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CAPÍTULO III

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Habían pasado tres días después de los Santos en noviembre, cuando Paulino decidió ponerse en marcha hacia Moraleja, aunque en casa creyeron que se dirigía a la cercana aldea del La Zarza a contratar un peón, del cual le habían dado muy buenas referencias, y para la recogida de la cosecha de la remolacha le hacía falta una buena ayuda.

Se informó Paulino de que aquel día el párroco don Antonio se quedaría en la aldea, y eso lo tranquilizó, ya que todo lo que en esos pueblos y aldeas sucedía, era el párroco quien primero lo sabía, precisamente era el cura quien llevaba y traía noticias a Teresita, de su madre, porque esta nunca la visitaba.

Cruzaba Paulino aquellos campos solitarios, camino de Moraleja. El sendero estaba embarrado a consecuencia de la lluvia caída la noche anterior y la mula tiraba lentamente del carruaje, dando tumbos de izquierda a derecha. Cuando llegó a un cruce donde otro camino conducía a Olmedo, recordó aquel domingo inolvidable, en el que apenas recién cumplidos los siete años, fuertemente cogido de la mano de su madre, se dirigían a un lugar mágico. ¡Era un día especial! Llegaron desde muy lejos los payasos, los titiriteros, el circo! Lloviznaba, no quería mirar al cielo para no ver aquellos negros nubarrones que amenazaban una fuerte lluvia, necesitaba pensar que el sol saldría muy pronto.

—¿Verdad que dejará de llover mamá?

—Claro, hijo —respondió esta.

Fue una respuesta no muy convincente. Seguimos andando, la lluvia arreciaba, los zapatos que había estrenado ese día se hundían cada vez más en el barro del camino. Íbamos tan rápido, que mis calcetines desaparecieron dentro de ellos y mis pies se enfriaron, y mis mejillas deberían de estar muy rojas a causa del viento frío y la emoción.

—Ya estamos cerca —oí decir a mi madre, con su sonrisa llena de amor y ternura. Me apretó fuertemente a su falda, que también empezaba a mojarse.

Dentro de aquella enorme carpa de lona, una vez sentados mi madre y yo en unas gradas duras y húmedas de madera, de improviso y como por arte de magia, delante de mí, comenzó a pasar una cabalgata de animales, titiriteros, monos que saltaban haciendo piruetas, payasos y músicos, un espectáculo que nunca había visto antes. Mis ojos se abrieron y mi boca quedó abierta ante tanto colorido y sonido. Gritábamos todos al unísono. Mi madre, abrazándome, me miraba con una sonrisa de satisfacción, y en su rostro se reflejaba su cariño, y la alegría que sentía al verme tan feliz. Mi corazón latía con fuerza, cuando desde lo más alto de la carpa, unos hombres saltaban de un sitio para otro, dando vueltas en el aire, y sujetándose a una barra de madera atada a unas cuerdas, lo hacían una y otra vez. Mi madre me dijo que eran trapecistas. Estuvimos en aquel lugar hasta que el último enano desapareció detrás de una cortina roja, y al que recuerdo por su extraordinaria agilidad, saltaba y botaba como una pelota maciza. ¡Su figura diminuta en el aire era gigantesca!

De todo cuanto vi aquel día, lo que más se quedó grabado en mi mente, fue una figura maravillosa, era todo color, alegría y sonrisas, aun recuerdo su mirada, tan triste, y su boca tan grande, pintada de rojo y blanco. Me asombró su nariz, era como una bola de billar, sus grandes zapatos, ¡cuánto me hizo reír! Mi madre me dijo que se llamaba Coco, ¡el más payaso de todos los payasos!

Fue un día inolvidable.

El sonido lejano de una campana cascada de iglesia, en aquella fría y gris mañana, hizo que Paulino despertara del bello encanto de su sueño, rompiendo la burbuja de sus dorados recuerdos.

A la entrada de Moraleja, se encontraba ubicada la casa de doña Amelia, la cual vendía los mejores huevos de la zona, aunque en tiempos de antaño, se le conocía como la casa del mandil, y aun conservaba el nombre por encima del travesaño del portón, por ser donde cortaban los mejores delantales de cuero o tela, de aquella comarca. Romualdo le había indicado a Paulino con detalle dónde se hallaba dicha vivienda.

