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I. EL HOSPITAL GENERAL COMO INSTITUCIÓN

Omito algunas cosas dignas de atención en la ciudad, pero no puedo menos de contar algunas particularidades de su hospital general. Lo vasto del edificio, la limpieza, el buen orden y cuidado que se advierte en todos sus ramos, forman un conjunto admirable, y un modelo digno de imitarse. Locos, expósitos, enfermos de qualquier dolencia, nación y religión que sean, todos hallan refugio en aquella casa de piedad. No están en sus propias casas tan bien cuidados los enfermos como en el hospital.

ANTONIO JOSEF CAVANILLES (1795)

1. EL HOSPITAL GENERAL: UNA INSTITUCIÓN DE BENEFICENCIA

La lectura de estas líneas de Cavanilles nos ayuda a comprender la importancia que el Hospital General tenía en la Valencia de finales del XVIII. La ciudad fue pionera en sus instalaciones hospitalarias desde el siglo XV. En 1409, el padre Gilabert Jofré, de la orden de la Merced, fundaba el Hospital dels Inocents. Era el primer hospital para dementes del que se tiene noticia. La obra nació con la idea de recoger a todos los dementes (inocents i furiosos) que deambulaban cotidianamente por la ciudad, expuestos al hambre, al frío y a los malos tratos. De esta manera, la población urbana quedaba también a salvo de los dementes más violentos. Para el mantenimiento del Hospital dels Inocents, un grupo de diez comerciantes de la ciudad, al mando de Llorenç Salom, formaron una cofradía. Los comerciantes acudieron pronto a la protección del rey y las autoridades de la ciudad. Ya en 1410 consiguieron el permiso para comprar casas, tierras, censos, alquerías y otros bienes para dotar de rentas a la institución.

En 1512 volvía a producirse una importante innovación en el ámbito asistencial. En Valencia existían varios hospitales, creados de forma particular en momentos distintos y con diferentes finalidades, pero la inexistencia de un asilo donde recoger a los niños abandonados provocó una reunión entre los diversos hospitales.[1] De esta iniciativa capitaneada por el cabildo eclesiástico, el Ayuntamiento y los diputados del Hospital dels Inocents, se originó la unificación de los diferentes hospitales, que añadiría la creación de una inclusa. Nacía entonces en 1512 el Santo Hospital General fruto de la confluencia de intereses de la Iglesia, la corona y las autoridades de la ciudad de Valencia.

Inicialmente la Junta Rectora se formó con miembros del cabildo, dos jurados del Ayuntamiento y uno de los diputados del Hospital dels Inocents. Pero en 1668 la corona creó la figura del visitador real, con la finalidad de que la monarquía pudiera supervisar su actividad y racionalizar su gestión. Durante las diversas reformas de su funcionamiento a lo largo del siglo XVIII (principalmente las de 1752 y 1785) se intentó fortalecer la presencia de las clases adineradas y notables de la ciudad. El Hospital General tenía pues en el siglo XVIII las características de las instituciones de beneficencia del Antiguo Régimen: se salvaguardaba el papel esencial de la Iglesia en estos asuntos, se potenciaba la presencia de los intereses de la monarquía y se buscaba el apoyo de las clases acomodadas.[2]

En el momento de iniciar nuestro estudio, el Hospital se gobernaba mediante una Real Junta de Gobierno formada por consiliarios de cuatro tipos: caballeros (nobles y cargos municipales), hacendados (propietarios de inmuebles o tierras), eclesiásticos y comerciantes. Mediante esta configuración se garantizaba la implicación, junto a las autoridades eclesiásticas y políticas, de los sectores nobiliarios y burgueses de la ciudad de Valencia. Como todas las instituciones benéficas, tenía una gran autonomía de actuación, recortada únicamente por la supervisión real de algunos aspectos administrativos. En el último cuarto del siglo XVIII se detecta una intensificación en el control de la monarquía, pero el amplio margen de autonomía que tenía la institución se mantuvo hasta la construcción del Estado liberal.

