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II

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La casa se levanta en lo hondo del collado, sobre una ancha explanada. Tiene la casa cuatro cuerpos en pintorescos altibajos. El primero es un solo piso terrero; el segundo, de tres; el tercero, de dos; el cuarto, de otros dos.

El primero lo compone el horno. El ancho tejado negruzco baja en pendiente rápida; el alero sombrea el dintel de la puerta. Dentro, el piso está empedrado de menudos guijarros. En un ángulo hay un montón de leña; apoyadas en la pared yacen la horquilla, la escoba y la pala de rabera desmesurada. Una tapa de hierro cierra la boca del hogar; sobre la bóveda secan hacecillos de plantas olorosas y rotenes descortezados. La puerta del amasador aparece a un lado. La luz entra en el amasador por una pequeña ventana finamente alambrada. La artesa, ancha, larga, con sus dos replanos en los extremos, reposa junto a la pared, colocada en recias estacas horizontales. Sobre la artesa están los tableros, la raedera, los pintorescos mandiles de lana: unos de anchas viras amarillas y azules, bordeadas de pequeñas rayas bermejas; otros de anchas viras pardas divididas por una rayita azul, y anchas viras azules divididas por una rayita parda. En un rincón está la olla de la levadura; del techo penden grandes horones repletos de panes; en las paredes cuelgan tres cernederas y cuatro cedazos de espesa urdimbre a diminutos cuadros blancos, rojos y pardos, con blancas cintas entrecruzadas que refuerzan la malla.

El segundo cuerpo de la casa tiene las paredes doradas por los años. En la fachada se abren: dos balcones en el piso primero, tres ventanas en el piso segundo. Los huecos están bordeados de ancha cenefa de yeso gris. Y entre los dos balcones hay un gran cuadro de azulejos resguardado con un estrecho colgadizo. Representa, en vivos colores, rojos, amarillos, verdes, azules, a la Trinidad santa. El tiempo ha ido echando abajo las losetas, y entre anchos claros aparecen el remate de una cruz, una alada cabeza de ángel, el busto del Padre con su barba blanca y el brazo extendido.

El tercer cuerpo tiene una diminuta ventana y un balconcillo rebozado con el follaje de una parra que deja caer su alegría verde sobre la puerta de la casa. Esta casa la habitan los labriegos. La entrada es ancha y empedrada, jaharradas de yeso las paredes, con pequeñas vigas el techo. A la izquierda está la cocina; a la derecha, el cantarero; junto a él una pequeña puerta. Esta puerta cierra un pequeño cuarto sombrío donde se guardan los apechusques de la limpieza.

El cuarto cuerpo tiene cuatro ventanas que dan luz a una espaciosa cámara, con vigas borneadas en el techo, colgada de ristras de pimientos y de horcas de cebollas y ajos, llena de simples mantenimientos para la comida cotidiana.

Enfrente de la casa, formando plazoleta, hay una cochera y una ermita.

La ermita es pequeña; es de orden clásico. Tiene cuatro altares laterales con lienzos; tiene uno central con cuatro columnas jónicas; tiene una imagen; tiene ramos enhiestos; tiene velas blancas; tiene velas verdes. En la sacristía cuelga un diminuto espejo con marco de talladas hojas de roble, y un aguamanil blanco rameado de azul pone en la pared su nota gaya. En los muros, entre viejas estampas, hay un cartel amarillento que dice en gruesas letras: Sumario de dos mil quinientos y ochenta días de indulgencia concedidos a los que devotamente pronuncien estas palabras: «Ave María Purísima»; y abajo, a dos columnas, una nutrida lista de obispos y arzobispos. En un armario reposan antiguas casullas, bernegales con coronas de oro abiertas sobre el cristal, un cáliz con un blasón en el pie y una leyenda que dice: Se izo en 24 de Agosto de 1714. Del Dr. Pedro Ruiz y Miralles.

Junto a la cochera está el aljibe, ancho, cuadrado, con una bóveda que se hincha a flor de tierra. Las pilas son de piedra arenisca; el pozal es de madera; sobre la puertecilla destaca un cuadro de azulejos. San Antonio, vestido de azul, mira extático, cruzados los brazos, a un niño que desciende entre una nube amarillenta y le ofrece un ramo de blancas azucenas.

