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Seis

Los ajustes de cuentas entre mafiosos era lo que menos le gustaba hacer. Prefería a los maridos infieles o a las esposas mentirosas. Y por supuesto, a los banqueros huidos o a los estafadores de poca o alta monta. Pero las lidias entre capos siempre se convertían en un cuento de nunca acabar. Porque se eliminaba a uno, y luego había que eliminar a otro del bando contrario en un círculo vicioso estúpido y arriesgado, hasta que el exceso de sangre vertida fuera un buen motivo para hacer las paces y asociarse de nuevo.

Ya había pasado la época de los poderosos cárteles, con sus ejércitos de analfabetos enamorados de la sangre, las atronadoras pistolas y los asesinatos escandalosos. También había pasado ese tiempo en el que la ropa sucia se lavaba en casa, y como todo lo demás, también la venganza y el odio se habían globalizado.

Durante esos años, los de la violencia dura entre las mafias, Antonio Misas se había mantenido al margen. Por muchas llamadas que recibiera, sabía que no se trataba únicamente de ser un asesino profesional, ni de ganar mucho dinero, sino de tomar partido. Y eso solo significaba dos cosas: o morir por cuenta de otros, o terminar en la cárcel, que a la larga era lo mismo.

El país era un hervidero de asesinatos diarios, masacres y bombas en todos los rincones. Cartel contra cartel, contra los paramilitares, la guerrilla y contra el Estado. Matar se había convertido en el ejercicio más sencillo de todos, y la forma más rápida y barata de resolver un problema.

Cuando creía que la gran guerra había terminado con Pablo Escobar tendido desde hacía varios años sobre un tejado obrero de Medellín, los caleños entregándose a la justicia y los paracos enfilándose contra la guerrilla, Antonio aceptó viajar a Madrid a hacer un trabajo.

A pesar de los años y la distancia, su reputación se había mantenido intacta. Silencioso, limpio y elegante.

—Estamos preocupados —le dijo el contacto—, porque nosotros no somos de salir en las noticias, ni viajamos en toyotas de mafioso, ni vamos de putas, ni tenemos grandes mansiones. No queremos problemas, solo hacer el negocio con discreción. Pero lo que pasa es que todavía hay mucho hijueputa suelto por ahí, yéndose de la lengua y mucho sicario chambón que no se da cuenta que las cosas han cambiado y siguen haciendo su trabajo con técnicas baratas de pueblo.

A simple vista parecía verdad: el London era una especie de pub inglés en la zona norte de Bogotá en el que pasaba completamente inadvertidos. Las luces bajas, conversaciones que solo eran murmullos de empresarios estresados y dos vasos de whisky. El contacto vestía un traje discreto de ejecutivo, sin arma alguna, sin cadenas de oro ni guardaespaldas. De lejos, era un hombre de negocios exitoso, que se ajustaba sus gafas de marco de carey cada vez que debía pronunciar frases como eliminar, borrar o resolver el problema.

—Sabemos que usted es el mejor en ese sentido —prosiguió—, que no va por ahí pegando tiros sin más ni se emborracha con aguardient

ni viaja en moto. Por eso necesitamos que viaje a Madrid. Allá la vaina ya se puso medio fea por todos esos chambones que le digo y hay mucha prensa y policía de curiosos. Nos urge resolver este problema sin armar ningún mierdero. Es entrar y salir, viejito, ¿cómo le parece?

Antonio estaba hipnotizado por la impecable manicura del contacto y el sobre que tenía bajo sus manos con todas las instrucciones. Ya había estado en Madrid antes y conocía la ciudad, sabía moverse con facilidad y pasar desapercibido gracias a ese físico que le daba más aire de italiano que de colombiano.

—Usted es consciente de que yo no soy como los demás, ¿no? —dijo Antonio intentando probar al contacto.

—Claro, viejito. Nosotros sabemos que su tarifa es diferente, pero usted por gastos no se preocupe. Estamos dispuestos a pagarlo todo bien pagado. Además, para que vea que somos gente seria le tenemos un apartamento en Chapinero, con lujo pero bien discreto. Es todo legal y así usted no tiene que arriesgarse. Y puede quedarse el tiempo que quiera.

El contacto puso un juego de llaves sobre la mesa. Tenía un llaverito con una piedrecilla de cuarzo en la punta.

