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CAPÍTULO 1 El corazón de Dios

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¡Profundidad de las riquezas, de la sabiduría ydel conocimiento de Dios!¡Cuán insondables son sus juiciose inescrutables sus caminos!

Romanos 11:33

Al abordar este capítulo sobre el corazón de Dios hemos de hacernos una pregunta: ¿A qué se refiere la Escritura cuando habla del corazón de Dios? ¿acaso Dios tiene un corazón como nosotros, o manos, o pies, como tantas veces habla la Escritura?

Cualquiera que tenga unos conocimientos de literatura o de hermenéutica sabe que esto es un recurso expresivo del lenguaje llamado antropomorfismo, que consiste en atribuir a un ser no humano, o a una cosa o idea, características humanas. Sabemos que Dios no es “hombre” –aunque se hizo hombre en Cristo Jesús, pero esa es otra historia que vino después– sino espíritu, categoría que, de nuevo, utilizando otro recurso del lenguaje llamado símil, se equipara al aliento o al viento, tratando de describir algo inmaterial que, como le dijo Jesús a Nicodemo, “sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3:8). El Espíritu de Dios es su aliento, pero Dios no tiene pulmones. Entonces, quiere decir que se equipara al “respirar” de Dios. Un cuerpo que no respira, está sin “espíritu”, está muerto. Dios es la vida, y esa vida nos es dada por medio de Jesucristo.

Es que Dios es otro tipo distinto de ser, absolutamente otro, que se categoriza en la Escritura con el concepto de santo, siendo la santidad el carácter de Dios que lo distingue de su creación. Es lo que se llama la alteridad de Dios –del latín alter, otro. Está muy claro que Dios es moralmente distinto a nosotros, los seres humanos, e incluso a los ángeles y criaturas celestes, pero sobre todo, lo que lo hace distinto es su esencia, la naturaleza de su ser. Como dijo Paul Tillich en frase sorprendente y polémica, “Dios no existe. Dios es”, porque la existencia es cualidad de los seres creados, mientras que a él le corresponde la cualidad absoluta de SER. Nosotros somos sus criaturas; él es el Creador, increado, sin origen ni fin. Existimos, porque él nos ha dado la existencia y el ser, y sin él ni existiríamos ni seríamos.

Dios, en su revelación, para que en alguna medida lo podamos entender, ha infundido el lenguaje en los seres humanos, obra cumbre de su creación; y como desea vivir en relación con nosotros, utiliza nuestros propios medios de comunicación para poder hablarnos. Es lo que la teología llama lenguaje analógico, por similitud, porque de otro modo no podríamos entender nada de Dios. Así, al menos, nos aproximamos.

Dios no tiene cuerpo físico, aunque el Logos divino, a quien llamamos 2ª persona de la Trinidad, expresión teológica para que podamos entender que Dios, aun siendo uno y solo uno, es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo, porque así lo revelan las Escrituras. Además, esos tres componentes de la divinidad única, no son meras funciones o “modos” divinos, sino que tienen voluntad propia, siendo interdependientes. A la Divinidad así revelada en las Escrituras llamamos Trinidad, término acuñado por Tertuliano y que, aunque no está en la Biblia, trata de expresar de la mejor manera posible, aunque limitada, una verdad bíblica que supera nuestra capacidad de comprensión racional pero que no por eso deja de ser cierta, porque, aunque nos cueste admitirlo, nuestra capacidad racional no es la medida de todas las cosas. El universo nos supera, no cabe duda; y Dios nos supera infinitamente más.

La Biblia también habla del corazón de los hombres, aunque bajo un diagnóstico fatal, pues ya en el libro de los orígenes, el Génesis, dice que “todo designio de los pensamientos de su corazón sólo era de continuo el mal” (cp. 6:5), o que “el corazón del hombre se inclina al mal desde su juventud” (cp. 8:21). Todos conocemos el texto de Jeremías que dice que el corazón del hombre es “engañoso más que todas las cosas y perverso” (Jr 17:9); y Jesús amplia el diagnóstico y lo detalla: “De dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo y la insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mr 7:21-23). Es evidente que esta descripción del corazón humano contrasta diametralmente con la que se hace del corazón de Dios a lo largo de toda la Biblia. Creo que Jesús lo describió con mucha precisión y no hay quien lo pueda negar.

