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CAPÍTULO IV

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Pasaron más de diez días, durante los cuales, Teresita se fue recuperando poco a poco del daño que le había producido el parto. Aunque aún estaba débil, pensó que ya era hora de seguir el camino con destino a Medina, lugar donde la pareja había decidido ir y depositar en el torno de algún convento, al recién nacido, una decisión tomada por su madre, meses atrás en Calabazas, cuando supo que su hija estaba embarazada.

Al amanecer del primer día de marzo de mil novecientos treinta y seis, Teresita, Paulino y el pequeño varón se pusieron en marcha, camino de Medina del Campo. Desde la puerta les despidieron los posaderos, con cierta tristeza. Les aviaron pan, leche, un poco de tocino y queso. Paulino durante los días que estuvo hospedado en aquel lugar, al contar solo con cuatro cuartos, convino con Julián ayudarle en las tareas diarias del campo, y así pudo pagar la deuda contraída.

Una vez más, Teresita volvió a girar la cabeza, viendo como desaparecía la posada ante sus ojos. Casi oculta entre la arboleda que a ambos lados adornaba aquel camino, pudo leer en una tabla claveteada en un poste de leño, Pozal de Gallinas. Así se llamaba aquella aldea, que por cierto, según cuenta la historia de nuestra Península, hace casi cuatrocientos setenta años, se refugió en ese mismo lugar, huyendo de una sangrienta batalla celebrada en Olmedo, un rey castellano, apodado el Impotente. Aquel día se convertiría en la gallina más importante de Pozal.

Los siete kilómetros que distaban desde Pozal a Medina era la distancia de que disponían Teresita y Paulino, para tomar una decisión tan importante como la de depositar o no a su hijo en un convento y no verlo nunca más, o abandonar los tres aquellas tierras y formar una familia en otro lugar, lejos... muy lejos de allí.

La mañana era fría y triste, el cielo cubierto de nubarrones negros amenazaba lluvia. Tan cierto era que, apenas entraron en la ciudadela de Medina, comenzó a llover intensamente. Deambularon por las calles casi desiertas y sin rumbo fijo, pero el ver en la distancia las torres de algunas iglesias, les sirvió de guía. Decidieron acercarse a una de ellas, y casi sin esperarlo, se dieron de frente con el convento de Santa Clara. Con precaución y temor de ser vistos, se acercaron a la puerta del convento. Teresita se detuvo por un instante, miró a su alrededor, y asegurándose de que estaban solos, sosteniendo a su hijo en brazos, extendió la mano y alcanzando el tirador que haría sonar la campanilla para que el torno se abriese, inclinó la cabeza y besó a su pequeño, dulcemente. Paulino que sujetaba una manta de lona extendida por encima de sus cabezas, para protegerse de la lluvia, exclamó:

—No, no me lo perdonaría nunca, no puedo dejar aquí a nuestro hijo, me atormentaría toda mi vida... y tú también.

Con rapidez unió sus manos a las de Teresita, para impedirle que tirase de aquella cadenilla. Soltaron ambos aquel cordoncillo de hierro entrelazado, y se unieron en un tierno y largo abrazo.

Quizá la lluvia, quizás las lágrimas, o las dos cosas, resbalaban por sus rostros. Sabían que esa decisión significaba alejarse de aquel lugar durante mucho tiempo o para siempre. Teresita quiso que Paulino llevase una cruz, a la que tanto cariño le tenía, y desprendiéndose de ella, se la entregó, abrochándosela al cuello.

La desaparición de Teresita y Paulino creó en las familias de ambos una cierta desconfianza, y cuando se preguntaban entre sí que habría sucedido, no había respuesta concreta, todo eran suposiciones. La tía Amelia andaba desconcertada, y aunque fueron a visitarla en un par de ocasiones para obtener información, la anciana nunca aclaró nada, dado que ella tampoco la vio partir, ni le dejó nota alguna, desapareció sin dejar rastro.

