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2 Autonomía, nacionalidad y plurinacionalidad
ОглавлениеComo explica Juliana (2017: 125 y 126), el término nacionalidades aterrizó en España desde México en el léxico de la izquierda española, que se preparaba para el día después del franquismo. Los jóvenes cuadros socialistas leían a Anselmo Carretero (1948, 1977), un socialista castellano exiliado en México que había construido su propia teoría federal: España, nación de naciones. Carretero defendía que España debía ser una unión voluntaria de sus pueblos. Pueblos, nacionalidades, no simples regiones. Luego, los conceptos de “nacionalidades y regiones” entraron con calzador en la CE de 1978, gracias a la insistencia de Jordi Solé Tura (PSUC) y de Miquel Roca Junyent (CDC), con apoyo socialista y de Miguel Herrero de Miñón (UCD), siempre atento a la diversidad del país. Los militares estaban indignados por esta cuestión, había atentados de ETA todas las semanas y estaba muy presente la amenaza de un golpe de Estado, como efectivamente ocurriría el 23 de febrero de 1981.
Podría decirse –explica Juliana– que todas las contradicciones de ese tiempo están condensadas en la redacción del artículo 2 CE, donde se admite que España está compuesta por nacionalidades y regiones y, al mismo tiempo, se repite que la unidad de España es indisoluble (“indi-soluble” e “indivisible”). Por primera vez, la Constitución reconoce que España está compuesta por instancias territoriales de distinta naturaleza: nacionalidades y regiones12; pero no hubo tiempo para definir en qué consistía esa naturaleza diferente (Juliana, 2017: 117).
En ese sentido, Beiras (2017: 66-67) señala las diferencias entre nación, que sería una realidad sociopolítica de índole cultural e ideológica13, y el Estado, que es una realidad político-institucional, una construcción elaborada mediante un ordenamiento jurídico político, una superestructura jurídico-política, a diferencia de la nación, por lo que el territorio es un elemento basilar de la existencia del Estado, pero no es un elemento necesario para la existencia de una nación. Y se muestra muy crítico con la organización territorial de la CE, que niega la realidad plurinacional, definiendo la nación por y desde el Estado, e imponiendo el dogma de que un Estado se corresponde biunívocamente con una sola nación.
Además, al limitarse a reconocer en el artículo 2 CE el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, mezcla y equipara dos realidades completamente distintas: una sociopolítica y otra sociogeográfica, que necesitan de un tratamiento jurídico-político diferente (Beiras, 2017: 75):
“La autonomía era una carta otorgada por un Estado unitario ya constituido, esto es, suponía un enfoque antitético de la participación de varios sujetos de soberanía en el proceso constituyente de un nuevo Estado. Por tanto, no valió para resolver el problema de las cuestiones nacionales. No lo resolvió. Al contrario: lo empeoró. La Constitución de la Segunda República había otorgado la autonomía únicamente a las tres comunidades nacionales que desde hacía tiempo reclamaban un Estado propio: Galiza, Euskadi y Catalunya”. “La de 1978 generalizó ese otorgamiento, y lo ofreció no solo a estas tres ‘nacionalidades’, sino a las regiones, conjuntos de provincias e, incluso, provincias en solitario que solicitaron convertirse en comunidades autónomas, aunque en muchas de ellas no hubiese existido reclamación de autonomía política alguna (sin olvidar, eso sí, a dos ciudades coloniales en la costa mediterránea de Marruecos) (Beiras, 2017: 75-76)”. (…) “Por tanto, la organización territorial del Estado es un asunto de descentralización (territorial) administrativa o, a lo sumo, político-administrativa, pero no sirve como herramienta para la articulación constitucional de diversos sujetos de soberanía política” (Beiras, 2017: 76). (…) “En mi humilde opinión, existen cuatro comunidades nacionales forjadas durante la historia como comunidades de origen y de cultura con suficiente conciencia nacional en su conciencia social: Galiza, Euskal Herria, Països Catalans y… España stricto sensu. Si Daniel Castelao viviese hoy y reescribiese su memorable Sempre en Galiza, tal vez formularía su lúcida propuesta federal-confederal en términos como estos: una confederación de estos cuatros sujetos de la soberanía nacional, abierta a que, dentro de tres de ellos, se articulasen como Estados federados los subconjuntos que los integran” (Beiras, 2017: 84).
