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3D

Todo empezó en el lugar y en el momento menos pensados.

¿Quién podía sospechar la existencia de espíritus malignos en un centro comercial, a plena luz del día?

En realidad, el día transcurría afuera. Adentro, en la sala de cine acondicionada para proyecciones en tres dimensiones, parecía de noche.

A Daniel le encantaba ir solo a la primera función. Había menos gente y podía sentarse a sus anchas en la butaca preferida: última fila al centro. Si apoyaba los pies en el respaldo de adelante no jorobaba a nadie. Y si por accidente se le escapaba un ruido molesto al sorber la gaseosa, tampoco había problema. Los demás espectadores eran igual de ermitaños y se ubicaban desperdigados en la sala, bien lejos uno del otro.

Era la primera vez que concurría a un cine 3D donde daban esos anteojos tan particulares. No se trataba de las típicas gafas de cartón. Los lentes eran de vidrio y el armazón, gigante, de plástico resistente.

Daniel se los probó antes de la función para saber cómo se veía a través de los cristales. Y la verdad es que no se veía casi nada. Todo oscuro, un poco borroso.

Luego empezaron las publicidades y se quitó los anteojos unos segundos para conocer cómo se apreciaba la proyección sin el accesorio. Los colores se mostraban distorsionados, y los objetos y los personajes se veían dobles. El efecto 3D se producía solo con los lentes colocados: algunos elementos parecían “salirse” de la pantalla.

La curiosidad por el juguete nuevo ya estaba satisfecha cuando comenzó la película. Era un documental sobre las exploraciones llevadas a cabo en el Titanic, el famoso barco hundido en 1912. La cámara recorría, en el fondo del mar, los salones y los camarotes del transatlántico, y mostraba relojes, lapiceras y otras pertenencias de algunos de los 1500 muertos en el naufragio.

Por momentos tuvo la sensación de estar buceando a cientos de metros bajo la superficie. El film transmitía con gran realismo la experiencia y daba la impresión de que se podía tocar el casco del buque con solo extender la mano.

Aunque el género documental no era su favorito, en este caso, Daniel se enganchó con la historia. Pero la peli resultó más larga de lo previsto y la gaseosa hizo su efecto: necesitaba ir al baño con urgencia.

Trató de aguantar todo lo posible. Sin embargo, pronto comprendió que si no acudía al llamado de la naturaleza tendría un accidente.

Salió corriendo de la sala. Los anteojos, afuera, le dificultaban la visión, y entonces se los subió por encima de la frente y se los dejó como una vincha que le sujetaba el pelo.

Apuró el paso, entró al baño e hizo pis. Luego se acercó a las piletas para lavarse las manos.

Estaba solo en el sanitario y los lavabos tenían esas griferías automáticas que se abren cuando la persona se aproxima.

Daniel se puso delante de una de las piletas, pero el agua no salió. En cambio brotaron poderosos chorros, con ruido de cañerías, en los tres lavatorios que tenía a su derecha. Parecía un desperfecto o una situación preparada para una cámara oculta.

No le dio importancia al asunto y se lavó en la canilla más próxima. Cuando se secó sintió un olor extraño. O, mejor dicho, un aroma que le resultaba conocido, pero que no podía definir. ¿Eran sus manos, era el agua, eran las toallas de papel? Estaba apurado por volver a la sala. No podía perder tiempo en tonterías. Se echó una última mirada en el espejo, se acomodó el pelo detrás de una oreja y en ese momento los anteojos cayeron sobre su nariz.

Fue un instante. Apenas unos segundos. Pero la visión perturbadora de tres figuras humanas a sus espaldas, a través del espejo, lo paralizó y le hizo correr electricidad por la nuca y todo el cuero cabelludo.

En un solo movimiento, Daniel se quitó los anteojos y giró sobre sí mismo, y entonces vio que detrás de él no había nadie.

Con la respiración y el corazón acelerados, volvió a calzarse los lentes. Vio la pared, toda borrosa y en penumbras, pero sin ninguna presencia extraña.

Más tranquilo, Daniel se rió de sus propios miedos y giró de nuevo para salir. Al hacer esto observó por el espejo que las figuras seguían ahí, y las tres canillas se abrieron otra vez solas, con un ruido que ahora semejaba un coro de lamentos.

No se quedó para averiguar qué pasaba. Los pies lo llevaron volando fuera del baño y cuando llegó cerca de la sala vio que el escaso público estaba saliendo. La función acababa de terminar y una empleada del complejo agradecía a los espectadores la devolución de los anteojos.

A esta altura, lo único que quería Daniel era irse. Buscar un lugar abierto, donde se vieran el sol y el cielo, para convencerse de que lo ocurrido había sido un mal sueño.