Con todo, también se dice que Dios “todo lo hizo hermoso en su tiempo, y ha puesto eternidad en el corazón del hombre, sin que este alcance a comprender la obra hecha por Dios desde el principio hasta el fin” (Ecl 3:11), lo que le confiere una dimensión que lo hace susceptible de entenderse con Dios y de percibir en alguna medida todo cuanto tiene que ver con su Creador, siempre y cuando actúe en él la iluminación del Espíritu Santo. El apóstol Pablo declara lo siguiente: “Si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; esto es, entre los incrédulos, a quienes el dios de este mundo les cegó el entendimiento, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Co 4:3-4). El evangelio está encubierto –no lo pueden percibir ni entender– para quienes son incapaces de creer en él; y esto es así debido a que Satanás, el dios de este mundo, ha cegado sus entendimientos para que no crean, esos que “se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Ts 2:10). Así que es posible, gracias a esa dimensión de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, llegar a percibir las cosas de Dios.

Es cierto que no hay un capítulo ni un párrafo concreto en alguno de los libros que constituyen las Escrituras que explique en su plenitud cómo es el corazón de Dios. Pero a todo lo largo de los escritos bíblicos se van mostrando sus atributos y las profundidades de su ser de manera paulatina y progresiva. Las propias historias bíblicas, con personas humanos reales en trato con Dios nos van mostrando cómo es él. Como reconoce Pablo glosando a Isaías: “Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman.1 Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Co 2:9-10). El texto asocia de alguna manera el corazón humano y “lo profundo” de Dios, marcando la dificultad humana para entender esas profundidades, únicamente superada por el Espíritu Santo cuando ilumina la mente y el corazón de los que tienen a Cristo. Leyendo las Escrituras, por sus muchas referencias a determinados órganos del cuerpo, el corazón, los riñones, el vientre, los huesos, las entrañas, etc. sabemos que en realidad se habla del origen o de determinadas actitudes que residen en el interior de nuestra naturaleza. También se mencionan determinados miembros o sentidos, como los ojos, los oídos, la boca, los pies, las manos, etc. para expresar nuestras capacidades de ver, oír o actuar. En ocasiones, estas características se le atribuyen a Dios para que por analogía podamos entender en alguna medida cómo es o cómo puede obrar él en el medio natural y humano. El antropomorfismo alcanza su máxima expresión en la encarnación, tal como nos lo muestra el evangelio de Juan:

Y el Verbo [Logos] se hizo carne

y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad;

y vimos su gloria,

gloria como del unigénito del Padre.

Juan 1:14

Jesucristo, el Logos divino humanizado, es el mensaje más expresivo del corazón de Dios. Porque como sigue diciéndonos Juan en su prólogo al cuarto evangelio:

En el corazón de Dios, en sus más íntimas profundidades, residen sus pensamientos, sus sentimientos y sus planes, su mensaje para todo el cosmos que él creó, en donde colocó a los seres humanos; en definitiva, el Logos divino. La Biblia también se refiere a todo ello como el secreto o los secretos de Dios. Dice el profeta Amós, “Porque no hará nada Yahvé, el Señor, sin revelar su secreto a sus siervos los profetas” (Am 3;7). Precisamente, lo que reprocha Dios a los malos pastores de su pueblo por boca de Jeremías es que viven ajenos a ese secreto: “Si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino y de la maldad de sus obras” (Jr 23:22). Las dos referencias al secreto del Señor tienen la misma raíz hebrea, que tiene que ver con fundamento, y es que, en las profundidades de Dios, en su corazón, están los fundamentos del universo y de su relación con los seres humanos.

Dios declara la infinita distancia que hay entre sus profundidades y las nuestras, entre su corazón y el nuestro: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestros caminos mis caminos», dice Yahvé. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos y mis pensamientos, más que vuestros pensamientos” (Is 55:8-9). Dios piensa, siente y actúa de manera santa, es decir, totalmente diferente a como pensamos, sentimos y obramos nosotros, seres humanos. Su corazón está lleno de luz, el nuestro de oscuridad y tinieblas; el suyo rebosa amor; el nuestro, egoísmo, desconfianza, enemistad, rencor y odio. Ciertamente hay una diferencia.

Pero, una vez establecida la distancia, Dios se abre para que podamos penetrar en sus profundidades, en su secreto, para que podamos conocer su corazón:

Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones [escribe el apóstol Pablo], a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef 3:17-19).

Según esta escritura, creo que podemos establecer dos principios básicos:

Uno: que, para tener un corazón según Dios, en nuestro corazón tiene que habitar Cristo, el Hijo de Dios, quien siendo Dios mismo y habitando en él (pros ton Theon, según Juan 1:1), nos revela al Padre, porque

La Ley fue dada por medio de Moisés,

pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás;

el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre,

él lo ha dado a conocer.

