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José María de Pereda
LOS HOMBRES DE PRO
CAPÍTULO PRIMERO

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Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, era lo que componía años hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.

En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.

Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.

Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.

Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero desde los cuatro mil de la herencia, fué cosa de no podérsela aguantar. Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.

Simón Cerojo, que acababa de recibir su licencia de soldado, que sabía un poco de pluma y había corrido media España con su regimiento, de cuyo coronel fue asistente cinco años, y era, además, un mocetón fresco y rollizo, se creyó con todas las condiciones exigidas por la vanidosa muchacha; y se atrevió a pretenderla, no sin llevar encima, por memorial y a mayor abundamiento, en su primera visita, un reloj de cinco duros y alguna de la ropa que, como prenda «de una buena estimación y una fina amistad», le había regalado su coronel al despedirle. Aceptó Juana la pretensión de buen grado, y se celebró en su día la boda, con la posible solemnidad; y como Simón, huérfano de padres años hacía, y sin pizca de parentela en el mundo, poseía en su pueblo, por herencia, una casuca con su poco de balcón a la plaza, trasladóse a ella el flamante matrimonio.

Como Simón manejaba la brocha casi tan bien como la pluma y la azuela, dando un pellizco al caudal de su mujer, blanqueó la fachada principal, pintó de verde el balcón y las ventanas y una cruz del mismo color sobre cada hueco; puso por veleta en el tejado, después de retejarle convenientemente, un guardia civil de madera, apuntando con su fusil (obra admirable y admirada, que él mismo talló), y arregló el cuarto del portal, que hasta entonces había estado sirviendo de cubil. Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo. Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía:

Abacería de San Quintín,


en memoria del regimiento en que él había servido, y quedó abierto al público aquel establecimiento, tan necesario en un pueblo que hasta entonces había tenido que surtirse en la villa, a dos leguas de distancia, de los artículos más indispensables.

Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de , y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos. Así al principio; y luego, con bastante más sencillo ceremonial, fueron los de la tienda recaudando poco a poco las roñosas economías de aquellos campesinos, a cambio de sus bebidas y chucherías, no cobrando siempre al contado, pero cuidando, en las fías, de sacar hasta los intereses al vencer los plazos.

Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño…, si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color. Mas eran éstas ligeras nubéculas que trataba de disipar el señor cura con algunas pláticas oportunas desde el altar mayor, aunque sin conseguirlo; pero que jamás (sea dicho en honor de aquellas buenas gentes) dieron que hacer cosa alguna al juzgado de primera instancia.

Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.

Es de advertir que éste era la persona más notable del pueblo, no solamente por su condición de comerciante, de hombre de pluma y de campanudo consejo, sino por estar agarrado a buenas aldabas, o séase por privar con gente de mucha soflama.

En efecto: ya se ha dicho que Simón fué durante cinco años asistente de su coronel, y que le despidió colmándole de atenciones, y, al decir del licenciado, de pruebas «de una buena estimación y una fina amistad». Pues sépase ahora, y es la verdad, que a pesar de haber sido ascendido a general en menos de dos años, por no sé qué ni cuántos pronunciamientos, el tal señor coronel no se desdeñaba de responder muy atento a las cartas en que Simón le enviaba la enhorabuena, ni le escaseaba las ofertas de ha cer algo por él cuando fuese necesario; ofertas que cumplió en dos ocasiones, en las cuales el ex asistente le puso a prueba, no muy dura por cierto, en beneficio de dos convecinos suyos que se creyeron atropellados por la Administración de Hacienda.

– Y ¿cómo Simón— se nos preguntará— estaba al tanto de esos ascensos y de esas evoluciones de su antiguo jefe, viviendo en aquel humildísimo rincón?

Para responder a esta pregunta, hay que poner de manifiesto algo que Simón no mostraba a sus convecinos; y como yo había de denunciárselo al lector más tarde o más temprano, lo haré en este momento, y eso tendremos adelantado.