La entrada en vigor en 1836 de la Ley de Beneficencia de 1822, que había tenido una breve vigencia, supuso la conversión del Hospital en una entidad de beneficencia pública adscrita a la órbita de la autoridad municipal (Díez, 1993). Esta ley reflejaba la implantación del un modelo liberal progresista, en el que los municipios asumían importantes responsabilidades y descentralizaban en su beneficio amplias parcelas de poder. En este caso, se aplicaba este modelo progresista a la beneficencia y el Hospital pasó a depender de la Junta Municipal de Beneficencia, que gobernaba todos los establecimientos asistenciales de la ciudad.

Pero el moderantismo posterior adscribió el Hospital definitivamente a un modelo diferente, dibujado por la Ley de Beneficencia de 1849 y el reglamento de 1852. La orientación centralizadora que imprimió la burguesía moderada al naciente Estado liberal alcanzaba también el ámbito de la beneficencia y ligaba las instituciones asistenciales al control de los órganos de gobierno de la provincia. El Hospital adquirió carácter provincial y pasó a depender de la Junta Provincial de Beneficencia. Esta Junta era una nueva amalgama de diferentes intereses, pues estaba controlada por el gobierno central, la Diputación provincial y el arzobispado, pero ahora bajo la supervisión del Estado.[3]

Tras la ley de 1849 el Hospital mantuvo también una cierta autonomía a través de su Junta Administrativa, pero siempre supervisado por la Diputación. Además los cuadros administrativos, tanto del Hospital como de la beneficencia provincial, estuvieron intensamente ligados a las familias del liberalismo moderado. Personajes influyentes de la nobleza y burguesía liberal, y expertos conocedores del mundo agrario, como el conde de Ripalda, el barón de Santa Bárbara, el marqués de San Joaquín o D. Joaquín Roca de Togores formaron parte de los órganos de gobierno del Hospital, lo que induce a pensar que la ley de 1849 fue también el instrumento para orientar la asistencia publica en función de los nuevos intereses del moderantismo.[4]

Dentro de la polivalencia que caracteriza las grandes instituciones de beneficencia del Antiguo Régimen, en la Valencia del XVIII los dos grandes establecimientos existentes se habían especializado y separaban los enfermos de los individuos considerados socialmente indeseables. La Casa de Misericordia, nacida en 1673, era una institución de carácter asilar que recogía y disciplinaba a los mendigos y la población más pauperizada (huérfanos, ancianos, viudas sin recursos, disminuidos físicos, etc.). El Hospital General recogía la población que necesitaba una atención sanitaria, dedicándose a cuatro grupos con preferencia: dementes, expósitos, enfermos pobres y soldados. Esta polivalencia, si bien permitía una flexibilización en la dotación de recursos de cada tipo de población atendida, era también el resultado de la incapacidad del sistema para generar instituciones especializadas más adaptadas a las necesidades de los diferentes colectivos de atención.

Los enfermos eran tratados de dos formas: ambulatoria o residencial. La «cura de puertas» realizaba una asistencia ambulatoria a la población pobre que acudía al Hospital. La atención a los enfermos que quedaban internados se organizaba según las dolencias y los sexos. Había una sección de hombres y una de mujeres, y dentro de ellas había salas para sifilíticos (mals de siment o galicados), para fiebres y para enfermos contagiosos. En la sección de mujeres había además una sala para parturientas. La sección de expósitos tenía una inclusa donde eran atendidos y alimentados los lactantes abandonados, y un sistema de lactancia externa que enviaba los niños a diferentes familias, fundamentalmente de las poblaciones cercanas a Valencia, donde eran alimentadas por nodrizas pagadas por la institución. Los dementes, por su parte, eran organizados también por sexos y según su agresividad. Paralelamente existía un espacio destinado a la atención de los soldados heridos o enfermos. Esta condición militar del Hospital se mantuvo hasta 1838 en que se separó definitivamente la sanidad militar de la institución.

