Читать книгу El color de los sueños - Juan José Castillo Ruiz - Страница 8

CAPÍTULO II

Оглавление

Era un deshonor, un escándalo y una vergüenza para una familia, el que dentro de ella una hija pariese sin estar casada. En la pequeña comunidad de la aldea ocurrió años atrás, un caso en el que una menor quedó preñada de un forastero, y se cuenta que nunca se la volvió a ver, tanto a ella como a su familia. Desaparecieron sin dejar rastro hasta el día presente.

Fueron para Teresita los meses que antecedieron a su alumbramiento los más horribles y solitarios de su vida. Iba perdiendo la alegría que ella tanto derramaba y la sonrisa en sus labios desaparecía a medida que pasaban los días. Al aumentar su vientre, ella se lo fajaba fuertemente, para así poder disimular su volumen.

Según sus cálculos, le faltaban aún cinco meses para dar a luz. Los vómitos y el poco apetito, así como la palidez de su rostro, la delataban por momentos, hasta el punto de que la madre comenzó a sospechar y sin mediar palabra, una noche, cuando Teresita se retiró a su alcoba y comenzó a desnudarse, entró doña Mercedes sin pedir permiso, y descubrió lo que ya había imaginado, y tanto temía.

Era la madre de Teresita mujer de pocas palabras, sumisa y recta, y sobre todo fiel creyente de su religión católica, la que practicaba, y desde pequeños sus hijos aprendieron. Estrechó las manos de su hija entre las suyas, y sentándose las dos en el borde del lecho, comenzó a oír atentamente lo que Teresita le contaba.

Cuando hubo terminado de hablar Teresita y explicarle lo que sucedió, doña Mercedes se alzó lentamente de aquel lecho y de pie ante su hija, la cual seguía sentada, la miró fijamente a los ojos y decidió en ese momento alejarla del pueblo lo antes posible.

Pensó en enviarla con una prima hermana de su padre, señora que vivía sola en un pueblo cercano, llamado Moraleja de las Panaderas, la cual, por ser muy mayor y con cierta incapacidad física (su visión era muy pobre), necesitaba ayuda, y si Teresita se desplazaba por algún tiempo a asistirla, el resto de la familia lo aceptaría sin levantar sospechas.

Ella no tenía otra alternativa, sino aceptar la decisión de la madre, pero lo que le rompía el corazón era el juramento que esta le obligó a hacer allí, en ese momento, de que una vez que diese a luz, se desprendería de su criatura y regresaría sola a Calabazas.

Doña Mercedes pensó en darle la noticia de la visita de su hija a la prima de su padre, por mediación de don Antonio, el párroco de la Iglesia del Rosario. En esos pueblos y aldeas, la obligación de oficiar misa en varios de ellos le pertenecía a un solo sacerdote, el cual recorría aquellos parajes a diario, y en el caso de don Antonio, le tocaba visitar Moraleja de las Panaderas, pueblo donde habitaba la señora Amelia (que así se llamaba la anciana señora).

Al cabo de unos días, estando una tarde confesándose doña Mercedes, don Antonio le comunicó que la señora Amelia estaría encantada de recibir en su casa a Teresita, se sentiría muy acompañada y podría quedarse el tiempo que ella deseara. No la veía desde que hizo la Primera Comunión.

Aún no había organizado doña Mercedes los preparativos del viaje de su hija, cuando una mañana, muy temprano, aprovechando que su esposo e hijos ya habían salido a faenar, y su hija dormía, con cautela y silenciosa, salió de su casa y se dirigió a las tierras donde ella sabía que Paulino estaría trabajando.