Se acercó Paulino al portalón y golpeó el picaporte con timidez. Al abrirse el postigo, apareció Teresita. Sin apenas poder pronunciar palabras, se encontraron frente a frente, sus manos se unieron fuertemente, Teresita bajó la cabeza con rubor, él extendió su mano y alzándole el rostro lentamente, la besó con ternura. Se escuchó una frágil y temblorosa voz que procedente del interior, preguntó:

—¿Quién es?

—A comprar huevos que vienen, tía Amelia.

—Pues dáselos frescos.

—Recién cogidos están —respondió Teresita.

Al girarse Teresita, pudo observar Paulino cuánto le había crecido el vientre, lo que le produjo una sensación extraña, al pensar que ella llevaba en él la criatura que le haría padre.

La cajita de huevos que Teresita le entregó contenía una nota escrita por ella.

Paulino, apenas dejó atrás el pueblo de Moraleja, se detuvo y abrió la cajita donde encontró la nota escrita, que decía:

“Cariño mío, ten paciencia, quizás te sea difícil volver de nuevo pronto, pero según mis cuentas, para la última semana del mes de febrero, daría a luz, arregla todo para unirte conmigo el dieciocho de ese mes, te esperaré al amanecer, junto al caserón que hay a la salida del pueblo. Ten mucho cuidado, te quiero”.

Era la segunda vez que Paulino regresaba a casa sin resultado positivo para lo que había salido, que era contratar un peón de ayuda. El padre comenzó a pedirle explicaciones de por qué no encontraba a nadie, después de todo era para que él se beneficiase, Paulino le respondió que no habían llegado a un acuerdo en el precio del jornal. Depositó la caja de huevos en la alacena de la cocina y, sin mediar palabra, se retiró a su alcoba a descansar.

A Paulino le parecía que el reloj no marcaba las horas, el tiempo se había detenido, los días eran interminables, fueron las Navidades más amargas de su vida.

Se acercaba la fecha en la que debería reunirse con Teresita, y Paulino ya había preparado el plan para partir de madrugada, y cuando se aseguró de que todos dormían, se alzó de su lecho, se dirigió a la parte trasera de la casa donde tenía preparada la bestia unida al carro, y apenas sin hacer ruido, con mucho sigilo, se alejó de la aldea, camino de Moraleja.

Apenas veía, porque era con un candil con lo que se alumbraba el camino. Aunque él conocía aquellos senderos muy bien, transitarlos de noche era algo peligroso. Paulino se ciñó al cuerpo la escopeta de caza de su padre.

Alejarse del hogar de aquella forma sería un gran golpe y preocupación para su familia. ¿Quién podría labrar el campo? Sus hermanas no eran capaces de hacerlo y su padre solo, tampoco. Esto le atormentaba, pero no podía volver atrás, dejó encima de su lecho un papel escrito, en el que les pedía que no lo buscaran y ser perdonado, ya que algún día, con la esperanza puesta en su regreso, sabrían la verdad de su huida.

Recorrió el camino sin ningún peligro, aunque el miedo que sintió fue grande y cualquier ruido o movimiento que surgía de entre la maleza, producido por algún animal nocturno, le sobresaltaba, hasta tal punto, de que hubo un momento en el que se echó la escopeta al hombro, y conteniendo la respiración, agudizó el oído, paró el carro, y ante sus ojos, apareció una familia de ciervos, que cruzó el camino.

Esperaba Paulino junto al caserón en el que debería reunirse con Teresita a la salida del pueblo, cuando distinguió a lo lejos una figura que se acercaba caminando lentamente bajo la espesa niebla matutina. Al reconocerla, salió a su encuentro, y abrazándola, la ayudó a subir al carromato. Sin perder tiempo, y antes de que despuntara el día, partieron hacia Medina del Campo.

Oscurecía y se avecinaba una tormenta que por el color que iba tomando el cielo, podría ser muy fuerte, de modo que, aunque no habían llegado a su destino, Paulino y Teresita pensaron en detenerse y descansar unas horas, hasta el amanecer, en una pequeña aldea situada en el camino a, más o menos, una legua de Medina.

