Читать книгу El parpadeo de la política - Juan José Martínez Olguín - Страница 11

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Después de haber sido obstruida durante un largo tiempo por el marxismo que hacía de la política la máscara o la expresión accesoria de las relaciones sociales, después de haber sido incluso sometida a las intrusiones de lo social y las ciencias sociales, la filosofía política parece venir a afirmar –escribe Rancière en La mésentente– su retorno a escena y un resurgimiento de su vitalidad. Y esto –agrega– en nombre de una restauración purificadora de la política. Corrían, cuando Rancière escribía estas palabras, los primeros años de la década de 1990. Pero lejos de adherir a este movimiento aparentemente restaurador de la filosofía política, el otrora discípulo de Althusser intenta con ellas denunciar y revelar su falsedad. Porque lejos de consumar el objetivo con el que viene a anunciar esta restauración, el de la purificación de la política, este movimiento y esta falsa restauración solo vienen a consumar su supresión, es decir la supresión de la política. La singularidad de esta supresión es que ahora, es decir en la época en la que Rancière escribía el texto al que hacemos referencia, que bien podría ser también la nuestra, ella se realiza en pos de asegurar la legitimidad del estado de derecho y de la democracia liberal. Pero a decir verdad, esta vocación de la filosofía política por suprimir su propio objeto, por conspirar contra su elemento más íntimo, por decirlo de alguna manera, no es original a los años noventa ni mucho menos una vocación inédita. Está, si se quiere, en la raíz y en el origen mismo de esta diciplina. Y esto es, en efecto, lo que el propio Rancière intenta también demostrar y denunciar en La mésentente. La supresión de la política por parte de la filosofía política –para asegurar en este caso, escribe Rancière, una reflexión que va “apenas (…) más allá de lo que los administradores del Estado pueden argumentar sobre la democracia y la ley, sobre el derecho y el estado de derecho”– no es de ningún modo algo nuevo ni mucho menos. Existe –insistimos– desde sus inicios como disciplina. Si, en todo caso, por aquellos años ella se consumaba en nombre de la democracia, a lo largo de la historia de la filosofía política ella se consuma en nombre del orden o de la comunidad. Desde siempre, dicho de otro modo, la filosofía política estuvo nutrida por distintas tradiciones y escuelas que hicieron de la política una esfera o una sub-esfera de lo social. Un simple subsistema del sistema social. Un subsistema, en efecto, en donde se administra lo social, es cierto, pero en donde solo se administra lo social. Una esfera, entonces, reducida a la mera administración, a la pura gestión de los asuntos colectivos, es decir de la comunidad, pero una esfera, también y precisamente por esto, que involucra una reflexión que entiende a la política como la sola dimensión institucional, estatal o gubernamental de esa comunidad o sociedad. Por lo que no es casual que el estado de derecho y la democracia liberal, la forma jurídica de gobierno “hegemónica” en la actualidad haya sido, cuando Rancière escribía aquellas páginas, pero también en nuestros días, el lugar más adecuado para que esa supresión –valga la redundancia– haya tenido lugar. Contra esta interpretación de la política, entonces, se levanta y se rebela el texto de Rancière. Contra esta metáfora débil de la política, para retomar las palabras de Emilio de Ípola, o contra esta concepción anti trágica de lo político, para recuperar las de Eduardo Rinesi, se pelea La mésentente. Y en su lugar propone otra concepción de la política. Una que no esté destinada a comprenderla como una mera esfera o subsistema de lo social. Es contra esta supresión de la racionalidad propia de la política en favor de la filosofía, por ende, que Rancière acuña la idea del desacuerdo (mésentente). La política es, en este sentido, la esfera en donde se instituye y no en donde se administra lo social. Y esa institución conlleva siempre, sostiene, un desacuerdo o un conflicto que pone en crisis el orden o el arreglo, el fundamento, en el que se sostiene la comunidad. No hay política sin conflicto o sin ruptura de la comunidad.

