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Ocho

Noviciado no era la estación más bonita del Metro de Madrid ni la más completa ni la más importante. Era una estación más: una pequeña gruta de cemento y baldosas. Pero la última vez que Javi vio a Antonio Misas pasando frente a La Soledad ese domingo en la mañana, este iba rumbo a esa estación.

A esa hora no había mucha gente. Algunos mendigos que habían pasado la noche allí refugiándose del frío y la lluvia ya se habían marchado. Antonio se restregó un poco los ojos, miró el mapa de recorrido mientras esperaba el convoy y calculó que debía bajarse en Sol y cambiar de línea hasta llegar a Atocha Renfe.

A simple vista, no parecía un asesino ni levantaba la menor sospecha. Solo era alguien que se había levantado demasiado temprano, o no se había acostado aún, con la misma ropa del día anterior. Podría venir de una noche de marcha o algo parecido.

Cuando escuchó el ruido del metro acercándose, dejó entrever una sonrisa en su rostro cansado, insomne y lúgubre. Sabía que no tenía todas las cartas ganadoras, pero tenía una que podría ser decisiva para salvar su pellejo. Solo le preocupaba lo que Javi pudiera contarle a la policía sobre él o el cadáver que yacía en el refrigerador cuando lo encontraran. Pero de eso ya se encargaría luego, se dijo.

Desde que salió del piso de Helena sentía que ya la decisión estaba tomada y no podía echarse atrás. El trabajo verdadero no terminaba con el asesinato de alguien sino cuando todos dejaban de preguntar por el asesino, y eso él lo sabía de sobra. Pero esta vez quería que se acabara lo antes posible, como quien cuenta los segundos hasta que el metro alcanza su estación de destino.

Quedaban muchos asientos libres, pero prefirió mantenerse en pie junto a la puerta. Miró a su alrededor y vio que las pocas personas que viajaban junto a él parecían adormecidas por ritmo del vagón. Se metió las manos en los bolsillos y también se dejó arrullar por el compás del metro hasta que llegó a la estación de Sol.

Antonio bajó con paso apresurado, como si fuera el mediodía de un lunes cualquiera. Con la cabeza gacha, mirando el suelo inmundo de la estación, iba siguiendo las huellas de otros zapatos que pasaron por allí antes que él. Zapatos que llevaban personas más normales, más felices y más acompañadas. Todo lo que él añoraba en ese mañana de domingo.

Recordó el rostro de Helena: su piel, su inocencia de cordero y el olor que había dejado impregnado en las yemas de sus dedos. Imaginó sus brazos largos y blancos que parecían esperarle a la otra orilla de ese río tormentoso. Si una sucesión de tristes coincidencias le había llevado a probar cierta dosis de felicidad —y al mismo tiempo a jugarse la vida— era posible, pensó, que una última jugada del azar le ofreciera un final feliz.

Sin darse cuenta, había llegado a Atocha Renfe. Se sentó a esperar el tren de cercanías con destino a Getafe junto a otras pocas personas que hacían lo mismo.

Como si fuera una estatua fija sobre el andén, volvió a pensar en Helena y en los pasos que estaría dando en ese momento sobre su cabeza. Allí estaría, muy cerca, esperándolo y haciéndole señas con su mano frágil en alto.

Se subió al tren y buscó el asiento más cercano a la puerta. Apenas logró acomodarse cuando empezó su lucha contra el sueño que duraría hasta llegar a la estación de La Margaritas, en Getafe.

El aire fresco y más limpio de Getafe lo volvió a despertar. Se ajustó el abrigo y empezó a caminar con la única compañía del ruido de sus zapatos contra el asfalto negro. El siguiente paso sería dormir un poco y dejar que las cosas se tranquilizaran, mientras soñaba que había matado a la Helena de los otros, pero no la auténtica. Con la verdadera, soñaría, se tumbaría en una playa de arena blanca y agua cristalina a ver pasar sin prisa los días que les quedaban por vivir.

—¡Qué carajos! —dijo en voz alta mientras llegaba a la esquina de la residencia estudiantil de la universidad Carlos III, y la tristeza del metro se convertía en una felicidad embriagadora que le susurraba, con la voz de Helena, tranquilo Antonio, todo saldrá bien. Todo saldrá bien.

Solo volvió a la realidad cuando en el umbral de la puerta se asomó una señora bajita, morena y de acento colombiano que parecía recién levantada de la cama.

—¿Y vos dónde andabas metido, mijo? Estaba muy preocupada, pues.

—Discúlpeme —le respondió Antonio bajando la cabeza—. Perdí el último tren desde Madrid y me quedé caminando por la ciudad. No quería molestarla.

Peor antes de que pudiera encontrar una explicación más convincente, la señora ya estaba en la cocina preparando el café sin prestarle demasiada atención.

Animales disecados

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