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Día 9 de julio de 1967 SÁTIRA V
ОглавлениеEscribo después del desayuno, con la perspectiva de una posible libertad de 90 minutos. Meramente posible, pues, muy fácilmente, puede presentarse cualquiera de los ejercitantes.
Estos días he ocupado el tiempo, sobre todo, en traducir la sátira sexta y en estudiar –no mucho en verdad– la prosodia latina. Espero poder salir de aquí, con una base suficiente que luego ha de perfeccionar el ejercicio.
La suciedad de la habitación, el mal estado de los enseres, me han sugerido, más vigorosamente que de ordinario, un pensamiento muchas veces aparecido en mi horizonte mental. Extravagante idea, ciertamente, para ser expresada actualmente. Concepto que el hombre, temporalmente aficionado a la limpieza material, no puede emitir, porque naturalmente le repugna; y que el más desapasionado de tales filigranas oculta vergonzosamente, pues lo estima un defecto. Voy a ensayar a expresarlo, antes de atacar la sátira 5ª.
Creo que, por influjo de los estudios médicos, y la consiguiente estima de la higiene, la limpieza material ha ganado terreno en el ánimo de los hombres civilizados. Pero ¿habría que decir: de los hombres cultos? Yo pienso que no. Toda época de decadencia ha observado escrupulosamente, por lo que puedo saber, estos refinamientos de la limpieza. Hay una cierta atracción de las cosas limpias, puras, que, probablemente, sufre casi toda persona normal; pero el genuinamente cultivado tiene conciencia de su limitación, y lleva el ansia de pureza a otros terrenos, contentándose con un mínimo de orden y una eliminación de la porquería, que, para las gentes ordinarias, es decir, vulgares, es ya sin más, declarada suciedad. Los santos no se han cuidado escesivamente de estas cosas; es verdad que los autores modernos procuran excusarlos como pueden, por los influjos de las incultas épocas en que vivieron, y se esfuerzan en resaltar esa tendencia real, pero tenue, que todos poseyeron. Pero no creo que sea esta la postura precisa. Más bien habría que decir que ellos obraron bien, y son los modernos quienes se equivocan. En uno de sus libros, Marañón apunta que quizás no andaban muy descaminados los reyes castellanos medievales, cuando prohibían los baños a sus guerreros. Quizás, como ellos pensaban, la frecuencia de los baños les hubiera afeminado. De hecho, toda época refinada en la atención a la exquisitez material produce, insoslayablemente, un acrecentamiento de la sodomía. Eras de profunda sensibilidad interior han sido plenamente insensibles a la suciedad física. Por ejemplo sirva la corte de Luis XIV, con Racine, Corneille y Molière, y una notable ausencia de sentido del baño. Se dice, como un elogio, que una casa parece una tacita de plata, pero la cabeza de la dueña suele parecer una jaula de grillos. Se alaba a quien no puede pensar en una habitación sucia, en una mesa polvorienta o manchada; pero eso no significa sino un vergonzoso dominio de lo sensible sobre lo espiritual, de la carne sobre el espíritu. Se responderá que la limpieza cuesta poco tiempo y que, actualmente, existen aparatos que solucionan el problema con pocos momentos y escaso esfuerzo; pero los aparatos se multiplican, y el hombre tiene que emplearse en producirlos, y luego en trabajos vulgares, que son naturalmente los mejor retribuídos, para poder comprarlos. La exigencia crece, y al paso aumenta la cantidad de tiempo empleado en bagatelas. La noble faena de pensar queda desamparada; el hombre medio vive esclavo de los sentidos, y la exaltación de los detergentes, y los instrumentos electrodomésticos, contribuye a ahogarlo completamente en la corriente de memez circundante. Las olas de esta corriente bañan al pobre diablo en la televisión, en el cine, en los periódicos... La rechoncha figura de Sancho, se ofrece naturalmente puerca, y Cervantes no economiza las muestras; pero ¿se piensa que la insigne persona de D. Quijote, alentado de esfuerzo y vestido de ensueño, tuviera mucho más inmaculadas sus ropas, impoluto su cuerpo? Claro, todo hombre tiende hacia unas ciertas abluciones, hacia la sensación pacificadora del agua clara, pero el varón no puede estar pendiente de eso; lo emplea cuando lo encuentra como una satisfacción más, pero no vive de eso. Sacrificar un libro por tener ropa limpia es, a mi juicio, un pecado contra el espíritu. Hay momentos para ello, en los cuales la mente trabaja sola, sin preocupación por lo que hace, alentando en los intereses cogitativos que acaba de dejar por unos instantes.
Se ve como una necesidad, una señal del progreso, que todas las casas modernas posean una ducha; pero la verdad es que ello ha ido unido, inexorablemente, a otra realidad, y es que las casas modernas son verdaderos cuchitriles para el espíritu. El pobre Leclercq, que es una mente no mal dotada, pero alelada por el ambiente, indicaba como un signo de los tiempos, que había que aprovechar, y que nos enviaba a no sé qué avances mentales, la construcción de los hogares hodiernos. En verdad, lo único que revelan es la ya estigmatizada sandez de la cabeza humana en nuestro tiempo. La incapacidad de diálogo familiar, y las horas de dura labor fuera de casa, para ganar dinero suficiente que ahorre horas de trabajo dentro. La diferencia es que la labor interior contribuye a la unión de la familia, y que una casa espaciosa es estrictamente necesaria, para una faena ideológica seria. No la limpieza, sino la soledad; y ambas cosas son de muy improbable conciliación, para el término medio humano. El individuo civilizado opta por la pureza material que se ve, porque el civilizado es, necesariamente, inculto. El hombre cultivado exige un apartamiento de ciertas impurezas extremas, y se entrega a sus goces interiores, y a la comunicación personal de tales alegrías.
Yo estimo, de forzosidad perentoria, una revalorización de la primacía de lo espiritual en todos sus aspectos; pero ello exige de los espirituales una bravura que raya en el heroísmo. Una exégesis de lugares comunes, como la de León Bloy, sería de extremo interés, pero desventuradamente, sería también de absoluta inutilidad.