Todo el texto de Rancière podría leerse, de hecho, como una lúcida querella que no solo tiene como objeto a la versión última de esta concepción de la política, que tiene en la restauración de la filosofía política de los años noventa y en su vocación legitimadora de la democracia liberal su ejemplo más claro, sino a esta concepción de la política en cuanto tal, como forma de encarnación de la filosofía política misma. Pero en esta lúcida querella que emprende Rancière desde el inicio de La mésentente varios puntos quedan oscuros. En primer lugar, porque esa querella refleja mucho menos la existencia de dos tradiciones que se excluyen mutuamente que la existencia de dos tradiciones que, por decirlo de algún modo, se complementan. No hay algo así como una racionalidad propia de la política que sería la verdadera, la del desacuerdo, y una racionalidad ajena a la política, la de la metáfora débil o anti-trágica de la política, que sería la expresión de una falsa reflexión sobre ésta. Esta tensión entre dos ideas o tradiciones sobre lo que es la política, subsistema o fundamento del sistema, esfera de las instituciones o de la acción, lugar de la revolución o de la legitimación del orden, es constitutiva de la política misma. La ambigüedad de la palabra política está en el corazón de la política. En segundo lugar, y más importante aun, porque tanto la una como la otra comparten un mismo origen y una misma evidencia. El origen al que se remontan ambas reflexiones sobre la política son las frases ilustres del Libro I de la Política de Aristóteles, es decir el célebre pasaje sobre el zoon politikon en donde el filósofo griego define al hombre como un animal político. Un origen, en efecto, que el propio Rancière reconoce no solo para la tradición de la filosofía política a la que se enfrenta sino también para la que él encarna y defiende: “Comencemos entonces –escribe apenas inicia La mésentente– por el comienzo, es decir las frases ilustres que en el Libro I de la Política de Aristóteles definen el carácter eminentemente político del animal humano”. Y enseguida, a propósito de estas “frases ilustres”, agrega contra algunos de los representantes más significativos de la tradición a la que querella: “Así se resume la idea de una naturaleza política del hombre: quimera de los antiguos, según Hobbes (…) o, a la inversa, principio eterno de una política del bien común y de la educación ciudadana que Leo Strauss opone al hundimiento utilitarista moderno de las exigencias de la comunidad”. Lo curioso, en todo caso, es que el propio Rancière hace uso de esas mismas frases y de ese mismo pasaje para desarrollar su propia perspectiva sobre la política como desacuerdo. Si hay desacuerdo sobre el orden comunitario, es decir si hay política, es porque algunos son reconocidos como seres parlantes mientras que otros solo son vistos como seres que emiten sonidos, como animales, sin capacidad de manifestar lo justo y lo injusto. Pero volvamos al célebre pasaje sobre el zoon politikon, sobre las frases ilustres de Aristóteles, para comprender mejor este origen compartido y la evidencia que, producto precisamente de este origen, da cuenta de lo que une a ambas tradiciones haciendo de ellas y de la filosofía política en su conjunto una misma tradición, por un lado, y una tradición logocéntrica, al mismo tiempo:

La razón de que el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal político es evidente: (…) el hombre es el único animal que tiene la palabra (logos). La voz (phoné) es signo de dolor y de placer, y por eso la tienen los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. En cambio, la palabra (logos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, tener el sentido (aisthesis) del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto (…)17.