Todo lo contrario, piensa Gustavo Bueno (2002: 20), para quien:
“La fórmula de referencia sostiene que la unidad política de las diver-sas sociedades políticas (reinos, condados, señoríos, etc.) que constituyen a España como entidad histórica característica, fue la unidad propia de un Imperio. Ahora bien, este Imperio fue gradualmente desintegrándose y, una vez desmembradas sus partes, la España peninsular asumió la estructura de una Nación-Estado o de un Estado-Nación. Sin embargo, la condición de Estado-Nación no sirve para expresar la realidad histórica de España y, por tanto, su propia realidad presente”. (…) “Los nacionalismos históricos más radicales, los llamados ‘soberanistas’, que buscan en nuestros días la secesión del Estado español, habrían surgido precisamente a raíz del desmembramiento del Imperio y subsisten gracias a la dispersión política de la Comunidad Hispánica (mientras que nos les estorba, en modo alguno, el proyecto de una Unión europea)” (Bueno, 2002: 21).
Llegando a decir (1991: 136) que sería una tergiversación ideológica favorecida por la “política de las Autonomías de 1978” el intento de borrar todo tipo de primacía de la Corona de Castilla, “en cuanto a la representación de la idea imperial se refiere”, al menos a partir del siglo XII.
Para González-Varas (2002: 72-75), en un contexto europeo puede resultar discutible la afirmación de que en España existen diversas nacionalidades, que presentan menor entidad que otras regiones euro-peas que no tienen reconocidas la autonomía política en otros Estados de nuestro entorno. “En cualquier Estado europeo se afirma la existencia de diferencias zonales. Y, sin embargo, esto no origina ‘necesariamente’ la concesión de prebendas políticas en favor de las regiones” (González-Varas, 2002: 67). Este autor cita los casos de Escocia y Gales, en Ingla-terra; Bretaña, Aquitania, Alsacia y Córcega, en Francia; Cerdeña, en Italia (2002: 72-75); e incluso Alemania, donde los característico es la diversidad interregional, pues integra pueblos diferentes, todos los Länder14 son fieles al Bund. Y destaca que en los distintos Estados europeos la diversidad lingüística no lleva a afirmar un sistema de cooficialidad, no teniendo dicha diversidad lingüística mayores consecuencias en lo institucional (González-Varas, 2002: 108). Para González-Varas,
“es un hecho que algunas de las hoy llamadas en España ‘nacionalidades’ no han sido nunca Estados independientes ni han tenido una política internacional propia, a diferencia nuevamente de una buena parte de las regiones europeas que, sin embargo, no osan llevar ese título. La vinculación con sus respectivos Estados ha sido igualmente mucho menor que la que han podido tener las regiones de España”. (…) “La mención de la Constitución española de 1978 a las ‘nacionalidades’ es un fruto de una generosidad sin límites en un contexto europeo (González-Varas, 2002: 75)”.
Para Herrero de Miñón (1981: 45), la autoidentificación de “nacional” puede resultar irrelevante:
“Hay pueblos cuya identidad pretende ser una identidad nacional, sin por eso excluir su integración en formas estatales plurinacionales superiores. Juzgar de la objetividad de estas autoidentificaciones es temerario, porque una Nación no es otra cosa que la voluntad de vivir juntos y, en consecuencia, si un colectivo piensa de sí mismo que es una nación, en este caso nada más es necesario para demostrar la existencia de tal Nación. Por ello, porque la ‘nacionalidad’ no es necesariamente una reivindicación de autodeterminación soberana, sino de autoidentificación, el Reino Unido se ha podido definir como integrado por diversas ‘Naciones, Países y Regiones’ y en España los proyectos constitucionales hoy en discusión se refieren a las diferentes ‘Nacionalidades y Regiones’ que la integran (art. 2)”.
