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CAPÍTULO 3 La misericordia como norma

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Porque misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.

Oseas 6:6

¡Qué tremenda palabra, misericordia! ¡Y qué ajena a la realidad humana! En el texto del encabezamiento va ligada al “conocimiento de Dios”. Podemos decir que, así como el evangelista Juan escribe que “el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4:8), quien no ejerce misericordia, tampoco lo conoce, porque el corazón de Dios está lleno de misericordia.

La misericordia es uno de los principales atributos divinos: implica emoción y sentimiento, acompañados de acción. Es una palabra muy bíblica, que aparece cientos de veces entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, mayormente referida a Dios en su relación con los seres humanos, aunque también como algo que se nos exige a nosotros como hijos de Dios.

No olvidemos que, según Santiago, “la misericordia triunfa sobre el juicio” (St 2:13), según la versión más literal de 1909, “se gloría contra el juicio”, es decir, que la misericordia prevalece sobre el juicio, al que se aferran los justicieros, los implacables y dogmáticos, los talibanes de todo credo a los que nosotros tampoco somos ajenos. La misericordia está por encima y Dios lo ha demostrado enviando a su Hijo, “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16).

Son varias las palabras de las Escrituras hebreas que son traducidas por misericordia. La más común es hesed, y está relacionada con benevolencia, amor, perdón, etc. El lector puede recurrir a una concordancia exegética, como la Young o la Strong, y comprobar cuántas veces aparece en cualquiera de los dos Testamentos. Es notable las muchas veces que aparece en los Salmos, un libro especialmente emocional en el que se expresan libremente los sentimientos humanos y también los divinos. ¡Cuán necesaria es la misericordia!

En la Escrituras cristianas del Nuevo Testamento, son tres las palabras griegas traducidas mayoritariamente por misericordia, pero la más común es eleos, también utilizada por los filósofos y escritores griegos profanos.

Nuestra palabra latina (en español, catalán, gallego, portugués, italiano, francés…) tiene el componente cordis, que significa corazón. El pastor según el corazón de Dios no puede prescindir de esta poderosa virtud, que está incluso por encima del sacrificio, tal como nos muestra el texto ya mencionado de Oseas.

Muchas veces la palabra misericordia se asocia a otras como amor, verdad, justicia, etc. Por ejemplo, Zacarías 7:9, “Juzgad conforme a la verdad, y haced misericordia y piedad cada cual con su hermano” (Zc 7:9).

El pastor –hombre o mujer– según el corazón de Dios ha de conocer lo que es la misericordia de Dios asociada a su verdad. Efesios 4:15 habla de “seguir la verdad en amor”, otro ingrediente imprescindible, pero del que nos ocuparemos en el capítulo que sigue.

Ahora, ¿por qué Dios es misericordioso?

La respuesta es, porque sin sus misericordias nuestra condición de caídos no tendría remedio. El profeta Jeremías, en sus Lamentaciones, proclama: “Por la misericordia de Yahvé no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias; nuevas son cada mañana. ¡Grande es tu fidelidad!” (Jr 3:22-23). La gran característica que rige en las relaciones de Dios con nosotros, sus criaturas, es la misericordia. No puede ser de otra manera, porque su justicia requeriría el castigo por el pecado. La única solución es la amnistía, el perdón, pero para que este sea viable y aceptable en justicia, es la misericordia de Dios, su compasión por la humanidad y por su creación entera, la que ha previsto y puesto en marcha un plan de redención. Dios, como ser justo, no puede simplemente mirar a otro lado y decir, “¡Todo está bien, no pasa nada!” El apóstol Pedro afirma: “El Señor… es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P 3:9).

¿Por qué todo esto cuando estamos hablando de pastores y a pastores? Porque en nuestro trato con las ovejas hemos de tenerlo muy claro, para que no pensemos que estamos en la posición de fiscales, o de perseguidores del pecado, que para eso ya hay quien se ocupa. Siempre me repito a mí mismo para que no se me olvide, lo que dice Hebreos respecto del sacerdote, que “puede mostrarse paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad” (He 5:2; cf. 7:28). Y Pablo es claro amonestando a los gálatas: “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Ga 6:1-2). Eso es misericordia: al errado se le corrige con “espíritu de mansedumbre”, conociendo nuestra propia debilidad e inclinación al error. Y, como nos recomienda el proverbio: “Con misericordia y verdad se corrige el pecado, y con el temor de Yahvé los hombres se apartan del mal” (Pr 16:6). Esa es nuestra misión a la hora de corregir y de restaurar. La verdad que libera, y la misericordia que recibe, sana y restaura. No hay como infundir el temor de Dios en el corazón de las personas para que se aparten del mal, como el vértigo nos aleja del borde del precipicio.