La noticia de la desaparición de la pareja corrió por aquellas aldeas como la pólvora. Muchos los dieron por muertos, otros opinaban que se habrían fugado al estar ella preñada y alguien comentó que la chica tenía vocación de monja y se refugió en un convento, hubo comentarios de todo tipo, y algunos fueron casi ciertos, y aunque parte de la verdad era lo que la madre de Teresita sabía, esta la ocultó y confió siempre en el cura Antonio y su secreto de confesión. Nunca permitiría que el nombre de su hija y de su familia se mancharan y fuesen objeto de habladurías perversas y malignas, que tan comunes eran en ocasiones como esa.

Pasaron los días, las semanas y los meses, y en la aldea seguían sin recibir noticias de la pareja desaparecida. Ningún miembro de las dos familias, quiso denunciar el caso, con la esperanza de que en cualquier momento aparecieran, y con una explicación, todo se reduciría a un buen susto, y serían perdonados. Pero lo cierto era que aquella fría mañana de marzo, y cuando aún estaban delante de la puerta del convento de Santa Clara, Teresita y Paulino juraron no desprenderse jamás de su hijo, al cual decidieron llamar Andrés. Y sin pérdida de tiempo, acordaron comenzar un viaje que, aun sin saber dónde formarían su hogar, sí tenían claro que pondrían rumbo al sur.

Fueron innumerables los pueblos y aldeas por los que cruzaron durante el viaje, y en algunos de ellos, como había hecho anteriormente, Paulino tuvo la necesidad de ayudar en las tareas de recogida de cosechas, a fin de que no les faltara el pan de cada día. La idea de continuar el camino hacia el sur era porque les ilusionaba poder vivir lo más cerca posible del mar, el cual aún no habían visto. Teresita no quería pensar en el pasado, y mirar hacia atrás le causaba mucho dolor, pensando en cómo estarían los suyos, creía que estar lo más lejos posible de su casa, le haría olvidar el pasado.

Corría el mes de junio y, ya en tierras andaluzas, el calor era insoportable para ellos, y sobre todo para el pequeño Andrés, que aún no había cumplido los cuatro meses.

Calcularon que sería mediodía cuando decidieron descansar, y al divisar una arboleda a poca distancia de la carretera, hacia ella se dirigieron por un carril tierra adentro. Poder tomar algo y beber agua fresca al resguardo del sol abrasador les vendría muy bien. Con un poco de dificultad, la mula coronó aquel repecho, y justo al llegar al lugar donde la buena sombra les esperaba, observaron que a poca distancia y en mitad del valle, se encontraba enclavada una casa de grandes dimensiones y pintada de blanco. Era un cortijo. La decisión de continuar el carril adentro y llegar a la casa fue mutua. No tuvieron que llamar a ninguna puerta, dado que alguien dio la voz de alarma de que un carro con mula se acercaba. Tan cierto era, que justo delante del caserón, les esperaba el capataz del cortijo, el cual les preguntó:

—¿A dónde se dirigen?

—Hacia el sur —respondió Paulino.

—Bueno, ya estáis en el sur.

—Sí, pero queremos ir junto al mar —respondió Teresita.

—Ya... Junto al mar, el mar no está lejos de aquí, yo nací junto al mar, en el Puerto.

—¿Qué Puerto? —preguntó Teresita.

—El Puerto de Santa María. ¿No ha oído hablar de él?

—Pues no.

—No está lejos de aquí... bueno si queréis pasad y descansad, podéis tomar algo y continuar vuestro camino, si así lo deseáis.

Una vez dentro de la casa, el capataz los llevó hacia el cobertizo trasero, cuya parra lo cubría a lo largo y a lo ancho, proporcionando una sombra que tanto se agradecía en aquellos días tan calurosos.

—Sentaos, os traeré algo de beber —dijo el capataz, entrando por una puerta de la que colgaba una persiana ruidosa de cuentas de cristal verdes y rojas hacia el interior de la casa.

Teresita, discretamente, se separó de Paulino, y en una de las esquinas del patio, y sentada en una silla de anea, comenzó a desabrocharse su camisón para poder así amamantar a Andrés, que ya empezaba a dar señales de tener apetito.

