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I. LA TRANSICIÓN Y EL ESPÍRITU DE LA REFORMA POLÍTICA (1973-1976)

Me siento total y absolutamente responsable de todo mi pasado. Soy fiel a él, pero no me ata.

TORCUATO FERNÁNDEZ-MIRANDA

Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino

(1975-1977)

El año de 1962 es históricamente un año excepcional. En opinión del historiador Xavier Domènech, «1962 fue un año extraordinario, a todas luces uno de esos años raros en la historia que marcan un antes y un después, que señalan tanto la muerte de lo viejo, como el nacimiento de lo nuevo».1 De hecho, 1962 es un punto de inflexión en la historia política del franquismo y todo un referente para el estudio de los fundamentos políticos y sociales de la transición política, de forma particular de la Transición valenciana.

Ese año supuso un cambio de ciclo en el desarrollo político de la dictadura. La coalición reaccionaria vencedora de la guerra civil comenzaba a agrietarse, a la vez que empezaban a mostrarse –aún en estado embrionario–, por un lado, las fuerzas sociales que conformaron una oposición política capaz de echar un pulso a la dictadura; y por otro, la aparición de una facción, entre las distintas familias del régimen, que se situaría en disposición de reformar el sistema político desde las mismas entrañas del Estado.

En esta fase histórica que se inicia, el País Valenciano no resulta una excepción. En la propia crisis de 1962, «encontramos la «prehistoria» de las corrientes políticas de la transición a la democracia en Valencia»,2 con un movimiento obrero y un incipiente movimiento nacionalista que llegarán a la Transición en una coyuntura política condicionada por la inexistencia de una facción reformista, hecho que históricamente dotará de singularidad la transición política valenciana.

El hecho es que, en 1962, se dan una serie de acontecimientos de indudable trascendencia. El movimiento huelguístico de los mineros asturianos y la formación de comisiones estables de obreros, la aparición de un movimiento estudiantil democrático y de oposición al sindicato universitario franquista (SEU), el encuentro en Múnich de personalidades y partidos de la oposición política moderada (republicanos, socialistas y monárquicos) y los cambios que se estaban produciendo en el seno de la Iglesia católica española –con el Concilio Vaticano II de fondo– constataron la crisis de un sistema político que irremediablemente entró en abierta contradicción con el proceso de liberalización económica iniciado en 1957, y caracterizado por el ascenso al poder de los tecnócratas y la caída en el ostracismo de «las viejas camisas azules».

Los tecnócratas, las nuevas élites del régimen compuestas por profesores universitarios, altos funcionarios, abogados y políticos vinculados al Opus Dei, con estrechas relaciones con la banca y la gran industria, ocuparon en 1957 los puestos clave del Estado y del Gobierno, procediendo a una reforma económica y administrativa que necesitó del Estado autoritario –permisivo a la corrupción administrativa y represivo con el mundo laboral– para poner en marcha los instrumentos institucionales que garantizaran la continuidad del régimen (Ley Orgánica del Estado de 1967), y a la vez desarrollar un programa económico –el desarrollismo tecnócrata–, basado en la especulación financiera, la industrialización y un caótico crecimiento urbanístico que aumentó los desequilibrios sociales y regionales pero que condujo a España al crecimiento económico y a la modernización social, sentando las bases históricas para la desaparición del franquismo.

1.1 LA CUESTIÓN SOCIAL EN LA CRISIS DEL ESTADO FRANQUISTA

Por lo que se refiere al País Valenciano, en primer lugar, el año 1962 supuso el comienzo de un ciclo político caracterizado por el aumento de las protestas obreras y la aparición de un nuevo modelo de conflictividad laboral, surgido a raíz de la promulgación de la ley de convenios colectivos de 1958, modelo que constató «la quiebra de “la paz laboral” del modelo autoritario y paternalista de posguerra»3 y posibilitó que los trabajadores se organizaran en las empresas en comisiones de obreros estables para la defensa de sus intereses. Particularmente, en Valencia, la Unión Naval de Levante, la Papelera Española, los Altos Hornos de Sagunto, los astilleros ELCANO o la empresa de suministros ferroviarios MACOSA se convirtieron en «fábricas de referencia»4 para un renovado y moderno movimiento obrero valenciano.

En la capacidad de los trabajadores de esas empresas en organizarse fuera de la estructura de los sindicatos oficiales, se fundamentó la fortaleza de un movimiento obrero que llegaría a la transición con una fuerza y empuje sin precedentes. Y es en 1962, sobre la base de ese nuevo modelo de conflictividad social y del cambio de estrategia de la clase obrera contra la dictadura, cuando encontramos la singularidad y los límites de un crecimiento que condicionó históricamente el desarrollo de una alianza antifranquista.

En 1962 se producen las primeras huelgas obreras en Valencia. La repercusión social de estas huelgas la constatamos en la sentencia dictada en la causa 629/62 seguida en el Juzgado Nacional de Actividades Extremistas. En este sumario fueron condenados a penas de prisión cinco miembros del Comité Provincial del PCE de Valencia detenidos a raíz de la caída del aparato del Partido ese año. Destaca, por un lado, la juventud de los acusados, no fichados por la policía, provenientes de la inmigración, de organizaciones obreras católicas, e incluso del Frente de Juventudes; y por otro, la extrema dureza del aparato judicial contra estos jóvenes acusados del delito de rebelión militar por redactar clandestinamente octavillas llamando a la huelga general para mayo, en solidaridad con los mineros asturianos.

Así pues, dos cuestiones podemos extraer de esta lectura: primera, el cambio generacional que se había producido en el movimiento obrero valenciano; y segunda, que continuaba intacto todo el poder represivo del aparato del Estado para mantener ante cualquier tipo de protesta el orden y la «paz social».5

Así pues –vistas las circunstancias históricas y políticas–, esta nueva clase trabajadora surgía en unas condiciones muy adversas:

El nuevo movimiento obrero que nacía en los años sesenta consumió buena parte de sus esfuerzos, no en luchar contra medidas del gobierno que alteraban las condiciones del mercado de trabajo, como sucede ahora, sino por el derecho a la existencia contra la arbitrariedad de la legislación de orden público, la policía política de la dictadura, la burocracia verticalista, los tribunales militares y jurisdicciones especiales, los despidos y las represalias de la patronal.6

Pero, pese a la adversidad, «al filo de los primeros sesenta la temida hidra obrera había vuelto a resurgir con renovadas fuerzas».7 A la nueva etapa de crecimiento económico y desarrollo capitalista se correspondían unas nuevas relaciones laborales propias de una sociedad industrial avanzada, y en la que una nueva clase obrera, ajena a la tradición de las dos centrales históricas (la CNT y la UGT), «tuvo que organizarse ex novo al faltarle o no servirle las experiencias pretéritas».8 La formación y el desarrollo de un nuevo movimiento obrero entre 1962 y 1976 estimuló el desarrollo de todo un movimiento social en el que desempeñó un papel protagonista la clase trabajadora industrial.