Como hemos dicho, son cientos los textos bíblicos que hablan de misericordia, tanto referida a Dios como parte de su carácter, como en relación con nosotros, sea por la necesidad que tenemos de experimentar la misericordia de Dios como por la invitación que se nos hace a practicarla con los demás. Un texto que me anima a hacerlo es Proverbios 11:17, que dice, “A su alma hace bien el hombre misericordioso, pero el cruel se atormenta a sí mismo”. Si fuéramos capaces de hacer un verdadero examen de muchas de nuestras actuaciones –hablo en general– nos daríamos cuenta de cuántas veces en nuestro mundo eclesiástico hemos obrado con crueldad, humillando al caído, rematando al herido, echando al equivocado, declarando en rebeldía a quien no aceptaba nuestros planteamientos, cerrando las puertas de regreso al que se había apartado del camino recto, etc. Hemos pensado que estábamos preservando la casa de Dios del error y de la contaminación, cuando en realidad estábamos actuando injustamente; fuimos justicieros, pero no justos. Siempre viene a mi mente el caso de José, el esposo de María, la madre de Jesús. El evangelio de Mateo lo llama justo por no haber querido infamar a su novia encinta sin su intervención, lo que para él era muestra evidente de su infidelidad. Sabemos lo que dice la Ley, pero como afirma Pablo, la Ley mata, porque su fin es condenar. El Espíritu vivifica, da vida, sana, restaura. Quien hace misericordia beneficia a su propia alma; no necesita terapia para su desequilibrio psicológico, porque no hay nada más equilibrante que la misericordia, que la benignidad para con los demás. Las personas patológicamente estrictas con el prójimo, los justicieros y perfeccionistas, viven amargados y amargando a los demás. Son dañinos y tóxicos. Con esto no quiero decir que tengamos que ser indulgentes con el pecado o con los errores ajenos. No, no hay que serlo; ni con los propios tampoco. Simplemente significa que hay que tratar los casos como lo haría Jesús, o como aconseja Pablo, con mansedumbre, con prudencia, con respeto hacia el caído, sabiendo que nosotros mismos podemos caer en el error, tendiendo la mano para levantar al caído tal como nos gustaría que nos la tendieran a nosotros en el caso de caer, lo cual es absolutamente probable, dada nuestra condición humana. Si no caemos más veces es porque Dios nos guarda, pero para ello hemos de permanecer humildes, porque al altivo Dios lo deja a merced de sus propias capacidades y, como es natural, más tarde o más temprano, acaba tropezando y cayendo en aquellas mismas cosas en las que ve caer al prójimo.

Mateo nos cuenta que Jesús, “Al ver las multitudes tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9:36). Por eso, a continuación, menciona la necesidad de enviar “obreros a la mies”, una metáfora del ministerio, porque “a la verdad la mies es mucha, pero los obreros pocos” (v. 37). La palabra traducida por “tuvo compasión” es una de las variantes del Nuevo Testamento sinónima de misericordia y que literalmente significa que se conmovió en sus entrañas ante la visión de un pueblo disperso y confundido, siendo ese pueblo el suyo propio, el Israel de Dios. Esas mismas entrañas son las que se nos han de conmover a nosotros ante nuestro pueblo, sea cual sea su condición espiritual. Débora se sintió madre en Israel, y nosotros, pastores y pastoras, hemos de sentirnos igualmente conmovidos por un profundo sentimiento de empatía con el pueblo de Dios, con nuestras congregaciones, sean como sean, imperfectas, latosas o brillantes en la fe. Ya sabemos que hay mucha gente desagradecida, mucha gente remisa, muchos oidores de la palabra y pocos hacedores, pero nuestro sentimiento ha de ser el mismo que habita en el corazón de Dios.

Se suele decir que la obra misionera está o nace en el corazón de Dios. ¡Claro que sí! Pero en el corazón de Dios hay muchas cosas más, está su obra plena, también el atender a las ovejas, protegerlas y cuidar de ellas, llevarlas a buenos pastos, curarlas, etc. “Yo soy el buen pastor [dice Jesús] y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas” (Jn 10:14-15). La labor pastoral de Jesús, y en consecuencia la nuestra, nace y ocurre en el corazón de Dios. Conocer a Dios, conocer las profundidades de su corazón, es fundamental para quien le sirve.

Como pastores según el corazón de Dios hemos de hace de la misericordia nuestra norma de actuación. He oído muchas veces la expresión, “no hagas esto o aquello, porque no le gusta al pastor”, verbalizada por alguien aconsejando a otro. ¡Qué visión más errónea de la función espiritual que ejerce el pastor! Nuestra tarea no es perseguir a las ovejas a ver qué hacen o qué no hacen, sino guiarlas a buenos pastos. Como creyentes no estamos para agradar al pastor sino a Dios, pero tampoco el hecho de que una afirmación tal no sea afortunada ha de servirnos para ir por libre por la vida, sin rendir cuentas a nadie y desoyendo los consejos pastorales. La autoridad no está reñida con la misericordia, antes bien, “La misericordia y la verdad guardan al rey, y con clemencia se sustenta su trono [símbolo del fundamento de su autoridad]” (Pr 20:28). Evidentemente, los pastores no somos soberanos sobre nuestras congregaciones, pero sí desempeñamos una autoridad delegada por Dios, que es lo que representa el rey aquí.

Dios es misericordioso y quiere que nosotros también lo seamos. La misericordia de Dios nace de su amor, ese amor que le llevó a encarnarse como ser humano y morir por nosotros, pagando así la deuda de nuestros pecados, los de toda la humanidad, satisfaciendo así su justicia.

El amor, pariente de la misericordia, es el tema del capítulo que sigue.

Pastores según el corazón de Dios

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