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Tú podrías verlo de esa manera, como lo hace un hilo desdoblado que tropieza sobre el ojo de una aguja.

Afuera siempre había un hombre sentado en un silla, fumando. Y allí pasaba las horas, cambiaba el hombre pero seguía la silla sosteniendo a un tipo sentado, delgado, con el pelo desaliñado, la nariz afilada con un grano por encima del labio. Así eran, como copias de sí mismos, los que vigilaban los barracones.

Esa silla era como el refugio de un animal, allí no pensaban en sus hijos ni en sus padres ni en sus parejas o amigos; ni en esa sonrisa final hacia una madre, cuando te llenan la boca de piedras. Los tipos fumaban un cigarro tras otro, sobras de los pitillos de los soldados, hojas secas de zarzas, orégano silvestre que nacía en los desaguaderos, no importaba, no era el gusto lo que prevalecía a la hora de dejar pasar el tiempo. En su mayoría eran celibatos que los soldados iban recogiendo y a los que se les daba bien la mecánica o la construcción. En sus pueblos podrían haber pasado desapercibidos o más bien denostados, como raros o tontos.

Sus orejas solían ser otro rasgo en común, un tanto aplastadas arriba, sobre el hélix, donde algún pelo o gorro solapaba la rareza. Nada más dejarse caer sobre aquellas sillas, con un simple balanceo, resolvían la liviandad de no estar luchando contra su propia existencia.

Allí nadie les reprendía por hablar muy alto o con la boca torcida, por excesos de zetas sobre las eses, por posturas o gestos inconvenientes. No dudaban cuando debían golpear a alguien. A veces se remangaban los pantalones y ponían al sol sus piernas que parecían cruces, llenas de cicatrices por tropezar a diario contra los alambres oxidados. Pasaban la tarde ociosos, mirando a otros todavía más apestados que ellos, erguidos y firmes sobre unas improvisadas torretas de vigilancia.

Tú también vencerás

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