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Introducción

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Más allá de la forma que adoptó en un principio, de las lecturas que en algún sentido o en otro lo iniciaron y lo fueron en el transcurso del tiempo modificando, la pregunta que estuvo en el origen de este ensayo fue siempre la misma. Diría, para ponerlo rápidamente en palabras, que esa pregunta es la ya clásica pregunta por la política. Y digo clásica porque ella está ligada, precisamente en su origen, al pensamiento clásico, es decir a Aristóteles y a la filosofía griega. La pongo entonces en palabras: ¿qué es la política? ¿Cuándo y dónde hay política? ¿Qué es lo que hace que eso que es o eso que identificamos como una experiencia política, sea efectivamente una experiencia política? ¿Cómo y cuándo tiene lugar una práctica a la que podemos asignarle el estatuto de política? Porque a pesar de que en estos años esa pregunta y su enorme abanico de posibilidades –que no se agota de ningún modo en la limitada enumeración que menciono más arriba– haya sido siempre la misma, ella no dejó de estar sujeta, precisamente desde el inicio, a un sinnúmero de contratiempos y desventuras. Es decir: no siempre la respuesta o el camino que había adoptado para responderla fue necesariamente el mismo. Quisiera entonces volver acá, y en primer lugar, sobre estos contratiempos o desventuras o, mejor aun, sobre los desafíos y los caminos diversos y no tan diversos a los cuales el intento por responderla fue llevándome a lo largo de este trayecto. Y la razón por la cual quiero volver sobre esto es una razón tan profunda como sencilla: por un lado, porque el espíritu de este trabajo está en gran parte descrito por esas desventuras o por esos caminos que recorrí al realizarlo y, por el otro, porque la transformación de esa pregunta y de la forma de transcurrir por su respuesta explica mejor que cualquier otro intento por qué este ensayo pudo tener lugar y sobre todo por qué el lugar que ahora ocupa tiene en el centro de su tratamiento al siempre maltratado problema de la escritura.

Comencemos entonces por el comienzo: en un primer momento el interrogante sobre la política adoptó una formulación bien precisa. Al inicio, ese interrogante estuvo determinado por el interés que despertaron en los primeros pasos de este trabajo las prácticas y las experiencias de los obreros peronistas durante el primer período de la “Resistencia peronista”. Sabemos bien lo que con ese nombre se designa en la historia argentina: el largo período de proscripción del peronismo que, como producto del decreto 4161, inicia la autodenominada Revolución Libertadora para asestarle un golpe de muerte definitivo al movimiento político de mayorías que había fundado el derrocado Juan Domingo Perón. El célebre decreto que tenía como objetivo desterrar no solo los restos simbólicos sino materiales del peronismo abarcaba desde el pasaje a la ilegalidad del partido peronista hasta la más llana y obtusa prohibición de la mención de los nombres de Perón y de Evita y de cualquiera de los símbolos que directa o indirectamente estuvieran relacionados con los líderes de esa identidad política. Entonces: ¿en qué sentido nuestro interrogante podría estar determinado por este interés en la Resistencia peronista? Básicamente a través del tenue hilo que entrelaza (o que podría haber entrelazado porque al fin y al cabo ese hilo nunca fue hilvanado puesto que esa investigación quedó trunca) la vieja categoría que sintetiza buena parte de las preocupaciones que ocupan, desde hace algún tiempo, a la filosofía política, la categoría de emancipación política o humana, con las prácticas y las experiencias clandestinas de los obreros peronistas durante este período tan singular de la historia argentina, en términos generales, y de la historia del peronismo en términos particulares1. La formulación precisa que, en suma, había adoptado nuestro interrogante en este primer momento podemos enunciarla como sigue: ¿en qué medida las prácticas clandestinas de los obreros peronistas podrían ser leídas a la luz de la noción de emancipación política o humana? ¿Cuánto de esas prácticas y de esas experiencias, que involucraban desde la impresión y la distribución –siempre clandestina– de volantes y manifiestos políticos en las fábricas hasta las reuniones ambulantes de militantes en colectivos o en casas particulares, eran efectivamente lo que podríamos llamar experiencias y prácticas de emancipación política o humana?

