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José María de Pereda
LOS HOMBRES DE PRO
CAPÍTULO II

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Esta villa era como todas o la mayor parte de las villas de España: un mal remedo de ciudad, sin dejar de ser aldea; o mejor, todo lo malo de la aldea y de la ciudad, sin tener nada de lo bueno de ellas. No tenía de la aldea la holgura, ni la independencia, ni el horizonte, ni el aire puro, ni el sol esplendoroso, ni los aromas, ni el plácido aislamiento; pero sí sus miserias, sus vecindades, su escasez de recursos, su soledad, su desamparo, su pequeñez. No tenía de la ciudad los monumentos, los espectáculos, la policía, la provisión de todo, la cultura, las comodidades; pero sí sus etiquetas, sus necesidades, sus estrecheces, su esclavitud, sus pestilencias. Regía allí la ley de razas, si no por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.

Remedo de aquella presuntuosa sociedad era el pueblo mismo. Lleno de tiendas de gran fachada, no se vendía en ellas lo más indispensable para la vida que allí hacía la gente encopetada; gruñían y se revolcaban los cerdos en las calles mal empedradas; pastaban las aves de corral en las grietas de las aceras y en los rincones de la plaza, y en el campo inmediato, mitad jardín y huerta, mitad de labranza, ni esponjaban las flores, ni maduraba la fruta, ni el trigo espigaba, ni el heno crecía.

Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, sus hermosos horizontes y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata.

Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña. De todos estos primores de la naturaleza, sólo alcanzaba a la villa tal cual penacho de mortecinas flores, que algunos frutales raquíticos dejaban ver sobre los mohosos lomos de esta y de la otra tapia, aun en las calles más céntricas, como anuncio burlesco de una fruta que no había de llegar a la madurez.

Tenía aquel pueblo también, como todos los pueblos, como todos los hombres, su especialidad, su fatalidad invencible, su anankée insuperable, como diría Víctor Hugo. Este anankée era un regato, el cual regato nacía en un cerro vecino; y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba.– Aquel regato, los desmanes de aquel regato, el partido que podía sacarse de aquel regato encauzado convenientemente, eran la pesadilla y el tema sempiterno de todos los municipios de la villa y de sus más reposadas deliberaciones.

La cuestión del regato reaparecía nueva y palpitante de interés entre el vecindario a cada Congreso que se constituía en Madrid, a cada municipio que se elegía en la villa, a cada gobernador que se cambiaba en la capital de la provincia. Y dicho queda con esto que la tal cuestión apenas se olvidaba un punto.

¡Y era de oír cómo se hablaba entre aquellas gentes de canalizar, de fecundizar, de obras de fábrica, del curso del río, de empalizadas, murallones y otras magnitudes por el estilo, ni más ni menos que si trataran de dar nuevo cauce al Amazonas, o de poner un dique a los furores del Atlántico, cuando, en rigor, todo estaba reducido a retorcer el cauce del regato, junto a la villa, en un trayecto de cuarenta varas, de dos de anchura por otras tantas de profundidad!

Esta era la necesidad más apremiante; y era otra, bastante urgente, la de abrir algunos canales de riego, por los cuales se distribuyera convenientemente el caudal del arroyo en invierno, a fin de que empapase toda la campiña por igual, de modo que en verano conservara alguna frescura, ya que en tan calorosa estación todo canal era inútil, puesto que se secaba el regato hasta su origen, y no corrían por su cauce otras cosas que las nubes de polvo que levantaba el viento, las lagartijas y las cucarachas.

Cabalmente el día en que nosotros entramos en la villa con esta narración, había en las Casas Consistoriales reunión de contribuyentes para tratar de este perdurable asunto, con motivo de haber ido a las Cortes un diputado natural de un pueblo inmediato, al cual representante iba a encomendarse la tarea, no floja, de conseguir del Gobierno la protección tantas veces intentada en vano por el vecindario de la villa.