Y fue por las formas que adquirieron las nuevas relaciones socioeconómicas creadas por el desarrollismo como se cimentaron las bases de una nueva y moderna clase trabajadora que –pese a los desequilibrios sociales y a las desfavorables condiciones en las que se desarrolló– se dispuso a conquistar derechos sociales universales y a acceder directamente a las ventajas de la sociedad de consumo y a otros beneficios del capitalismo; una clase obrera que se transformó radicalmente con el factor migratorio, las nuevas formas de producción capitalista y las nuevas relaciones laborales, y, sobre todo, con el cambio generacional que supuso la llegada al mundo del trabajo de jóvenes que no habían vivido el sindicalismo anterior a 1939. Esta nueva clase obrera, de una composición sociológica distinta a la de preguerra, estaba compuesta por jóvenes emigrantes e hijos de republicanos, además de jóvenes procedentes de medios católicos. Fueron estos los factores que permitieron el resurgir de un nuevo movimiento obrero que aparecería, en el marco de la transición, en situación de desafiar abiertamente al régimen.

Y en segundo lugar, 1962 es el año de la publicación de la obra de Joan Fuster Nosaltres els valencians, referente para la vertebración de un nacionalismo valenciano de raíz catalanista que causó un gran impacto entre la juventud universitaria de los sesenta; una obra que, en frase que hizo fortuna, «separaria la nostra “prehistòria” de la nostra “història”».9 Nosaltres els valencians constituyó el punto de inflexión para la cultura autóctona contemporánea; una bocanada de aire fresco para aquella sociedad mediocre y provinciana. La obra de Fuster –escrita con un lenguaje incisivo– pulverizó el discurso oficial del régimen basado en la concepción histórico-organicista del «regionalismo bien entendido» de la burguesía colaboracionista con la dictadura, que a esas alturas había unido su propio destino al futuro del régimen.

En esta crítica coyuntura histórica, coincidiendo con la llegada de los primeros ecos de las huelgas de los mineros asturianos a la Universidad de Valencia, es cuando aparecieron los primeros síntomas de descontento estudiantil en la Universidad franquista. Estudiantes vinculados al PCE repartieron octavillas en el patio de la Universidad Literaria encontrando el apoyo de un grupo jóvenes socialistas y agitando las aulas al canto de «Asturias, patria querida», y a los gritos de «¡Mora la burgesia, visquen els miners!».10 La acción no encontró demasiado eco, quedando desarticulado el PCE de la Universidad.

Sin embargo, la represión que siguió a estos hechos estimuló la reorganización de los comunistas en la Universidad y la aparición de núcleos universitarios antifranquistas que desembocaron en la formación de partidos políticos democráticos y valencianistas. En 1964 se fundaba el Partit Socialista Valencià y en 1966, el Sindicat Democràtic d’Estudiants.11 De los dirigentes del movimiento estudiantil y núcleos de oposición que se fueron configurando durante esos años en la Universidad surgió parte de la élite política del último tercio del siglo XX, destacando, entre otros, Josep Vicent Marqués, Ciprià Ciscar, Eliseu Climent, Manuel Sánchez Ayuso, Emèrit Bono, Josep Guía, Josep Lluís Blasco, Rafael Blasco, Vicent Soler, Carmen Alborch, Ernest García, Alfons Cucó, Ricard Pérez Casado, etc.

1.1.1 La crisis final del franquismo (1973-1975)

Dicho esto, el contexto de cambio social y el paulatino despertar de la sociedad civil contrastaba abiertamente con las estructuras políticas de una dictadura cuya capacidad represiva continuaba inalterable. En este sentido, el Código Penal de 1944, aún vigente, constituía la piedra angular del ordenamiento jurídico de un régimen que tipificaba la huelga como delito de sedición y equiparaba la libre asociación de trabajadores como acción subversiva. Por tanto, como era de esperar, la respuesta del régimen a las huelgas mineras de 1962 fue la declaración del estado de excepción en Asturias y el País Vasco. Con la declaración del estado de excepción no solo se buscaba ahogar manu militari cualquier protesta social, sino también mantener en tensión a la sociedad y extender entre la ciudadanía una agria sensación de inquietud e inseguridad.

Pero, precisamente, en su capacidad represiva es donde residió la debilidad de la dictadura, pues su propia existencia se debió a que la legitimidad del sistema descansaba sobre el uso de todo el poder coercitivo del Estado.12 Es decir, el franquismo fue un régimen implacablemente represivo pero políticamente débil. Por ello, el mantenimiento del orden público mediante el empleo de la capacidad represiva del Estado fue el talón de Aquiles en la estabilidad de una dictadura que partía del tradicional concepto de «ley y orden», propio del pensamiento reaccionario español. El Ejército constituyó la columna vertebral de la dictadura, pero fueron los cuerpos de seguridad del Estado, la Policía Armada y la Guardia Civil, los que se emplearon a fondo en la represión de cualquier intento de oposición. Esta fue la naturaleza del Estado franquista, su verdadera cara.

Ahora bien, pese a su capacidad represiva y aparente solidez, con la crisis de Asturias, la dictadura acabó en esos años mostrando su incompetencia para resolver unos conflictos propios de una sociedad en profunda transformación, en tránsito hacia la modernidad. Y esto se constató especialmente a partir de los años setenta cuando –pese a la represión policial– «España alcanzó un nivel de conflictividad laboral comparable al de otros países capitalistas donde existía libertad sindical»,13 motivo más que suficiente para que el régimen se sintiera desconcertado e inquieto.