Con la simpleza y la profundidad que lo caracteriza Aristóteles escribe lo que rápidamente se va a convertir, como bien señala Rancière, en el momento originario o fundacional de la filosofía política: la razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal político es evidente: el hombre es el único que posee la palabra. En la posesión del logos se presenta, así, lo que en el hombre es su verdad, su condición política, su humanidad de hombre. Y lo que resulta evidente para Aristóteles resulta, desde Aristóteles, evidente para la historia de la filosofía política en su conjunto: la humanidad del hombre es la humanidad presente en el habla, presente plenamente en el logos y en la posesión de la palabra. Ya sea, por lo tanto, que esa humanidad de la que es índice el logos garantice la existencia de una esfera singular o específica de lo social, la esfera en donde se dirimen, precisamente a través de la palabra, los asuntos de la comunidad, asimilando el logos que manifiesta lo justo y lo injusto a la deliberación por la cual las particularidades de los individuos resultan subsumidas, por así decirlo, en la universalidad del Estado, como quiere la tradición institucionalista o consensual de la filosofía política –contra la cual se pelea Rancière–, o ya sea que esa humanidad de cuyo índice es el logos sea, por otro lado, el lugar de una partición, de un desacuerdo fundamental, es decir de un conflicto en donde lo que se dirime es la calidad misma de los interlocutores que en ese desacuerdo o conflicto tienen parte, siendo esta última en consecuencia el lugar en donde se instituye y no en donde se administra vía el consenso o la deliberación lo social, como quiere en efecto Rancière; sea cual fuere, en fin, la tradición que se desprenda de esta concepción del hombre como animal político, la evidencia primera y primordial que las hace posible es la misma: la que dice que el hombre se diferencia del resto de los animales porque posee la palabra, es decir la que hace del logos el indicio de la presencia, de la plena presencia, de su humanidad.

El principio que regula la naturaleza política del hombre, dicho de otro modo, se mantiene intacto en cualquiera de los dos casos. Sin embargo, ese principio que en la filosofía política opera desde siempre como una evidencia: ¿no es un principio o una evidencia logocéntrica? O mejor aun: ¿no es esa evidencia o ese principio la evidencia o el principio logocéntrico por excelencia? Es evidente, ya que hablamos de evidencias, que en este origen y en este célebre pasaje que marca a la historia de la filosofía política se dejan ver las huellas de un pensamiento y de una época –al que ese pensamiento pertenece– que en términos más amplios se extienden más allá de la filosofía política y que, por lo tanto, la contienen. Es decir: el principio que vuelve evidente la naturaleza política del hombre, la posesión del logos, es en verdad una variante específica y singular, propia de una disciplina y de la reflexión que es propia de esa disciplina, de un tipo de pensamiento cuyo origen ya no le pertenece estrictamente hablando a la filosofía política, aunque por supuesto ella contribuya con su historia a desarrollarlo y a consolidarlo como tal. En suma, y esto es en definitiva lo que queremos subrayar, es decir el segundo y último punto oscuro que para volver a nuestro argumento queda sin problematizar en la lúcida querella que emprende Rancière en La mésentente, en ese célebre pasaje sobre el zoon politikon vemos cruzarse dos historias distintas: la de la filosofía política, por un lado, y la de la filosofía a secas, por el otro. La evidencia de que el hombre es un animal político porque posee la palabra muestra, de este modo, que la historia de la filosofía política forma parte de otra historia y de otra época y que esa otra historia y esa otra época son la de la filosofía y la de la época logocéntrica.

En primer lugar, entonces, habría que penetrar mejor en las profundidades de esta época para entender mejor cómo funciona el logocentrismo del que la filosofía política es una expresión singular y específica. Según Derrida, quien es sin dudas el máximo exponente de la crítica a la reflexión logocéntrica, por un lado, y el filósofo que, por el otro, hizo de esa crítica una de las marcas más originales de su pensamiento, la historia de la filosofía está marcada por una evidencia que, si bien es distinta a la que marca a la historia de la filosofía política es –por las razones que veremos enseguida– su fundamento: la evidencia –afirma Derrida allá por la década de 1960– que concibe a la escritura como una instancia derivada o secundaria con respecto al habla e, incluso, como una instancia maléfica con respecto a ésta. “La escritura –sostiene el autor de De la gramatología– tendría (…) la exterioridad que se le concede a los utensilios: instrumento imperfecto, por añadidura, y técnica peligrosa, casi podría decirse maléfica”18. Es decir: desde el Fedro de Platón, pasando por Levi-Strauss y Rousseau –aunque para ser justos la posición de este último es ambigua puesto que por momentos reescribe esa historia y por momentos la contradice haciendo de esa añadidura de la escritura con respecto al habla una añadidura que ya no es el juego de una adición, o una suma, sino la economía de un suplemento– la filosofía no ha dejado de tratar a la escritura como la herramienta desgraciada de la palabra hablada. Por una parte, por lo tanto, lo que se propone Derrida en este clásico texto es en lo fundamental delimitar qué es lo que se esconde con esa evidencia: ¿qué oculta la evidencia de lo que es, para la historia de la filosofía, evidente: la relación de exterioridad de la escritura con respecto al habla? Básicamente, lo que ya es mucho, el rechazo de la escritura como una práctica que tenga algo que ver, en su ser, con eso que la filosofía llama precisamente el ser, el eidos o la verdad19. Si para la historia de la filosofía la phoné, es decir la voz, es el lugar de un privilegio, si el habla se encuentra, desde Aristóteles y Platón hasta –casi– nuestros días, antes y primero que la escritura es precisamente porque la voz o el habla poseen, con respecto al ser, una relación de proximidad absoluta que la escritura no tiene.