Había en la naturaleza de Simón algo refractario a lo imposible. Para él, dentro de lo humano, todos los hombres eran capaces de todo; y si cuando le tocó la suerte de soldado alguien le hubiera dicho en broma «adiós, mi general», él, encogiéndose de hombros, de seguro habría contestado muy serio para sus adentros: «¿Quién sabe?…»

No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos. De este modo, al tomar su licencia en Madrid, salió hacia su pueblo sin penas ni alegrías; y al mirar a la corte desde lejos, envióle una despedida que tanto podía significar «adiós para siempre», como «hasta la vista».

Sentía, sin embargo, dentro de sí mismo, aunque muy poco pronunciada, una afición especial: la política; y el temor de perderla de vista, era lo único que le hacía poco placentero el recuerdo de su pueblo. No necesito decir que la política que amaba Simón era la callejera, la política de las noticias. Esta le embelesaba tanto, que haciendo una calaverada, como él decía, invirtió una parte de la rumbosa gratificación que le hizo el coronel al despedirle en la suscripción a un periódico noticiero y baratito, que no le faltó un solo día después de llegar a su casa. He aquí por qué estaba al tanto de los ascensos de su coronel.

Era Simón de voz sonora, reposado en el hablar, de palabra rebuscada y frase difícil; pobre de imaginación, por ende, y no muy sutil de entendimiento; muy aficionado a perorar, y liberal de conveniencia, si es que tenía alguna opinión política. Y digo de conveniencia, porque en sus expansiones con el coronel solía decirle: «Me gustan los liberales porque con ellos hablan todos y de todo cuanto les da la gana. No estoy yo, como los otros, porque sólo hablen de ciertas cosas los que lo entienden.»

Instalado Simón en su pueblo, como sabemos, se guardó muy bien de ocuparse en otra cosa que en su familia y su negocio. Pero ¿le tomó tanto cariño a este último, que estuviese resuelto a seguir explotándole mientras a ello se prestase? No por cierto. Antes al contrario: a medida que se iba haciendo independiente, iba mirando con menos apego los reducidos horizontes de la aldea.

No se acentuaba en él una ambición determinada, quizás porque se creía capaz de todo, en teniendo alas con que volar. Pero todavía no le atormentaba la prisa; y esto podía consistir en que tenía que ocuparse en refrenar la que devoraba incesantemente a su mujer, que volaba en ambiciones mucho más alto que él. Simón, cuando menos, tenía la habilidad o el privilegio ingénito de saber disimular. Juana, por el contrario, se había hecho insufrible. Despachaba detrás del mostrador con más humos que un ministro en su poltrona, recibiendo a sus parroquianos con un hocico y unos dengues como una señorona de horca y cuchillo. Indignábale la osadía de los muchachos que, a veces y por curiosear, asomaban la cabeza dentro del establecimiento, y prohibía severamente a su hija, niña de tres años, jugar con sus conocidas, por no haber entre ellas ninguna de su parigual.

Un día dijo a su marido, que estaba me ditabundo, sentado junto a ella detrás del mostrador:

– Simón, la verdad es que esto se va poniendo cada vez más inaguantable.

– ¿Eh?– respondió Simón, un tanto azorado, como si le hubieran descubierto un secreto.

– Quiero decir que tú y yo estamos siendo los cerineos de todo el pueblo, y que el oficio no tiene nada de divertido.

– Pues no te entiendo, Juana— repuso Simón, disimulando el placer con que entraba a discutir aquel punto.

– Digo que esta casa es el paño de lágrimas de toda esa gentuza. Que un vecino no tiene que comer; pues aquí a empeñar la manta o el jergón. Que otro necesita un par de pesetas; aquí a vender el grano. Que otro quiere un empeño para allá arriba; aquí a buscar la carta tuya. Que a una le pega el marido una paliza; aquí al vuelo a llorar la lástima. Que me echo yo un refajo nuevo; aquí en seguida a saber lo que me costó, y en qué tienda de la villa le compré.... Que el medio cuarterón de aceite, que los dos cuartos de hilo, que la moneda roñosa, que la fía.... Vamos, Simón, que esto es un laberiento que acaba conmigo.