Como ha planteado Fernando Díez, en el Hospital se atendían los sectores más pauperizados y marginales de la población valenciana, rodeados frecuentemente de un fuerte estigma social. En el caso de los enfermos y dementes acudirían al Hospital como último recurso. La población enferma carente de apoyos familiares o de recursos para afrontar la situación se remitiría al Hospital como última opción nunca deseada. Allí, demostrada su condición de pobreza, son atendidos gratuitamente. Algunas de las enfermedades por su carácter contagioso, su cercanía a la locura o su procedencia venérea provocaban con facilidad el rechazo social.

En el caso de las mujeres y los niños el estigma era posiblemente aún mayor. Entre las mujeres un número nada despreciable de pacientes se habían dedicado a la prostitución. Existía además una sección de ocultas, un asilo para dar a luz, reservado a mujeres que sufrían un embarazo fuera del matrimonio. La inclusa se destinaba a hijos ilegítimos y población infantil abandonada o entregada al Hospital a causa de su orfandad o simplemente por la pobreza de sus padres. Para entregar a los lactantes existía un torno en una de las puertas del Hospital que permitía hacerlo de forma anónima, evitando la vergüenza de ser reconocidos.

2. LOS INGRESOS

El mantenimiento de una institución tan grande necesitaba de una movilización de recursos considerable.[5] A finales del siglo XVIII las principales fuentes de ingresos eran los censos cargados a la ciudad y a los particulares, los arriendos de tierras y casas, los derechos dominicales, las limosnas, las pensiones apostólicas y las subvenciones reales en forma de dinero o de derechos. A mediados del XIX los ingresos principales eran fundamentalmente los mismos, aunque se observaron modificaciones importantes: los derechos dominicales y las pensiones eclesiásticas habían desaparecido y a partir de 1848 el presupuesto provincial asumió una parte importante de la financiación.

La parte más importante de los ingresos (cerca del 45 %) fue siempre la correspondiente a las rentas fijas. Estas eran el resultado de los arriendos de las casas, las tierras, el teatro de comedias y algunas otras propiedades como una posada, una carnicería o los morerales del foso de la muralla. Estas propiedades eran fundamentalmente fruto de herencias y donaciones o compras del Hospital. Junto a ellas la institución había heredado o instituido censos sobre la ciudad, diferentes instituciones y particulares. Algunos censos enfitéuticos de pequeña cuantía y los derechos dominicales del lugar de Benicalaf de les Valls (hoy el término municipal de Benavites), que el Hospital había heredado en 1755, completaban estas rentas fijas.

Los legados testamentarios eran limosnas en metálico. Su cantidad era variable en función de las donaciones realizadas, aunque posiblemente fuera una pauta generalizada en los testamentos. Existían también algunas herencias consistentes en suscripciones anuales de cierta cantidad. Así mismo, se recibían limosnas de particulares o recogidas a través de diferentes mecanismos: colectores de limosnas, aguinaldos, limosnas extraordinarias, etc.

Como apoyo de la monarquía, el Hospital gozaba desde finales del siglo XVI del privilegio de explotar diferentes fiestas y espectáculos públicos. Se dedicó fundamentalmente a la Casa de las Comedias y los espectáculos taurinos, pero recibía también ingresos de la celebración de juegos de pelota, peleas de gallos, representaciones cómicas en las calles, etc. A finales del siglo XVIII dejó de regentar la Casa de las Comedias y arrendó su explotación a particulares. Los espectáculos taurinos, la parte más sustancial de estos ingresos por su carácter masivo y popular, siguieron siendo explotados hasta que fueron asumidos por la Diputación.

Las subvenciones eclesiásticas eran también una parte importante de los ingresos, especialmente el Fondo Pío Beneficial y las pensiones de las Mitras de Valencia, Segorbe y Orihuela. De esta manera, además de las variadas colectas religiosas, se implicaban los estamentos eclesiásticos en el mantenimiento de la institución. Por su parte, el Ayuntamiento de Valencia contribuía a través del suministro diario de una cantidad de carne y una aportación en metálico gravada sobre los bienes de propios (Díez, 1993).