Detrás del aljibe hay una balsa pequeña y profunda. La cubre una parra. Es una parra joven. «Este año—según la bella frase de uno de estos labriegos tan panteístas en el fondo—, este año es el primero que trabaja.» Y es laboriosa, y es aplicada, y es vehemente. Sus sarmientos se enroscan y agarran con los zarcillos al encañado, cuelgan profusos los racimos, y los redondos pámpanos anchos forman un toldo de suave color presado sobre las aguas quietas.

En el borde de la balsa hay una pila de fondo verdinegro. Las abejas se abrevan en su agua limpia. El agua nace en un montecillo propincuo, corre por subterráneos atanores de barro, surte de un limpio caño, cae transparente con un placentero murmurio en la ancha pila.

La casa es grande, de pisos desiguales, de estancias laberínticas. Hay espaciosas salas con toscas cornucopias, con viejos grabados alemanes, con pequeñas litografías en las que se explica cómo «Matilde, hermana de Ricardo de Inglaterra, antes de pronunciar su voto», etc. Hay una biblioteca con cuatro mil volúmenes en varias lenguas y de todos los tiempos. Hay una pequeña alacena que hace veces de archivo, con papeles antiguos, con títulos de las Universidades de Orihuela y Gandía, con cartas de desposorio, con ejecutorias de hidalguía, con nombramientos de inquisidores. Hay viejas cámaras con puertas cuadradas, con cerraduras chirriantes, con techos inclinados de retorcidas vigas, con lejas anchas, con armarios telarañosos que encierran un espejo roto, un velón, una careta de colmenero; con largas cañas colgadas del techo, de las que en otoño penden colgajos de uvas, melones reverendos, gualdos membrillos, manojos de hierbas olorosas. Hay graneros oscuros, sosegados, silenciosos, con largas filas de alhorines hechos de delgadas citaras. Hay un tinajero para el aceite con veinte panzudas tinajas, cubiertas con tapaderas de pino, enjalbegadas de ceniza. Hay una gran bodega, con sus cubos, sus prensas, sus conos, sus largas ringleras de toneles. Hay una almazara, con su alfarje de molón cónico, y su ancha zafa, y su tolva. Hay dos cocinas con humero de ancha campana. Hay palomares eminentes. Hay una cuadra con mulas y otra con bueyes. Hay un corral con pavos, gallos, gallinas, patos, y otro con cerdos, negros, blancos, jaros. Hay dos pajares repletos de blanda y cálida paja...

Ante la casa se abre una alameda de almendros. Cuatro, seis olmos gayan la plazoleta con su follaje. En lo hondo, sobre la pincelada verde del ramaje, resalta la pincelada azul de las montañas; más bajo, por entre los troncos, a pedazos, espejea la laguna. El cielo está diáfano. Las palomas giran con su aleteo sonoro. Y un acridio misterioso chirría con una nota larga, hace una pausa, chirría de nuevo, hace otra pausa...

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La entrada de la casa principal es ancha. Está enladrillada de losetas amarillentas. Hay una puerta a la derecha y otra a la izquierda; una y otra están ceñidas por resaltantes cenefas lisas. Recia viga, jaharrada de yeso blanco, sostiene las maderas del techo. A los lados, dos ménsulas entasadas adornan la jacena. Sobre la pared, bajo las ménsulas, resaltan los emblemas de Jesús y María.

Al piso principal se asciende por una escalera oscura. La escalera tiene una barandilla de hierros sencillos; el pasamanos es de madera; en los ángulos lucen grandes bolas pulimentadas.

La primera puerta del piso principal da paso a dos claras habitaciones: una es un cuarto de estudio, la otra sirve de alcoba.

El estudio tiene el techo alto y las paredes limpias. Lo amueblan dos sillones, una mecedora, seis sillas, un velador, una mesa y una consola. Los sillones son de tapicería a grandes ramos de adelfas blancas y rojas sobre fondo gris. La mecedora es de madera curvada. Las sillas son ligeras, frágiles, con el asiento de rejilla, con la armadura negra y pulimentada, con el respaldo en arco trilobulado. El velador es redondo; está cargado de infolios en pergamino y pequeños volúmenes amarillos. La mesa es de trabajo; la consola, colocada junto a la mesa, sirve para tener a mano libros y papeles.