– ¿Y nada más?– díjola Simón con mucha flema.

– ¿Y te parece poco?

– Pues ven acá, mal pecao, y dime: sin ese cuarterón de aceite, y esos dos cuartos de hilo, y ese grano comprado a lance, y el empeño de la manta, y el servir a todo el que se presenta, si se puede y vale la pena, ¿qué sería de nuestros intereses? Acuérdate que cuando nos establecimos, apenas había en casa cuatro mil reales mal contados. ¿Te dejarías hoy ahorcar por treinta mil?

– Cierto es eso, Simón, y no me quejo yo de la fortuna.

– Pues ¿de qué te quejas entonces?

– Quiero decirte que sin tanto trabajo como el que aquí tenemos, podíamos hacer más…, pinto el caso, en otra parte.

– ¡Conque en otra parte!… Y ¿cómo? ¿Se te figura a ti que estos cuatro cachivaches que uno tiene en casa van a producir más en otro lado, donde haya que pagar la tienda y hasta el agua que uno beba?

– Claro que no. Pero decía yo que si con esto que ya tenemos y, pinto el caso, un estanco que te sacara el general… en la villa....

– Aguárdate un poco— dijo Simón, fascinado de repente con la indicación de su mujer— . No había dado yo en lo del estanco.

– Y de este modo— continuó Juana, explotando aquella favorable actitud de su marido— podríamos enseñar algo a la niña para el día de mañana, si la suerte quiere favorecerla con un buen acomodo.... Porque aquí, ya ves tú que nada bueno puede aprender.

– ¡Que estamos conformes, mujer!… Pero....

Y Simón se rascaba la cabeza y fruncía la boca.

En esto entró el señor cura, venerable viejecito, a comprar dos cuartos de hilo negro para recoserse la sotana.

– Más a tiempo no podía usted llegar, señor don Justo— le dijo Simón.

– Pues ¿que ocurre?– preguntó el cura.

– Algo muy serio para nosotros— respondió Simón ingenuamente.

– Que no le importa un rábano a nadie de fuera de esta casa— saltó Juana con acento brusco, temiendo que la intrusión de un tercero pudiera torcer la marcha de aquel asunto que tan a su gusto caminaba.

– Pues quedaos con Dios— dijo el señor cura, que ya conocía el humor de Juana, disponiéndose a salir de la tienda.

– Poco a poco, señor don Justo, y usted perdone— dijo Simón deteniéndole— , que para estas ocasiones son los consejos de los hombres de saber.

– Pues aconséjate de tu mujer— repuso el cura— , que parece no necesitar consejos de nadie.

– Mi mujer, que quiera que no, tomará el que usted le dé— añadió Simón mirando con firmeza a Juana.

Hizo ésta un gesto de desagrado, y continuó su marido:

– Es el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.

– Si ese es vuestro gusto— dijo el cura,– ¿quién os lo ha de impedir?

– No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.

– Pues si temes eso, ¿por qué te quieres mover de aquí?

– Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.

– Pues entonces id benditos de Dios.

– No me explico bien, señor don Justo.

– Pues explícate mejor.

– Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?

– Antes de responder a esa pregunta, necesito que tú me respondas a otra.

– A cuantas usted quiera, señor cura.

– Pregunto, pues: ¿es sólo el deseo de acrecentar vuestras ganancias, extendiendo el comercio y la parroquia, lo que os mueve a abandonar este pacífico rincón, o hay en vosotros alguna otra ambición de distinto género?

Al sentir esta estocada al pecho, Simón miró a Juana, Juana miró a Simón; y el se ñor cura, mirando al uno y a la otra, adivinó lo que, al cabo de un rato y después de sonreír y vacilar mucho, contestó Simón en estas palabras:

– Ya veo, don Justo, que para usted no hay secretos ni disculpas. La verdad es que tenemos una niña que no puede educarse aquí como nosotros quisiéramos. Por otra parte, Juana, como no ha nacido en este pueblo, no le tiene gran ley que digamos.... Además de que también yo tengo acá en mis adentros cierto escarabajeo que… en fin, señor cura, ya sabe usted que la paloma no vuela a su gusto en el palomar.