La perspectiva que describe perfectamente esta concepción ontológica del lugar de la voz y el habla, que supone la marginación de la escritura como instancia simplemente secundaria con respecto a la palabra hablada, es aquella que sostiene que existe una relación inmediata, originaria y primordial, entre el sonido y el pensamiento o entre la voz y el sentido –es decir la que comprende la apertura a lo que es como un fenómeno originariamente acústico–20. Para la historia de la filosofía, dicho de otro modo, el ser está plenamente presente en la voz porque la voz está en contacto directo con el alma, lo que ya el propio Aristóteles afirmaba muy tempranamente: “los sonidos emitidos por la voz –escribe Aristóteles en De la interpretación– son los símbolos de los estados del alma”. Esta inmediatez es, en efecto, lo que oculta en última instancia esta evidencia logocéntrica que, como vemos, es también una evidencia fonocéntrica porque el logocentrismo se escribe siempre en esta historia con la pluma del fonocentrismo. Más allá de los nombres propios, se trate de Platón o Heidegger, de Hegel o Aristóteles, este vínculo originario y esencial entre logos y phoné –dice Derrida– jamás fue roto21. Ahora bien: lo que también desarrolla Derrida con algo más de profundidad en otro ensayo de la misma época –publicado sin ir más lejos en el mismo año que De la gramatología– es que esta inmediatez entre sonido y pensamiento, entre la voz y el sentido, es lo que delimita muy particularmente el fenómeno metafísico por excelencia que el pensamiento occidental se ocupó una y otra vez de desarrollar según esta lógica logo-fonocéntrica: el fenómeno de la voz (humana) que también en su concepción describe el fenómeno más primario y profundo de la conciencia. La unidad originaria y esencial entre logos y phoné explica, en otros términos, la unidad metafísica de la voz, o de la conciencia, como fenómeno pleno e indivisible, cerrado a sí mismo y al “a sí” de su presencia. Es en La voz y el fenómeno –ensayo al que hacemos referencia– en donde Derrida intenta describir, a partir de la obra de Husserl y en un texto marcado por las disidencias de su filosofía con respecto a la fenomenología, esta unidad metafísica. Tanto Husserl como la fenomenología en general, afirma Derrida, son incapaces de determinar lo que de la voz ya no pertenece exclusivamente a la voz: el instante del parpadeo y de su duración que, como en la vista, es la condición de su emergencia. En el fenómeno de la vista, el parpadeo del ojo es, por un lado, el momento de la interrupción de la visión, el instante en el que la vista se interrumpe para dar paso a su alteridad –lo que de la visión ya no es visión, el momento en el que “la vista” no ve: cuando el ojo parpadea– y, por el otro, el de su condición de posibilidad: sin el parpadeo, sin el instante en el que el ojo se cierra y no ve lo que solo puede ver cuando se vuelve a abrir, sin ese momento de oscuridad, imperceptible pero real, infinitesimal pero con una cierta duración, sin el instante en el que la vista se detiene y se anula, la visión o el ver como fenómeno físico –y de sentido, hacia allá vamos– no podría jamás tener lugar. El parpadeo, y por lo tanto el momento de la alteridad, el instante en el que el ojo no ve es imprescindible y necesario para ver. Sin embargo, la concepción metafísica de la voz del pensamiento occidental no casualmente pasa por alto lo que determina en la voz el momento de la auto afección, o de la conciencia, es decir el instante del parpadeo y de su duración: el presente de la presencia, el “a sí” de lo que es es, en esta concepción, indivisible o pleno, sin alteridad y sin interrupción. Es decir sin parpadeo22. Cada vez que hablamos y nos escuchamos hablar, cada vez que hablamos y nos escuchamos hablar no solo y únicamente con otro sino fundamentalmente con nosotros mismos, justo ahí donde se produce, decíamos un poco más arriba, ese otro fenómeno cuya categoría metafísica lleva el nombre de conciencia, cada vez que a través de la voz –interior y exterior, de la voz de la conciencia y de la voz que comunica a otro– accedemos a lo que es, a nuestra presencia y al presente de lo que es, en el presente y en la presencia de ese cada vez no hay ni alteridad ni interrupción: nuestra presencia es vivida en el instante mismo en el que escuchamos esa voz, que escuchamos en ella nuestro pensamiento, el sonido de la “voz del alma”, la voz de la conciencia que nos dice “esto es”23.