Quizás ni siquiera haga falta mencionarlo puesto que hoy en día su nombre está muy fuertemente ligado a esta categoría de emancipación política, pero este primer período del trabajo estuvo condicionado en su dimensión teórica y filosófica por los textos de Jacques Rancière y más precisamente por ese hermoso y profundo libro, escrito en los límites de la literatura y la filosofía, que lleva por título La noche de los proletarios2. Por aquél entonces lo que explicaba casi unilateralmente la influencia de este texto, y más ampliamente de la filosofía de Rancière en el camino que había tomado era la convicción de que en La noche de los proletarios el filósofo francés ponía en juego una hipótesis que sin dudas aparecía como una hipótesis absolutamente singular e inédita para lo que podemos llamar el campo de la filosofía política. Sumergido en los archivos de los obreros saint-simonianos y de trabajadores de distintos oficios del siglo XIX, la noche se revelaba para esa capa de individuos hiper-explotados por el capitalismo de aquella época como un tiempo glorioso al que esos obreros y trabajadores podían destinarle mucho más que las horas de sueño que demandaban los largos días de trabajo: escribir poesía, intercambiarse cartas que relataban los lamentos por los que tenían que pasar cada uno de ellos en sus actividades laborales, convertirse en periodistas o cronistas de los periódicos que ellos mismos publicaban y editaban se mostraba, para Rancière, que recolectaba cada una de esas experiencias como producto de un vibrante trabajo de archivo cuyos documentos fueron en parte publicados en otro libro3, como una verdadera apertura hacia lo que hasta entonces, y como resultado de otras condiciones, designábamos en la tradición de la filosofía política con la noción de emancipación política. Resalto “como resultado de otras condiciones” porque precisamente allí radicaba la originalidad de la hipótesis que ponía en juego el texto rancièriano: esas prácticas y esas experiencias obreras que Rancière recogía en La noche de los proletarios no se realizaban en la esfera pública sino en la esfera privada. Por primera vez en la filosofía política –e insisto en remarcarlo: en la filosofía política, puesto que “desde la filosofía” el estoicismo y el último Foucault, para mencionar solo algunos ejemplos, ya habían marcado un cierto camino en ese sentido– alguien osaba en escribir sobre la emancipación política o humana para referirse a prácticas que no ensanchaban el ámbito de la esfera pública sino que borraban, de otro modo, la diferencia entre lo público y lo privado desde la oscuridad, desde la noche, de experiencias que no salían del mundo de lo privado4.

Pero el impulso y la influencia que ejerció este texto de Rancière en el comienzo del trabajo, que comprendía básicamente, para decirlo sin rodeos y con algo de esquematismo, la interpretación de las prácticas y las experiencias de los obreros peronistas a la luz de La noche de los proletarios, chocó rápidamente con lo que al poco tiempo se convertiría en mi nuevo “objeto de trabajo”: la escritura. Lógicamente leer las prácticas y las experiencias de los trabajadores peronistas de la primera etapa de la Resistencia a la luz del texto rancièriano involucraba en algún punto seguir el camino que el propio Rancière había trazado para realizarlo. Primero, dicho de otro modo, era necesario hacer mi propio trabajo de archivo: había que sumergirse, como Rancière, en los documentos y en los testimonios de esa época, es decir del período de la Resistencia. Y aquí, si se quiere, se mostró también rápidamente un primer obstáculo: los archivos de la Resistencia peronista eran tan fragmentados y poco cuidados, es decir conservados, que no me fue nada fácil dar con ellos. Pero entre periódicos clandestinos, volantes, entrevistas a los “resistentes” y otros testimonios llegué a recopilar una buena cantidad de documentos. Está claro, por ende, que este primer obstáculo no fue el verdadero obstáculo. El verdadero obstáculo –decía– llegó con la escritura, cuando el trabajo de archivo ya había terminado y lo que restaba era el trabajo de escritura, el ejercicio de escribir sobre lo que había investigado. Pero: ¿en qué medida la escritura puede convertirse para el que escribe en un obstáculo? Diría que por medio de dos vías en principio fácilmente identificables. La primera y probablemente la más frecuente es la que surge cuando la escritura parece desaparecer con el intento de llevarla a cabo o de materializarla. Es decir: cuando se vuelve carne la sensación de que las palabras “no salen” y el papel en blanco parece agigantarse con el intento de llenarlo con palabras, de escribirlo o de transformarlo en texto. Pero existe también una forma más profunda, puesto que revela un problema más profundo, por un lado, y porque muestra, por el otro, la verdadera empresa de la escritura como empresa política –volveremos enseguida sobre esto– por la cual la escritura se vuelve un escollo para el que escribe, aunque no siempre este último se dé cuenta de esto –y de ello, en efecto, se deriva la posibilidad de la escritura como práctica política–. Esta segunda vía, que desde luego es la que se presentó en el transcurso de mi trabajo, es tan difícil de describirla como –insisto– fácil de identificarla. Para resumirla en una frase lo que registra en cierto grado esta segunda vía es una cierta sensación de extrañeza o ajenidad en relación con lo que se escribe, o mejor dicho, en relación con lo que fue escrito –una sensación, en efecto, que en la lengua francesa puede designarse con algo más de precisión a través de la palabra étrangeté, que remite no solo al sentido de lo que es extraño sino al mismo tiempo a lo que es singular: lo extraño en su singularidad, o mejor aun la singularidad de una extrañeza, una extrañeza muy singular es, precisamente, lo que en esa sensación se viene a reflejar–. Y se trata de una extrañeza muy singular puesto que aquello frente a lo cual uno se siente extraño no deja de ser lo que uno mismo plasmó, produjo, es decir escribió. ¿Quién no se sintió alguna vez extraño o ajeno a lo que escribió, al papel escrito que, delante de nosotros, viene a dar cuenta a pesar de ello de que efectivamente se escribió?