– No te hacía yo pájaro de tan alto vuelo, Simón— dijo don Justo con sorna.

– Es un decir, señor cura— añadió Simón algo confuso— . Por lo demás, esto es todo lo que tenía que decirle a usted. Conque hágame el favor de darme su parecer sin reparos ni miramientos.

– Pues sin miramientos ni reparos voy a dártele desde el fondo de mi corazón, en vista de lo que me dices…, y de lo que te callas, y, sobre todo, de que me le pides:

Lleváis aquí cuatro o cinco años de establecidos, y en ese tiempo habéis hecho una fortuna que os permite ser las personas más independientes del pueblo. Todos en él os necesitan, casi todos os respetan y muchos os envidian. Dejar esto, que es seguro y positivo, por la esperanza ilusoria de otra cosa mejor, téngolo por verdadera temeridad a más de insigne ingratitud. Dados vuestros antecedentes, vuestra procedencia, vuestra educación, concededme, y no os ofendáis por ello, que lo probable, lo racional, lo seguro, es que no hagáis en parte alguna papel más alto y más airoso que el que hacéis aquí. Y en cuanto a la educación de vuestra hija…, ¿qué he de deciros? Yo tengo para mí que el mejor colegio para una niña es una buena madre; especialmente cuando la niña, como la vuestra, se ha envuelto en toscos pañales y no conoce otras grandezas que las que Dios ha impreso en sus obras. Tal es mi parecer, en substancia; y si aún os resulta largo, os le condensaré en dos axiomas, que no por ser vulgarísimos, dejan de ser muy dignos de que meditéis sobre ellos:

La dra movediza no cría moho.


Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.

Pensativo dejó al matrimonio el desengañado parecer de don Justo; pero todavía se atrevió Simón a hacer este pequeño reparo:

– En todo caso, señor cura, siempre nos quedará el recurso, si nos pinta mal fuera de esta casa, de volvernos a ella con los trastos.

– ¡Por supuesto!– dijo con ironía don Justo— . Al salir de aquí dejáis a la fortuna clavada detrás de la puerta, hasta que vol váis a decirla que os ampare. ¡Como si no hubiera otros que se aprovecharán de ella en cuanto vosotros la abandonéis! ¡Inocentes!

Volvió a mirar Simón a su mujer, como preguntándola: «¿qué te parece de esto?»; pero con tal mirada y tal semblante le contestó Juana, que, no pudiendo aquél resistirla sereno, volvió sus ojos al señor cura, y le dijo por decir algo:

– Lo pensaremos, señor don Justo.

– Y haréis bien— replicó éste.

Y como había leído muy claro en la última mirada de Juana a su marido, comprendiendo que estaba allí de más, concluyó con estas palabras:

– Conque, hijos míos: dicho lo dicho, me largo a mis quehaceres; pero conste que no me he mezclado en vuestros asuntos hasta que lo habéis solicitado, y no dudéis que aquí o dondequiera que la fortuna os coloque, no han de faltaros mis pobres oraciones ni mis deseos de que Dios, autor y dispensador de toda felicidad, os la dé tan cumplida como duradera.

– ¡Amén!– dijo Juana en un arranque de despecho, mientras salía de la tienda el santo varón.

Simón se quedó pensativo.

Iba, de fijo, a promoverse un altercado entre la mujer, que estaba dominada por el demonio de la impaciencia, y el marido, que no lo estaba tanto, cuando entró la niña llorando en la tienda.

– ¿Qué tienes, hija del alma?– le preguntó Juana entre iracunda y alarmada.

– Te me peló… Titina… la del Toco.... Hi, hiiii…

– ¿Que te pegó Cristina la del Cojo, hija mía?– dijo Juana, único intérprete capaz de traducir al castellano aquellas palabras, dichas por la media lengua de la inocente— . ¿Y por qué te pego, ángel de Dios?

– Hi… hiii.... Polque telía tugal tomigo, y yo…, hi, hiii…, no telía tugal ton ella, y… y… y la llamé piojosa.