Así, lejos de observarse un principio de cambio de la política, los conflictos sociales, desde la más rancia tradición del pensamiento reaccionario español, continuaron siendo una mera cuestión de orden público que debía resolverse mediante el empleo de la fuerza pública. Es por esto, por su propia naturaleza política, por lo que la dictadura contribuyó a exacerbar los conflictos sociales. De hecho, el franquismo, a lo largo de toda su existencia, no tuvo más respuesta (ni más salida) para la resolución de los conflictos sociales que aplicar una severa política de orden público. De este modo, en 1971, una circular del Ministerio de Trabajo incidía en que «el conflicto laboral es siempre un problema político y de Orden Público».14 Pero por entonces el régimen estaba ya a la defensiva, aunque esta perversa doctrina continuó inspirando la política de interior de los distintos gobiernos del tardofranquismo y la transición.

En conclusión, la nueva política de reestructuración y liberalización de la economía –el desarrollismo tecnocrático–, obligada por la bancarrota económica producida por la autarquía, aceleró la transformación de la estructura económica y social de España, desarrolló nuevas fuerzas sociales y creó las condiciones históricas que permitieron la posterior crisis final franquismo. Simultáneamente, en el País Valenciano, la aparición de un renovado y potente movimiento obrero y la formación de grupos políticos de inspiración nacionalista constituyeron los mimbres con los que se fue tejiendo, a lo largo del periodo 1962-1976, todo un movimiento social compuesto por la nueva clase trabajadora industrial, sectores de las nuevas clases medias y de la burguesía, hecho con escasos precedentes en toda la historia del siglo XX valenciano.

Llegados a este punto, durante el bienio 1973-1975 el franquismo se presentaba como un régimen caduco y agotado; un sistema político que había entrado en una irreversible fase de agonía. En esos años se produjo el asesinato del presidente del Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco,15 la revolución de los claveles en Portugal y la muerte del general Franco. (Particularmente, la revolución portuguesa tuvo una influencia decisiva en las postrimerías del franquismo aumentando las contradicciones en el seno de un régimen desconcertado y en estado de shock, temeroso de que se produjera un contagio revolucionario en España).16

Consecuentemente, para las élites una transición controlada se hacía urgente e ineludible. Pero las familias políticas más influyentes del régimen, tecnócratas y falangistas, no estaban en condiciones de liderar una reforma política de transición; carecían de experiencia política, de entidad para los grandes momentos, y por su integrismo estaban incapacitados para construir un proyecto político de reforma del Estado. Estas élites no fueron plenamente conscientes de que resultaba incompatible el deseo de mantener las estructuras políticas de la dictadura –con las consiguientes contradicciones internas que esta generaba– y el desarrollo de una política económica moderna de integración en el mundo capitalista occidental. Y a todo esto, las luchas internas por el control del Estado durante el tardofranquismo (1969-1975) habían dejado a las distintas familias del régimen (incluida la del entorno de El Pardo) en una situación de desgaste, por lo que llegaban a este momento histórico en un estado de debilidad que acabó favoreciendo la vía reformista de tránsito a la democracia.

En esa tesitura se encontraron las élites al final del franquismo que, confusas y desorientadas,17 fueron incapaces –como decimos– de proceder a una reforma política que modificara la estructura política del Estado. Estas élites, con sus matices, representaron el sector más duro del franquismo, la reacción hacia una salida franquista a la crisis, una salida autoritaria que preservara «el legado político del 18 de julio» y al que el albacea del franquismo, Carlos Arias Navarro, no pudo sustraerse. Este sector, «el búnker», el más recalcitrante del franquismo, en un intento desesperado de mantener sus privilegios arremetió contra los movimientos que se producían dentro del Estado, llegando a crear –en los primeros momentos de la transición– un ambiente de crispación y tensión para una involución política y la vuelta al franquismo. Sin embargo, lo que llegó a conseguir el inmovilismo más ultramontano al postular un franquismo después de Franco fue demostrar justamente la inviabilidad de un sistema político incapaz de dar salida a la crisis de continuidad y de sucesión, que dejaba una herencia abierta en diversos frentes que tenían difícil resolución a corto plazo. Al contrario, con el paso del tiempo, los problemas habían de enconarse.

Esta fue la herencia que legaba el franquismo a la historia. En primer lugar, una crisis Iglesia-Estado y una crisis colonial –Sáhara– que situaba al sistema político en estado de demolición; en segundo lugar, el fortalecimiento de fuerzas centrífugas en los territorios periféricos –con una situación explosiva en el País Vasco– que amenazaban con destruir la cohesión territorial del Estado; y finalmente, una crisis social con un nuevo movimiento obrero organizado que aparecería sobre el escenario de la transición dispuesto a desafiar al régimen.

Todas estas circunstancias unidas ofrecían un contexto político de potencial peligro para la estabilidad política y la cohesión territorial del Estado, y consiguieron que el sistema político se fuera agrietando por los cuatro costados. Y fue el conflicto obrero el factor que más afectó a la estabilidad del régimen. De hecho, fue el movimiento obrero el que, por su tradición histórica y experiencia organizativa, consiguió, por un lado, llegar a la transición en condiciones de desafiar a la dictadura abiertamente, y por otro, erosionar la legitimidad del sistema y su credibilidad entre las clases sociales tradicionales, para las cuales el franquismo había representado una etapa de paz social sin precedentes en la historia contemporánea de España. Por tanto, lo que el franquismo acabó por demostrar en esa crisis final de 1973-1975 fue su manifiesta incapacidad para mantener el orden y la paz social, generando la convicción de que, tras la muerte del dictador, el régimen ya no podría continuar. La política de «mano dura», la represión «dura y eficaz» para mantener la paz social que tanto reclamaban los sectores sociales conservadores ya no servía en unos momentos en los que contrastaba la agonía de régimen frente a un movimiento obrero que «consiguió llevar a la dictadura a una situación insostenible e hizo que el cambio de régimen tras la muerte de Franco fuese más lejos de lo que los sectores “aperturistas” o “reformistas” podían presagiar».18

1.1.2 Las huelgas de enero-febrero de 1976

En los últimos años del franquismo el número de horas perdidas en huelgas se disparó, tanto en largos conflictos laborales como en huelgas generales, a la vez que aumentaba frenéticamente la actividad del siniestro Tribunal de Orden Público (1963-1977). La crisis social alcanzó su punto de actividad más alto con el movimiento huelguístico de enero-febrero de 1976. Ante el aumento de la conflictividad laboral, la postura que tomó la dictadura se mantuvo siempre inamovible; el régimen permaneció imperturbable a los cambios que se estaban produciendo y la respuesta a la resolución de los conflictos sociales continuó basándose en la paranoica obsesión del uso de todo el poder coercitivo del Estado para asegurar la ley y el orden, y segar de raíz cualquier tipo de contestación social. La misma existencia del Tribunal de Orden Público, especializado en reprimir cualquier actividad contra la dictadura, y la frecuencia con la que se decretó el estado de excepción durante el tardofranquismo (1969-1975) –particularmente en el País Vasco– constituyen un ejemplo de la pervivencia del pensamiento reaccionario de la derecha franquista y de cómo la oposición política, con el movimiento obrero a su cabeza, consiguió que el régimen llegara, por momentos, a sentirse amenazado.

