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Hombres y “hombras”

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Las feministas colombianas del lenguaje –que deberían llamarse lexiféminas, si el término existiera– están empeñadas por estos días en una batalla sangrienta frente a lo que ellas consideran una discriminación sexual de la lengua castellana en su contra.

El asunto está cogiendo proporciones bíblicas. Hace varias semanas una concejal de Bogotá, al exigir que la llamen concejala, que es la palabra correcta, anunció que presentará ante dicha corporación una propuesta para que se ordene la igualdad de géneros en el idioma, en beneficio de lo que ahora llaman “la cultura inclusiva”.

Me parece que las señoras, con ese carácter suyo que tanto les admiro, se han enfrascado en una pelotera digna de mejor causa. El idioma es un asunto mucho más serio que una simple palabra masculina o que un modesto palabro femenino. Recuerdo perfectamente que quien nos metió en este embeleco fue un antiguo líder sindical, el embajador Angelino Garzón, que cuando era gobernador del Valle se dejó azuzar por su esposa, una enérgica dama catalana.

Para delicia de quienes se burlaban de él por internet, no hubo pueblo perdido ni discurso alguno en que Angelino no se dirigiera a vallecaucanos y vallecaucanas, ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y jóvenas, hombres y hombras que me escucháis. Quién dijo miedo. Alebrestadas por esa especie de Juana de Arco con bigotes, las mujeres se lanzaron al galope contra el Orleáns de los varones imperialistas, que en realidad deberían llamarse imperialistos, si fuéramos justos. Ahora, metidos ya en la refriega, se publican sesudos ensayos sobre la materia, se convocan seminarios, se lanzan proclamas de independencia y Florence Thomas aprovecha su columna periodística para regañar a los hombres por millonésima vez.

El conflicto pasó a mayores el día en que un comentarista de El Espectador, creyendo que con ello defendía sus argumentos, llamó “estúpida” a la dama del cabildo bogotano. Si yo hubiera sido ella, habría replicado tildándolo de idioto. Lo único que tal episodio viene a demostrar es que el verdadero problema no consiste en una falta de género, ni de génera, sino en una falta de respeto y de respeta. Y de la más mínima consideración, en masculino o en femenino.

Desde hace años vengo librando una querella similar e igualmente perdida. Insisto cada día en que la diferencia auténtica de géneros no radica en que una palabra termine en ‘o’, en ‘a’, en ‘j’ o en lo que sea, sino en respetar la identidad de cada vocablo.

A ver si me explico, yo que soy tan bruto y tengo la tendencia a perderme en divagaciones. Ya se sabe que es el artículo –definido o indefinido– el que establece en nuestro idioma el sexo de las palabras: el perro, la casa, un día, una noche. Sin embargo, y en una aciaga decisión, los primeros gramáticos de la Academia resolvieron ponerles artículos masculinos a ciertas voces femeninas: el agua, el azúcar, el ágora de los griegos.

Lo hicieron con el noble propósito de evitar la cacofonía, cuyo nombre merecido debería ser cacafonía. Lo que buscaban era que la a final de una palabra no se juntara viciosamente con la a inicial de otra, creando dificultades en su pronunciación, como hubiera sucedido con la alma, por ejemplo.

Como Quevedo decía que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, lo único que lograron aquellos pioneros entusiastas fue enredar la pita más de lo que ya estaba. Por su culpa resulta que ahora hay mucha gente que, con toda la razón, no sabe si ‘arma’ es masculino, femenino, neutro o todo lo contrario. Eso es sumamente grave en un país como Colombia, en donde todo el mundo anda armado y toda la munda anda armada. Los pobres sicarios se quedaron sin saber si la suya es una pistola, un armo, una revólvera o un escopeto.

Lo que pido, en consecuencia, y hasta ahora en vano, es que hagamos un acto de justicia histórico y sencillo: devolvamos las cosas a su sitio. Reparemos el daño hecho porque el remedio resultó peor que la enfermedad: que la agua sea el agua sin más disparates.

Rufino José Cuervo, el hombre que escribió su propio diccionario, dijo alguna vez que “la lengua es la patria”. La frase está escrita, por fortuna, en cada sillón de la Academia Colombiana, en el edificio guardado por la estatua severa de Miguel Antonio Caro, en el centro de Bogotá.

Siempre he creído, por el valor que se le daba en sus tiempos a la palabra patria, que si Don Rufino estuviera vivo podría haber escrito en nuestra época que la lengua es el pueblo.

Al pueblo me remito. Y a la puebla. Quiero decir, sin más bromas, que los invoco a ambos: a las mujeres para que dediquen sus energías a defender –con ese entusiasmo apasionado que ya quisieran los hombres– aquello que realmente merezca tanta dedicación y semejante tenacidad.

Y a los varones, mis congéneres, para que convenzan de ello a sus congéneras de la casa, y hagamos juntos un acto de justicia semántica, devolviéndole cada palabra a su dueño. De estética, también, porque el único bolero horrible de este mundo es aquel que comienza así:

El ansia de besarte me enloquece...

Sabemos a ciencia cierta que los hombres descubren América pero son las mujeres las que barren el patio. Que Cristo creó un vínculo entre el hombre y Dios, nada menos, pero que fue su madre la única persona que se atrevió a reclamar el cadáver del hijo al pie de la cruz. Lo que estoy tratando de decir, mientras desvarío una vez más, es que las mujeres mantienen agarrado el mundo.

No es posible que esa garra de acero, de cinco letras, que sostiene con idéntica firmeza a la pequeña chalupa y al más imponente acorazado, contra la que no pueden el turbión de la ola ni el tsunami, se llame el ancla. Se llama la ancla, duélale a quien le duela, y aunque este bendito computador me la subraye cien veces, haciéndome creer que estoy en un error.

Hagamos pronto esa rectificación. Aunque sea para no tener que aguantarnos más regaños de Thomas Florence. ¿O es al revés?

Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje

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