Al poco tiempo de haber terminado con la recopilación y la clasificación de los documentos sobre el período de la Resistencia me dispuse entonces a escribir los primeros borradores de mi futuro trabajo en base a un conjunto de hipótesis que no solo habían surgido de mi lectura de La noche de los proletarios sino también de la lectura misma de los documentos que había recopilado. Llegué a escribir no pocas páginas sobre el tema, algunas de las cuales fueron publicadas como artículos en algunas revistas académicas, pero tan pronto comencé con la relectura de lo que había escrito esa sensación de extrañeza –o de étrangeté– empezó a hacerse cada vez más potente: cada vez que releía lo que había escrito, lo que había escrito me resultaba cada vez más extraño. Y quiero aclarar un punto por demás importante en este racconto o relato: no era en absoluto el tema que había elegido lo que despertaba ese sentimiento. Es decir: el “origen” de esta sensación de extrañeza no estaba en el tema, en el hecho de haber escrito sobre el tema de la Resistencia. El origen estaba, por el contrario, en la escritura, en la forma en la que había escrito eso que aún hoy y a pesar de esta desventura sigue pareciéndome un fenómeno bastante singular y sin dudas harto interesante en la historia argentina y en la del peronismo.

Llego así, para avanzar más rápidamente, al momento crucial que va a marcar en adelante el futuro de este ensayo. Repito: el momento en el que reconozco que la extrañeza de leerme a mí mismo venía de la escritura misma, de la forma en la que había escrito sobre determinado tema y no del tema sobre el cual había escrito, de lo escrito y no ya de aquello sobre lo que versaba lo escrito. ¿Y por qué hablo de este punto de llegada como un momento crucial? Porque la cuestión de la escritura se transmuta y cambia, a partir de aquí, de estatuto. Ya no se trataba únicamente de un obstáculo que iba erosionando lentamente la práctica misma de la escritura, puesto que nadie escribe para sentirse un extraño en su propia escritura. Ahora, dicho de otro modo, la escritura no solo aparecía ante mis ojos como una piedra molesta que perturbaba el camino que recorría. Se trataba de algo mucho más profundo. La escritura se había convertido, a lo largo de este trayecto que había iniciado hace algunos años como producto, decía, de una investigación sobre un período muy particular del peronismo, en un verdadero problema. Y digo en un verdadero problema en dos sentidos bien precisos: en primer lugar en un problema práctico. Para escribir un texto es necesario escribir el texto. Pero a esta altura del recorrido que había hecho escribir era un problema porque para escribir no solo hay que tener algo de tiempo. Hay que tener confianza. No se puede escribir si no hay un mínimo de confianza que impulse esta práctica. Y es allí, si se quiere, cuando el obstáculo ya no solo es una piedra sino un problema: cuando se pierde la confianza. Cuando se pierde la confianza en la escritura ya no hay escritura posible. ¿Quién escribe sin un mínimo de confianza en lo que escribe? En primer lugar, entonces, he aquí la escritura como problema práctico.