No puede resultar extraño, por tanto, que el tardofranquismo (1969-1975) –el periodo en el que la oposición política fue creciendo entre diversos estamentos de la sociedad– fuera una de las etapas del franquismo más represivas, en la que la dictadura recurrió con mayor dureza al empleo de la fuerza pública contra cualquier movimiento de protesta social.19 En este tiempo, como ya se ha anotado, la represión y el peso de la lucha antifranquista fueron soportados por los sectores más avanzados de la clase obrera que

hicieron historia [...] y tuvieron el efecto de acorralar políticamente al régimen en mucha mayor medida que ninguna otra movilización a cargo de los partidos políticos de la izquierda. Sin ningún género de dudas, las grandes víctimas de la lucha contra el franquismo, quienes cargaron realmente con el duro peso de la tarea, fueron los obreros.20

Sobre estas premisas, el franquismo puso, irreversiblemente, la cuestión social en la primera línea de la política de Estado en un momento en el que se sentía en toda su dimensión los efectos de la crisis de 1973; una crisis que recayó con crudeza sobre la población asalariada, movilizada por los sindicatos obreros, particularmente las ilegales Comisiones Obreras, que por su presencia y penetración en las empresas y en la estructura de la organización sindical vertical llegaron a conseguir de los trabajadores una actitud reivindicativa más agresiva frente a los patronos y también una mayor conciencia de lucha a favor de las libertades democráticas y de la ruptura política.

El aumento de la carestía de la vida, con una fuerte alza de los precios en los productos de primera necesidad y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, el aumento del desempleo, con unas tasas desconocidas hasta entonces, la crisis final del sistema político y de legitimidad del franquismo, el fortalecimiento de la oposición política y el activismo de los líderes obreros en la Organización Sindical crearon las condiciones para que el movimiento obrero adquiriera experiencia política y organizativa; lo que le permitió, en 1976, protagonizar la mayor demostración de fuerza contra un régimen que se encontraba a la defensiva, pese a que mantenía intacta toda la capacidad represiva del aparato del Estado.

Las huelgas de enero-febrero de 1976 constituyeron toda una demostración de fuerza de un movimiento obrero que presionaba al Gobierno y a la patronal en exigencia de sus demandas. En palabras de quien fuera gobernador civil de Barcelona en 1976-1977, estas movilizaciones constituyeron «un pulso a las estructuras del gobierno y de seguridad del Estado, lanzado por la oposición y dirigido por el Partido Comunista y por Comisiones Obreras, con una importante aportación de las organizaciones de extrema izquierda».21

En esta coyuntura, las condiciones sociopolíticas eran las propicias para la estrategia del movimiento obrero. Los sindicatos obreros llamaban a la huelga en demanda de mejoras salariales y laborales, con acciones que desembocaban irremediablemente en movilizaciones a favor de la libertad y la amnistía. Las protestas acababan por enfrentarse a las estructuras políticas del régimen, radicalizándose y politizándose ante la incapacidad de los Sindicatos Verticales de resolver los conflictos laborables por medio de la negociación. Desde esta posición, en una crítica coyuntura de crisis económica, el desafío de las huelgas de 1976 que lanzaba la clase trabajadora al régimen fue total. El momento político era delicado; el momento histórico, excepcional.22

Con las huelgas de enero-febrero de 1976, los sectores sociales más avanzados retaron abiertamente al Gobierno de Arias Navarro. El propio ministro de Gobernación, Manuel Fraga –quien en aquellos momentos representaba para la clase política el referente del «aperturismo»–, ha escrito sobre el periodo histórico que se iniciaba: «Comenzaba una etapa difícil y decisiva, en la que todo era incierto».23 De hecho, en el Gobierno se veía la movilización obrera como un «un verdadero desafío a la estabilidad social y política».24 Para Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales, las huelgas de enero-febrero fueron «el movimiento huelguístico más importante que haya podido haber en la España contemporánea».25 En definitiva, el movimiento obrero estuvo en condiciones de forzar una ruptura con el franquismo e imponer su estrategia. Esta consistía en la apertura de un periodo constituyente que, mediante la formación de un gobierno provisional, liquidara por completo las viejas instituciones franquistas y restableciera la República, objetivo que amenazaba directamente a la estabilidad y seguridad del Estado.

1.1.3 La pugna entre «aperturistas» y «azules»: Vitoria, 3 de marzo de 1976

La conflictividad social y la tensión política alcanzaron su punto más crítico a finales de febrero y principios de marzo. En aquellos días, poblaciones enteras como Sabadell o Vitoria llegaron a convertirse en «zonas liberadas», es decir, poblaciones «en las que el Estado había perdido su legitimidad e incluso su capacidad de acción».26 De hecho, estas poblaciones «escenificaron a pequeña escala el camino que la oposición había imaginado para realizar la ruptura política».27 Al respecto, en sus memorias, Rodolfo Martín Villa anota cómo «se venía produciendo, desde primeros de año, una situación muy seria de desobediencia civil generalizada y de fervor casi prerrevolucionario, en medio de la inhibición de la autoridad gubernativa».28 El propio Manuel Fraga nos ofrece su particular (e histriónica) impresión de la crisis social, al comparar la huelga general del 25 y 26 de febrero en Sabadell con el Petrogrado de 1917, y la situación que vivía Vitoria con la experiencia de los sóviets de Rusia y el Mayo francés.29