Juan 1:17-18

Dos: que conocer el corazón de Dios para poder adaptar el nuestro al suyo significa conocer –vivir, experimentar y comprender– su amor, que es el amor de Cristo, porque “Dios es amor”. Desarrollar el amor de Cristo en nosotros, fundamentarnos en él, nos permite conocer las profundidades del amor de Dios. Nada supera a esta experiencia. Por eso el apóstol Juan avisa: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4:8). Queda muy claro: quien no ama, no conoce a Dios. Es toda una sentencia. ¿Cómo podemos pensar que cargados de odio y resentimiento, espumando ira y violencia, llenos de rencor podemos estar en el camino de salvación? Mucho menos ejercer un ministerio, cualquiera que sea, y todavía menos, el de pastor.

Los pastores según el corazón de Dios son aquellos que lo conocen bien. Por supuesto, todo creyente genuino conoce a Dios, y de entre ellos, Dios llama a algunos para ejercer el ministerio de pastor. Pero, además, ha de ser alguien que conozca sus profundidades, que esté en “su secreto”, y eso significa que es un proclamador de la Palabra, alguien que con su mensaje –palabra y testimonio2– hace volver a la gente de su mal camino, produce conversiones, consigue que el reino de Dios se extienda. Es alguien que, por vivir en cercanía y en intimidad con Dios, conoce bien su voluntad y, por tanto, se ajusta a ella, se conforma –en el sentido de adaptarse a su forma– y le obedece llevando así a efecto sus planes, su propósito para el individuo y para la iglesia.

Vemos esta verdad ilustrada negativamente por Saúl, primer rey de Israel. La impaciencia le llevó a cometer un error garrafal: ante la tardanza de Samuel, que se había comprometido a llegar pero que no llegaba, Saúl opta por actuar por su cuenta y ofrece el sacrificio que le correspondía ofrecer a Samuel como profeta de Dios y sacerdote. Las palabras de Samuel son definitivas:

Locamente has actuado; si hubieras guardado el mandamiento que Yahvé, tu Dios, te había ordenado, Yahvé habría confirmado tu reino sobre Israel para siempre. Pero ahora tu reino no será duradero. Yahvé se ha buscado un hombre conforme a su corazón, al cual ha designado para que sea príncipe sobre su pueblo, por cuanto tú no has guardado lo que Yahvé te mandó. (1 S 13:13-14).

Aquel hombre conforme al corazón de Dios fue David.

El día que Samuel acudió a casa de Isaí para ungir al futuro rey de Israel, viendo al mayor pensó que no había duda, que él era el escogido, pero Dios le dijo: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Yahvé no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Yahvé mira el corazón” (1 S 16:7). No son las apariencias, ni las capacidades humanas las que nos potencian para servir al Señor. Dios mira nuestro corazón, si en él cabe su presencia, si es dócil y moldeable; puede que sea imperfecto, como seguramente lo será, pero que sea un corazón que permita a Dios modelarlo “conforme al suyo”, como barro en sus manos al que da la forma que él quiere.

Sabemos que David, aquel hombre conforme al corazón de Dios, cometió enormes errores, pecados horribles que hicieron mucho daño, por los que pagó caro; pero siempre fue capaz de reconocerlos y de arrepentirse. Autor de toda una colección de Salmos, escribe:

¿Quién puede discernir sus propios errores?

Líbrame de los que me son ocultos.

Preserva también a tu siervo de las soberbias,

que no se enseñoreen de mí.

Entonces seré íntegro

y estaré libre de gran rebelión.

Salmo 19:12-13

Y también:

Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado;

al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.

Salmo 51:17

Si somos pastores según el corazón de Dios, no es necesario que seamos perfectos, en el sentido que no cometamos errores, pues sin lugar a dudas los cometeremos, pero sí que nuestro corazón sea capaz de reconocerlos humildemente, pedir perdón por ellos y corregirlos. Es decir, hemos de ser moldeables, capaces de aprender de las lecciones de la vida y de cambiar por la acción del Espíritu Santo. La persona que llega a la conclusión de que ya lo sabe todo, que no necesita avanzar, ha llegado también al nivel de máxima incapacidad. La realidad lo irá dejando atrás hasta llegar a ser irrelevante. El problema suele ser que uno no se da cuenta de esta realidad hasta que se crea un desfase casi infranqueable.