Apenas pasaron unos minutos, cuando apareció de nuevo aquel hombre, llevando consigo una jarra de agua y unos vasos. Los dejó sobre una mesa y preguntó:

—¿De dónde sois?... porque por la forma de hablar, no creo que seáis andaluces.

—Somos leoneses —respondió Paulino.

—Ya...

El capataz desenganchó un botijo blanco de grandes dimensiones, que se encontraba colgado en una de las ramas del parral, y alzándolo, comenzó a beber y no precisamente por el pitorro, sino por la bocana, y era tanto el caudal de agua que salía, que le resbalaba por la comisura de los labios, empapándole el cuello de su sucia camisa blanca.

—Sois jóvenes —comentó el capataz, mientras colgaba el botijo en la rama—. Aquí os puedo dar trabajo a los dos —dijo.

Al oír esto, Teresita giró la cabeza y cruzó su mirada con la de Paulino. Ella ocultó su pecho, abrochando los botones de su blusa. Con Andrés en sus brazos, se levantó de aquella silla y se acercó a la mesa. Paulino le ofreció un vaso de agua y bebieron los dos, apagando su sed.

Explicó el capataz cuáles serían las tareas de cada uno, así como el jornal que percibirían y cómo encajaban, por ser precisamente lo que ellos sabían hacer mejor, pues llegaron a un acuerdo, sin firmar ningún papel.

—Mi nombre es Manuel —dijo el capataz, extendiendo su mano a la de Paulino.

—Paulino es el mío, ella se llama Teresita, Andrés es nuestro hijo y la mula “La Gallega” que, por cierto, ¿podrían darle de beber? Debe de estar sedienta.

Aquel cortijo en la provincia de Cádiz pertenecía a un pueblecito llamado San José del Valle.

Les habilitaron a los tres un cuarto con derecho a cocina, y a la mula una plaza en las cuadras con derecho a pienso diario y agua. El jornal de Paulino, unido al de Teresita, cubrían más que suficiente los gastos y un sobrante siempre había para ahorrarlo.

Los jornaleros trabajaban en esos campos andaluces soportando en verano temperaturas muy altas, y cuando el sol de mediodía cae de pleno hay que resguardarse de él y buscar una sombra donde poder comer, beber y reposar un poco, pero no mucho, porque siempre están vigilados por un encargado, el cual controla el tiempo de descanso. A veces en esa hora de descanso, se unía a Paulino un joven más o menos de su edad, rondaría los diecinueve años, que decía llamarse José, y haber nacido en un pueblo cercano al cortijo llamado Alcalá de los Gazules, al que tanto quería, y decía que era tan blanco de noche como de día.

Siendo los dos labradores, y estando trabajando en la misma tierra durante todo el día, a la hora de almorzar, ambos se unían para comer, y entre bocado y bocado, mantenían conversaciones, de las que deducían que estaban muy de acuerdo en casi todo, y aunque era poco el tiempo que había pasado desde que se conocieron, descubrieron que tenían mucho en común.

Una tarde de aquel mes de julio, al terminar la jornada de trabajo, invitó Paulino a José a que se reunieran en la cena aquella noche, y así podría conocer a Teresita y a su hijo Andrés, a lo que José aceptó. Anochecía cuando terminaron de cenar, y Paulino sugirió tomar un refresco sentados en aquel hermoso patio, donde aun siendo una noche calurosa, se soportaba mejor la temperatura. Teresita prefirió quedarse dentro con su hijo, y así dormirlo.

José era un joven que desde muy pequeño ya conocía el sufrimiento y la soledad, el hambre y el frío. Le contaba a Paulino que desde los siete años quedaron huérfanos, él y sus dos hermanos pequeños, uno de cinco años y la chica de tres. Una tía, hermana del padre, recogió a los dos, pero a él le dijo que no tenía lugar y tampoco podía mantenerlo, de modo que tendría que buscarse la vida de cualquier forma. Y así fue como José comenzó a labrarse un porvenir que estaba lleno de sinsabores y miserias, mendigaba y pedía limosna por las casas, alguna que otra vecina le daba algo para comer cuando le hacía los recados, vendía agua, limpiaba las cuadras donde él dormía con mucha frecuencia entre los animales, y desde los nueve años comenzó a trabajar en un campo hasta el día de hoy. Nunca supo de su hermana, aunque sí de su hermano Francisco. Estaba José hablando, cuando escucharon disparos en la lejanía. Paulino comentó:

—Es muy tarde para cazar, ¿no crees?