Aquella noche el cielo lloró en abundancia, el agua caía a cántaros y con una fuerza imparable, apenas pudieron conciliar el sueño por el rumor que hacía la lluvia al golpear sobre aquel endeble tejado, y fue de madrugada, cuando pudieron conciliar el sueño al amainar la lluvia y retirarse la tormenta.

Rompía el alba, cuando Teresita despertó sobresaltada, sentía un fortísimo dolor de vientre y unas ganas enormes de vomitar. Tan intenso era el dolor, que no pudo evitar lanzar un grito, y que a raíz del cual, Paulino sobresaltado, se giró bruscamente y cayó al suelo desde aquel camastro donde apenas habían dormido. Teresita se hallaba desconcertada y por un segundo perdió la noción del lugar donde se encontraba. Paulino, alzándose, apretó fuertemente las manos de Teresita con las suyas, y sin apenas haber pronunciado una palabra, unos golpes en la puerta le hicieron reaccionar.

—¿Quién grita? ¿Qué pasa? —se oyó decir.

Paulino abrió la puerta, y ante sus ojos, apareció un hombre bajito, con poco pelo y desordenado, barbudo y ojos rojizos, que apestaba a carbón.

Teresita se deslizaba de aquel lecho desaliñado, apoyando sus manos en el borde del camastro, y sin apenas fuerzas, pudo sentarse en aquel frío suelo. Con la mirada perdida y la cabeza inclinada levemente hacia atrás, continuaba quejándose de dolor. Sintió que un líquido tibio y pegajoso, le descendía piernas abajo.

Aquel individuo no necesitó tener una respuesta a su pregunta al ver aquel cuadro delante de sus ojos. Salió de aquel cuartucho inhóspito, y bajando las escaleras a toda prisa, se le oyó decir:

—¡Juana, Juana, prepara paños y agua caliente, la huésped va a parir!

Juana era una señora rolliza, de buenos colores, y aunque le sobraban algunos kilos, derrochaba agilidad y soltura en sus movimientos. Por aquellos lugares tenía fama de ayudar a las parturientas en ocasiones, cuando la comadrona no se encontraba cerca. Subió las escaleras a toda prisa, y apenas hubo entrado en la estancia, ordenó a Paulino que la desalojara y esperara en la cocina, donde hacía poco su marido había prendido la chimenea con carbón de leña, y entraría en calor, al mismo tiempo que este le ofrecería un buen tazón de café migado muy caliente. Obedeciendo a la señora Juana, este desalojó el cuarto sin mediar palabra.

Julián, dejando a Paulino junto al fuego, muy nervioso y temblando de frío, se apresuró a subir un brasero de lumbre para calentar la habitación, mientras en el hornillo puso a hervir agua en un gran recipiente de cobre.

Teresita dio a luz un hermoso varón al amanecer del diecinueve de febrero, día de San Eugenio, concebido con tanto amor aquel día inolvidable, durante la visita a Olmedo, donde celebraron unas fiestas medievales. Recordaba Paulino mientras esperaba en aquella cocina, la primera vez que acarició a Teresita, tembloroso viajó por su cuerpo, una y otra vez, se aceleró, la besó con amor y pasión, galopó como potro salvaje en terreno virgen, pisando fuerte, y sin poder detenerse en su carrera, desgarró sin darse cuenta la más delicada flor.

Al oír Paulino el llanto de la criatura recién nacida, se sobresaltó, y levantándose de aquel asiento, en dos zancadas se encaramó en la planta alta de la posada, dándose de frente con la señora Juana, la cual le dio permiso para que entrase en aquel aposento y conocer a su hijo, aunque eso sí, solo podría estar un momento.

Teresita se encontraba reclinada en aquel camastro, abrazando a su hijo junto a su pecho. Su hermosa cabellera le caía sobre el hombro derecho, el sudor en su rostro y el brillo de sus bellísimos ojos demostraban el esfuerzo y dolor que sintió al dar a luz. Tuvo miedo, y una gran tristeza y soledad le invadieron el alma al sentirse tan lejos de su hogar y de los suyos, se acordaba de su madre, y rompió a llorar con desconsuelo, pero aun así, al ver que Paulino se acercaba a ella, le sonrió. Este prendió su mano y apretándola entre las suyas se inclinó besando con ternura a madre e hijo.

El color de los sueños

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