Cuando hablo –escribe Derrida en La voz y el fenómeno– pertenece a la esencia fenomenológica de esta operación que me oiga en el tiempo en que hablo. El significante animado por mi soplo y por la intención de significación (en lenguaje husserliano, la expresión animada por la Bedeutungsintention) está absolutamente próximo a mí. (…) Que el sujeto hablante se oiga en el presente (…) es la esencia o la normativa del habla. Está implicado en la estructura misma del habla que el hablante se oiga: perciba, a su vez, la forma sensible de los fonemas y comprenda su propia intención de expresión24.

Pero está claro que, como en el abrir y cerrar de ojos el instante del presente, la auto-afección, el “a sí” del presente que produce el oírse hablar del fenómeno de la voz sí sufre del parpadeo y de su duración. Eso que la historia de la filosofía llama entonces presencia, el fenómeno de la voz como fenómeno de la presencia plena, no es ni presencia ni plena, sino huella –trace– o, para removerla del carácter accesorio y secundario, maléfico, al que fue destinada por esa misma historia: escritura (no en el sentido ordinario que después de Derrida deberíamos de una vez y para siempre revisitar –como en efecto intentamos hacerlo en los próximos capítulos–, sino como archi-escritura). En el cada vez de lo que es, en suma, algo se pierde y se escapa a la presencia y al presente de eso que, aquí y ahora es, que viene a nosotros como unidad indivisible entre sentido, presencia y ser. Cada vez que nos escuchamos hablar percibimos nuestra voz, ella nos afecta y sufrimos su presencia, que es la nuestra, solo a costa de dejarnos de escuchar, o más precisamente de dejar de escuchar su sonido para escucharla rebotar en el mundo haciendo sentido. Y es, en efecto, solo por el vértigo de esa pérdida, de esa presencia que no es plena sino huella, que hay “es” y fenómeno de la “voz”, es decir voz humana y presente de lo que es25.