Según Peces-Barba (1978: 3800), el artículo 2 de la CE contiene tres aspectos fundamentales: “Primer aspecto: España-Nación, cuya unidad se afirma vigorosamente; segundo aspecto: España compuesta por comunidades que se califican como nacionalidades y regiones y respecto de las cuales se predica y se garantiza el derecho a la autonomía; tercer aspecto: la necesaria solidaridad entre todas estas nacionalidades y regiones”. Por lo que, como explica Elizalde Jalil (2013: 309), se dio al término nacionalidad “un significado político determinado, el cual, alejándose de la doctrina política más tradicional y relevante, permitía la desvinculación del término ‘nacionalidad’ del derecho de autodeterminación inherente a las naciones y, además, la integración de las nacionalidades en una unidad política superior –la nación española-”. Pero fuera de la discusión terminológica, se trataría de articular la integridad de una pluralidad de entidades territoriales dotadas de autonomía política en la unidad de la nación y de Estado del que ellas forman parte (Alonso, 1986: 523-524), para hacer posible la integración en una comunidad política superior de entidades dotadas de su propia identidad y personalidad política y cultural, de modo que quede garantizada esa identidad dentro de un Estado complejo (Rodríguez-Arana Muñoz, 2002:103).
El concepto nacionalidad ha empezado a recogerse también en los estatutos de autonomía, y así (además de País Vasco, Cataluña y Galicia) lo hacen Andalucía, Comunidad Valenciana, Aragón, Canarias e islas Baleares. Aunque desde un punto de vista jurídico, esta distinción no tiene ninguna transcendencia en la Constitución (Solozábal Echevarría, 1980: 276; López Aguilar, 1997: 5915; Muñoz Machado, 2007: 191). Si bien fuera del artículo 2 CE no vuelve a haber referencia a la distinción entre los términos nacionalidades y regiones, la doctrina y los constituyentes sí han señalado diferencias. Mientras una región sería una unidad territorial dotada de identidad y cohesión propia (Solozábal Echevarría, 1980: 266), las nacionalidades tendrían mayor consistencia en su identidad cultural (Sánchez Agesta, 1981: 347), lo que les otorgaría personalidad cultural o histórica (Arias Salgado, 1978: 2266), y las convierte en regiones cualificadas (Solozábal Echevarría, 1980: 273). El reconocimiento histórico de la diversidad de los pueblos que conforman España, y la necesidad de que los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos aprobaran el texto constitucional, llevó a la inclusión en el articulado de esta diferencia conceptual que, sin embargo, no tenía, a priori, consecuencias jurídicas, pero que ha ido tomando relevancia en los últimos años.
Como explica García Novoa citando al TC (STC 25/1981, de 14 de julio, FJ 3.°):
“Las CCAA gozan de una autonomía cualitativa superior a la administrativa que corresponde a los entes locales, ya que se añaden potestades legislativas y gubernamentales que la configuran cono una autonomía de naturaleza política expresada a través de normas de carácter legislativo (parlamento autonómico) o reglamentario (gobierno autonómico)” (García Novoa, 2012:17).
Sin embargo, este sistema no ha satisfecho las demandas de autonomía en Cataluña. Tal vez, el error se encuentre en la generalización de las autonomías sobre el modelo catalán en virtud de los pactos autonómicos de 1981, y no a partir de la Constitución que preveía un modelo distinto (Herrero de Miñón, 1998: 50), previsto únicamente para las nacionalidades históricas16 (País Vasco, Cataluña, Galicia), pero no para todas las regiones españolas (Pérez Zúñiga, 2018: 11), lo que constituyó una novación constitucional (Vandelli, 1982; García de Enterría, 1985: 107; Herrero de Miñón, 1998: 50), diluyendo las reivindicaciones históricas mediante su generalización, con el resultado de la exclusión de cualquier reconocimiento de identidades singulares y su sustitución por una transferencia generalizada de competencias y recursos y, de otro, el fortalecimiento de las autonomías locales hasta extremos nunca antes alcanzados (Herrero de Miñón, 1998: 69 y 70). Hasta el punto de que las Comunidades Autónomas se han configurado como reproducciones a escala de las instituciones políticas y administrativas del Estado, y han superpuesto a la administración local una administración periférica duplicada (Herrero de Miñón, 1998: 59), con las consecuencias que para la complicación del sistema de financiación autonómico y la duplicidad de figuras tributarias analizaremos después, además de multiplicar la carga tributaria de los ciudadanos. Y con consecuencias a la postre no deseadas ni para el pluralismo político ni para la propia democracia. Pues en la generalización de las autonomías se vio también un cauce para la promoción de las élites políticas, locales y regionales que formaban los cuadros de los partidos (Herrero de Miñón, 1998: 67). Y, sin embargo, si de algo adolece tal modelo de Estado es de que, con toda su complejidad técnica, organizativa, jurídica y financiera, no resulta suficiente para dar cabida satisfactoria a las nacionalidades históricas ya sus derechos históricos (Herrero de Miñón, 1998: 70).