—Creo que no son precisamente perdices lo que matan —respondió José.

—¿Qué puede ser entonces? —dijo Paulino.

—Me temo que es la caza del hombre —contestó José.

Siempre vigilando... siempre vigilando, Manuel el capataz, siempre vigilaba. Aunque no le veías, él sí observaba en todo momento, oía las conversaciones, conocía las ideas políticas de cada cual, sabía lo que comían, incluso a veces, por la noche, cuando todo era silencio en el cortijo, apoyaba su oído en las paredes de los cuartos para así poder escuchar todo cuanto hablaban las parejas. Descubrió que tanto Paulino como José eran de ideas republicanas, claro que ni ellos mismos sabían lo que República quería decir, porque francamente lo que les importaba era que no les faltara un plato de comida a diario y un trabajo, y eso lo tenían con el gobierno de España, que les habían dicho que era republicano.

Al pronunciar José la caza del hombre, fue cuando Manuel, que estaba a la escucha desde una de las ventanas que daba al patio, sintió un escalofrío que le inundó el cuerpo. Sabía que había llegado el momento de actuar, y sin pérdida de tiempo, puso en marcha su plan.

Al día siguiente por la mañana, el capataz Manuel se ausentó del cortijo y se dirigió al pueblecito de San José. Su destino era una pequeña taberna situada a las afueras del pueblo llamada Candiles. Cuando entró, se acercó a la barra y el que se encontraba detrás del mostrador, le sirvió una copa de anís, aunque alguien observó que el recién llegado, fue servido sin aún haber pedido nada.

—Es Machaco —dijo el fulano de la taberna— el que le gusta a usted —agregó.

—Hoy, quizás me tome dos —dijo Manuel.

La señal estaba dada.

Charlaron unos minutos, y los nombres de Paulino y José, los pudo oír con claridad la persona que observaba con discreción. Manuel, al despedirse, le entregó al tabernero en la mano un sobre.

—Ahí van los nombres... ya sabes.

La persona que observaba no pudo distinguirlo con exactitud, pero lo que sí estaba muy claro, y así lo recogieron sus finos oídos, era que ese mismo día por la noche, dos personas serían apresadas en el cortijo de San José del Valle, y los nombres eran Paulino y José.

Serían alrededor de las doce del mediodía, cuando una figura apareció a lo lejos por el camino que conducía al cortijo, y acercándose a José, le susurró algo al oído, a lo que este sin mediar palabra, y una vez que abrazó y se despidió de aquel sujeto, con cautela, se acercó a Paulino, y estando junto a él, ambos inclinados con la mirada puesta en la tierra donde sembraban, le habló en voz baja.

Fue Francisco, el que aquella mañana en el campo advirtió a su hermano José que, al anochecer de aquel mismo día, irían a buscarle, y esto significaba que lo prenderían y lo que sucedería después, era difícil de saber, aunque quizás alguien lo hubiese identificado tirado en alguna zanja o acequia, cosido a balazos, como estaba sucediendo a menudo por aquellos entornos, donde jóvenes desaparecían, y al cabo de un par de días, sus cuerpos eran encontrados sin vida, al borde de alguna carretera o escondido en un cañaveral. Pero, ¿quién estaba detrás de aquellos crímenes?

Caía la tarde cuando regresaban al cortijo los labradores, y allí les esperaba el capataz para pagarles el jornal.

—¿Estás seguro de lo que me dices? —preguntó Paulino, caminando junto a José.

—Mi hermano Francisco estaba esta mañana en el bar, cuando alguien se entrevistó con el tabernero y escuchó con claridad nuestros nombres, y decir que hoy por la noche nos visitarían para darnos un paseo.