En segundo lugar, y más importante aun, la escritura se había convertido en un problema teórico. Y éste es, insisto, el tipo de problema que va a precipitar el giro nodal que va a realizar mi trabajo. La pregunta que surge de todo esto es, en suma, la siguiente: ¿en qué sentido la escritura puede convertirse en un problema teórico? Pues bien: no en el sentido que desde Platón –pasando por Rousseau, Lévi-Strauss y Derrida– la escritura es para la filosofía un problema filosófico. Desde luego que algo de esta dimensión de la escritura como problema está en la forma en la que ella se convierte en lo que sigue en un problema teórico –y, en efecto, algo de esta dimensión efectivamente tratamos en este ensayo–. Quiero decir: no se trata únicamente del problema que en la filosofía describe la relación que existe entre la escritura y el sentido, entre la verdad o el ser y la forma en la que ellos se dan a ver (o no) en la escritura. La distancia que percibía con mi propia escritura, dicho de otra manera, me había revelado otro registro a partir del cual podemos dar cuenta del estatuto de la escritura como problema filosófico o teórico. Y es precisamente este otro registro el que me conducía, sin haberlo querido, a la pregunta que había motorizado desde el principio el trabajo: la pregunta por la política. Si, por un lado, esta condición inédita de la escritura, su nuevo estatuto, me alejaba del tema que había elegido para abordar la respuesta a la pregunta por la política, por otro lado esa misma condición me acercaba por otra vía a la misma pregunta que desde siempre me había movilizado. El camino de la escritura como problema filosófico se cruzaba, así, con el camino que demanda el abordaje del problema de –o de la pregunta por– la política.

Quisiera entonces referirme a esta forma en la que dos caminos se cruzan que, insisto, fue el resultado de una experiencia singular: mi experiencia como investigador del fenómeno de la Resistencia peronista, a partir de una frase que en gran medida sintetiza la sensación de extrañeza que está en el origen de ese cruce: cada vez que me leía, me leía pero no me veía en lo que había escrito. Digamos, por lo tanto, que lo que sintetiza esa sensación de extrañeza es un hecho que surge de la lectura de mí mismo: el hecho de no verme en las páginas que escribía, la imposibilidad de verme en mi propia escritura5. Creo sin dudas que este hecho es por sí solo un verdadero acontecimiento filosófico en el sentido de aquello que no puede sino interesarle a la filosofía como disciplina. Pero no tardé demasiado en darme cuenta de que no solo se trataba de un acontecimiento filosófico sino también de un acontecimiento político, es decir de un hecho que debería interesarle no solo a la filosofía sino también a la filosofía política. Y aquí, precisamente, es cuando los caminos de la escritura y de la política se cruzan. Entonces: ¿por qué no verse en lo que uno escribe podría interesarle a la filosofía política? ¿Por qué esa distancia podría revelar la dimensión política de la escritura? En primer lugar, y esto es en efecto lo que intentamos demostrar una y otra vez a lo largo de este ensayo, porque la práctica de la escritura no se circunscribe únicamente, y como quisiera Condillac, a grabar nuestros pensamientos o ideas para transmitírselos en algún momento –cuando tengan la posibilidad de leerlos– a las personas ausentes, a quienes no están en el instante en el que escribimos. La escritura es, muy por el contrario, la práctica a través de la cual se inscribe o se graba la humanidad del que escribe. Es la forma a partir de la cual nos grabamos, nos inscribimos, en lo que escribimos. Lo que de la escritura revela su condición política es, así, la inscripción de la presencia del que escribe bajo la forma del gesto que soporta su escritura.