Si se hubieran mantenido los hechos diferenciales, no habría habido mayor problema. Como señala Herrero de Miñón (1997: 108), las diferencias de organización no tienen por qué implicar desigualdad ciudadana, y el mismo derecho de todos a la autonomía, recogido en artículo 2 de la Constitución, no a los individuos, sino a los corpora que son las nacionalidades y regiones, no tiene porqué serlo, a la propia autonomía:
“Aunque la cuestión de la plurinacionalidad excede al derecho, el derecho es imprescindible para encauzarla y resolver los problemas que plantea. Solo la forma da el ser a la cosa y si la plurinacionalidad es vida y vida palpitante, el derecho es vida en forma. Y, como tal forma, es un instrumento tanto de conservación como de innovación. El jurista debe saber compatibilizar ambas dimensiones, no para negar la realidad de la vida –la plurinacionalidad–, sino para resolver los problemas que la vida real plantea” (Herrero de Miñón, 2010: 38).
Herrero habla de la “monarquía plurinacional española” (1998: 15), y añade:
“La plurinacionalidad asimétrica de España, el carácter diferencial que no federal17 de su estructura, plantea problemas que si no se solucionan producen frustraciones, tensiones y aun situaciones lacerantes, que todos, en verdad, lamentan. La plurinacionalidad no constituye amenaza alguna para la integridad de España, porque es parte esencial de su ser profundo. Pero sí es un grave riesgo para dicha integridad el desconocimiento de este rasgo constitutivo de su propia estructura. La realidad suele vengarse de quienes la ignoraran” (Herrero de Miñón, 1998: 16).
De hecho, la CE recoge en la Disposición Adicional Primera los hechos diferenciales, los Derechos Históricos (Herero de Miñón, 1998: 16), lo que puede significar un agravio comparativo en el caso de Cataluña. Y no se trata de reconocer una autonomía más o menos amplia en el cuerpo nacional, “sino de reconocer la existencia de cuerpos políticos diferentes, sin perjuicio de poder compartir la misma estructura estatal. Estructura estatal que si, a su vez, está bien integrada, será epidermis de una realidad ‘entrañable’ y no mera prótesis, como ocurre con las cárceles de naciones” (1998: 17).
Domènech (2017: 47), incide en esta cuestión:
“En todo caso, al final, el modelo territorial (global) se fijó a partir de la generalización de las autonomías en 1981 y bajo la sombra del golpe de Estado del 23F, en un proceso que se ha como conocido como el del ‘café para todos’. Aunque por debajo se configuraron dos realidades. Una, amparada por los derechos históricos y forales de Nafarroa y Euskadi, con sus sistemas especiales de financiación, que no pertenecen al régimen común, y la otra, que agrupa en su diversidad a la mayoría de las autonomías. Catalunya no formó parte del primer grupo, básicamente y en origen, por una división que tiene tan poco que ver con la legitimidad constitucional como la derrota en 1714 de la guerra de Sucesión, donde se impuso la monarquía borbónica. Fue allí donde perdió sus fueros y su entramado institucional, mientras que, en el caso de Euskadi y Nafarroa, que se mantuvieron fieles a los Borbones, se aceptaron”18.
Para Ortega y Gasset, el problema catalán era irresoluble, y sólo se puede conllevar (“al decir esto, conste que significo con ello no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles” [Ortega, 2005 (1931): 56-57)], y ya planteaba las diferencias entre autonomía y federalismo:
“El autonomismo es un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute (…). El federalismo, en cambio, no supone el Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía (…). Una soberanía unitaria significa, por tanto, la voluntad radical y sin reservas de la convivencia histórica: escindir en trozos esa soberanía unitaria –entiéndase bien, no el ejercicio de las funciones de poder público–, escindir, digo, en trozos, esa soberanía unitaria equivale a renunciar a esa voluntad de convivencia radical preestatal” (Ortega, 2005 (1931): 835-836).
