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VIII

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Hoy Azorín ha causado un pequeño desorden en una casa. Lo ha hecho sin querer. El iba tranquilamente por una calle cuando ha levantado la cabeza, y ha visto en un balcón a un amigo. Este amigo suyo, a quien hacía mucho tiempo que no veía, le ha llamado. ¿Cómo negarse a los requerimientos de la amistad? No era discreto negarse, tanto más, cuanto este amigo es un excelente pianista, y Azorín se ha regodeado ya por adelantado con unos cuantos fragmentos de buena música.

Tenía razón en sus augurios. Después de saludarse los dos antiguos amigos y hablar de algo, aunque no tenían que decirse nada (cosa que ocurre casi siempre que se encuentran dos amigos al cabo de largos años); después, digo, de cambiar cuatro frivolidades, Azorín ha rogado a su amigo que tocase. Este amigo ha titubeado algo antes de sentarse al piano. ¿Por qué dudaba? No sería porque Azorín le infundiese respeto; Azorín es un hombre vulgar, aunque escriba todo lo que quiera en los periódicos (o por eso mismo de que escribe); las perplejidades de su amigo obedecían a otra causa; ya se dirá después.

Sin embargo, el amigo ha abierto el piano; luego se ha atrevido a preludiar unas notas. Digo que se ha atrevido, porque también antes de poner los dedos en el teclado parecía irresoluto, bien así como si fuese a cometer una enormidad. Pero si era una enormidad, al fin ha sido cometida. Y bien cometida. Porque el pianista ha tocado un concierto de Humel (ópera 83, hay que ser precisos); luego la sinfonía de El Barbero de Sevilla (que al maestro Yuste gustaba tanto y que Azorín ha oído profundamente conmovido); y, por último, los dedos seguros y expertos del pianista han hecho brotar las notas enérgicas, altivas, con que comienza el conocido concierto de Chopín en mi menor...

Yo no voy a expresar ahora lo que Azorín ha sentido mientras llegaba a los senos de su espíritu esta música delicada, inefable. El mismo epíteto que yo acabo de dar a esta música me excusa de esta tarea: inefable, es decir, que no se puede explicar, hacer patente, exteriorizar lo que sugiere.

Cuando ha terminado de tocar el pianista, él y Azorín han hablado de otras pocas cosas indiferentes, y luego Azorín se ha retirado.

¿Dónde está el escándalo?—preguntará el lector. El escándalo está en que en esta casa se haya tocado el piano. Es muy difícil explicar a un lector cortesano, o sea a un hombre que vive en una gran ciudad, donde los dolores son fugitivos, el ambiente de dolor, de tristeza, de resignación, casi agresiva—y pase la antítesis—que se forma en ciertas casas de pueblo cuando se conlleva un duelo por la muerte de un deudo. El deudo que ha muerto aquí es lejano y hace muchos meses que ha muerto. Durante todos estos meses el piano ha permanecido cerrado.

Esta tarde ha sido la primera vez que se ha abierto; no podía negarse el amigo a la recuesta del amigo. ¿Hubiera sido ridículo? Hubiera sido ridículo; pero, en cambio, lo que ha sucedido ha sido trágico. Estas notas de los grandes maestros han resonado audazmente en toda la casa; desde el fondo de las habitaciones lejanas, las mujeres enlutadas—esas mujeres tristes de los pueblos—oirían llenas de espanto y de indignación las melodías de Chopín y Rossini. Una ráfaga de frescura y sanidad ha pasado por el aire; algo parecía conmoverse y desgajarse...

Y yo siento, al llegar aquí, el tener que dolerme de que las palabras a veces sean demasiado grandes para expresar cosas pequeñas; hay ya en la vida sensaciones delicadas que no pueden ser expresadas con los vocablos corrientes. Es casi imposible poner en las cuartillas uno de estos interiores de pueblo en que la tristeza se va condensando poco a poco y llega a determinar una modalidad enfermiza, malsana, abrumadora.

He aquí dos o tres seres humanos que viven en un caserón oscuro, que van enlutados, que tienen las puertas y las ventanas cerradas, que mantienen vivas continuamente unas candelicas ante unos santos, que rezan a cada campanada que da el reloj, que se acuerdan a cada momento de sus difuntos. Ya en esta pendiente se desciende fácilmente hasta lo último. Lo último es la muerte. Y la muerte está continuamente ante la vista de estos seres. Un día, una de estas mujeres se siente un poco enferma; suspira; implora al Señor; todos los que la rodean suspiran e imploran también. Ya ha huido para siempre la alegría. ¿Es grave la dolencia? No, la dolencia está en el medio, en la autosugestión; pero esta autosugestión acabará por hacer enfermar de veras a esta doliente y a todos los de la casa.

Así pasan dos o tres meses, y se va viendo que la enferma va empeorando. Las pequeñas contrariedades parecen obstáculos insuperables: un grito ocasiona un espasmo; la caída de un mueble produce una conmoción dolorosa... No se sale ya de casa; las puertas están cerradas día y noche; se anda sigilosamente por los pasillos. De cuando en cuando un suspiro rasga los aires. Y parece que todo el mundo se viene encima cuando hay que ponerse en contacto con la multitud y salir a evacuar un negocio en que es preciso hablar, insistir, volver, porfiar.

La autosugestión hace entretanto su camino; la enferma, que ya andaba poco, acaba por no moverse de su asiento. ¿Para qué pintar las diversas gradaciones de este proceso doloroso? En todos los pueblos, en todos estos pueblos españoles, tan opacos, tan sedentarios, tan melancólicos, ocurre lo mismo. Se habla de la tristeza española, y se habla con razón. Es preciso vivir en provincias, observar el caso concreto de estas casas, para capacitarse de lo hondo que está en nuestra raza esta melancolía.

Bastaría abrir las puertas y dejar entrar el sol, salir, viajar, gritar, chapuzarse en agua fresca, correr, saltar, comer grandes trozos de carne, para que esta tristeza se acabase. Pero esto no lo haremos los españoles; y mientras no lo hagamos, las notas de un piano pueden causar una indignación terrible.

Esto es lo que ha ocurrido en la casa del amigo de Azorín. Azorín lo siente y se explica ahora por qué el piano estaba lleno de polvo y por qué la lámpara eléctrica del gabinete no tenía bombillas.

Antonio Azorín

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