Efectivamente, Paulino comenzó a labrar las tierras antes de que amaneciera. Lo hacía casi en redondo, empujando el arado con fuerza y arreando a las mulas continuamente. El terreno estaba seco y era duro para los animales avanzar de una forma uniforme. Despuntaba el sol por el horizonte, cuando Paulino detuvo el arado en un recodo de la finca, donde los árboles de la vereda daban siempre una sombra agradable, y como acostumbraba a hacer, se sentó, empinó su bota de agua, y con la mirada puesta en el cielo, echó un buen trago antes de continuar faenando. Al bajar los brazos una vez satisfecha su sed, con sorpresa reconoció a doña Mercedes, que se acercaba hacia él, lentamente. Cuando estuvo cerca, esta levantó la mano y señalándole con el dedo pulgar, comenzó a hablarle en un tono agresivo sin dejarle pronunciar palabra.

—Señora Mercedes, verá... —decía Paulino a medida que se incorporaba.

—¡No hay nada que ver! —gritó doña Mercedes—. ¡Levántate y escúchame bien! ¡Te aseguro que no volverás a ver a mi hija por mucho tiempo, olvídate de ella, y jamás cuentes a nadie nada..., tu presencia en mi casa ya no es grata y deja de llorar como un niño perdido, cuando lo que tenías que haber hecho es pensar como un hombre responsable, antes de deshonrar a mi hija! ¡Ya me encargaré yo de mi hijo Romualdo, al que sobornaste y compraste con dinero sucio!

Hundió su mano en el bolsillo de su bata negra y sacó siete reales, los cuales arrojó a la tierra con fuerza, diciendo:

—¡Son tuyos, Judas!

Paulino no podía creer lo que estaba sucediendo, era una pesadilla, quería pensar que era un mal sueño, pero era consciente de la realidad y la responsabilidad de convertirse en padre. ¿Cómo podría ponerse en contacto con Teresita? Necesitaba verla, tenían que hablar. ¿Qué harían? ¿Cómo le había ocultado ella algo tan importante y tan serio?

Doña Mercedes dio media vuelta y al caminar, a cada paso que daba, su cuerpo se inclinaba hacia la derecha, por no poder asentar bien ambos pies, debido a un defecto que tenía a consecuencia de una caída que tuvo de una mula, cuando era pequeña.

Cuando Paulino la vio desaparecer al final del cañaveral, este sin pensarlo dos veces, y olvidándose de recoger sus reales, salió disparado, cortando camino por una trocha, la cual conducía a la aldea y la que tan bien conocía. Fueron muchas las veces en las que, él y Teresita cruzaron esa vereda cuando aún eran niños y jugaban por aquellos parajes. Llamó Paulino discretamente a la puerta de Teresita, sin dejar de mirar a su alrededor, temiendo que alguien lo observara. Ella apareció en el umbral, contaba con muy poco tiempo para conocer los detalles, ambos estaban muy nerviosos e inquietos, doña Mercedes podía aparecer en cualquier momento por la esquina, por eso lo más importante era saber qué planes tenía la madre. Abrazándola con todo su cariño, y acariciándole el cabello, la besó tiernamente, y mirándola a los bellísimos ojos llenos de lágrimas, le prometió que nunca la abandonaría. Ella sabía que la madre la enviaría a Moraleja de las Panaderas, pero no le había dicho cuándo, él debía de estar muy atento a su partida y observar en todo momento los movimientos de su casa, aunque sin duda alguna, la señora Mercedes le comunicaría a la familia de Paulino la

decisión que había tomado de enviar a Teresita por algún tiempo con aquel pariente, a fin de asistirla. Como así fue, habían pasado solo dos días desde que Paulino tuvo aquel encuentro con doña Mercedes, cuando estando su familia reunida durante la cena, el padre, don Fabián, describió con pelos y señales lo que habían decidido sus parientes, referente a Teresita, de enviarla por una temporada fuera de la aldea. Paulino, aparentemente, casi sin prestar atención a lo que su padre contaba, seguía comiendo con apetito un trozo de queso Cabral, unido a un exquisito pan horneado en casa y un buen trago de vino.

El color de los sueños

Подняться наверх