La asistencia a los enfermos era gratuita para aquellos internos que demostraban su pobreza. Pero existían enfermos con posibilidades de pagar su atención, bien por su cuenta o bien a través de alguna Hermandad o Sociedad de Socorros Mutuos. La estancia de los enfermos que provenían de las prisiones y los militares era sufragada por el erario público. El Hospital tenía capacidad para quedarse los efectos de aquellos enfermos que morían y no habían pagado su estancia. En el caso de los dementes podía incluso quedarse con sus propiedades inmuebles, caso de que durante estancias largas su familia no los hubiera mantenido. Con estos efectos el Hospital realizaba frecuentes subastas o almonedas. Existía también un conjunto de ingresos menores, como el arriendo del estiércol producido por los residentes, la venta de la leña de sus explotaciones o de las limosnas recibidas en especie en lugares lejanos o en productos que no consumía el Hospital (salvado, seda, algarrobas, etc.).

Para hacernos una idea de la importancia de las diferentes partidas de ingresos y de cómo varió su cuantía a lo largo de los años que estudiamos, hemos realizado un sencillo análisis agregando a los datos ofrecidos por Fernando Díez para el periodo 1830-1836 los obtenidos por nosotros en los quinquenios 1838-1842 y 1849-1853. El resultado puede verse en el cuadro 1.1.[6]

Según plantea Fernando Díez, el Hospital General mantuvo su capacidad de asistencia durante el siglo XVIII. La afirmación se basa en que la institución aumentó el número de enfermos asistidos al mismo ritmo que lo hacía la población de la ciudad, su principal ámbito de asistencia. Pero el panorama en el siglo XIX cambió sustancialmente. Las diferentes crisis experimentadas por los ingresos del Hospital supusieron una reducción importante de su capacidad de asistencia. Las dificultades económicas de la institución le impidieron mantener su capacidad asistencial al ritmo de la población. Si a esto añadimos que el Hospital en 1849 pasó a tener una clasificación provincial, con lo que aumentó el porcentaje de ingresos de enfermos de las poblaciones de la provincia, e incluso de Alicante y Castellón, podemos entender las razones que llevan a este autor a plantear la «desasistencia» del sistema benéfico del XIX (Díez, 1990 y 1993).

La primera crisis de ingresos que se detecta tras los difíciles años de la Guerra del Francés, tiene lugar en la década 1820-1830. Esta crisis se debió a la reducción de las rentas fijas fruto de las dificultades generales que vivió el País Valenciano. La segunda se detecta entre los años 1836-1842. La causa está en la desaparición definitiva de los derechos dominicales, de las rentas eclesiásticas y el impago por parte de la hacienda de los numerosos heridos atendidos por el Hospital durante la Primera Guerra Carlista. El paso de la beneficencia al control municipal con la ley de 1836, la desamortización eclesiástica emprendida por Mendizábal ese mismo año y las dificultades del cobro de los diezmos hasta su definitiva abolición debieron sumarse para que las subvenciones de tipo eclesiástico, que ya venían reduciéndose a lo largo de las primeras décadas del XIX, desaparecieran de los ingresos del Hospital en 1838, como puede verse en el cuadro 1.1. A la pérdida de estas importantes rentas, el 8,6 % durante el periodo 1830-1836, se sumaron el impago por parte de la hacienda pública de los gastos ocasionados por la atención prestada a los soldados heridos o enfermos a causa de la contienda civil.[7] La separación del Hospital Militar y el Hospital General a partir de 1838, el pago de los atrasos y la asunción de los déficits presupuestarios de las instituciones benéficas por las diputaciones tras la Ley de Beneficencia de 1849 supusieron una inyección económica que sacó al Hospital del bache.

La tercera gran crisis de ingresos se dio a partir de 1858 fruto de la desamortización de Madoz (Pons, 1991). La desamortización civil, decretada en 1855, trajo consigo las ventas de los patrimonios de las instituciones benéficas, que en el caso del Hospital fueron vendiéndose a partir de 1858. Esto supuso la liquidación del patrimonio y por tanto de gran parte de su capacidad económica.[8] A partir de entonces dependió enteramente de los ingresos procedentes de la Diputación que asumió la beneficencia como uno de los gastos más importantes (Laguna y Martínez, 1995).[9]

3. LAS RENTAS FIJAS

Como hemos visto, las rentas fijas, formadas por los arriendos de tierras y casas, los derechos dominicales y los rendimientos de los censos, eran una parte muy importante de los ingresos del Hospital. Los ingresos por arrendamiento de tierras, que suponían hasta 1849 más del 30 % de los ingresos totales, son la parte que más nos interesa. Pero antes resulta clarificador comparar la evolución de las diferentes partidas de las rentas fijas que podemos seguir en el cuadro 1.2.