Así pues, desbordadas las autoridades locales por el movimiento huelguístico, y por el cariz político que tomaban los conflictos laborales, el Estado era incapaz de garantizar el orden y la paz social ante la eclosión popular. En esa crítica situación, el mantenimiento del orden público se convirtió, para la autoridad gubernativa, en la cuestión prioritaria frente a cualquier asunto. El momento culminante llegó con los sucesos de Vitoria. El 3 de marzo de 1976, la ciudad de Vitoria era convocada a una huelga general cuyo origen se encontraba en el conflicto iniciado en enero de ese año por los trabajadores de «Forjas Alavesas». El conflicto a lo largo de los meses de enero-febrero se había ido extendiendo a otras industrias y empresas de la ciudad. Aquel 3 de marzo la ciudad amaneció paralizada y bajo el control de los trabajadores. Pero la reacción gubernativa no se hizo esperar. Y reaccionó con una brutalidad sin precedentes. La huelga se saldó con cinco trabajadores muertos por la policía y numerosos heridos.

¿Qué había pasado? Pues bien, el hecho es que, en los primeros momentos del movimiento huelguístico vitoriano, pese a estar bien informado el Gobierno por el empresariado alavés del cariz que estaban tomando los acontecimientos, la respuesta gubernativa fue de inhibición. Y el conflicto se les escapó de las manos. Pero, a principios de marzo, se presentó el momento para que el Estado hiciera uso de toda su autoritas para resolver el conflicto con una brutalidad que dejaba bien patente toda la capacidad coercitiva del poder del Estado.

Así, en vista de la extensión y radicalización que había alcanzado el movimiento huelguístico, el núcleo de jóvenes burócratas «azules» (que ya habían ocupado puestos clave en el engranaje del Estado como el Sindicato Vertical o los gobiernos civiles), culminó, con la crisis de Vitoria, el camino que había de situarlos en la primera línea de la política. Fue Adolfo Suárez, ministro secretario general del Movimiento (diciembre 1975-julio 1976) y cabeza de los «jóvenes azules», quien afrontó con habilidad y mano izquierda la resolución del conflicto vitoriano ante la ausencia del ministro de Gobernación, Manuel Fraga, de viaje por Alemania.

Suárez y Fraga fueron los representantes de los «jóvenes azules» y de los «aperturistas». Dos políticos de raza, surgidos de las propias entrañas del régimen, pero con dos personalidades antagónicas: uno posibilista, otro intransigente. Sobre ellos, el periodista inglés David Gilmour –testigo y buen conocedor de la España de aquellos años– hizo una interesante valoración política tomando las palabras del político francés George Clemenceu: «Poincaré (léase Fraga) lo sabe todo y no entiende nada; Brian (léase Suárez) no sabe nada y lo entiende todo». He ahí la diferencia. En opinión de Gilmour, Suárez tenía menos talento que Fraga, «pero Suárez era el hombre que el país quería, y probablemente el que necesitaba».30

Con los sucesos de Vitoria «aperturistas» y «reformistas» saldaron sus diferencias, las dos facciones que se disputaban el poder en el interior del Estado, pugna que se resolvió a favor de estos últimos –el sector más dinámico y posibilista del régimen–, al dar un golpe de mano con la resolución de la crisis vitoriana imponiendo, la autoridad y el orden, lo que reforzó su posición dentro del Estado y debilitó a los otros sectores, «el búnker» y los «aperturistas». En palabras de Xavier Casals, Vitoria fue la fosa de Fraga y el pedestal de Suárez.31 De esta forma, ganaron los «jóvenes azules» la partida a los «aperturistas».

1.1.4 El movimiento obrero valenciano en 1976

En línea con los nuevos enfoques que la historia social está aportando al conocimiento de la transición, puede afirmarse que las condiciones para la ruptura que reivindicaba la oposición política llegaron a producirse en forma de crisis social en el ámbito local. Pero esta situación de ruptura en el País Valenciano no se dio. El movimiento obrero liderado por las CC. OO., verdadero nervio de la oposición antifranquista, había cargado con todo el peso de la lucha antifranquista condicionado por la dificultad de formar una alianza de todas las fuerzas de la izquierda y los sectores sociales moderados. Aun así, el movimiento huelguístico valenciano de enero-febrero de 1976 demostró la existencia de un movimiento obrero autóctono potente y dinámico aunque, repetimos, no alcanzó la fuerza y el empuje suficientes que le permitieron situarse en posición de liderar un proceso de ruptura política con el franquismo a nivel local.

Las movilizaciones obreras de enero-febrero de 1976 en el País Valenciano se caracterizaron por una serie de elementos comunes al movimiento huelguístico de toda España: la masiva participación de trabajadores, la profundización de los conflictos tanto en la empresa como a niveles sindicales, la extensión de la conflictividad a todos los sectores laborales, la politización de los conflictos y la ruptura de los trabajadores con la Organización Sindical,32 se plasmaron, según Jesús Sanz, en «tres objetivos enormemente relacionados entre sí: la descongelación salarial, la amnistía, y la constitución de un sindicato obrero».33

Las principales características de ese movimiento fueron dos: el carácter asambleario en la toma de las decisiones y la solidaridad ciudadana a sus reivindicaciones, que encontró un apoyo activo y militante entre los movimientos sociales y ciudadanos.34 Rápidamente se extendió el movimiento huelguístico a todos los sectores laborales a raíz de la convocatoria de huelga de los obreros de la construcción, el metal y el textil, celebrándose multitudinarias asambleas en los centros de trabajo y en la calle. Las protestas y manifestaciones llegaron a ser numerosas a lo largo de todo el País Valenciano, especialmente en las poblaciones industriales de las provincias de Valencia y Alicante. Uno de los momentos más críticos se produjo en Elda, el 24 de febrero de 1976, con la muerte por disparos de la policía armada del joven trabajador del textil Teófilo del Valle, hecho que conmocionó a la opinión pública valenciana.35

En esos días, el diario Las Provincias –rotativo monárquico-conservador y decano de la prensa valenciana– seguía con atención las huelgas convocadas en los sectores de la construcción, el metal y el textil que se extendieron a todos los sectores, particularmente a la banca, la enseñanza y la sanidad. El conflicto laboral estallaba con el paro y la movilización de los trabajadores por mejoras laborales y sindicales, llegándose a saldar el conflicto, ante la intransigencia patronal, con despidos, detenciones y enfrentamientos entre los huelguistas y las fuerzas del orden, y con continuos paros y encierros en la Universidad contra el proyecto de reforma universitaria del Gobierno de Arias Navarro, que se traducía a favor de «la autonomía universitaria y la gestión democrática de la universidad»,36 por la amnistía de «los presos políticos y sindicales»37 y en apoyo a las demandas de los trabajadores.