—José, por favor, me estás asustando, ¿qué mal hemos hecho? ¡Dime que no es verdad lo que dices!

—No tenemos tiempo que perder —dijo José—. Te espero en mi choza antes de que anochezca, no digas nada a Teresita, y no se te olvide traer tu escopeta, yo no esperaré. Apenas caiga la noche, me largo con o sin ti.

Entraron ambos en el cortijo, y en cola se pusieron, esperando su turno para cobrar, cuando les nombraron, entraron al pequeño cuarto donde Manuel, sentado, y con un bloc de notas sobre una mesa negruzca de madera, apuntaba los nombres y pagaba los jornales. José firmaba con una huella.

Apenas cruzaron las miradas capataz y jornaleros.

José se dirigió por el sendero que conducía a su choza a paso ligero, y Paulino, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo, entró en la habitación donde se encontraba Teresita con su hijo en brazos. Besó a los dos a sabiendas de que quizá sería la última vez que los besara por mucho tiempo... o quizás... Depositó la paga en un cajón de la cómoda y despojándose de la camisa que traía toda sudada, se refrescó y se vistió de nuevo con camisa limpia.

—Antes de que caiga la noche, voy a ver si puedo traer algún conejo o liebre a casa, que mañana es domingo y me apetece un buen arroz —dijo Paulino, mientras sacaba del armario su escopeta. Metiéndose en el bolsillo una caja de cartuchos salió de la habitación sin mirar atrás.

Nadie, excepto Teresita, lo vio salir, y desde la puerta le dijo:

—No tardes.

Volvió la cara Paulino, y tímidamente la saludó alzando la mano.

Paulino se detuvo cuando caminaba para reunirse con José y dio la vuelta para regresar, pero estaba tan confuso y apenado, que no podía razonar con claridad, pensó: me esconderé en las montañas y regresaré en un par de días. Pero volver sería firmar su sentencia de muerte.

Para Manuel, que todo lo había planificado con maldad y cobardía, el campo le quedaría libre y así podría acercarse a Teresita, a la que tanto soñaba tener en sus brazos desde el primer día en que la vio llegar. Le ofrecería su apoyo y ayuda en todo, y según sus cálculos, ella tan joven, y con una criatura tan pequeña, lo más seguro era que aceptara su ofrecimiento, y que de alguna manera, poco a poco, ella al ver su buena intención, podría llegar a ser su compañera, o quizás su esposa. No era la primera vez que Manuel delataba a alguien y estaba seguro de que Paulino nunca volvería, como nunca volvieron los que él denunció en otras ocasiones.

Estaba anocheciendo cuando se presentaron en el cortijo dos personajes a caballo, vestidos de uniforme, desmontaron y se dirigieron hacía la puerta donde el capataz Manuel los recibió, y este, fingiendo asombro, les preguntó:

—¿En qué les puedo servir, qué se les ofrece por estas tierras?

Teresita, al escuchar a alguien hablando pensó que Paulino habría regresado. Salió de su habitación para recibirle, y cuál fue su sorpresa al darse de cara con dos guardias civiles que preguntaban por un tal Paulino y un tal José. Manuel se adelantó antes de que Teresita contestara, y le preguntó:

—¿Está Paulino contigo?

—No —respondió Teresita.

—¿Para qué lo quieren? —preguntó Manuel a uno de ellos.

—Es necesario que tanto él como José vengan con nosotros para regularizar unos documentos en el cuartel —respondió el del tricornio.

Teresita sintió que la sangre se le congelaba en el cuerpo. Los dos guardias comenzaron a interrogarla, queriendo averiguar el paradero de Paulino, a lo que ella negaba saberlo, una y otra vez, hasta que el del tricornio, sin más preámbulos, optó por invitarla a que les acompañara, y así, tranquilamente en el cuartel, podrían charlar, y seguro que obtendrían alguna información, porque los métodos que solían usar para que alguien declarara lo que ellos querían saber eran muy severos y contundentes.

Al negarse Teresita a acompañarles voluntariamente, ambos individuos, sin mediar palabra, la prendieron por los brazos y, aunque ella opuso resistencia, nada pudo hacer para evitar que acto seguido la esposaran y sacaran de aquel cuarto.