Tres conclusiones se extraen con facilidad viendo las cifras. La primera que el arriendo de casas y tierras, que ya era a finales del siglo XVIII uno de los pilares económicos del Hospital, se potenció como la fuente hegemónica de financiación hasta su integración en la Diputación Provincial a mediados del siglo XIX. En este proceso destaca el fuerte crecimiento que tanto los ingresos por arriendos de tierras como de casas tuvieron entre 1786 y 1798 (el 73 % las tierras y el 122 % las casas). Tras la ligera bajada y el estancamiento que se detecta en las tres primeras décadas del siglo XIX, volvió a crecer con fuerza a partir de 1838. En esta ocasión el crecimiento volvió a ser especialmente intenso en las casas que crecieron un 130 % mientras los ingresos de la tierra lo hicieron solamente el 27 %.

La segunda conclusión clara es que el cambio de siglo trajo también el declive de otros dos pilares de la institución: los derechos señoriales y los censos consignativos y enfitéuticos. El seguimiento de los derechos dominicales del lugar de Benicalaf de les Valls, lugar cercano a Sagunt, muestra como tras un destacado crecimiento de los ingresos a finales del siglo XVIII (entre 1787 y 1803 crecerían un 35 %) entrarían en un fuerte declive hasta su desaparición con la ley de señoríos definitiva en 1837, lo que confirma el escaso éxito de las rentas feudales para soportar las reformas del liberalismo.[10] La abolición del diezmo y el efecto de las desamortizaciones sería también determinante para la reducción de las subvenciones eclesiásticas que provenían de las rentas de la Iglesia.

Una reducción similar sufrieron los recursos procedentes de censos tanto enfitéuticos como consignativos, que habían sido una de las piezas clave de la economía de la institución en el XVIII. Como veíamos en el cuadro 1.2, tras un aumento del 27 % de 1786 a 1798, muy inferior al de las tierras o casas, los ingresos por este concepto inician una decadencia, que lleva a reducirlos un 82 % en 1849.

En el caso de los censos consignativos el Hospital General seguiría la misma dinámica que muchas de las instituciones eclesiásticas que conocemos durante el siglo XVIII: optó por la inversión en tierras en lugar de la inversión en censales, que había sido el sistema preferente durante la Edad Moderna.[11] Así, las cifras manejadas por Mercedes Vilar para finales del XVII muestran una superioridad de los ingresos producto de los diferentes censales. Estos ingresos alcanzaban en 1700 las 4.100 libras, superando con creces los ingresos por arrendamientos de tierras (402 libras), de casas (288 libras) y los censos enfitéuticos y luismos (531 libras). Los datos reflejados en el cuadro 1.2 dejan patente el cambio y muestran la supremacía del arrendamiento de tierras que en 1798 supera con creces el producto de los censos.

La causa del fuerte descenso de los censos que observábamos entre 1798 y 1849 fue el aumento de las dificultades para su recaudación, por la grave crisis de principios de siglo XIX y por la ineficacia de los sistemas de cobro. Esta situación cambió sustancialmente con la vinculación del Hospital a la Diputación, que permitió reclamar las deudas por vía judicial sin necesidad de autorización ministerial y posteriormente a 1853 a través de la vía de apremio administrativo, mucho más rápida y eficaz.[12]

En el caso de los censos enfitéuticos, que según algunos indicios no llegaban a 220 libras en la década de 1840, la causa de su descenso fue la dificultad de su recaudación a consecuencia de la fuerte devaluación que sufrieron durante el inicio de siglo. A mediados del XIX era frecuente que muchos de ellos ni si quiera se reclamaran judicialmente, pues era más costoso hacer la reclamación que la cantidad que se esperaba recaudar.[13]