Quizá, una de las lecciones importantes que hemos de aprender es la de abandonar la rigidez, la dureza –que a veces llega a ser crueldad o, como mínimo, insensibilidad– y dejarnos moldear por el Espíritu dulce y tierno de Dios. He mencionado antes algunas palabras de Pablo dirigidas a los tesalonicenses. Me refiero de nuevo a esa primera carta suya, citando palabras entrañables del apóstol para sus convertidos: “Nos portamos con ternura entre vosotros, como cuida una madre con amor a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas, porque habéis llegado a sernos muy queridos” (1 Ts 2:8). ¡Qué palabras escritas por alguien tenido por rudo o “tosco en la palabra”! ( 2 Co 11:6). Habla de ternura como característica de su trato con los creyentes, de amor materno, de afecto, de sentimiento entrañable, y se refiere a sus interlocutores como “muy queridos”.

En la introducción del libro Ternura, la revolución pendiente, escrito por varios autores,3 se dice lo siguiente: “Necesitamos revisar los discursos, las prácticas y las vivencias de la fe en los que la ternura se haya anulado e incorporarla desde las voces de los niños, las niñas y los adolescentes” (p. 24).

La pastora de la iglesia Presbiteriana-Reformada de Cuba, Ofelia Ortega, en el capítulo que le corresponde escribir, titulado “Presencia de la ternura en el Primer Testamento”, hace una descripción de la ternura con un alto contenido poético, que me permito reproducir:

La ternura es una palabra o un silencio que se convierte en ofrenda para el que sabe escucharlo con confianza. Es nuestra mirada de asombro ante todo cuanto nos ofrecen; es nuestra mirada de amor ante todo cuanto nos dan. Es saber dar y recibir al mismo tiempo; es saber aceptarnos en el momento presente; es aprender a desarrollar nuestra capacidad para no vivir de la nostalgia, de los recuerdos o de la amargura del pasado. Es aprender a no perseguir el futuro, idealizándolo o anticipándonos a él. Es aprender a aceptar realmente dónde estamos. Es una galaxia que viaja por el cielo de los encuentros, que nos prolonga hasta las estrellas de la vida. (P. 179).

Jesús es nuestro modelo de ternura, de afecto y de cercanía, de misericordia. Nadie como él. El libro, en general, corrige el error de considerar al Dios del Antiguo Testamento como severo y justiciero, rescatando del olvido que Dios, justo por supuesto, es sobre todo Dios de misericordia, manifestada infinitamente con su pueblo, un pueblo “rebelde y contradictor”. La parábola del hijo pródigo es una muestra de ello. El padre, personaje principal, que representa a Dios, es capaz de correr al encuentro de su hijo rebelde, el “malo”, y de dialogar con el mayor, supuestamente el “bueno”, rompiendo todos los esquemas propios de su tiempo y cultura. Ese mismo es el Dios del Antiguo Testamento, un Dios tierno y amoroso, de misericordia sin límites. Ese es también nuestro Dios hoy.

En los capítulos que siguen nos ocuparemos de dos sentimientos que habitan el corazón de Dios, el amor y la misericordia, porque ambos han de habitar en nuestros corazones igualmente. No olvidemos que ambos son frutos del Espíritu Santo, es decir, que no nacen de nuestro propio corazón, sino que solo él los puede producir. El corazón de Dios es nuestra fuente inagotable de recursos para el buen desarrollo y cumplimiento de nuestra misión pastoral, que no es otra que la que Jesús encomendó a Pedro a orillas del mar de Galilea: “Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas” (Jn 21:15-17).


1. Isaías 64:4

2. Recordar la máxima de M. McLuhan, “El mensaje es el medio”.

3. Segura, Harold, y otros autores, editado por CLIE. Es un libro interesante por la perspectiva básica que presenta, aunque debido a ser escrito por diversos autores de distinta procedencia y adscripción el resultado es bastante desigual. Hay buenos capítulos, con buen contenido y exégesis interesantes. Otros no tanto, con un lenguaje más propio de la teología de la liberación y su consiguiente ideología política que de un libro de contenido teológico propiamente dicho. No obstante, siguiendo la máxima paulina de “examinarlo todo y retener lo bueno”, merece la pena leerlo y sacar conclusiones propias. Es un libro escrito principalmente para tratar los problemas de la niñez y la adolescencia y de qué manera las iglesias cristianas pueden responder a ellas en el contexto de la América Latina, con sus especiales características. Requiere, por tanto, una lectura con mente abierta sin eliminar el espíritu crítico si lo leemos desde otras perspectivas.

Pastores según el corazón de Dios

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