De modo que siguió de largo, con los anteojos 3D en la mano. Cuando la empleada se dio cuenta de que le faltaba un par y avisó al supervisor, Daniel ya estaba en la calle.

Se sentó en un banco de la plaza y miró a los chicos que jugaban y corrían. Esto le sirvió para serenarse. Le transmitió la sensación de que la vida continuaba y nada malo podía ocurrir. Tuvo el impulso de tirar los lentes a un tacho de basura, pero no lo hizo.

En los últimos meses había visto varias películas sobre fenómenos paranormales. Esas historias, pensó, lo habían sugestionado. La explicación lo apaciguó durante varios días, hasta que al volver del trabajo, una noche, encontró los anteojos 3D en un cajón y empezó a desplegar otro razonamiento.

Recordó que, en las películas de fantasmas y premoniciones, la comunicación con seres del más allá se daba a raíz del estado de conciencia de los protagonistas.

Ahora bien, ¿qué pasaría si la capacidad de ver espíritus se relacionara con un medio físico? En este caso, con los nuevos anteojos de tres dimensiones, combinados con espejos.

Temeroso, pero muy decidido a la vez, Daniel empezó una serie de experimentos con los lentes y los espejos de su casa. Pero no se produjo ninguna aparición.

Recordó que el agua había sido un elemento presente al momento de generarse el fenómeno. Abrió, entonces, las canillas del baño mientras enfrentaba su imagen reflejada en el botiquín. El resultado fue igualmente negativo.

La parte cerebral de Daniel le preguntaba qué estaba haciendo, cómo podía perder tiempo en esa clase de pruebas, aunque solo fuera para refutar la existencia de seres incorpóreos. Pero el lado más fantasioso de su personalidad le ordenaba realizar ensayos en otros lugares.

Comenzó a llevar los anteojos a todos lados, siempre escondidos en su mochila. Eran demasiado grandes, las patillas no se doblaban y llamaban la atención.

En el trabajo, en la facultad, en bares y negocios, en casas de familiares, amigos y conocidos, Daniel siempre encontraba alguna excusa para pasar al baño. En ningún caso logró que se repitieran las visiones que había tenido en el centro comercial, lo cual lo llevó a una conclusión:

—No son solo los anteojos y el espejo –se dijo–. ¡También es el lugar!

Aunque era miércoles por la noche, y el cine estaría lleno por las entradas a mitad de precio, fue al shopping y sacó un boleto para el documental sobre el Titanic. Esta vez la película y la comodidad en solitario no le importaban. Tampoco compró su gaseosa.

Hizo la fila como los demás espectadores, recibió los anteojos y entró a la sala. Se sentó cerca de la salida y, en cuanto las luces se apagaron, guardó en la mochila los lentes que acababan de darle y se puso los que se había llevado semanas atrás.La idea era recrear las mismas circunstancias de la primera vez.

Se dirigió al baño pero, al llegar, vio que lo habían clausurado. La puerta no tenía llave y se encontraba entreabierta. Sin embargo, el marco estaba cruzado por unas cintas de “Peligro”. Un cartel de la gerencia pedía disculpas por las molestias ocasionadas y rogaba al público que utilizara el sanitario del segundo piso.

Esto cambiaba sustancialmente los planes, pero era algo que no tenía solución. Subió al otro baño e hizo la prueba de mirarse en el espejo con los anteojos. No pasó nada.

Abandonó el área de los cines y recorrió todos los sanitarios del centro comercial. El experimento fracasó siempre.

Decepcionado, Daniel terminó en el patio de comidas. Tomó un café y meditó acerca de lo ocurrido. Debía esperar a que arreglaran el baño clausurado para intentar la nueva comunicación.

Sentado al lado de la fuente con luces que ornamentaba el lugar, de pronto, miró el agua y vio que algo se movía.

Observó alrededor, para constatar si alguien más lo había notado. No. El resto de la gente conversaba, masticaba y reía, ajena a ese movimiento sutil del agua que no tenía causa aparente.

Con mucho disimulo, Daniel sacó los anteojos de la mochila y miró a través de ellos, pero sin calzárselos.

Entonces vio que se formaban nítidamente tres palabras sobre la superficie del agua, como si un dedo invisible las trazara: “ayuda”, “Titanic” y “ahora”.

Sintió un escalofrío potenciado por el hecho de que solamente él parecía percatarse del pedido de auxilio.

Volvió a los cines. Recién en ese momento cayó en la cuenta de que era el último día que daban la peli sobre el Titanic. Los empleados estaban cambiando las carteleras para los estrenos del día siguiente, jueves, y la sala 3D iba a recibir una de dibujitos animados.

Por suerte había guardado la entrada, pero la chica del control se mostró renuente a dejarlo pasar.

—Tuve que salir por un llamado –dijo Daniel.

