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SÁTIRA IV

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Crispino es rico, muy rico, pero adúltero, afeminado y sacrílego, pues hace poco yació con una sacerdotisa de Vesta. Si otro fuera culpable deberían llevarle ante el juez de las costumbres; pero para Crispino todo esto es lo más natural (1-14). Compró un salmonete carísimo, no para obtener la herencia de un viejo sin hijos; ni para regalarlo a una encopetada amiga, sino por mero gusto propio (15-33).

Aquí cuenta la larga historia, que llena la sátira, del pez presentado al Emperador; voy recogiendo las alusiones más significativas a las costumbres.

Todo pertenece al fisco, todo lo que vale algo; los inspectores están alerta para descubrir cualquier hallazgo (45-56). Alusión a la adoración de Vesta (61). Poder de la adulación: palabras del pescador al sumo pontífice (Domiciano) al entregarle el rodaballo, y reacción de Domiciano: conclusión de Juvenal, de validez universal:

Nihil est quod credere de se

non possit cum laudatur dis aequa potestas (70-71)41.

Alusión al genio (66). Imposibilidad de prestar buen consejo al emperador (84-5). Absurdo de la reunión de los nobles, para estudiar el problema que plantea el rodaballo con su tamaño: no cabe en ninguna fuente de las sólitas. Crispo, anciano, es honrado y capaz de acertado consejo, pero no se atreve a desafíar a la muerte; igualmente Acilio, y el joven que le acompaña fue muerto por la crueldad del César. La pintura de los próceres es concisa y muy expresiva: Rubrio, culpable de una ofensa antigua, inconfesable, pero más desvergonzado que un pederasta que se mete a satírico. Sin embargo, entra intranquilo. Monta no tripudo; Crispino perfumado. Pompeyo, delator muy temible, Fusco, que vive en su quinta de mármol, ensayándose para la guerra; Catulo, el asesino, enardecido por el amor de una joven que desconoce, monstruo insensato, ciego y despiadado, digno de mendigar (75-129).

La escena: adulación. Catulo se admira del pez, y vuelto a la izquierda, habla de la guerra, de los cilicios, de los niños arrebatados hasta el velarium. Veyento ve un presagio de inmensa grandeza imperial. Montano dice que no debe despedazarse, sino hacer al punto una cazuela en que pueda servirse, y que en adelante, el emperador debe transportar consigo sus cocinas. Montano era muy entendido: distinguía, a la primera, el origen de las ostras o del erizo de mar. Aceptado el consejo, son despedidos los patricios. Así acaba la escena (119-145).

Así, para esta nadería son convocados y consultados los nobles –por otra parte odiados (73)– como si se tratase de urgentes negocios. Y ¡ojalá hubiese empleado su tiempo el emperador en tales necedades! Porque arrebató a Roma vidas ilustres y famosas, impunemente, sin que hallase vengador alguno. Al fin se enajenó la plebe, y esto le perdió, a él que chorreaba la sangre de los Lamias (146-154).

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