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José María de Pereda
LOS HOMBRES DE PRO
CAPÍTULO III
ОглавлениеMientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.
Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni trozos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.
Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos s; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.
He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse, para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.
La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría también, como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.
Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:
– ¡Qué plaga de moco, hija!… ¡Cómo se agarra!
– Eso es de familia— dijo otra, que se paró a su lado.
– Pues vamos a decirla una fresca— añadió otra— , a ver si se va.
– ¡Si yo creo que hasta debe de tener miseria, mujer!– apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar y se chupaba un dedo en cuanto se paraba— . ¡Cómo se arrasca!
– Oye, tú— dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza— . ¡Si traerá la navaja!
– ¿Qué navaja?– preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.
– Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.
– ¿Y qué nos haría con ella, tú?…
– ¡Madre de Dios!… Como estamos aquí solas y en medio de este bosque…
– ¿Quieres que nos vayamos a casa?…
– ¡Para ella estaba!– dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones— . ¡Miedosas, más que miedosas!…
– ¡Pues juega tú con ella si no!
– ¡Como no juegue yo con ese pendón!… Primero iba y se lo decía a mi papá.
– ¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo?– propuso la miedosa.
– ¿Y si se la come toda?
– Que se la coma. Mi papá es alcalde…
– Sí; pero eso lo castiga Dios…, y puede que nos caiga algo malo.
– Pues ¿qué hacemos si no?
– Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.
Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.
A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vió sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y sorbiendo muy recio el aire con las narices.
– ¡Hija, qué peste de chica!– exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez— . ¡Ni aunque fuera de engrudo!
– ¡Así ella se pega!– observó la más cachazuda.
– ¡Si el otro día la vi yo limpiarse las narices con la enagua!– dijo muy admirada la delgadita, sonándose las suyas con los dedos.
– ¿Vamos a arañarla?– propuso la nerviosa, crispando los suyos.
– Eso no es de tono, hija— respondió la mayor— . Mejor es otra cosa, ahora que me acuerdo.
– ¿Qué cosa es?
– Darla mate, para que rabie de envidia.
– Pues emza tú.
– Verás qué pronto. Amigas de Dios— continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa— : mi papá vino de las Indias el año pasado…, y trajo cinco fragatas cargadas de onzas…, y un negrito para que le sirviera el chocolate…; y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias…; y a mí me da dos reales cada vez que es su santo…, y yo los echo en lo que me da la gana…; y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda…; y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno…, porque yo voy al colegio, y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices… que yo conozco…, y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata…, y… y… (Ahora tú)– dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:
– Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mamá tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.
– Yo soy hija de juez— dijo la que seguía a la nerviosilla— ; y siendo hija de juez, a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, u le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.
– Pues en mi casa— continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo— todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de la Habana.... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas y tendrían mejor educación.
– Toda mi casta— dijo la más seria y conceptuosa— viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto…; y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo, y al sol.
– Pu… pu… pues yo— concluyó la sexta, que era bastante tartamuda— ta… ta… ta… tamién....
Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fué una misma cosa.
– ¡Y se chancea!– exclamaron admiradas las otras.
– ¡Ta… ta… ta!– repetía entre carcajada y carcajada la burlona.
– ¡El demonio de la…!
– ¡El diantre de…!
– ¡Miren si…! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!
– Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta… ta… ta....»
– Ahora mismo voy a decírselo a mi papá— exclamó la que nos dijo ser hija del juez.
– Y dile de paso que pague los doscien tos reales que debe a mi padre— replicó con desgarro la amenazada.
– ¡Ay, qué atrevida!
– Déjate, que yo traeré el perro— dijo la nerviosa.
– ¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.
– ¡Ay, qué bribona!
– ¡Chismosas!
– ¡Pegotona, aceitera!
– ¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!
– ¡Aldeana! ¡Tarasca!
– ¡Golosas! ¡Relambidas!
– Ta… ta… ta… tab… tabernera!– logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.
– ¡Tar… tar… tartajosa!– la contestó, remedándola, la otra.
En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:
– ¡Aquí, chucho, aquí!… ¡Éntrala, éntrala!…
– ¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!– gritaron a coro sus amigas.
La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desespera damente, buscando la entrada de la villa por un atajo.
– ¡A ella, chucho!– seguían gritando las otras— . ¡Cómela, cómela!
Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole dras, con una de las cuales la descalabraron al fin.
– ¡Que me matan!– gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.
Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.
Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.