El mismo 16 de enero de 1976 varios miles de personas se manifestaron por el centro de Valencia, «en su mayoría estudiantes y obreros de diversos sindicatos»,38 hecho que causó un enorme impacto en la sociedad valenciana. Según informa Las Provincias, al grito de los manifestantes de «amnistía y libertad», la policía realizó numerosas cargas policiales por diversos puntos del centro de la ciudad para impedir la manifestación. Entrada la noche, dos personalidades, Manuel Broseta y José Antonio Noguera Puchol, entregaron al presidente de la Audiencia Territorial un escrito con alrededor de 40.000 firmas solicitando la amnistía.39 La manifestación fue toda una demostración de fuerza del antifranquismo, prueba de que los partidos políticos de la oposición estaban en una fase de unidad de acción, próxima a la formación de una plataforma unitaria de oposición al régimen.

Poco después, el 12 de febrero, alrededor de 150.000 trabajadores en Valencia y su provincia secundaban la convocatoria de huelga general convocada por unos sindicatos obreros aún ilegales. La ciudad de Valencia amaneció ese día «con un notable descenso en su actividad habitual»,40 a lo que siguió una jornada de paros, asambleas y acciones en los centros de trabajo, ampliamente respaldada por todo un movimiento social y ciudadano (asociaciones de vecinos, de mujeres, comerciantes, profesionales, etc.).

Pero, a diferencia de los casos de Sabadell o Vitoria, en el País Valenciano no se llegó a alcanzar el nivel de conflictividad social que permitiera que el movimiento obrero encabezara un proceso de ruptura a nivel local de las estructuras políticas de la dictadura. Es decir, no se dieron las condiciones para que se produjera un escenario de conflicto social que provocara una situación de crisis política como la de Vitoria o Sabadell. La salida a la dictadura, con la cuestión social de fondo, había de resolverse de otra forma. La potencial amenaza al régimen acabó apareciendo por otros derroteros –la fuerza con la que las tesis fusterianas prendieron entre los sectores sociales más dinámicos y modernos de la sociedad, la juventud, las nuevas clases medias y la burguesía demócrata y autonomista–; factor que dotó de particularidad a la oposición política valenciana.

Así pues, y a la vista de lo examinado hasta el momento –respecto al frágil contexto político general que se dio entre finales de febrero y principios de marzo–, ha de hablarse de una crisis política que afectó al Estado y a la sociedad, una crisis que se traduce, por un lado, en la quiebra del sistema político franquista, de un régimen en estado de descomposición; y por otro, en la aparición de elementos de ruptura en el ámbito local, con un movimiento obrero organizado y desafiante.

1.2 LA RAZÓN DE ESTADO Y LA ÉLITE REFORMISTA

La solución a la crisis política exigía otras fórmulas; otra política para hacer frente a la conflictividad social que tanto había erosionado la credibilidad del régimen entre las clases sociales tradicionales, acelerando su descomposición a lo largo del periodo 1973-1975. El momento histórico requería un nuevo perfil de político para la resolución de la crisis; un político con un moderno sentido de Estado y una clara visión de la realidad política.

Era la razón de Estado la que reclamaba el concurso de otros hombres muy alejados del ideal franquista «de acatamiento al mando y de imperturbable fidelidad a los principios del 18 de julio de 1936». Ese nuevo tipo de político, surgido desde las mismas entrañas del Estado, compartía las mismas propiedades que los «aperturistas» y «las viejas camisas azules» –el respeto a la ley y el orden–, adscribiéndose a una nueva élite política que, con su experiencia y juventud, y con el conocimiento de las estructuras del Movimiento, entendía de otra forma la política de Estado. Era este un nuevo político que había ido tomando conciencia, desde los años sesenta, de la necesidad de un cambio que adecuara las estructuras políticas a la realidad social del país. Esa visión de la política la sincretizó muy bien el joven Adolfo Suárez (1932-2014) cuando, en julio de 1976, recién nombrado presidente del Gobierno, se dirigió por televisión al país para exponer su programa de reforma política: «Elevar a la categoría política normal lo que a nivel de calle es plenamente normal».

Este tipo de político conformó la nueva élite que se situó históricamente en condiciones de proceder a la reforma desde el interior del régimen, una clase política constituida por altos funcionarios de la Administración con conexiones con el mundo de las finanzas, altos cargos del Estado estrechamente relacionados con la Corona, funcionarios procedentes en buena parte de la burocracia sindical y políticos de segunda fila que habían alcanzado, incluso, responsabilidades de gobierno durante el tardofranquismo.

Y esta nueva clase política buscó el acercamiento, o cuando menos la comprensión del poder económico a sus posiciones. En ese sentido, resultaban expresivas, las palabras de Miguel Primo de Rivera en una cena privada a un grupo destacado de miembros del mundo de la banca:

No soy sospechoso [...] sobre mis vinculaciones al régimen que surgió el 18 de julio de 1936. Por eso afirmo que no podemos continuar durante mucho más tiempo con las actuales instituciones políticas, con las estructuras vigentes, sin reformarlas puesto que la Monarquía debe ser de todos y yo soy el primero en decirlo, con mi historia y mi apellido. Para ello, es necesario que cada uno ponga de su parte cuanto sea necesario para conseguirlo.41

1.2.1 Los «jóvenes azules» y la nueva política

Desde comienzos de los años sesenta se había estado formando, en torno al ministro secretario general del Movimiento, Fernando Herrero Tejedor (diciembre 1973-junio 1975), un núcleo de jóvenes políticos del Movimiento y la Organización Sindical al que pertenecían Rodolfo Martín Villa, Jesús Sancho Rof, Juan José Rosón, Gabriel Cisneros, etc. Entre estos jóvenes destacaba Adolfo Suárez, quien llegaría a ser ministro del Movimiento con Arias Navarro (1975-1976). Eran jóvenes procedentes del Sindicato Español Universitario (SEU) o de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) que no habían hecho la guerra, pertenecientes a la generación del príncipe Juan Carlos, con una nueva mentalidad, un moderno concepto de servicio al Estado y un sentido weberiano de la política como profesión.

