, pero siempre viendo la mano de Dios y su gloria manifestándose a mi alrededor. He desempeñado funciones diversas en la obra de Dios, he cometido errores, he alcanzado metas, he aprendido mucho, he tenido que desaprender también otras cosas, porque de todo hay en la vida, que cambia constantemente y te hace cambiar, pero hasta aquí, “la mano del Señor ha estado conmigo” y con mi familia, mi esposa y mis hijos. Solo puedo darle la gloria a Dios y las gracias por su amor y misericordia.

Amén.

Pastores según el corazón de Dios

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