Pero antes de avanzar más lejos con el argumento propongo detenernos en esta singularidad “tan singular” que describe este ejercicio de inscripción de la humanidad del que escribe en lo escrito. Y ello para aclarar dos cuestiones decisivas: por un lado, que esa inscripción no es nunca la inscripción de una humanidad plena, es decir plenamente presente en lo que se inscribe. Nunca nos inscribimos o grabamos en el papel escrito de forma plena. En primera instancia, y como bien reconocía Platón en el diálogo entre Sócrates y Fedro, porque el que escribe no está nunca presente para responder por lo que escribe. La escritura trata siempre con presencias que no son plenas, con personas que no se presentan nunca plenamente, en persona, en el papel escrito. Porque aun cuando la persona que escribió esté presente para leer lo que haya escrito, o para responder ante la lectura ajena de su propio texto, responderá siempre con la voz, en voz alta (o quizás, por qué no, con otro texto) pero en todo caso responderá siempre en un presente y en un lugar que es heterogéneo al presente y al lugar en el cual se produjo o tuvo lugar lo que escribió. Esta es una condición estructural de la escritura. La escritura abre una brecha, una distancia temporal y también espacial, o por ello mismo espacial puesto que el espacio es siempre una variable del tiempo, entre lo escrito y el que produjo lo escrito. Cuando escribimos no podemos hablar sobre lo que escribimos, contar sobre lo que estamos escribiendo sin interrumpir el momento en el que estamos escribiendo. Lo que escribimos es siempre lo que ya se escribió, es siempre lo que fue escrito. Si la escritura estría el tiempo es porque ella desdobla a la humanidad del que escribió en dos humanidades temporalmente “divididas”, es decir separadas en el tiempo: entre la humanidad del que aún no escribió y la del que recién terminó de hacerlo. Desde ya que no se trata de dos personas distintas en sentido estricto pero sí de dos “personas” separadas en el tiempo. Nótese que en el habla o en la palabra hablada esta brecha no es nunca abierta ya que la voz no involucra la separación temporal del que habla; aunque bien sea, como bien señala Derrida, producto del fenómeno de la autopercepción, del sistema del “oírse-hablar”, la palabra hablada se da siempre a percibir como una presencia plena, continua, sin alteridad o interrupción: nos escuchamos hablar en el mismo momento en el que estamos hablando. Por otro lado tampoco hay allí inscripción. Salvo, naturalmente, que la voz sea grabada. Volveremos sobre todo esto más adelante.