—¡Mi hijo! —gritó Teresita.

—Su hijo queda en buenas manos —respondió uno de ellos.

Manuel intervino en ese momento, y acercándose a Teresita, le dijo que no se preocupara por nada.

—Además, usted volverá aquí muy pronto —le aseguró el guardia cuando le ayudaba a subir al carro que esperaba a la entrada del cortijo, en cuyo interior dos guardias civiles escoltaban a un joven maniatado.

A la mañana siguiente de su detención, regresó Teresita al cortijo, y su semblante había cambiado de tal manera, que a Manuel le costó reconocerla. Estaba pálida, toda sucia y empapada en sudor, desgarrada la camisa, y su preciosa cabellera se había reducido a un corto y desigual severo rapado.

Manuel, abrazándola, le dijo:

—La Candelaria anoche le dio el pecho a tu hijo, sabes que ella es buena mujer, y que también tiene una hembra de meses, a la que amamanta.

Teresita, sin pronunciar palabra, se retiró de los brazos de Manuel. Quiso este saber lo que le habían hecho, a lo que Teresita se negó a contestar, moviendo la cabeza, y aunque era obvio, y a la vista estaba el resultado del trato recibido, él insistió en que se lo contara, y ella aceptó, creyendo en su buena fe y compasión.

¡Qué lejos estaba Teresita de saber que el que la abrazaba era el causante de tanto dolor.

Describir el lugar donde estuvo Teresita durante el interrogatorio que sufrió aquella noche en el cuartel de la Guardia Civil fue para ella lo más cruel y horrendo que podía recordar, ¡cuánta humillación! Lo que le rodeaba eran paredes salpicadas de sangre, negruzcas y húmedas, hacía mucho frío y sin piedad la desnudaron de medio cuerpo, las continuas preguntas de uno y otro queriendo saber dónde se encontraba Paulino, aún retumbaban en sus oídos. Al no obtener información alguna, decidieron primero, hacerle tomar a la fuerza un repugnante brebaje, que resultó ser un purgante de aceite, lo que le causó continuos vómitos, y como quiera que no obtenían la respuesta que querían oír, fue entonces cuando decidieron de cortarle su hermosa cabellera, de la que tan orgullosa estaba ella.

Manuel cubrió la boca de Teresita con su mano.

—¡Basta...!, ya es suficiente.

Lo que Teresita nunca le dijo fue la violación que sufrió.

Con dificultad y con miedo, atravesaban Paulino y José aquellos parajes inhóspitos, y al ser noche cerrada, agravaba aún más el caminar. José conocía aquellas tierras bastante bien, porque durante los años que fue cabrero, y siendo aún un niño, anduvo por aquella serranía, pastoreando el ganado. Paulino lo seguía como perro a su amo, no dudó en ningún momento del conocimiento de José sobre aquel terreno, así que anduvieron toda la noche. Atravesaron la sierra de Las Cabras, cruzaron el arroyo de Aljibe y al amanecer, se refugiaron cerca de un lugar llamado Las Cañillas.

—Tengo hambre —dijo Paulino.

—Y yo también —dijo José—. Come algunas bellotas de las que cogimos anoche, pero no muchas, porque te darán sed y no tenemos agua. Ahora de día, no podemos salir de este escondrijo, nos vería alguien y sería nuestro fin.

—Bueno, ¿y qué hacemos? —preguntó Paulino.

—Esperar a que anochezca, y entonces veremos lo que hacemos.

El día se hizo muy largo para ellos, y aunque en varias ocasiones pensaron en salir a buscar algo de comer y agua, se resistieron, pero apenas anocheció, salieron como conejos de su madriguera, y con cautela, prosiguieron, cruzando una sierra, la de Los Pinos.

José sabía que no muy lejos de allí, se encontraba un pueblo llamado Cortes, apenas cruzando la frontera de Cádiz hacia Málaga, y según él había oído, era en esa zona, donde podrían encontrar paisanos, firmes creyentes en la República.