Una tercera conclusión que pondría de manifiesto un aspecto llamativo en el caso del Hospital es que a lo largo las últimas décadas del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, el aumento considerable de la renta rústica se acompañó de un aumento todavía mayor de los ingresos procedentes del alquiler de inmuebles urbanos. El grueso de estos bienes, entre los que se encontraba un teatro, estaba concentrado en la ciudad de Valencia. El Hospital supo aprovechar el aumento considerable de la rentabilidad que los inmuebles experimentaron en una ciudad constreñida y con grandes dificultades para acoger el crecimiento de población que se estaba produciendo. El aumento de la densidad de población en un espacio urbano que no podía extenderse, debió elevar de forma importante la rentabilidad de los alquileres entre 1840 y 1864, bien a través del aumento de la renta o de la optimización de los espacios mediante crecimiento en altura o la subdivisión de las viviendas (Azagra, 1993).[14]La presión sobre el suelo y las viviendas en la ciudad, posiblemente junto a la ampliación de su patrimonio urbano, aumentó la recaudación por arrendamiento de inmuebles de la institución de forma considerable entre 1842 y 1853. En este sentido el Hospital seguiría también la senda que trazaron los patrimonios burgueses, que encontraron una buena fuente de ingresos en los negocios inmobiliarios urbanos. Este fenómeno sería también decisivo porque, si los inmuebles urbanos aumentaron su rentabilidad, posiblemente atrajeran la mayor parte de las inversiones del Hospital que se mostró reticente a invertir directamente en sus tierras a partir de los primeros años del XIX.

Para mantener sus rentas el Hospital se beneficiaba además de ventajas especiales a la hora de dirigirse a los tribunales de justicia. La institución gozaba del privilegio real de poder acudir a un juez conservador, que era el Oidor Decano de la Audiencia de Valencia. Esto le permitía un mejor acceso a la justicia, porque el juez tenía el cometido de prestar una especial atención a los bienes del establecimiento. Cuando el Hospital necesitaba iniciar un pleito se dirigía preferentemente a este juez, independientemente del lugar donde se producía el hecho o, en el caso de los arrendamientos, donde estuviera la tierra. En las escrituras el Hospital pactaba con sus colonos que en caso de algún tipo de conflicto se sometían a la autoridad de los tribunales de la ciudad de Valencia con lo que se aseguraba poder recurrir a su privilegio.[15] Esto permitiría obtener al Hospital una mayor eficacia y rapidez en sus actuaciones judiciales y podría ser aprovechado en sus pleitos de deudas y desahucio para inclinar la balanza a su favor. Pese a ello, como veremos, los juicios por deudas o desahucio eran lentos y tenían que enfrentarse con frecuencia a una fuerte resistencia de los arrendatarios a las decisiones de la justicia.

Las transformaciones que sufrió el poder judicial con las reformas liberales y la nueva configuración de los tribunales hicieron que este tratamiento especial desapareciera y el Hospital pasó a ser tratado por la justicia como un propietario más. A partir de este momento acudió a los juicios de conciliación en cada una de las poblaciones correspondientes cuando surgían problemas de atrasos. A partir de 1853, después de haber pasado a depender de la Diputación Provincial el establecimiento logró que sus deudas fueran reclamadas a través de apremio administrativo, cómo si se tratara de impuestos o rentas provinciales. Esto supondría también una mayor capacidad de presión para el cobro de sus morosos que el recurso a los tribunales ordinarios, pero el desenlace definitivo de la desamortización impidió que lo disfrutara mucho tiempo.

[1] Existía el Hospital de San Lázaro para leprosos, el de En Conill se dedicaba a los peregrinos, el de la Reina, el de En Clapers, el de En Bou y la Casa de San Vicente.

[2] Diferentes estudios nos permiten conocer el Hospital General. Sus orígenes se estudian en María L. López (1986), la época foral en Mercedes Vilar (1996) y los siglos XVIII y XIX en Fernando Díez (1990 y 1993).

[3] La Junta Municipal de Beneficencia tras la ley de 1849 la componían: el secretario del Gobierno Político en representación del jefe político, el arzobispo de Valencia, dos canónigos de la catedral, un diputado y un consejero provincial, dos vecinos electores de la ciudad y un médico. Véase Fernando Díez (1993).

