Читать книгу ¡La educación está desnuda! - Juan Ignacio Pozo Municio - Страница 3

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Aviso a los lectores

Este texto intenta extraer algunas lecciones de la crisis educativa producida por la pandemia del coronavirus. No se trata tanto de analizar de qué manera se ha desarrollado la enseñanza durante estos meses turbulentos transcurridos desde la primavera de 2020 como de reflexionar, a partir de ellos, sobre el estado de nuestra educación antes y después de que se cerraran las escuelas. Se trata de ayudar a entender cómo estaba nuestra educación cuando, a comienzos de esa primavera, se cerraron de repente las escuelas, los institutos, las universidades y se abrieron los nuevos espacios de la educación confinada. Y sobre todo, se trata de plantearnos qué educación queremos cuando vuelvan a abrir del todo, sin restricciones. Así, al menos esta crisis habrá servido para detectar los males que nos aquejan, que son bastante profundos, y para empezar a pensar en cambios tan profundos, al menos, como esos males.

En marzo de 2020, de pronto, literalmente de un día para otro, todo lo que dábamos por supuesto, lo que veníamos haciendo en el día a día de las aulas y los centros, se vino abajo y tuvimos que cambiar de caballo en medio de la carrera. Quienes trabajan en formación docente denominan a estas situaciones impensadas “incidentes críticos” (Monereo, 2010; Monereo y Monte, 2011). En el acontecer del aula son relativamente habituales, cuando, de pronto, ocurre algo imprevisto que impide que sigamos el curso de las actividades que habíamos planificado. Ese accidente o imprevisto, ya sea una disputa entre varios alumnos, un estudiante con una conducta disruptiva, un suceso impactante que se produce en el colegio o en el entorno, o simplemente un problema tecnológico que nos impide seguir con las rutinas programadas, nos obliga sin previo aviso a tomar decisiones improvisadas, no planificadas, que muchas veces reflejan nuestras convicciones más profundas, intuitivas, sobre la actividad de enseñar, lo que nos permite no solo reflexionar sobre lo sucedido sino también sobre nuestras propias creencias y hábitos, sobre lo que creemos y damos por supuesto. Ante esos incidentes críticos, teñidos de incertidumbre y de ansiedad, la profesora o el alumno implicados suelen volver a la seguridad de lo que más conocen, de lo que están habituados a hacer, por lo que, de alguna forma, esa respuesta a una situación inesperada es también un espejo en el que se reflejan nuestras creencias y hábitos más arraigados.

En este caso estamos ante un incidente crítico global que ha alterado los procesos de enseñanza y aprendizaje a nivel mundial y en todas las etapas educativas. Urbi et orbi. El coronavirus ha impactado en la educación con la fuerza de un meteorito gigante y nos ha colocado delante de un espejo en el que nos hemos visto reflejados, dándonos la oportunidad de repensar lo que somos y lo que hacemos, como docentes, como gestores educativos, como madres y padres, como estudiantes o como simples ciudadanos preocupados por nuestra educación. Y lo que al menos yo he visto reflejado en ese espejo es una educación desnuda. Como en El traje nuevo del emperador, el viejo cuento de Hans Christian Andersen, en el que la ingenuidad de un niño hace que todos se den cuenta, de pronto, de que el rey lleva mucho tiempo paseándose desnudo, ha tenido que llegar la crisis de la COVID-19 para desvelar las numerosas debilidades de nuestro sistema educativo. Estas páginas no pretenden sino retratar esa desnudez para encontrar nuevas formas de vestir a la educación.

Aviso a los lectores de que en estas páginas no van a encontrar un relato detallado de lo sucedido en el ámbito de la educación en estos meses, sino una visión personal, aunque, espero, no demasiado parcial ni sesgada de cómo ha reaccionado nuestro sistema educativo ante semejante desafío. Tampoco encontrarán un análisis académico denso, riguroso, para el que necesitaremos una mayor perspectiva, estudios e investigaciones aún por llegar y, desde luego, otro tipo de escrito. Pero espero que el análisis que se presenta esté bien fundamentado, para lo que recurriré a unas cuantas citas bibliográficas que se recogen al final del texto y a numerosas noticias, enlaces, avisos, etc., que he ido recopilando durante el confinamiento y que se insertarán a pie de página en el transcurso del propio texto. No se trata de hacer un ejercicio de erudición, pero sí de avalar con datos y referencias las afirmaciones que haga, permitiendo así a los lectores dudar de ellas, criticarlas o ampliarlas y contrastarlas.

También aviso a los lectores de que el propósito de este texto no es hacer una crítica de lo que los diferentes agentes educativos —docentes. alumnos, familias, gestores y administradores— han hecho durante la crisis del coronavirus, porque casi todas las respuestas fueron improvisadas y deben ser valoradas con la templanza de saber que nadie estaba preparado para esto. Nadie. Que, inevitablemente, cerrar las escuelas de un día para otro por motivos sanitarios tiene que perjudicar seriamente los aprendizajes de los estudiantes. Y que nuestras formas de planificar, desarrollar las actividades y evaluarlas se vieron de pronto truncadas por un escenario que jamás imaginamos.

Lo que sí pretende criticar este texto, de modo decidido, sin ambages, son las razones por las que una crisis como esta ha encontrado al sistema educativo tan poco preparado, tan desvalido, tan desnudo. El problema no es tanto que la educación confinada haya desnudado al sistema educativo, privándolo de algunos de sus recursos esenciales e impidiendo temporalmente el logro de algunas de sus metas. El problema, a mi entender, es que nuestra educación, ya antes del coronavirus y del cierre de los centros, estaba muy lejos de alcanzar esas metas, ya estaba desnuda, aunque, cegados por otros debates absurdos, como el del mal llamado “pin parental” o la eterna polémica del peso de la religión en el currículo o las horas que hay que dedicar a cada área o materia, nos negábamos a admitir que, en efecto, nuestra educación, en todos sus niveles, está en muchos aspectos desnuda y que seguirá estándolo tras la pandemia, a menos que aprovechemos estos meses para reflexionar sobre ella e impulsar un cambio profundo.

Solo si reconocemos ese pecado original podremos aprovechar esta crisis impensada, este incidente crítico global, para repensar y reconstruir las formas de enseñar y aprender. Por supuesto, en estos próximos meses, plagados aún de incertidumbres y obligados a poner en marcha sistemas nuevos de educación híbrida, en parte presencial, en parte virtual, con recursos insuficientes en medio de una crisis económica catastrófica, no va a ser fácil introducir cambios radicales, pero sí debemos suscitar un debate dirigido a generar esos cambios cuando la amenaza de la pandemia se aleje de nosotros. Sería lamentable que, acuciados por tantas urgencias, no nos atreviéramos en este momento, al menos, a reflexionar y a dudar de lo que venimos haciendo. Si no lo hacemos cuando estamos en crisis, ¿cuándo vamos a hacerlo? Debemos aprender de este gran incidente crítico. No podemos pensar que ha sido un mero accidente fortuito, pasajero, que ya no volverá a ocurrir en nuestras vidas —“la pandemia del año bisiesto de 2020” —, sino que debemos asumir que ha sido una oportunidad para desvelar algunas de las fallas, de las debilidades estructurales más profundas de nuestro sistema educativo. Solo así podremos evitar que, una vez superada esta situación, cuando con alegría abramos de nuevo del todo las aulas, esta crisis caiga en el olvido y la educación vuelva a pasearse desnuda sin que nadie dé la voz de alarma.

LIencres, Cantabria, julio de 2020.

¡La educación está desnuda!

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