Muy cerca del pueblo, y no muy lejos del río Guadiaro, encontraron una fuente entre piedras, de la que bebieron hasta no poder más. Siguieron el camino y, al entrar en Cortes, se cruzaron con un hombre al que saludaron diciendo:

—Salud, amigo —a lo cual él respondió de la misma forma.

Esto reconfortó a José, que sabía que ese saludo era el que normalmente se decía cuando alguien se encontraba con otro sin conocerlo. Si, por el contrario, le hubiese contestado “¡Viva España! ¡Viva Franco!”, era señal de que el pueblo habría caído en manos de los fascistas.

Aquel hombre resultó ser un vecino de Montejaque, lugar donde se estaban preparando milicias para poder defender y atacar, a los que ellos llamaban invasores.

Soplaban aires violentos en todas direcciones. Rumores iban y venían de norte a sur y de este a oeste de la Península. La España republicana sufrió un desequilibrio de tal magnitud que un dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, hubo un golpe de Estado, de cuyo resultado surgió una guerra civil.

Aquella noche, después de haber comido algo caliente, pudieron descansar en una casa-fonda, donde los alojó aquel paisano que encontraron en el camino.

Ya en tierras donde la persecución era menor o casi ninguna, de momento, al amanecer del siguiente día, comenzaron a caminar rumbo a Montejaque. A medida que se alejaban del cortijo de San José, Paulino no podía ocultar su tristeza y su rabia, a la vez que un remordimiento le rompía el alma, cada vez que pensaba lo que podría estar sufriendo Teresita, el amor de su vida, y su hijo, ¿qué sería de su hijo? Se sintió cobarde y arrepentido, pensaba que el haber huido no era la solución. Volver atrás era impensable, no sabía dónde estaba, y eso sería un suicidio, buscar consuelo en José tampoco le serviría de nada. Continuó caminando paso a paso, y siempre detrás de José, atravesando aquellas montañas solitarias de sierra Blanquilla, donde solo el silbar del fuerte y cálido viento era lo que rompía aquel silencio estremecedor.

A media mañana divisaron un pueblo, y aunque les dijeron que los habitantes de aquella zona, eran republicanos, todas las precauciones eran pocas. José le aconsejó a Paulino que llevase la escopeta cargada. No estaba tan seguro José de que lo que acababa de avistar fuese un cuartelillo, aunque al ser un albergue pequeño, en mitad del campo, y a poca distancia del sendero que conducía al pueblo, pensó que alguien estaría vigilando o quizás escondido, y esperando a que algún desconocido, pasase por allí, y sin mediar palabra, poder sorprenderlo y cazarle como a un conejo.

Agazapados entre matorrales, José sacó de su pequeño morral una honda cabrera. La destreza con la que José manejaba aquella honda, que él mismo hizo de cáñamo durante sus años de cabrero, era impecable. Sin pensarlo dos veces, y de rodillas en la tierra, alzó la honda al aire y girándola varias veces alrededor de su cabeza, lanzó una piedra que salió disparada a velocidad de rayo. Al recibir aquel durísimo impacto, los cristales de la pequeña ventana de la casilla estallaron en mil pedazos, y varias palomas que anidaban en su interior, salieron volando despavoridas. Paulino, boquiabierto, felicitó a José, dándole un abrazo por tan formidable gesta.

Esperaron un poco resguardados en aquel matorral espinoso, y convencidos de que estaban solos, prosiguieron su camino.

Paulino y José llegaron a Montejaque ya entrada la noche. En la plaza del pueblo, junto a la iglesia de Santiago el Mayor, un puñado de jóvenes campesinos, alienados en formación militar, forjaban las primeras milicias, con el fin de luchar hasta la muerte en contra de los invasores y en nombre de la República.

Ambos se enrolaron al grupo, y al igual que el resto de ellos, el cabecilla del pelotón les informó de la ruta y los pasos a seguir.

La moral muy alta, el coraje, la valentía y la fe eran las armas más poderosas con las que contaban para defender sus posesiones, sus tierras y su patria, pues pocas eran las escopetas y municiones de las que disponían para combatir.

El color de los sueños

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