—Si se siente más seguro —adelantó—, puede cambiar la cerradura, pero le garantizo que no existen más copias de las llaves. Como le digo, nosotros somos gente seria.

El cuarzo tintineaba contra las llaves mientras Antonio abría la puerta del apartamento que estaba en la calle 69. Dejó la maleta negra en el pasillo y se tumbó sobre el sillón totalmente exhausto. Bogotá ya era una noche cerrada y desde la ventana no se veía más que las ramas de un viejo nogal que ocultaba casi todo el edificio.

La cosa por poco salió mal. Tras algunos días de inteligencia, había concluido que el mejor momento para abordar al objetivo era a la salida del restaurante Río Frío, justo al lado del edificio de la Audiencia Nacional, en plena plaza de Colón.

Todo estaba calculado con suma discreción. El objetivo se reunía con su abogado en el restaurante todos los días a las once de la mañana y sobre las doce y media o una, salía caminando solo, sin precaución. Cruzaba la calle Génova, justo delante de la escultura de la Mujer con espejo de Botero, antes de enfilar hacia el norte por la Castellana.

Aunque estuviera muy cerca de una de las zonas más vigiladas de la ciudad, era verano y mucha gente circulaba por allí, haciéndose fotos y con la guía de la ciudad en la mano.

El mecanismo era sencillo y a la vez impecable. Antonio conocía a un viejo alemán que vivía en Madrid y se movía por los bajos mundos, coleccionando armas curiosas que se usaban en la época de la Guerra Fría. El viejo era peligroso y no era de fiar, pero le había dejado una vieja cámara de fotos tipo Leica, de fabricación alemana, y adaptada, según él, por la CIA para matar a Fidel Castro. El plan, dijo, nunca funcionó porque no pudieron entregarle el regalo al comandante. Y la cámara había pasado de mano en mano hasta llegar a las suyas. A través de un sencillo dispositivo instalado junto al visor, se disparaba una pequeña dosis de gas Vx al presionar el obturador de la cámara. El gas, que en realidad era un líquido, era perfectamente incoloro e inodoro, y en esos días de verano no sería más que una simple gota de sudor que en vez de salir entraba. El veneno tardaba una hora en hacer efecto, lo que daba tiempo de sobra para alejarse de la escena y no levantar la menor sospecha. El objetivo caería fulminado.

Por una buena suma de dinero, el viejo alemán le había conseguido la minúscula dosis de Vx a través de un químico inglés que conocía desde los tiempos de la Guerra Fría y que había trabajado como agente doble. Aquellos sí que eran tiempos, se lamentaba el viejo mientras le decía a Antonio que la única condición era que la cámara debería regresar a sus manos, ya que era una de las principales rarezas de su extraña colección.

Antonio sabía que hubiese sido más práctico deshacerse del aparato rompiéndolo o algo por el estilo e intentó convencer al viejo de los riesgos que eso podría significar, pero el alemán no dio el brazo a torcer.

—Ni intentes jugárrrmela, querrrido amigo, porrque te puede salirrr muy mal

—zanjó el alemán con una manera de arrastrar las erres que infundían un cierto temor en Antonio.

—En todo caso si supierrras quien soy, sabrrrías que la cárrrcel es un lugarrr al que nunca irré.

Por un momento, Antonio pensó si quizás habría sido una mala idea involucrarse con ese alemán.

Ese día el termómetro de la Castellana marcaba 37 grados. Y aunque el verano ya apuraba sus últimos embistes, hacía un calor de ahogo y el sol era implacable. La gente aprovechaba cualquier fuente para refrescarse mientras las crónicas se inundaban con ancianos que morían en sus casas por los golpes de calor. Para Antonio el escenario no podía ser mejor.

Se había alojado en el hotel Palace bajo el nombre de Vincenzo d’Aosta, tal y como decía el pasaporte italiano falso con el que viajaba. Había aprendido a fingir un acento italiano al pronunciar las palabras en español lo que, sumado a su físico, le ofrecía la identidad perfecta. Tomó el desayuno sin prisa y con buenos modales bajo la majestuosa cúpula de cristal del hotel antes de salir a dar su paseo turístico vistiendo unas bermudas que dejaban entrever sus piernas delgadas y blanquísimas, una camisa blanca, sombrero y gafas de sol. Un turista como cualquier otro que llevaba su cámara Leica colgada del cuello.