En la sociología de Max Weber, las cualidades que permiten al político profesional estar a la altura de la responsabilidad encomendada son tres: el sentido de la responsabilidad como entrega a una causa, la pasión para que la causa se oriente a la acción y la mesura como actitud de saber guardar las distancias. Para Weber, el político profesional ha de realizar su trabajo sine ira et studio, desde la fidelidad personal propia del servidor público y con una fe inquebrantable en la autoridad del Estado. El político profesional aparece así como «servidor del jefe», sin condiciones, colocándose al lado del Príncipe, haciendo del servicio a la política un ideal y un medio de ganarse la vida.42 Nos encontramos ante un nuevo tipo de político, consciente de la necesidad de adaptar las instituciones a los nuevos tiempos, muy lejos del franquista redomado «fiel a los principios del 18 de julio». Para este nuevo político, la satisfacción personal en su ejercicio radicaba en el sentimiento de responsabilidad y de servicio al poder constituido.

Así eran los «jóvenes azules». No llegaron a involucrarse plenamente en las luchas intestinas del régimen a la espera de aprovechar el momento para situarse en los puestos claves del aparato del Estado. Eran posibilistas, pero firmes en su inquebrantable lealtad a la autoridad del Estado (la monarquía); enérgicos en sus convicciones, pero con la necesaria dosis de pragmatismo para la toma de decisiones en el momento oportuno. Su pensamiento podría reducirse a los intereses de la política de Estado, por lo que carecían del espíritu doctrinario del falangista puro, cuestión que les permitía una gran capacidad de adaptación a la compleja realidad de la política moderna. El perfil político de estos «jóvenes azules» se reducía a una gran vocación política y a una desmedida ambición de poder.

Y es la misma ambición de poder, según Maquiavelo, el impulso básico que determina los fines y los objetivos de la política moderna. Para Maquiavelo, los fines están subordinados «a un fin más alto», por lo que cualquier medio, ya sea moral o inmoral, es legítimo si con ello se consigue el objetivo político. En la inmoralidad de los medios para alcanzar los fines encontramos al Maquiavelo cínico de la política, y desde esta consideración, entendido el Estado como entidad que se sitúa por encima de los intereses del individuo, la razón de Estado adquiere todo su significado.

Estos nuevos políticos, entre las diversas facciones y familias del régimen, tenían un sentido práctico de la situación sociopolítica del país y de la necesidad de una reforma política que adaptara las instituciones del Estado a la nueva realidad social española. De entre todos estos jóvenes políticos surgidos del Movimiento, Adolfo Suárez se ajustaba al perfil requerido por el rey para sacar adelante el proyecto reformista.43 Suárez era un joven inteligente y ambicioso que se había labrado con tesón su carrera política dentro del régimen y poseía buenas dosis de realismo que le permitían intuir el pulso político de la España de los años setenta. En palabras de un estrecho colaborador, Suárez era «un hombre programado pura y simplemente para la política».44 Sin embargo, al presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, Suárez «le planteaba dudas morales sobre los límites de su ambición», pese a que él mismo y el rey lo tenían como un político disciplinado, con una valoración política que por encima de «la brillantez y el talento primaba la lealtad y la capacidad de ejecución de un proyecto previo».45

En el libro de Pilar y Alfonso Fernández-Miranda podemos leer:

Torcuato Fernández-Miranda lo veía [a Suárez] como un hombre inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seducción y por tanto de diálogo; suficientemente comprometido con el régimen como para eludir las presiones de la extrema derecha; suficientemente joven como para que tal compromiso fuera relativo y le permitiese abrir un diálogo con la izquierda, y suficientemente permeable como para aceptar sin reticencia las órdenes de la Corona. Es decir, un presidente «abierto y disponible».46

Jesús Ynfante, en su libro sobre el poder del Opus Dei en España publicado en 1970, hace referencia a la figura del joven Adolfo Suárez, quien en los inicios de su carrera política «fue designado por su piedad presidente de la Acción Católica de la ciudad de Ávila, y por sus relaciones, secretario del gobernador civil cuando Herrero Tejedor ocupaba el puesto». Las palabras de Ynfante sobre Suárez resultarían premonitorias al percibir a Suárez como una de las figuras «valiosas y necesarias» de la administración franquista, y «cuyo empuje y ambición políticas, no han pasado desapercibidas», considerándolo «un valor que promete en la cantera de hombres políticos de recambio del régimen franquista [...] reserva para un futuro más o menos inmediato».47

1.2.2 Torcuato Fernández Miranda, eminencia gris de la reforma

Llegados a este punto, no se puede dejar pasar por alto el papel de una figura de primer orden en la política del momento: Torcuato Fernández-Miranda (1915-1980), la eminencia gris de la reforma política. Catedrático de Derecho Político, procurador en Cortes, ministro y vicepresidente del Gobierno, fue el paradigma de hombre de Estado; muy buen conocedor de los entresijos de la alta política y del Estado, creador del proyecto para la reforma política a la que dedicó todo su esfuerzo desde que fue designado presidente de las Cortes en diciembre de 1975. Fernández-Miranda, «excepcional personaje de la política, mitad florentino, mitad asturiano»,48 se correspondía al político clásico de leyes, un estratega de la alta política con un sentido técnico del Derecho, sentido que mostraba a través de su aguda dialéctica y su fina ironía.

Fernández-Miranda constituye la más lógica expresión maquiavélica de «científico de la política». Su saber político, recopilado desde la descripción fría y detallada de los hechos, lo pone al servicio de los más altos intereses del Estado. Desde esta visión, la política tiene un estricto sentido instrumental, independiente de las normas morales aplicables a la ética, por lo que no entra en la política la consideración de si son justos o injustos los medios. La política se presenta así como el arte de gobernar, en el sentido de obrar correctamente en virtud de la observación y el análisis concreto de los hechos, para la consecución de los más altos intereses del Estado.