La mesa es ancha y fuerte; tiene un pupitre; sobre el pupitre hay un tintero cuadrado de cristal y tres plumas. Reposan en la mesa una gran botella de tinta, un enorme fajo de inmensas cuartillas jaldes, un diccionario general de la lengua, otro latino, otro de términos de arte, otro de agricultura, otro geográfico, otro biográfico. Hay también un vocabulario de filosofía y otro de economía política; hay, además, en su edición lyonesa de 1675, el curiosísimo Tesoro de las dos lenguas, francesa y española, que compuso César Oudín, «intérprete del rey».

La consola es de nogal. Los pies delanteros son ligeras columnillas negras con capiteles clásicos de hueso, con sencillas bases toscanas. Los tiradores del cajón son de cristal límpido; un gran tablero de madera se extiende a ras del suelo, entre las bases de las columnas y los pies de la mesa. Sobre esta mesa yacen libros grandes y libros pequeños, un cuaderno de dibujos de Gavarni, cartapacios repletos de papeles, números de La Revue Blanche y de la Revue Philosophique, fascículos de un censo electoral, mapas locales y mapas generales. El cajón está repleto de fotografías de monumentos y paisajes españoles, fotografías de cuadros del museo del Prado, fotografías de periodistas y actores, fotografías pequeñas, hechas por Laurent, de las notabilidades de 1860, daguerrotipos, en sus estuches lindos, de interesantes mujeres de 1850.

Las paredes del estudio están adornadas diversamente. En la primera pared, a los lados de la puerta, hay dos grandes fotografías en sus marcos de noguera pulida: una es de la divina marquesa de Leganés, de Van Dyck; otra, cuidadosamente iluminada, es de Las Meninas, de Velázquez.

En la segunda pared, correspondiente al balcón, cuelga una fotografía de Doña Mariana de Austria, de Velázquez, con su enorme guardainfante y su pañuelo de batista. Sobre esta fotografía se eleva, surgiendo del marco e inclinándose sobre el retrato, una fina y dorada pluma de pavo real; y esta pluma es como un símbolo de esta mujer altiva, desdeñosa, con su eterno gesto de displicencia que perpetuó Velázquez, que perpetuó Carreño, que perpetuó Del Mazo.

El segundo cuadro es una litografía francesa. Se titula La Música; representa una mujer que toca un arpa. Lleva los cabellos en dos lucientes cocas; sus mejillas están amapoladas; sus pechos palpitan descubiertos; un gran brial de seda blanca cae sobre el césped y forma a sus pies un remolino airoso. Esta litografía está encerrada en un óvalo bordeado de un estrecho filete de oro; el óvalo destaca en una amplia y cuadrada margen blanca, y el cuadro todo está ceñido por un ancho y plano marco negro.

Junto a él está el retrato en busto de Felipe IV, por Velázquez. Tiene el rey austriaco ancha la cara de mentón saledizo; sus bigotes ascienden engomados por las mejillas fofas; pone la luz un tenue reflejo sobre la abundosa melena que cae sobre la gola enhiesta. Y sus ojos distraídos, vagorosos, parecen mirar estúpidamente toda la irremediable decadencia de un pueblo.

En la tercera pared—en la que se abre la puerta de la alcoba—hay tres cuadros. El primero es una fotografía que lleva por título: Guadalajara; vista de la carretera por las entrepeñas del Tajo. El río se desliza ahocinado por su hondo cauce; resbala el sol por los altos peñascos y besa las aguas en viva luminaria; y la carretera, a la izquierda, se pierde a lo lejos, en rápido culebreo blanco, por la estrecha garganta.

El segundo cuadro es un paisaje al óleo de un pintor desconocido y meritísimo: Adelardo Parrilla. Es una tabla pequeña. En el fondo cierra el horizonte una fronda verde y bravía; cuatro, seis álamos esbeltos se han separado del boscaje y se adelantan a mirarse en un ancho y claro arroyo; sus hojas tiemblan de placer; el cielo es de un violeta pálido, tenue. Y el agua—a través del cristal en que sabiamente está puesto el cuadro—parece que corre, irisa, palpita bajo la luz suave.