Miró el reloj y todo iba según lo planeado. Tomó rumbo al norte por el paseo de la Castellana, refugiándose del sol bajo la sombra cansada de las acacias que acompañaban su recorrido. Llegó a la plaza de Colón a las doce. El sol castigaba sin perdón y los turistas parecían alborotados como palomas en la fuente de la Villa de Madrid, justo sobre la plaza.

Como era previsto, a las doce y media el objetivo salió del restaurante Río Frío y se preparaba para cruzar la calle Génova. Antonio se detuvo junto a la escultura de Botero y con una guía en sus manos, fingió interesarse por la obra. Cuando tuvo al objetivo lo suficientemente cerca, se quitó la cámara del cuello y mirándole le dijo:

—Por favore, una fotografía —enseñándole la Leica.

El objetivo sonrió y desprevenidamente tomó la cámara en sus manos mientras Antonio se posicionaba junto a la escultura. La escena era de lo más normal, de esas que se ven a diario en los días de verano turístico en Madrid. El objetivo tenía el visor sobre su ojo izquierdo y el dedo listo para apretar el obturador.

—¡Pero sonría carajo, que está en España! —le dijo con un marcado acento bogotano. Antonio sonrió, y lo hizo con sinceridad. Se había olvidado de preguntarle al viejo alemán si además de matar la cámara hacía fotos.

Con esa pregunta en la cabeza, le agradeció al objetivo, quien, secándose la frente, dijo:

—¡Qué calor tan verraco el que hace aquí, ola!

El trabajo estaba cumplido.

Antonio se dirigió de nuevo al hotel mientras el objetivo siguió hacia la plaza de Emilio Castelar. Miró su reloj y calculó que tenía una hora exacta antes de caer fulminado, aunque el tiempo podría variar dependiendo de la dosis, había advertido el alemán.

Metió la cámara en una bolsa por temor a que un resto de Vx pudiera entrar en contacto con su piel y se subió a un taxi. El trayecto hasta el Palace era muy breve pero agradable bajo la cubierta fresca del aire acondicionado. Antonio estaba eufórico, había sido uno de sus trabajos más limpios e impecables. Para celebrarlo, se dejó llevar por la ciudad que pasaba a toda prisa a través del cristal y solo regresó a la realidad cuando el taxi se detuvo de golpe y el conserje del hotel le abrió la puerta inesperadamente. Se sorprendió, pagó y se bajó rápidamente. El calor había regresado y Antonio comenzaba a sudar de nuevo. Cuando ya el taxi cruzaba por la fuente de Neptuno, se dio cuenta del error que acababa de cometer. Había olvidado la bolsa con la cámara en el coche.

Un estúpido error de principiante, maldijo entre dientes. No solo había abandonado el arma del delito a su suerte, con un taxista que podría reconocerlo fácilmente, sino que tendría que buscar una buena explicación que convenciera al viejo alemán de vivir sin uno de los objetos más preciados de su macabra colección.

Entró al hotel y miró el gran reloj que adornaba el mostrador de la recepción. Habían pasado 18 minutos. Ahora todo se resumía en una angustiosa carrera contrarreloj antes de tener a la policía pisándole los talones.

Pidió que le prepararan la cuenta mientras hacía su equipaje y borraba todas las huellas que pudiera dejar en la habitación, que a esa hora ya había sido ordenada y lucía completamente limpia.

Tampoco era la primera vez que le pasaba algo así. Por eso Antonio siempre tenía un plan de emergencia para estos casos. Con una nueva camisa banca reluciente, un traje completamente negro y suicida para esos días de agobiante verano y con las gafas de sol puestas, pagó la cuenta de la habitación en efectivo e hizo un par de bromas con su acento fingido italiano para que no quedara duda de su origen.

Ya había pasado media hora, y el tiempo se convertía en el mayor enemigo de la precaución. Tomó un taxi en la puerta del hotel, consciente de que no era la estrategia más segura. Sin embargo, en lugar de ir al aeropuerto, le ordenó al conductor dirigirse a la estación de trenes de Chamartín. Al no estar muy lejos del aeropuerto, no perdería mucho tiempo, y quizás, en el fondo ganaría unas horas más.