—Hubieses hablado desde el pasillo. Una vez que abandonás el complejo, no podés usar el mismo ticket.

—Me perdí. Cuando me di cuenta estaba afuera.

—Lo siento, no puedo dejarte pasar. Tenemos órdenes. Algunos se hacen los vivos y, cuando están adentro, se cambian de sala. Ven tres o cuatro películas con una sola entrada.

—Por favor. Mi novia me está esperando, se va a preocupar –rogó Daniel.

La empleada se enterneció. Miró a los costados.

—Bueno, dale. Pasá ahora que no está el gerente.

—Gracias.

Caminó por el pasillo y siguió de largo hacia el baño clausurado. Con una determinación que lo asombró, pasó por debajo de las cintas, abrió la puerta y se coló.

De inmediato sintió el chapoteo bajo sus zapatos. El piso estaba inundado y de golpe identificó el olor que había sentido cuando se lavó las manos aquella vez. Era el aroma de la sal, del agua de mar. ¿En un baño público, a cientos de kilómetros de la playa?

No se detuvo a pensar. Temía que lo hubiesen visto ingresar a un área prohibida por el circuito cerrado de televisión, y entonces lo vendrían a buscar muy rápido. Se puso los anteojos y enfrentó el espejo.

Pasaron varios segundos sin que ocurriera nada. Daniel ya se estaba diciendo que todo había sido producto de su imaginación, cuando de repente las tres figuras tomaron cuerpo a sus espaldas, como esculturas de agua que se levantaban desde el suelo.

Atemorizado, pero resuelto a enfrentar la verdad, giró sobre sus talones y las visiones se mantuvieron aunque ya no las estaba observando a través del espejo.

—¿Quiénes son? ¿Por qué me piden ayuda?

Una sola de las figuras, la del medio, fue la que habló:

—Somos muertos del Titanic. Queremos volver a la vida.

—Imposible –dijo Daniel, retrocediendo hasta toparse con las piletas.

—Es urgente. Mañana, cuando la cinta baje de cartel, terminaremos en un depósito. Y ahí nadie podrá rescatarnos.

—Pero… ¿qué tengo que hacer?

—Llevarte una parte de nosotros. ¿Tenés un recipiente? ¿Un vaso, una bolsa?

—No… ¡Sí!

Daniel recordó que en la mochila conservaba un vaso de gaseosa con los personajes de una película de acción que había visto días atrás.

—Acá lo tengo –dijo, y se lo mostró a los fantasmas.

Pero en ese mismo momento las figuras de agua se desvanecieron. Se fundieron con el líquido que inundaba las baldosas.

—¡Esperen! ¿Cómo hago? –preguntó Daniel.

No hubo respuesta. Se escuchó un ruido de temblor en las cañerías. Las paredes se sacudieron y dos azulejos cayeron, partiéndose contra el piso. De pronto tres canillas se abrieron con el aullido de miles de almas que venían de las profundidades.

Comprendió que debía juntar en el vaso el agua que escupían los tres grifos. Tomó un poco de cada uno y huyó.

Abandonó el centro comercial haciendo equilibrio para no derramar el líquido. El colectivo por suerte vino vacío y pudo sentarse. El chofer y los pocos pasajeros lo miraron raro. Los ignoró y bajó en la parada habitual.

Cuando llegó a su casa colocó el vaso sobre la mesa de la cocina y se puso los lentes 3D. Del envase plástico emergió la boca del espíritu que hablaba:

—Pronto. Llená la pileta más grande que tengas. Para volver a la vida, necesitamos mucha agua.

Daniel obedeció el pedido. Puso el tapón en la bañera y abrió el agua fría y caliente a la vez, para hacer más rápido.

La boca que salía del vaso entonces rogó:

—Pasanos a la bañera. No desperdicies ni una sola gota.

El cuarto se estaba llenando de vapor. Daniel cerró la canilla de agua caliente y dejó que la fría siguiera corriendo. Luego volcó el contenido del vaso en la tina y aguardó a ver qué sucedía.

Las tres figuras emergieron de la bañera y esta vez hablaron todas, una por vez.

—Somos 3D.

—Los tres demonios del Titanic.

—Bienvenido a bordo.

Daniel quedó paralizado, sin comprender nada.

—¿Cómo? –alcanzó a decir.

Los fantasmas no explicaron más. Saltaron sobre Daniel, lo agarraron y lo sumergieron en la bañera hasta ahogarlo.

La policía encontró el cadáver media hora después, ante la denuncia de una vecina que oyó gritos, golpes y otros signos de pelea. Luego de recoger evidencias, tomar fotos y retirar el cuerpo, los forenses vaciaron la tina. Y así los tres demonios del Titanic llegaron al río, y después al mar.

Volvieron a su forma de vida.


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