La segunda razón que describe esta singularidad “tan singular” de la inscripción que se produce en la escritura está dada por lo que de esa inscripción se inscribe en el papel escrito. Y es éste, si se quiere, el punto fundamental sobre el cual gira el argumento central de este trabajo. Lo que se inscribe del que escribe, la humanidad del que escribe que permanece en el texto escrito no solo es la palabra escrita, la idea o el tema que desarrolla en la escritura, sino el gesto a partir del cual esa palabra es dicha y, en el caso de la escritura, grabada e inscrita en el mismo momento en el que ella es asumida. Es en este segundo sentido, entonces, que la humanidad del hombre no está nunca en la escritura plenamente presente en el papel o la palabra escrita. Toda la complejidad de la escritura como práctica política se revela, precisamente, a partir de esta dimensión de lo que en la escritura permanece como aquello que está más allá de la palabra propiamente dicha, es decir del sentido comunicado por la escritura. Y esta dimensión es la que ocupa el gesto como la especificidad más propia de la inscripción que se pone en juego, una y otra vez, en cada escritura. Para empezar, entonces, el gesto con el cual soportamos la palabra dicha, a partir del cual una palabra es asumida, tiene el estatuto de aquello que se presenta sin estar nunca plenamente presente, o que solo se presenta en el mismo momento en el que se borra y desaparece como gesto “que tiene lugar en un presente”. El carácter evanescente del gesto, el desplazamiento continuo del presente y del “tener lugar” en el que éste se hace presente, la presencia del gesto como “lo que se pierde continuamente” es la característica más propia de un tipo de esfera de la experiencia humana que escapa a la palabra y al logos aunque no deje de depender, intrínsecamente, de esta misma esfera, la de la palabra y el logos, de la que es al mismo tiempo irreductiblemente heterogénea. Si el gesto con el que soportamos la palabra escrita se inscribe en el papel escrito, esta inscripción es siempre, en suma, la inscripción de lo que no puede ser ni totalmente grabado ni totalmente inscrito. Se inscribe y se borra en el mismo momento en el que se inscribe, o solo se inscribe a condición de perderse en la inscripción misma. El gesto es en cuanto tal inaprensible en la medida en la que es imposible que sea retenido como una inscripción completa o como la presencia plena de lo inscrito en lo escrito. Pero que sea inaprensible no significa, sin embargo, que no sea transmisible, que no se dé a percibir, o mejor aun a sentir, aunque siempre se sienta o se perciba como la pérdida de lo que acaba de ser percibido o sentido. Pero avancemos un poco más en la estructura de esta idea y miremos con más detenimiento esta forma no plena, esta forma incompleta de la inscripción de lo que aquí llamamos el gesto, entendido, éste, como la característica más propia, que para nosotros es también la característica más propiamente humana, y por lo tanto política, de la escritura. ¿Por qué el gesto no puede inscribirse plenamente y, por ende, hacerse plenamente presente en el movimiento por el cual, aun así, no deja de inscribirse? Porque en cuanto tal, en su estatuto más específico y singular, el estatuto de lo evanescente o de lo que está sin estar presente, el gesto, no responde ni al dibujo que deja la inscripción de la escritura ni tampoco responde, estrictamente hablando, al sentido que en ella se comunica y que se inscribe como la significación de lo dicho en la palabra escrita. Es decir: el gesto no se inscribe ni como dibujo ni como sentido. Es por ello que, por un lado, la humanidad que se inscribe y permanece en la escritura, el gesto del que escribe, no puede nunca reducirse al tema o a la idea que se desarrolla en el texto escrito. Porque –insistimos– el gesto no responde a la esfera del sentido, de la palabra o del logos como la esfera de lo que puede ser comunicado en un discurso aunque dependa enteramente de ella. El gesto le escapa al sentido, lo soporta, pero no se reduce a él, valga la redundancia, en ningún sentido. Pero, por otro lado, si el gesto del que escribe no pertenece a la esfera del sentido tampoco pertenece a la esfera de lo que está completamente por fuera del logos y de la palabra, es decir a la forma en la que algo escrito es, en la práctica de la escritura manuscrita, inscrito como dibujo. No es el ductus ni la caligrafía del que escribe. En síntesis: el gesto no está presente ni en el sentido ni en lo que está afuera del sentido, ni en el dibujo ni en lo que está comunicado en lo escrito. Está, si se quiere, en el límite entre uno y otro campo de lo que puede ser percibido, en la frontera entre lo dicho y lo no dicho. Y es por este mismo motivo que en la última parte de este trabajo intentamos recuperar el concepto o la categoría de la huella o de la trace que Derrida pone en juego una y otra vez a lo largo y a lo ancho de su filosofía. Porque la economía evanescente del gesto es, en este punto y solo en este punto, análoga o asimilable a lo que Derrida describe como la economía evanescente de la huella, de la trace, es decir de la presencia. Es el carácter evanescente de lo que Derrida llama la experiencia de la presencia, que no es nunca la experiencia de una plena presencia sino la experiencia de la huella, lo que da cuenta del carácter evanescente del gesto como huella o como semi-presencia. Pero si Derrida desarrolla con toda rigurosidad la forma a partir de la cual esta economía se desenvuelve como aquello que se nos presenta como la experiencia de lo que es, como la experiencia general de la presencia o del presente, la economía del gesto revela la especificidad de un tipo de experiencia mucho más acotada y al mismo tiempo mucho más humana que aquélla: la de la presencia de la huella como la huella de una única presencia. El gesto se inscribe en la escritura como el gesto singular del que escribe, como la inscripción de su humanidad más propia y única y, en este sentido, “initerable” o imposible de repetirse por fuera de esa singularidad que la describe. Si cada escritura es única lo es, en breve, no por lo que ella dice o comunica sino por el gesto con el cual asumimos e inscribimos lo que escribimos, que es el mismo gesto a partir del cual, incluso aquí y ahora, en esta escritura que es la mía, escribo lo que digo.