– ¡Hiciste bien en llamárselo, hija mía! ¿Quién es ella para ponerse a jugar contigo?– exclamó, en un sincero arranque de soberbia, la mujer de Simón— . Y si después de esto no saca tu padre al suyo los ojos, o el dinero que le debe, te digo que no tendrá sangre ni vergüenza. ¡Miserables! ¡Tras de que si no fuera por uno, se morirían de hambre!… ¡Y todavía hemos de andar aquí en contemplaciones, pedriques y gazmoñerías, para hacer lo que nos dé la gana de nuestra hacienda! |Ah, si yo tuviera los calzones!…

Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando caldo entre los dientes. Iba a enfilar la puerta como una exhalación; pero viéndola ocupada por el amo, saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín; y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete; pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón; cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.

– ¡El perro del sacristán!– gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca.

Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fué obra de un solo instante.

Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar los destrozos causados por el perro ladrón.

– ¡Y esto es de todos los días!– gritaba fuera de sí.

– Yo te aseguro— gruñía Simón— que he de hacer pagar caro a su amo este estropicio.

– ¡Sí!– decía Juana— ; como la media libra de tocino que te robó de entre las manos el otro día ese mismo demonio de animal! ¡Como el pollo que me sacó de la tartera antes de ayer el gato del enterrador! ¡Como el grano que se zamparon ayer en el desván las gallinas del vecino! ¡Como tantas otras cosas que se nos van por arte del demonio

Y como todo lo convertía al punto en substancia aquella impetuosa mujer,

– ¡Cuando te digo— concluyó— que no se puede vivir en este pueblo!, ¡que nos han de dejar en él sin camisa y sin salud!

– La verdad es— refunfuñó Simón— que se le acaba a uno la paciencia para bregar con esta gente.

– Eso te estoy predicando yo todos los días, y no me haces maldito el caso.

– Más de lo que a ti se te figura.

– Poco se te conoce.

– Porque me gusta más hablar a tiempo que hablar mucho.

– Pues ¿a qué esperas, alma de hielo?

– A que me saque el general el estanco en la villa, que voy a pedirle hoy mismo.

– ¡Acabaras, con dos mil demonios!– exclamó Juana en un desahogo de insensata alegría.

– Las cosas, mujer, han de seguir su marcha natural— dijo Simón con acento solemne y reposado, como si hubiera consignado una gran sentencia— . Te aseguro— añadió en tono aún más campanudo— que esto del perro me ha llegado al alma, y que me pesa en ella mucho más que las palabras del señor cura.

No hay que reírse de esta ocurrencia de Simón, que a razones de igual peso suelen agarrarse ciertas pasiones para triunfar del corazón humano cuando éste desea ser vencido.

Algunos días después vió el vecindario dos carros enrabados a la puerta de la abacería; luego vió cargar en uno de ellos las aceiteras, los barriles, los cacharros, las chucherías de la tienda, ¡hasta los estantes y el mostrador!; vió en seguida cómo en el otro carro se colocaron los colchones, las camas desarmadas, la batería de cocina…, todo el ajuar de la casa de Simón; cómo se acomodaron en un hueco dejado al efecto sobre los colchones, Juana y su niña, después de haberse restregado la primera los zapatos contra el suelo repetidísimas veces, mirando al mismo tiempo a todas partes, cual si quisiera, con alarde tan necio, dar a entender que hasta el polvo de aquel suelo la ofendía; vió la gente también cómo, después de sacar hasta la escoba, cerró Simón la puerta y se guardó la llave en el bolsillo, y luego ponerse en movimiento los carros, a los cuales seguía Simón, saludando con gravedad a cuantas personas le despedían desde lejos con un movimiento de cabeza; no vió una sola vez asomar la de Juana fuera del toldo bajo el cual iba; y vió, por último, que los dos carros y Simón, que marchaba siempre junto a ellos, después de atravesar la plaza, tomaron el camino de la villa y desaparecieron en él.

Los Hombres de Pro

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