Como cualquier viajero desprevenido, dijo tener prisa ya que il suo treno partía en mezz’ora. Con la hora de la comida encima, el tráfico por la Castellana comenzaba a hacerse pesado y dificultoso. Un golpe de nostalgia invadió de repente el corazón de Antonio que, vistas las circunstancias, pensaba que quizás esa sería la última vez que atravesaría Madrid, un lugar que en el fondo le gustaba mucho por esa sensación de estar cerca y al mismo tiempo lejos de casa.

El coche aprovechó los semáforos en verde para cruzar velozmente por la plaza de Emilio Castelar. Tan rápido, que Antonio ni siquiera pudo darse cuenta que acaba de pasar muy cerca del moribundo objetivo que, tras hacerle la foto a un turista en la plaza de Colón, acudió con su paso tranquilo a una revisión médica que tenía programada aprovechando su estancia en Madrid.

Para cuando el objetivo empezó a sentir los primeros espasmos, Vincenzo d’Aosta ya había llegado a Chamartín y cambiado de taxi, esta vez rumbo al aeropuerto.

Al principio los médicos pensaron que se trataba de un paro cardíaco, o tal vez un fuerte golpe de calor. Intentaron estabilizarlo, pero todos las pruebas resultaban fallidas.

—¡Hijueputas perros, me envenenaron! —Era lo único que balbuceaba el objetivo ante el esfuerzo estéril de médicos y enfermeras.

A esta hora el objetivo ya debía estar muerto en cualquier esquina de Madrid, pensó Antonio mientras se confundía con el gentío que atestaba los mostradores de Barajas. Las largas filas de turistas, maletas y gritos ofrecían el mejor disfraz para escapar.

Como última medida de distracción, se acercó a la oficina de venta de billetes de Alitalia y compró un tiquete con destino a Nápoles a nombre de Vincenzo d’Aosta.

Con la tarjeta de embarque en su mano, se metió en el baño y la rompió junto con el pasaporte italiano. Vincenzo d’ Aosta murió ahogado en la taza de un inodoro de Barajas mucho antes de embarcar hacia Nápoles. Ahora era Antonio, y solo Antonio quien salía de los servicios rumbo al mostrador de Iberia.

A la una y cincuenta se registró la hora del fallecimiento del objetivo. Casi veinte minutos antes que la policía recibiera una llamada notificando la muerte repentina de un taxista frente a la recepción del hotel Palace, justo cuando entregaba una cámara fotográfica que un cliente había dejado por descuido en el asiento trasero de su coche.

—¡No toquen niente! —Fue lo primero que dijo Italo Torrisi al entrar al hotel que había sido acordonado, causando un gran escándalo entre los clientes que no estaban acostumbrados a ese tipo de escenas.

Tanto el portero del hotel como el taxista, antes de morir, y el encargado de la recepción habían identificado al dueño de la cámara como un italiano llamado Vincenzo d’Aosta que acababa de dejar su habitación. Por orden del detective italiano, Arcas, su asistente, había metido la cámara de nuevo en la bolsa con cuidado de no tocarla.

—Può essere una prova determinante —dijo Torrisi.

A simple vista parecía una muerte muy extraña y curiosamente similar a la del narco arrepentido cuyo cuerpo recién había ingresado a medicina legal con síntomas de envenenamiento. Con su olfato de perro viejo, Italo Torrisi intuyó que había algo más que muertes accidentales y tristes coincidencias. Antes de que la prensa morbosa llegara al hotel y frente a la desesperación evidente del gerente del Palace, ordenó retirar el cadáver y encontrar como fuera al tal Vincenzo d’Aosta antes de que pudiera escapar.

Lo que no podría imaginar en ese momento era que d’Aosta, o al menos los restos de sus documentos y su tarjeta de embarque, pasaban bajo sus pies rumbo a una depuradora de aguas residuales.

Mientras el verdadero asesino de la fotografía, Antonio Misas, ocupaba el asiento 30K del vuelo 3528 de Iberia con destino a Bogotá. El mismo que habían abordado Helena Bastidas y Walter Alabama, pero que en ese momento no eran más que simples turistas rumbo a un lugar llamado Colombia.

Animales disecados

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