Al lado de este paisaje hay una fotografía titulada: Salamanca; vista del seminario desde los Irlandeses. En primer término, una baja techumbre con sus simétricas ringlas de tejas, corre de punta a punta. A la otra banda, en los cuadros de un huertecillo y a lo largo de las paredes blancas de la cerca, se desgreña el claro boscaje de una parra y se esponjan las copas de los frutales florecidos. Más allá, entre el follaje, asoma el remate de un enorme letrero blanco:... SAL; más lejos aparece otra huerta con sus bancales y su noria. Y por todas partes, sobre las albardillas, en los rincones de los patios, cabe a misteriosas ventanas, surgiendo de la oleada de casuchas que se alza, se deprime, ondula entre el ábside de los Irlandeses y el Seminario lejano, destaca la apacible copa de un árbol. Sobre los tejados negruzcos las chimeneas ponen su trazo blanco, las lumbreras se abren inquietadoras. Y en el fondo, el Seminario con sus dos cuerpos formidables, trepados por infinitas ventanas, cierra hoscamente la perspectiva. Es primavera; la verdura de los huertos no está aún tupida; resaltan alegres las paredes a la luz viva; y las torres y las cúpulas de las dos catedrales se yerguen serenas en el ambiente diáfano.

En la tercera pared—sobre la cual está adosada la mesa de trabajo—lucen otras tres litografías de la misma colección que la pasada; se titulan: La Escultura, La Poesía y La Pintura. Entre la primera y la segunda hay colgado un zapatito auténtico de una dama del siglo xviii. Es de tafilete rosa, con la punta agudísima y con el tacón altísimo de madera, aforrado en piel; tiene la cara bordada al realce, con seda blanca.

Entre la segunda y tercera litografía penden, de rojas cintas de seda, dos lucientes braserillos de cobre, en los que antaño se ponía la lumbre para encender pajuelas y cigarros. Debajo, encerrado en un patinoso marco dorado, pendiente de un viejo listón descolorido, hay un dibujo de Ramón Casas. Es una de esas cabezas de mujeres meditativas y perversas en que el artista ha sabido poner toda el alma femenina contemporánea.

Frente al pupitre, en sencillo marco de caoba, está una fotografía del autorretrato del Greco. Destacan en la negrura la mancha blanca de la calva y los trazos de la blanda gorguera; sus mejillas están secas, arrugadas, y sus ojos, puestos en anchos y redondos cajos, miran con melancolía a quien frente por frente a él va embujando palabras en las cuartillas.

Las paredes del estudio son de brillante estucado blanco; las puertas están pintadas de blanco; las placas de las cerraduras son niqueladas; el piso, en diminutos mosaicos a losanges azules, blancos y grises, forma una pintoresca tracería encerrada en una ancha cenefa de color lila. Tamiza la luz una persiana verde, y una tenue cortina blanca de hilo vuelve a tamizarla y la difluye con claridad suave. Reina un profundo silencio; de rato en rato suena el grito agudo de un pavo real. Las palomas, que en el palomar de arriba saltan y corren, hacen sobre el techo con sus menudas patas un presto y entrecortado ruido seco.

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La alcoba es amplia y clara. Recibe la luz por un balcón. Están entornadas las maderas; en la suave penumbra, la luz que se cuela por la persiana marca en el techo unas vivas listas de claror blanca.

Adornan las paredes cuatro fotografías de los tapices de Goya. Las esbeltas figuras juegan, bailan, retozan, platican sentadas en un pretil de sillares blancos; el cielo es azul; a lo lejos la crestería del Guadarrama palidece.

Amueblan la alcoba: una cama de hierro, un lavabo de mármol con su espejo, una cómoda con ramos y ángeles en blanca taracea, una percha, tres sillas, un sillón de reps verde.

En este sillón verde está sentado Azorín. Tiene ante sí una maleta abierta. Y de ella va sacando unas camisas, unos pañuelos, unos calzoncillos, cuatro tomitos encuadernados en piel y en cuyos tejuelos rojos pone: Montaigne.

Antonio Azorín

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