Y Ortega afirma: “No se le dé más vueltas: España es una cosa hecha por Castilla” (2014: 49). Aunque el autor sitúa la idea de imperio aludida en su contexto histórico: “la unidad de España fue, ante todo y, sobre todo, la unificación de las dos grandes políticas internacionales que a la sazón había en la península: la de Castilla, hacia África y el centro de Europa; la de Aragón, hacia el Mediterráneo. El resultado fue que, por vez primera en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad española fue hecha para intentarla” (2014:53).
Un problema que, desde esta óptica, no se ha solucionado. Para Juliana (2017: 131), a la nación catalana le quedan tres caminos: encapsularse y extinguirse lentamente; buscar desesperadamente la independencia; o intentar la consecución de un estatuto confederal que le garantice el autogobierno y la continuidad nacional en el marco estatal español. Y se pregunta que, si el País Vasco (y habría que añadir a Navarra y el Convenio) ya tiene ese estatuto “confederal”, articulado alrededor del concierto foral, ¿por qué no lo puede tener Catalunya, sobre otras bases que garanticen la solidaridad de los españoles?
Son reivindicaciones que en Cataluña han llevado a confundir el derecho a decidir y el derecho a la autodeterminación19. Pero, como explica Pérez Tapias (2017: 144-145), dado un pacto legítimo como es la CE, se puede hablar del derecho a decidir, pero sin saltarse la ley:
“En tanto que el derecho a decidir se asimila al derecho de autodeterminación, recae sobre aquel toda la batería argumentativa para decidir por qué no se considera aceptable en situaciones como las de nuestras ‘nacionalidades históricas’. Desgraciadamente, se ha propiciado –tanto desde el inmovilismo del PP como del independentismo– esta interesada equiparación. Además de tal confusión, se ha producido también el solapamiento entre autodeterminación y autogobierno, frenando lo segundo en nombre del rechazo a la primera” (…). “En cualquier caso, cuando la dinámica del autogobierno y de las reivindicaciones legítimas en torno a él llevan a que las exigencias de reconocimiento político se acentúen hasta el punto de invocar el derecho a decidir, este no puede escamotearse, siempre que se plantee adecuadamente, en procesos legales con claridad en todo o lo relativo a qué hay que decidir (la cuestión que se consulta), cómo se ha de decidir (incluyendo los porcentajes de participación y de voto a favor en los referéndums) y quién ha de hacerlo (cuerpo legal que ha de pronunciarse). Tal tipo de cosas son las que recogió en su día la Ley de Claridad con la que en Canadá se abordaron los referéndums sobre la secesión o continuidad de Quebec en el Estado federal” (Pérez Tapias, 2017: 146-147).
Pérez Tapias defiende la vía de un federalismo social y cooperativo que desemboque un Estado federal plurinacional.
Para Herrero de Miñón la solución pasa no por una fórmula federal, sino por reconocer sin ambages la plurinacionalidad española:
“No se trata de subsumir unas naciones sin Estado, calificables de históricas, culturales o lingüísticas, en el Estado de otra Nación, sino en hacer a las diferentes naciones copropietarias de un Estado común. No habría así naciones con Estado o sin Estado, sino un Estado, común a varias naciones o, lo que es lo mismo, naciones que coparticipan de un mismo Estado. Ese es el verdadero Estado plurinacional”. (…) “Y ello significa nada más que reconocer expresamente la singularidad nacional de Cataluña, Galicia y Euskadi y la realidad foral navarra. Para ello sirven los Derechos Históricos respectivos, puesto que la Constitución los ampara y respeta. De esta calificación habrá que deducir singularidades simbólicas, institucionales y de configuración de fuerzas políticas. De ahí, deducir que los nacionalismos no son anomalías a absorber, sino singularidades plenamente legítimas y permanentes. Por último, distinguir, para comprender y actuar mejor, entre la deseable contribución nacionalista a la gobernación del Estado y las consecuencias institucionales de la plurinacionalidad, incluida la necesaria construcción de lo que he denominado supranacionalidad”. (…) “No será el Estado de un cuerpo nacional, puesto que son varias las naciones que lo habitan, pero será un Estado supranacional” (Herrero de Miñón, 1998: 39 y 43).
