Читать книгу Ecos del misterio - José Rivera Ramírez - Страница 28
Día 10 de julio de 1967
ОглавлениеMe siento a la máquina a las 7,50, pero llevo estudiando desde las 3. He avanzado bastante en la prosodia latina, y voy empezando a comprender, de nuevo, los misterios de la métrica latina, a saborear los hexámetros de Juvenal. Ahora quiero substanciar las cinco sátiras primeras, que constituyen el primer libro, ordenando esa runfla de pensamientos, que lanza como venablos, la indignación del autor.
Como ya queda consignado en los resúmenes particulares, los vicios cardinales vienen a ser la lujuria, el asesinato, el escarnio de la injusticia, la gula, el lujo, el rebajamiento humano.
La lujuria aparece con todos sus posibles aspectos (aunque creo que, en este primer libro, no se mienta la bestialidad); el incesto (I); el adulterio (I, II, con la figura del cornudo consentido); la homosexualidad, que abarca desde el afeminamiento en vestidos y adornos, hasta los simulacros de matrimonios entre varones (sobre todo II y III); censura también, al paso, el descoco de la fémina que se disfraza de hombre, o que baja a la arena del circo.
Con la lujuria se entreteje el homicidio: uso de anticonceptivos –que los matrimonios modernos, en su bobalicona estupidez, creen un adelanto científico– el aborto, el asesinato del esposo... (I).
El ansia de dinero lleva, igualmente, a desear la muerte del padre, y a lujuriosos connubios con viejas opulentas, de tal modo que la vulva de una anciana es el camino más rápido para llegar a la riqueza (I). Conduce parejamente al vil oficio de la delación (I) y a ilícitos negocios (III). Toda Roma rivaliza en el lujo, y vive en ambiciosa pobreza, echando mano al arca ajena, cuando la propia no suministra medios bastantes. Esta avaricia se extiende incluso a la cosa pública, de manera que todo lo que tiene algún valor es objeto de la codicia fiscal. Así los peces (IV).
La tacañería de los ricos es menos notable. Y la gula empapa las costumbres. La mención de las cenas es continua, en las sátiras de Juvenal; y la IV entera está dedicada al ridículo suceso del pez.
Se lamenta de la vanidad de la poesía de la época, de la vacuidad retórica de los frecuentes recitales (I). Y de la grecomanía social.
De la muerte apenas habla; menciona la incredulidad general, respecto de la vida de ultratumba (II), y habla de asesinatos y de la posibilidad de las muertes repentinas.
Alusiones religiosas no faltan, pero son de poca gravedad. Mienta los templos (I); ciertos cultos lascivos y supersticiosos (II), el genio familiar (IV), invoca a Marte, extrañado de la paciencia con que contempla los vicios de la ciudad (II), y muestra el desprecio que sufren los pobres, en que se les reputa despreocupados de los dioses, sin que éstos lo echen de ver siquiera.
Manifiesta serio sentido de jerarquía; la autoridad, el magistrado no puede sufrir postergación ante el dinero; y zahiere a los esclavos que no muestran sumisión a los clientes pobres. Sin embargo, como veremos en la sátira siguiente, Juvenal estima la dignidad personal del esclavo.
Se horroriza ante el espectáculo de la degradación, del rebajamiento del hombre: abomina de esas cenas en que el pobre es menospreciado. El rico goza viendo al pobre aprisionado en los lazos de sus caudales. Y el pobre es un indigno si lo soporta (I,V).
Idea muy importante es: el sentido de humillación de la pobreza; al pobre nadie le atiende; es más objeto de escarnio:
Nil habet infelix paupertas durius in se
quam quod ridiculos homines facit (III, 152-3)42.
Y antes ha descrito al pobre con la toga sucia y desgarrada, con los costurones de los zapatos, mostrando el bramante y dejando, a pesar de todo, patente la carne. Por eso el pobre no tiene derecho ni a la estima de los dioses; es simplemente un ser que no importa. Y que no se atreve a dirigirse al potentado (V). Hay dos especies de dignidades: la dignidad interior, que debería impedir al hambriento humillarse a sufrir las burlas del poderoso en sus cenas, y la dignidad exterior, la que aprecian los hombres, que se muestra en el vestido, y ésta ni la tiene ni puede tenerla el pobre. Ahora bien, los cristianos han inventado la pobreza digna, la pobreza del pobre bien vestido -pero claro, inmediatamente, exigen un número de prendas suficientes, o una preocupación por el vestido, que es incompatible con la dedicación seria a algo útil, a algo humano-. La anécdota de Adenauer, leída en un períodico atrasado, en el mismo periódico que me sirve de cenicero supletorio. Una vez, narra el periodista, en los días apretados de la posguerra, unas señoras caritativas fueron a visitar a Adenauer, para pedirle ropa usada. Una de ellas, más atrevida, osó lanzarle una insinuación directa y apremiante: podría darnos por ejemplo, ese traje viejo que tiene Vd. para estar en casa. Y el futuro canciller: pero señora, y si les doy este traje usado que tengo para estar en casa, ¿qué me voy a poner mañana para salir a la calle? Hay este repertorio de lugares comunes, que ayer señalaba, y que retrasan inevitablemente la verdadera promoción humana, desviando los conatos por sendas infrahumanas; quiero decir diabólicas, pues toda esta sed de dignidad, de oro, de comodidad, es, a la postre, ansia de vanidad y miedo a la opinión del vulgo. Y todo ello es meramente diabólico, como es uno de los más resistentes obstáculos a nuestra respuesta a Dios. Pero los cristianos, que tienen menos sentido moral que el pagano Juvenal, alientan tales extravíos, y aprueban los pretextos de una mujer que no dispone de tiempo para orar, ni de dinero para dar limosna, o hacer ejercicios, pero puede, en cambio, emplear abundancia de ambas cosas en seguir la necia moda de las otras mujeres, tan vacías como ella. Y lo que es peor, como sus directores, sus confesores, sus consejeros, particulares o públicos, que aseguran seriamente que hay que ir como todo el mundo, que tenemos que vivir con los demás, y sumergirnos hasta la nuca, en el río de la inefable tontería humana, para que nos penetre bien.
No hay más que hojear los libros de piedad, o como quieran llamarse, porque la palabra no está de moda, para encontrar a poco, buen número de páginas tontaínas aprobando lo que debería rechazarse con la más severa repulsa, o a lo más, mantenernos en secreto y doloroso silencio, si pensamos que de momento, por razones tácticas, vale más arremeter en otros frentes.
Otro de los escolios de capital importancia es señalar, una vez más, lo que suelo llamar la constante humana. Casi todas las sátiras leídas, sin más que mudar unas palabras, y suprimir como costumbre organizada la institución de la espórtula, podrían aplicarse a nuestros tiempos. Las quejas del fisco, la vanidad, la lujuria, los peligros de la ciudad, la vanidad poética, la estulticia de los recitales... No veo cosa que hubiera de variar. Lo cual vuelve a plantear el tema de la eficacia del cristianismo, que habré de desarrollar, a su de debido tiempo, con amplitud; una vez que haya consumado la lectura de todos los poetas latinos de la época.