[4] Sobre la beneficencia y el moderantismo véase Justo Serna (1988). Un ejemplo de la vin culación entre las nuevas clases dominantes es el conde de Ripalda. Uno de los mayores pro pie tarios de la comarca e implicado en el cultivo fue entre 1838 y 1843 secretario de la Junta Muni cipal de Beneficencia.

[5] En la época foral, las fuentes de financiación fueron diversas: censales propios o heredados de legados; censos enfitéuticos; arrendamientos de casas, tierras, alquerías; derechos dominicales o tercios diezmos; legados y limosnas testamentarias; limosnas y subvenciones anuales de conventos, parroquias, la ciudad, el arzobispo y diferentes mitras episcopales; colectas periódicas; subastas y almonedas de bienes; venta del estiércol y otros ingresos en especie; privilegios reales para organizar fiestas, corridas de toros, juegos de pelota y comedias, etc. Con variaciones en su cuantía muchas de las fuentes se mantuvieron hasta la segunda mitad del siglo XIX. Véase Mercedes Vilar Devís (1996).

[6] Todos los cuadros y gráficos citados en este capítulo y en los siguientes se recogen en el Apéndice final.

[7] Las dificultades económicas del Hospital en las diferentes crisis se estudian en Fernando Díez (1993).

[8] La venta de los patrimonios debía ser compensada por la posesión de deuda pública intransferible. Pero hasta 1864 los ingresos por los intereses de la deuda no alcanzaron una cantidad que pudiera restituir al menos en parte las rentas perdidas. Véase Fernando Díez (1993).

[9] Ambos autores sitúan a la beneficencia como el primer gasto en importancia en el presupuesto provincial a partir de 1861.

[10] El Hospital General cobraba desde 1755 los derechos dominicales del lugar de Benicalaf de les Valls. Este incluía proporciones variables de las diferentes cosechas, un horno de pan, la almazara y prensas de aceite, la carnicería, la tienda, la panadería, la taberna, nueve horas de agua, las casas de la señoría y censos enfitéuticos con luísmo, reluísmo y quindemio sobre 72 hanegadas en el lugar. Se arrendaban en plazos de cuatro o seis años y su producto puede seguirse en José Ramón Modesto (1998a y 2004).

[11] Una versión sintética de este proceso se trata en Manuel Ardit (1993) y Mariano Peset y Vicente Graullera (1986). Los casos más conocidos quizá sean los de la catedral, Sant Joan del Mercat y el del Colegio del Patriarca. Véase Fernando Andrés (1987) y Javier Palao (1993). Para una revisión de los problemas del crédito en la crisis del Antiguo Régimen, véase Enric Tello (2001).

[12] En la contabilidad del quinquenio 1848-1853 se destacaba la eficacia obtenida en el cobro de los censos: «la renta de censos se ha elevado a una renta fabulosa durante esta administración, mientras que según el antiguo método de cobranza rendía muy poco». ADPV. Hospital General. VI 4.3. Caja 3.

[13] En palabras del administrador en 1853: «Los capitales de censos enfitéuticos y aún consignativos son insignificantes; de modo que tenemos de aquellos hasta de 4 rs. ¿y por qué ha de molestarse a todo un tribunal, al abogado de la casa y demás curiales a formular y seguir una demanda de tan corta cantidad si el pago de aquella aún entendida en sello de pobre vale mucho más que el derecho reclamado?». ADPV. Hospital General. VI 4.3. Caja 5.

[14] En el caso de la catedral y de Sant Joan del Mercat también parece que la rentabilidad de las propiedades urbanas superó a la de la tierra. Véase Javier Palao (1993).

[15] Uno de los párrafos finales de los contratos decía: «Y ambas partes dan el poder que se requiere a los señores Jueces y Justicias de su Majestad que les sean competentes, y en especial a los de esta Ciudad de Valencia a cuya jurisdicción se someten, renunciando todas las leyes, fueros y privilegios a su favor».

Tierra y colonos

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