Desde una óptica diferente, también podemos entender con Savater (1996:5) que el Estado democrático moderno es, en último término, siempre plurinacional, pues “acoge bajo el rótulo histórico de una nacionalidad genérica diversas tradiciones nacionales que han aprendido a relativizarse como fuentes exclusivas y excluyentes de legitimación política”. Además, sobre el derecho de autodeterminación, el autor recuerda las palabras de Jean-François Revel sobre el caso de la ex Yugoeslavia: “El derecho de los pueblos a decidir por sí mismos no puede significar en la práctica que cada minoría étnica, lingüística o religiosa disponga de un Estado independiente, sino que toda minoría disfrute de la protección de las leyes del Estado de que forma parte”. Y añade: “Esta autodeterminación democrática la tenemos los vascos como el resto de las comunidades del Estado: si nos faltara, podría hablarse en efecto de opresión nacional” (Savater, 1996: 22).
También podríamos preguntarnos con Julián Marías, ¿qué es España? “Y hay que contestar: ni lo que se dice ni la inversión mecánica y auto-mática de ello. En segundo lugar, hay que inventar el futuro y añadir la decisión de que sea porvenir”. (…) “Lo que más me inquieta es que en España todo el mundo se pregunta: ¿Qué va a pasar? Casi nadie hace esta otra pregunta: ¿Qué vamos a hacer?” (Marías, 1968: 16).
“La perfección del Estado nacional se realiza con normalidad, de forma cotidiana, también en nuestros días” (González-Varas, 2002: 69). E incluso la perfección del Estado autonómico, plurinacional o federal (creo que lo más importante no es la cuestión terminológica), puede realizarse (o quizá ya se realiza) con normalidad.
Esta idea la desarrollamos a continuación.
12. Explica Herrero de Miñón (1981:34-35) que fue el profesor italiano Ambrosini quien, siguiendo la concepción de Jellinek expresada en la obra Fragmentos de Estado, refiriéndose a los Länder de la vieja Austria, junto a las Regiones Autónomas de la entonces joven República española, acuñó, en la década de los años treinta (del siglo XX), la denominación de “Estado Regional” para designar una forma intermedia entre el Estado Federal y el Estado Unitario (Un tipo intermedio di Stato fra l’unitario e il federale caratterizzato dall’autonomia regionale, Rivista di Diritto Pubblico, 1933, págs. 92 y ss.; Stato ed autonomia regionale nel sistema della cessata monarchia austriaca e dell’attuaele republica spagnola, Il circolo giuridico, II, 1933). Partía Ambrosini del examen de un supuesto típico de “fragmento de Estado”, los “Reinos y Países” del Imperio de Austria, y concluye caracterizado las “regiones autónomas” según había hecho Jellinek medio siglo más atrás, como cualitativamente diferentes del Estado, pero distintas también de las corporaciones locales descentralizadas, porque gozan de derechos y poderes reconocidos directamente por las la constitución e inmunes a la acción del legislador ordinario, es decir, modificables o revocables tan sólo mediante el procedimiento previsto para la revisión constitucional. Al concepto “fragmentos de Estado” y a la propia concepción de Herrero de Miñón haremos referencia más adelante.
13. Carl Schmitt destacaba las diferencias entre nación y pueblo: “Con frecuencia se consideran como equivalentes los conceptos de nación y pueblo, pero la palabra ‘nación’ es más expresiva e induce a menos error. Designa al pueblo como unidad política con capacidad de acción y con conciencia de su singularidad política y voluntad de existencia política, mientras que el pueblo, que no existe como nación, es una mera asociación de hombres unidos de algún modo por comunes pertenencias étnicas o culturales” (Schmitt, 1928: 79).
14. Jellinek (1981:97) fijándose en el antiguo modelo austríaco y antes de la constitución de la actual Alemania, identifica Land con País: “El País sería entonces una forma intermedia entre la provincia y la mancomunidad provincial de una parte y el Estado de otra”.
15. “No cabe deducir consecuencias jurídicas permanentes, fijas o ‘congeladoras’ de un statu quo diferencial a partir de la cláusula de autorreconocimiento o autocalificación como ‘nacionalidad’ o como ‘región’ ”. (…) “En la medida, además, en que esa calificación no se cierra sobre sí misma ni es inmodificable (está al alcance de cualquier poder de reforma estatutario generalizar o no una calificación u otra, jurídicamente hablando, aun cuando políticamente las reglas de lo previsible nos den señales en contrario), deberemos añadir de inmediato que lo que no es estructural, o, con otras palabras, lo que es en sí provisional o modificable a través de poderes constituidos –es decir, todo aquello que no tenga una relevancia constitucional estructural, sino episódica–, ni tan siquiera en el plano de lo competencial, puede constituir basamento suficiente para una teorización sobre hechos diferenciales constitucionalmente relevantes. Por contra, si lo constitucional es materialmente supremo, jerárquicamente superior y lógicamente fundante del resto del ordenamiento, el hecho diferencial constitucionalmente relevante ha de ser identificado a partir de la individuación de su presencia y significación, así como de su permanencia en el tiempo y su vocación estructural, definitoria, en suma, de un rasgo del modelo del Estado (López Aguilar, 1997: 59).
