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La grúa de peluches

El secreto me lo enseñó Raúl.

—Los peluches están entrelazados. La pata de uno debajo del brazo de otro. La cabeza del gatito sobre la nariz del ratón. Todos bien apretados. Pero si mirás bien, si analizás el conjunto, vas a ver que hay una pieza que destraba al resto. Vos tenés que apuntar a esa. Todos los intentos con la grúa deben ser para llevarte ese muñeco. Una vez que lo sacás, los demás salen solos.

Raúl hacía que las cosas parecieran fáciles. Mientras hablaba, movía con la palanca el brazo mecánico en la pecera llena de peluches. Apretaba el botón y sacaba uno detrás del otro. De fondo sonaba esa musiquita inconfundible, que me tenía enfermo.

Palillo entre los dientes, anillo con forma de calavera en la mano hábil, Raúl era el encargado de reponer los muñecos en la grúa de peluches donde yo, en los últimos meses, había tirado por lo menos un sueldo entero.

La máquina se había convertido en un vicio. Una adicción que no tenía explicación lógica. Con la plata gastada podía haber comprado cientos de peluches. Pero la gracia estaba en el desafío. En poner un peso en la ranura e intentar sacar uno de los juguetes. En golpear el aparato, insultarlo ante cada fracaso.

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