Estaba el salón de bote en bote, como decirse suele; pero figurando en los bancos de preferencia, inmediatos a la comisión, el se ñorío, o sea la gente de levita, aunque allí la gastaban casi todos.

Abierta la sesión, y después de leída la exposición de razones que se elevaba a la consideración del Gobierno, dijo el presidente:

– Creo, señores, que en esto todos estaremos conformes. Que las crecidas del río perjudican a la población, y que el canalizarle aprovecharía a la campiña no puede negarlo nadie.

– Conformes— dijeron todos.

– Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa— continuó el presidente— : Que pague el Gobierno la mitad de los gastos calculados, y la otra mitad el pueblo.

– Conformes— contestó la concurrencia.

– Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita— añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa— . Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río… Señores— dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto— : La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales.... Digo, por tales os tengo… (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno: si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas… (Voces: ¡No, no!), ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!; con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.

Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.

Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.

Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.

Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante en caldos que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.

– Señores— dijo Simón, después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco— : Yo, el más incompetente y el más… y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión), y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo… (Risas generales.) ¡Dinísimo digo, y circunspecto añado. (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, aquí todos son eruditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de de rribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «No es respetable el interés moral.» Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)

Reirvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente… (Asombro), ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más… Rumores. Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi concencia no se asusta porque haiga una iglesia más o menos…; ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión!… Frenéticos aplausos, ¡ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano… (Murmullos), ¡buen católico!… (Risas) ¡y buen liberal! (Aplausos. El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¿Cómo yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir…, porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)

No habiendo quien quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fué aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.

Y continuó el presidente:

– Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»

– Eso no, ¡voto al demonio!– dijo Simón Cerojo, poniéndose de sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.

– ¡Lo mismo digo!– gritaron otras muchas voces alrededor de Simón— . ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!

– ¡Orden!– gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.

– ¡Afuera la canalla!– vociferaban los señores protarios, encarándose con la masa tabernera.

– ¡Abajo los tiranos!– gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala— . ¡Viva el pueblo que trabaja!

– ¡Viva el duque de la Victoria!– gritó un zapatero.

– ¡Orrrden!

– ¡Abajo los de arriba!

– ¡A la calle los de abajo!

– ¡Orrrrrdeeennn!

Y nadie se entiende allí, porque todos gritan y se revuelven y manotean, armándose un tumulto tan espantoso, que me río yo de los que se promueven cada día en el «templo de nuestra Representación nacional».

Al cabo de media hora, y sin duda por cansancio, se calma la tempestad.

– Es digno de observación, señores— dijo entonces el presidente— , lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quien ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! Y no digo más.

– Señores diput…, digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi… contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado con tra la base que se ha leído sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder…, precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder, y por lo mismo que no es nuevo, y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento, y la… contingencia intelectual… (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)

– El señor Cerojo— dijo con retintín un personaje muy soplado de la sección de protarios— , y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.

– Oiga usté, sió pendón— respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado— , ¿nsa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?

– ¡Al orden, señores!– gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.

– Yo no sé cómo nsan en esto mis cólegas– objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del protario— ; pero sé cómo nso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero… (Protestas de arriba), se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los s en la geografía de este pueblo.

– ¡Señor Cerojo, señor Cerojo!– gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo— , esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.

– Yo no tengo nada que retirar más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.

– No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.

– Es que a esos señores no se les ha pedido nada.

– Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «… y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)

– ¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!– vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.

– ¡Orrrdeeen, señores!– gritó el presidente.

– ¡Justicia era mejor!– le contestaron muchas voces.

– ¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!– añadieron otras.

– ¡Orrrrdeeeen!

– ¡Afuera esa gentuza!– gritaron otra vez los protarios.

– ¡Abajo la comisión!

– ¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!

– ¡Vivan los pobres honrados!

– ¡Viva el duque de la Victoria!– volvió a gritar el zapatero.

– ¡Orrrdeeen!

– ¡Canalla!

– ¡Ladrones!

Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.

– Señores— dice— : Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.

Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.

Los Hombres de Pro

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