16. “¨Las denominadas históricas, en atención, como es sabido, no a la ‘perseverancia histórica’ de su sentimiento autonómico, sino a la experiencia anterior, durante la II República y la Guerra Civil, de una situación o de una iniciativa de autogobierno regional” (López Aguilar, 1997: 61). Herrero de Miñón, por su parte, identifica los territorios forales y los titulares de los Derechos Históricos según la Disposición Adicional Primera de la Constitución: “Eran forales los territorios de Navarra, Cataluña, Aragón, Baleares –con el especial régimen del antiguo artículo 13 CC–, Galicia y ciertos territorios de Vizcaya y de Álava (1998:149).
17. En otra obra (Herrero de Miñón, 1981:38), el propio autor señalaba: “Puede afirmarse que hoy carece de sentido toda definición formal de federalismo; que éste es, simplemente, un término cargado de connotaciones afectivas, políticamente relevantes, pero ajenas a los planteamientos técnico-jurídicos; que, en fin, a la hora de determinar si una figura concreta es o no federal, la opción resulta harto difícil e incluso, en la tierra de elección del federalismo clásico, es preciso recurrir a calificaciones híbridas como las de “federalismo cooperativo” (la expresión es de Wheare, Federal Government, 1946) o la de “Estado federal Unitario” (la expresión es de Hesse, Der unitarische Bundesstaat, 1963).
18. Como explican Díez-Picazo y Gullón (1993: 72), la política de Felipe V consistió en transformar la constitución jurídico-política de la España de los Reyes Católicos y de los Austrias. Así, desde 1469 a 1707, en España hubo unidad de Monarquía y pluralidad de naciones, cada una de ellas con su peculiar categoría (reinos de Aragón, Valencia, Mallorca, Navarra, Principado de Cataluña, Señoría de Vizcaya) y con su propio ordenamiento jurídico. La monarquía borbónica se esforzó por imponer una estructura nacional unitaria y la política de unificación jurídica fue el instrumento necesario para lograr la nueva constitución jurídico-política. Con los Decretos de Nueva Planta se suprimen las fuentes de producción de normas (Cortes fundamentalmente) y se ciegan las fuentes del Derecho de aquellos reinos que se habían opuesto a las pretensiones de la casa de Borbón en la guerra de Sucesión. En el Decreto de 29 de junio de 1707, Felipe V manifiesta su propósito “de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo”. (…) Y señalan otro momento decisivo para la cuestión que nos ocupa: “Con el advenimiento de la Segunda República, la Constitución de 1931 no sólo no impidió la existencia de Derechos especiales, sino que consagró políticamente las legislaciones civiles de aquellas regiones a las que se otorgaran estatutos autónomos permitiendo la producción de nuevas leyes por sus propios órganos” (Díez-Picazo y Gullón 1993:75).
19. También puede ejercerse el derecho a la autodeterminación para convertirse en un Estado libre asociado a España, como planteó el lehendakari Juan José Ibarretxe en el denominado Plan Ibarretxe, propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi presentada por el Gobierno el 25 de octubre de 2003 y aprobado por el Parlamento Vasco el jueves 30 de diciembre de 2004. En enero de 2005, el presidente del Parlamento Vasco entregó la propuesta de Estatuto al presidente del Congreso, para su debate y votación, siendo rechazado el 1 de febrero por 313 votos en contra (PSOE, PP, IU, CC y CHA), 29 a favor (PNV, ERC, CiU, EA, NaBai y BNG) y 2 abstenciones (ICV). En el plano internacional, es interesante analizar la relación de Puerto Rico como Estado Libre Asociado a Estados Unidos. Para un análisis reciente, véase Fernós López-Cepero, M.J. (2020): “Evolución constitucional de Puerto Rico dentro del marco de la federación de Estados Unidos”.