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Prólogo
De náufragos y trapecistas

por Eduardo Rinesi

¿Y si el hombre fuera un animal político –se pregunta Juan José Martínez Olguín cerca del final del estimulante recorrido que propone en este libro– no porque habla sino porque escribe, no cuando habla sino cuando escribe? ¿No cuando hace oír su voz en la proximidad compartida del espacio público, de la asamblea o del encuentro vivo, presentemente vivo, entre los cuerpos, sino cuando, en silencio y soledad, incluso a veces en secreto, construye a través de la escritura, con unos otros (sus lectores) que en algunas ocasiones sabe pero que por regla general no sabe –no puede saber– quiénes son o quiénes puedan ser, una cierta forma de comunidad? A esa comunidad, a ese tipo de comunidad, la filosofía francesa del siglo XX, de la que este libro de Martínez Olguín es fuertemente tributario, la ha calificado ora como imposible, ora como inconfesable, ora como revocada o “des-obrada”. ¿Pero no es acaso a esta misma revocación, a esta misma des-realización (y por cierto: a esta misma imposibilidad), a lo que nos hemos habituado a dar, en la tradición de esa misma filosofía francesa contemporánea, el viejo nombre de política? Hay política, en efecto, justo porque nunca son precisos, y siempre son, por el contrario, objeto de disputa y de redefinición, los límites, las formas de organización y las divisiones del campo en el que son posibles las conversaciones en torno a lo común. Así, si el problema de la escritura nos dice algo sobre el problema de la política es porque el tipo de conversación que propone la escritura pone en crisis esos límites, esas formas de organización y esas divisiones, y esto porque –y en la misma medida en que– esa escritura está siempre dirigida a un otro o a unos otros que necesariamente habrán de completarla (de suplementarla) después y en otro sitio.

Así, la ruptura de la “unidad fonocéntrica” entre cuerpo y habla, entre el cuerpo (del) que habla y los cuerpos (de los) que escuchan, lejos de constituir un motivo para tener que deplorar, como lo ha hecho la gran tradición anti-representacionalista desde Rousseau, alguna forma de la degradación o de la muerte de la política en manos del imperio de los signos o del simulacro, es quizás justo lo que nos permite pensar la política en un sentido propio o fuerte. “Emancipatorio”, escribe Martínez Olguín. Hay política, entonces, hay política en un sentido propio, fuerte o emancipatorio, porque la escritura nos permite construir, contra el señorío de los modos de organización de lo sensible, es decir, de las cosas y de las relaciones en el aquí y ahora en que escribimos, otra forma de comunidad: la comunidad entre el que escribe, entre el que en la soledad en la que escribe inscribe la marca de su yo en su escritura, y el que o los que, en otro lugar y en otro tiempo, pero siempre ya entrevistos en y por la acción misma de escribir, completarán (suplementarán) con su lectura el gesto del que antes escribió. El ejercicio de la lectura, en efecto, está en la misma base, desde el comienzo y como presupuesto, es decir, como condición o como garantía, del ejercicio de escribir. De otro modo: que no hay escritura –escribe Martínez Olguín– sin la posibilidad de la lectura. Es interesante esta idea de “posibilidad”, que si por un lado determina el estatuto, digamos, hipotético o conjetural –es decir, “espectral”– de la figura de ese otro (de la necesaria presencia, aunque sea ausente, o mejor: justo porque no puede sino ser ausente, de ese otro que es el posible o potencial lector “que, como un espectro, recorre el espacio que inaugura el que escribe”), por el otro configura la acción misma de escribir como algo del orden de la apuesta.

Es tentador sugerir que esa apuesta se parece mucho a la del náufrago que mete lo que escribe en una botella y tira la botella al mar, y proponer que todo escritor es en el fondo ese náufrago, que espera que del otro lado alguien abra esa botella. Pero me gusta más la figura que usa Ricardo Piglia (y que me indica, charlando sobre esto, mi amiga Antonia García Castro) a cierta altura del primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, cuando compara al narrador con un trapecista que se lanza al vacío y, después de dar dos saltos mortales en el aire, atrapa las manos de su compañero. Eso es narrar, escribe Piglia: “tirarse al vacío y confiar en que algún lector lo sostendrá en el aire”. (Por cierto: Al comienzo del canto IV de La Odisea, el joven Telémaco, que llevaba unos quinientos versos navegando en procura de noticias sobre la suerte de su padre, llega a los dominios del gran Menelao, a quien encuentra celebrando, con toda su corte, las bodas de su hija. El clima era de felicidad, de alegría, de fiesta: había comida y bebida, “un aedo divino cantaba tañendo su gran lira”, y –atención– “un par de payasos hacían cabriolas”. O, en otra traducción: “dos volatineros pirueteaban al son de la melodía”. Piruetear, hacer cabriolas: es extremadamente sugestiva la presencia, en este relato –que compone, con La Ilíada, la primera obra escrita, la primera pirueta, de la literatura occidental– de estos dos payasos voladores dando vueltas por el aire a la espera, cada uno, de que el otro los agarre de las manos.) Escribir, entonces, es como apostar o como lanzarse al vacío, sin saber si del otro lado (un “otro lado” que hay que imaginar en otro lugar y en otro tiempo), si en el lugar de la “cierta ausencia” en el que el escritor está obligado a imaginar –a esperar– a su lector, habrá en efecto alguien apostado para justificar ese salto, ese gesto, con su lectura.

Esta figura, sonoramente derrideana, de la “cierta ausencia” en la que hay que suponer o sospechar al otro del acto de escribir (en la que, para ponernos a escribir, debemos suponer o sospechar al otro de esa escritura que emprendemos) es la que da el tono del tipo de comunidad que este libro nos invita a imaginar. Que es una comunidad política, entonces, justo porque no es un dato de la realidad sino una apuesta de la imaginación. Martínez Olguín insiste, en lengua heideggeriana, en que esta comunidad es menos del orden de lo óntico que del orden de lo ontológico, pero ya que recién citamos a Derrida podemos hacernos los graciosos y agregar nosotros, repitiendo uno de los conocidos juegos de palabras del autor de De la grammatologie y de Spectres de Marx, que el saber que puede saber sobre ese orden es en realidad menos una onto-logie que una hanto-logie: menos un saber sobre el ser de las cosas que un saber sobre el no ser (mejor: sobre el ser-no-siendo) de los espectros. De lo que ya fue pero no deja de insistir aun después de ya haber sido, pero también, y acaso sobre todo (y acaso sobre todo en este libro, y acaso sobre todo –me gustaría sugerir– en este tiempo de catástrofe planetaria que vivimos, que nos exige poner en discusión, en una amplia conversación entre todos los hombres y mujeres de la Tierra, las condiciones mismas para la vida humana en el planeta), de lo que, no siendo todavía, no deja sin embargo de anunciarse todo el tiempo como posibilidad, como promesa o como proyecto. Me gusta leer la cabriola de este libro como una apuesta a favor de ese proyecto: el de construir, bajo la forma de una conversación, sub especie conversationis, ese gran sujeto colectivo al que vale la pena seguir dando el bello nombre de humanidad.

El parpadeo de la política

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