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El escarabajo

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Ernesto cursaba el tercer año de la secundaria, y se sentía abatido. Había conocido a una compañera cuando ingresó al colegio y se habían puesto de novios al comenzar el segundo año. A mitad del ciclo lectivo, luego de las vacaciones de invierno, el traslado laboral de los padres de la chica a un país lejano forzó la separación.

Transcurridos unos dos meses, el carácter del joven comenzó a cambiar. Sus notas eran cada vez más bajas, sus profesores comenzaron a quejarse de su conducta, sus amistades se alejaban y sus padres incluso notaban un cierto deterioro en su condición física.

A pesar de no tener problemas de relaciones familiares, el muchacho sentía especial afinidad con uno de sus tíos, el cual se había convertido en su amigo, su secuaz, su confidente y consejero a la vez. A sugerencia de sus padres, un día viajó a visitarlo, le relató lo ocurrido y le habló de cómo se sentía. Conocedor y cómplice del noviazgo de su sobrino desde el inicio, rápidamente el tío sintonizó con los sentimientos, las sensaciones y los pensamientos de Ernesto. Después de escucharlo pacientemente y con un gesto muy serio, le dijo:

—Mirá, nada de lo que yo o cualquier otro te diga puede sacarte por arte de magia el dolor que sentís. La recuperación de una situación como la tuya implica todo un proceso, y cuánto dure depende de muchas cosas. Si querés te puedo contar una historia que personalmente me sirvió para reflexionar sobre por qué ocurren ciertas cosas.

—Sí, lo que sea viejo.

—Bien. El cuento comienza alrededor de las 20. 30 de un viernes de enero, en un cálido verano. El sitio era un lugar muy popular, frecuentado especialmente por los deportistas de fines de semana, y en un terreno que abarcaba un cuarto de manzana, se erigían tres canchas de paddle, techadas y con luces de neón. Ese día, el sol estaba desapareciendo por completo en el horizonte, por lo cual los reflectores de cada cancha comenzaban a encenderse. Como es normal en cualquier época del año, las luces se convierten en un polo magnético de atracción para cualquier insecto volador. Incapaces de resistir el llamado de los rayos lumínicos, los escarabajos, cucarachones y una miríada de otros insectos más caminaban, volaban, caían al piso, correteaban un trecho, se remontaban y volvían a caer, se alejaban unos y se acercaban otros en un ciclo continuo. Con idéntico frenesí, dentro de la cancha cuatro jugadores golpeaban incesantemente las pelotitas. Entre saques, voleas, paralelas, drops y smashes, se desplazaban velozmente por toda la cancha, en medio de gritos de aliento y enojo, maldiciones, felicitaciones y quejas. En ese contexto, un escarabajo cayó cerca de una esquina y comenzó a desplazarse zigzagueando rápidamente por la superficie pareja pero desgastada de la cancha, que todavía conservaba un tinte rojizo. De repente, sintió un durísimo golpe en su costado izquierdo y salió despedido unos dos metros, chocando contra el tejido lateral característico de este deporte. A duras penas pudo ponerse en pie y lentamente, muy dolorido, logró atravesar la malla de metal. Haciendo un esfuerzo extra, se arrastró hasta la esquina donde el alambre se unía a la pared y se quedó muy quieto. Ocurrió todo tan vertiginosamente que no alcanzaba a comprender por completo lo que había pasado, menos aún por qué ni quién lo había golpeado. De repente dirigió su mirada al centro de la cancha, y pudo distinguir lo que había hecho impacto en su cuerpo: una flamante zapatilla deportiva de colores vivos. Quien la calzaba era un jugador pequeño, que corría frenéticamente de un lado a otro junto a su compañero. Se preguntó, con la ingenua incapacidad del reino animal para comprender las actitudes “racionales” de los seres humanos, cuál habría sido la causa que motivara la acción del joven. Mientras intentaba descifrar el error que había cometido para haber sido tratado con tanta violencia, se quedó dormido, vencido por el dolor. Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a despuntar, y en medio del habitual silencio de las madrugadas sabatinas, abrió los ojos, movió temblorosamente sus patitas y lentamente comenzó a moverse. Al avanzar pudo observar que, a su alrededor, la gran mayoría de sus hermanos yacía inerte, en tanto otros se encontraban en sus estertores finales. Fue entonces cuando, en un destello de luz, comprendió algo: en lugar de aplastarlo desaprensivamente, el jugador había preferido apartarlo con cierta violencia de su camino, manteniéndolo con vida.

Ernesto quedó pensativo unos minutos. No sintió una mejoría instantánea, pero a pesar de su corta edad, llegó a entender claramente que en ocasiones recibimos golpes inesperados, cuya finalidad quizás es evitar que suframos otros impactos más fuertes y letales. Cuando regresó a su casa, sintió que “el escarabajo” había modificado algo en su interior.

Una vida consciente

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