A partir de aquí podemos por lo tanto identificar rápidamente los motivos por los cuales la filosofía política excluyó, desde Aristóteles hasta nuestros días, a la escritura del ámbito o de la esfera de la política6. En primer lugar, porque la temporalidad y la espacialidad de la escritura reniegan del principio logocéntrico por excelencia del pensamiento a partir del cual se edificó la historia de la filosofía política: el de la unidad originaria y esencial entre cuerpo y habla. El espacio público, que es precisamente desde Aristóteles, pasando por Rousseau, Hannah Arendt y la filosofía política contemporánea, el lugar por excelencia en donde el hombre se presenta en su condición más plenamente humana, exige que los cuerpos que hablan, que se reúnen para tomar la palabra, estén presentes plenamente, es decir en persona, bajo el abrigo de un espacio que los reúne por el efecto de la voz y la proximidad del habla. Para tomar la palabra en el espacio público, dicho de otro modo, es necesario estar presente en el mismo momento en el que se habla, es necesario que la palabra no esté escindida del cuerpo que habla porque el régimen que describe la visibilidad en ese espacio es el que delimita la fuerza y la potencia del logos comprendido siempre como palabra hablada. El espacio y el tiempo que abre la práctica de la escritura separa la palabra del cuerpo que habla (es decir que la escribe) y rompe, de este modo, con la unidad fonocéntrica entre cuerpo y habla porque el cuerpo del que escribe no está nunca presente allí donde su palabra se hace presente, donde ella se inscribe como palabra escrita o grabada. Esta separación, en efecto, le costó a la escritura el haber sido excluida de lo que la filosofía encierra, también y con otras palabras, bajo el nombre de ontología política. Si la escritura, según los términos logocéntricos de esta ontología, carece de dimensión política es entonces porque ella carece de un espacio que reúna bajo un mismo techo cuerpo y habla. Pero esta separación, insistimos, describe solo en parte esta marginación de la escritura de la ontología política, de la filosofía política o del pensamiento sobre la política. La otra parte está explicada por la otra cara de la ceguera fonocéntrica que le ha impedido a la reflexión política dar cuenta de la existencia de otras esferas de la experiencia humana que indican la presencia del hombre más allá de la palabra. El logos, que desde Aristóteles es lo que define al hombre como animal político, es decir como zoon politikon, es en consecuencia solo una parte de lo que describe a los hombres en su condición más propiamente humana. Es por ello que el gesto, que es la esfera de lo que se transmite pero no se comunica, de lo que se presenta borrándose del lugar en donde se hace presente, abre la puerta hacia el otro costado de lo que sigue siendo humano sin ser plenamente humano, sin responder al logos que es, sin dudas, el costado de lo que nos muestra en nuestra condición más plenamente humana. En la medida en que solo en la escritura, en la práctica de la escritura, ese lugar evanescente de la experiencia humana, el gesto, se inscribe en el papel escrito ella actúa como práctica política. Aunque bien no sea una inscripción plena, aunque se inscriba o se grabe conservando en su grabado su carácter evanescente, solo en la escritura sucede ese acontecimiento inédito que deja la huella de la evanescencia misma de lo humano, la huella de la humanidad del que escribe, su gesto más propiamente humano que permanece, en el texto escrito, más allá, incluso, de su propia muerte. Volvamos entonces al principio: ¿por qué no verme en mi escritura revelaba la dimensión política de la práctica de la escritura? Porque solo cuando la escritura inscribe el gesto del que escribe se vuelve una práctica política. Lo que me impedía verme en las páginas que había escrito era producto, dicho de otro modo, de la forma que escribía. Escribía, por aquel entonces, pero no me inscribía en lo que escribía. Escribir sin inscribirse en lo que uno escribe es una forma de escaparle a lo que hace de la escritura una práctica que emancipa7. La vieja palabra o categoría que marcó el inicio de mi trabajo, y cuyo peso específico en la filosofía política es ineludible, la categoría de emancipación política o humana, volvía de este modo a toparse conmigo pero en esta ocasión por medio de una práctica que ya no se realiza en el espacio público, que no es estrictamente hablando una práctica colectiva, aunque permanezca como una práctica compartida porque el espacio de la escritura es el espacio de una comunidad política. Mas allá, en suma, de los principios logocéntricos que marcaron el horizonte de la política desde Aristóteles, cuando la política parpadea aparece otra política cuya espacialidad y cuya temporalidad ya no responden a la unidad metafísica entre cuerpo y habla, al régimen de la voz y de la proximidad del habla. Con la práctica de la escritura asistimos a otra dimensión o a otra esfera de lo humano. Si la escritura nos emancipa es, por ende, porque ella nos invita a habitar esta otra esfera a partir de la cual nos inscribimos en el mundo como lo que somos: como seres únicos e irrepetibles, unidos por el gesto que nos distingue a cada ser humano y que al mismo tiempo nos une como partes de la misma comunidad humana.

El parpadeo de la política

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