Continuando entonces con esta larga tradición que en el ámbito de la ontología o de la filosofía él mismo contribuye a constituir, Aristóteles comienza el célebre pasaje sobre el zoon politikon haciendo una separación que solo separa en apariencia porque en el fondo se mantiene fiel a la historia de la filosofía a secas y a la época logocéntrica. La voz (phoné), escribe el filósofo griego en el célebre pasaje de la Política que citábamos, solo es signo de dolor y de placer, por eso la poseen los demás animales: porque su naturaleza solo llega hasta tener la sensación de dolor y de placer y, así, pueden indicársela a los otros animales. Pero el logos (la palabra) –sostiene en el mismo pasaje– existe para manifestar lo útil y lo nocivo, lo justo y lo injusto, y es solo propiedad del zoon politikon y no del resto de los animales: es propiedad solo del hombre porque solo en él está el “sentido (aisthesis) del bien y del mal, de lo justo y lo injusto”. El logos acoge y recoge el sentido. Y si el logos no es acá phoné, voz, si está separado de la voz y la phoné es solo en apariencia, es solo por el efecto de un rodeo que no elude en absoluto la exigencia fonocéntrica. El Aristóteles de la Política no rompe en absoluto el vínculo originario y esencial entre logos y phoné, cuyo origen es el de la propia filosofía, sino que, por el contrario, le da un nuevo impulso. La phoné animal cuya naturaleza solo llega hasta la sensación, a indicar sin querer decir, es solo voz, solo phoné, es una voz y nada más26. Pero el logos del que habla Aristóteles en el libro primero de la Política reenvía, sin embargo, a otra voz que si bien ya no es solo voz y nada más es aun, y todavía, una voz: se trata del logos como palabra hablada, de la voz humana. Lo que distingue la condición política del zoon politikon, es decir la condición humana del animal político que es el hombre, no es la posesión del logos como la capacidad o la condición humana que nos permite escribir, sino la posesión del logos como la capacidad o la condición humana que nos permite hablar, y que nos permite hablar delante de la Asamblea: el instrumento de la vida política en Grecia era la fuerza de la palabra hablada para persuadir al público al que ella se dirigía, y de ningún modo la escritura, es decir la palabra escrita, que en aquella época solo servía para la divulgación de los saberes y en ningún caso para el sistema de la polis y de la vida política de la antigua ciudad griega27. Lo que opera en este pasaje de la Política de Aristóteles es, entonces, una razón histórica que se corresponde con la existencia de la polis, y cuyo origen se remonta al siglo VIII y VII a.C., pero que inmediatamente se transforma en una razón teórica o filosófica, esto es, la que inaugura, a partir de ese mismo momento, un pensamiento logocéntrico, es decir un pensamiento fonocéntrico sobre la política: “la aparición de la polis –afirma Jean-Pierre Vernant– constituye, en la historia del pensamiento griego, un acontecimiento decisivo”28. Y es precisamente por esto que resulta imposible separar este pasaje de Aristóteles de ese acontecimiento decisivo, de esa condición histórica que opera, filosófica o teóricamente, en la Política. Es decir: es imposible separar ese acontecimiento y ese pasaje del acontecimiento que en sí mismo constituye la invención de la filosofía política como disciplina, por un lado, y de la forma en la que él marca a la historia del pensamiento de esa disciplina, por el otro. Si en Aristóteles existe una proximidad estrecha, una relación cerrada y recíproca entre logos y política, entre logos y humanidad, esa proximidad y esa relación no puede ser comprendida si no es a partir de la potencia de la palabra, pero de la palabra o del logos como palabra hablada, como phoné más logos. El célebre pasaje de la Política de Aristóteles abre así una nueva época y una nueva historia dentro de la historia y la época logocéntrica: el privilegio de la phoné o la voz en la historia de la filosofía, la proximidad absoluta de la voz con el ser, la determinación del ser como plena presencia no deja, en Aristóteles y la filosofía política, de ser el privilegio de la voz como lugar de proximidad absoluta con el ser del hombre, como el lugar de su plena presencia, de su humanidad plena y siempre presente. El fonocentrismo y el logocentrismo se trastoca, en esta historia, que se cruza con aquélla otra historia: aquí la historia de la filosofía política, allá la historia de la filosofía, como “humano-fono-logencentrismo”. Y ese privilegio tiene, también, su reverso: el desprecio por la escritura que será, a partir de Aristóteles, el signo puro de la ausencia absoluta de politicidad. Con él, entonces, no solo se escribe una cierta historia, la de la filosofía política, sino también una cierta política: la de la presencia viva de la voz, la del presente de la política como la unidad originaria y esencial entre cuerpo y habla. Es decir: se formula y se concibe una política fonocéntrica: la política del espacio público y de la proximidad del habla. El logocentrismo no solo deja su huella en la ontología sino también, a través del zoon politikon, en la ontología política. Y esto –para volver a nuestro argumento del inicio– independientemente del estatuto ontológico de la política. Ya sea, en suma, que la entendamos como fundamento o como sub-sistema del orden social, como esfera instituyente o deliberativa de la comunidad.

El parpadeo de la política

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