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I

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A lo lejos una torrentera rojiza rasga los montes; la torrentera se ensancha y forma un barranco; el barranco se abre y forma una amena cañada. Refulge en la campiña el sol de Agosto. Resalta, al frente, en el azul intenso, el perfil hosco de las Lometas; los altozanos hinchan sus lomos; bajan las laderas en suave enarcadura hasta las viñas. Y apelotonados, dispersos, recogidos en los barrancos, resaltantes en las cumbres, los pinos asientan sobre la tierra negruzca la verdosa mancha de sus copas rotundas. La luz pone vivo claror en los resaltos; las hondonadas quedan en la penumbra; un haz de rayos que resbala por una cima hiende los aires en franja luminosa, corre en diagonal por un terrero, llega a esclarecer un bosquecillo. Una senda blanca serpentea entre las peñas, se pierde tras los pinos, surge, se esconde, desaparece en las alturas. Aparecen, acá y allá, solitarios, cenicientos, los olivos; las manchas amarillentas de los rastrojos contrastan con la verdura de los pámpanos. Y las viñas extienden su sedoso tapiz de verde claro en anchos cuadros, en agudos cornijales, en estrechas bandas que presidían blancos ribazos por los que desborda la impetuosa verdura de los pámpanos.

La cañada se abre en amplio collado. Entre el follaje, allá en el fondo, surge la casa con sus paredes blancas y sus techos negruzcos. Comienzan las plantaciones de almendros; sus troncos se retuercen tormentosos; sus copas matizan con notas claras la tierra jalde. El collado se dilata en ancho valle. A los almendros suceden los viñedos, que cierran con orla de esmeralda el manchón azul de una laguna. Grandes juncales rompen el cerco de los pámpanos; un grupo de álamos desmedrados se espejea en sus aguas inmóviles.

A la otra parte de la laguna recomienza la verde sábana. Entre los viñedos destacan las manchas amarillentas de las tierras paniegas y las manchas rojizas de las tierras protoxidadas con la labranza nueva. Ejércitos de olivos, puestos en liños cuidadosos, descienden por los declives; solapadas entre los olmos asoman las casas de la Umbría; un tenue telón zarco cierra el horizonte. A la izquierda se yergue el cabezo árido de Cabreras; a la derecha el monte de Castalla avanza decidido; se detiene de pronto en una mella enorme; en el centro, sobre el azul del fondo, resalta el ingente peñón de Sax, coronado de un torreón moruno.

El sol blanquea las quebradas de las montañas y hácelas resaltar en aristas luminosas; el cielo es diáfano; los pinos cantan con un manso rumor sonoro; los lentiscos refulgen en sus diminutas hojas charoladas; las abejas zumban; dos cuervos cruzan aleteando blandamente.

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Cae la tarde; la sombra enorme de las Lometas se ensancha, cubre el collado, acaba en recia punta sobre los lejanos almendros; se entenebrecen los pinos; resaltan las bermejas hazas labradas; el débil sol rasero ilumina el borde de los ribazos y guarnece con una cinta de verde claro el verde oscuro de los viñedos bañados en la sombra.

Cambia la coloración de las montañas. El pico de Cabreras se tinta en rosa; la cordillera del fondo toma una suave entonación violeta; el castillo de Sax refulge áureo; blanquea la laguna; las viñas, en la claror difusa, se tiñen de un morado tenue.

Lentamente la sombra gana el valle. Una a una las blancas casitas lejanas se van apagando. La tierra se recoge en un profundo silencio; murmuran los pinos; flota en el aire grato olor de resina. El cascabeleo de un verderol suena precipitado; calla, suena de nuevo. Y en la lejanía el dorado castillo refulge con un postrer destello y desaparece.

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Anochece. Se oye el traqueteo persistente de un carro; tintinea a intervalos una esquila. El cielo está pálido; la negrura ha ascendido de los barrancos a las cumbres; los bancales, las viñas, los almendros se confunden en una mancha informe. Destacan indecisos los bosquecillos de pinos en las laderas. La laguna desaparece borrosa. Y vibra una canción lejana que sube, baja, ondula, plañe, ríe, calla...

El campo está en silencio. Pasan grandes insectos que zumban un instante; suena de cuando en cuando la flauta de un cuclillo; un murciélago gira calladamente entre los pinos. Y los grillos abren su coro rítmico: los comunes, en notas rápidas y afanosas; los reales, en una larga, amplia y sostenida nota sonora.

Ya el campo reposa en las tinieblas. De pronto pardea a lo lejos una fogata. Y de los confines remotos llega y retumba en todo el valle el formidable y sordo rumor de un tren que pasa...

Antonio Azorín

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