La Ley para la Reforma Política de Fernández-Miranda supuso el principio político y jurídico para la reforma de las estructuras políticas del fran-quismo «“de la ley a la ley”, sin quiebra formal de la legalidad y por tanto, sin destruir el Estado, ni el orden ni la paz civil».49 Fernández-Miranda, desde el más estricto sentido jurídico-formal, entendía la reforma política «con un escrupuloso respeto hacia la legalidad vigente, el tránsito ordenado de la Ley a la Ley»50 y no concebía –influido por la doctrina de Carl Schmidt– ni un ápice de cesión en la autoridad del Estado frente a la presión a que pudiera estar sometido desde el exterior, ni deterioro o muestra de debilidad que pudiera afectar a sus instituciones.51 «De la Ley a la Ley» expresaba de forma clara y precisa el espíritu de la reforma política. De hecho, Fernández-Miranda no se desviaba un ápice del consejo de Maquiavelo: «No olvidar las leyes de sus antepasados y amoldarse a los tiempos».52

1.2.3 El País Valenciano y Cataluña: un objetivo, dos estrategias

Sin lugar a dudas, el fin de la reforma política consistió en preservar la continuidad de la organización estatal, desmantelando el viejo y obsoleto sistema político franquista, adecuando la estructura y el poder del Estado a las exigencias de la nueva realidad de la sociedad española. La estrategia a seguir consistió en situar al Gobierno en posición de tomar la iniciativa ante una izquierda cada vez más activa y desafiante, sin provocar graves alteraciones en lo social y político.

Los reformistas, formados en las estructuras del Movimiento y los gobiernos civiles, con larga experiencia en la política de Estado, habían entendido perfectamente el curso de los nuevos tiempos y la forma que debía tomar el proyecto para la reforma política, «la única vía no revolucionaria»53 de transición a una moderna democracia. Esta era la percepción que se tenía desde las más altas instancias del Estado en cuanto a la reforma del franquismo.

A partir de julio de 1976, los «jóvenes azules» se pusieron a trabajar en la reforma del sistema político franquista con el sentido puesto en el mantenimiento del orden público que garantizara la paz social, la estabilidad y la cohesión territorial del Estado. Dieron muestra de las dos cualidades innatas al político profesional al servicio de las más altas instancias del Estado: la determinación y la osadía para resolver; por un lado, una situación incierta ante un adversario que se medía con las mismas fuerzas («el problema catalán»); y por otro, una situación confusa frente a un adversario amenazante que el desarrollo de los acontecimientos lo condenaría, irremediablemente, a la derrota –el País Valenciano–. Y es que habían sido ya la determinación y la osadía de estos «jóvenes azules» en la resolución de la cuestión social (los sucesos de Vitoria) lo que les acabó otorgando la credibilidad y el respaldo necesarios para llevar adelante el proyecto de reforma frente al envite de la oposición política y las resistencias al cambio, desde dentro del régimen, por parte de los sectores más inmovilistas, resistencias que ya eran enormes a finales de 1976.

Llegados a las elecciones del 15 de junio de 1977, con la formación de unas Cortes constituyentes y una mayoría de gobierno, la prioridad gubernamental se encaminó a afrontar en toda su amplitud el proceso de descentralización del Estado y frenar las apetencias de autogobierno de los territorios periféricos. Así, Suárez procedió a desplegar la «estrategia del zorro» para imponer su política: el uso de la astucia y de la audacia para «romper el bloque opositor, y hacerlos caminar individualmente, negociando por separado con cada una de las fuerzas».54 Y en este sentido, la política del Gobierno de Suárez tuvo un solo y único objetivo: neutralizar el avance de las propuestas federalistas en Cataluña y en el País Valenciano. A tal fin, desplegó una estrategia de divide et impera que le permitió debilitar a los partidos de la oposición y minar su apoyo social, lo que permitió al Gobierno tomar la iniciativa política en dos territorios donde la UCD había perdido las primeras elecciones democráticas.

Ahora bien, la ejecución de esta estrategia fue desigual para Cataluña y el País Valenciano. Pero analizado el desarrollo de la reforma en ambos territorios resultó todo un éxito político para el Gobierno de Suárez, quedando sellada en el artículo 145.1 de la Constitución de 1978, por el que se prohíbe la federación de comunidades autónomas. Y es que la cuestión sobre la federación –en opinión del dirigente de la UCD-Valencia, Vicente Garrido– preocupó en Madrid. El artículo 145.1 de la Constitución obedeció exclusivamente a la necesidad de impedir la federación de territorios, necesidad agravada por la incomprensión que se tenía en Madrid de la realidad valenciana.55

De esta forma, con la táctica de movimiento a corto plazo, el Gobierno de Suárez, con habilidad y resolución, forzó a la izquierda catalana al pacto mediante la restauración de la Generalitat (la única institución republicana restaurada con la Monarquía). Y en el País Valenciano, con premeditación y alevosía, se sumó a la vorágine anticatalanista que condujo a la sociedad valenciana a un conflicto de una extraordinaria radicalidad en torno a las señas de identidad. Concretamente en el País Valenciano se consiguió –en opinión de Salvador Blanco, concejal comunista del Ayuntamiento de Valencia (1979-1983)– que, siendo hegemónica la izquierda en 1977 y 1979, «retrocediera ésta a la presión de la derecha y sucumbiera a través de la guerra de los símbolos».56

La ejecución de esta estrategia en ambos territorios, estrictamente dirigida a preservar la seguridad y cohesión territorial del Estado, exigió tomar la iniciativa política por cualquier medio para fortalecer la autoridad del Gobierno. Esta estrategia gubernamental, tan distinta en sus formas pero tan similar en su contenido, constituyó en sí las dos caras de una misma moneda. El resultado fue que el Gobierno de Suárez fortaleció su autoridad en Cataluña y el País Valenciano en unos momentos de incertidumbre para los más altos intereses del Estado y acabó por imponer su proyecto marcando el tempo político. En Cataluña el Gobierno neutralizó a la izquierda forzándola al pacto. De hecho, la política pactista en Cataluña fue desarrollada con la inteligencia y la habilidad que el momento histórico exigía para hacer frente al «problema catalán», una política de pacto de Estado basada en el acuerdo entre los reformistas de Madrid y Josep Tarradellas, «president de la Generalitat» en el exilio, símbolo de la libertad del pueblo de Cataluña.

Sin embargo, la situación en el País Valenciano exigió otras formas, otra política desde el poder central para un territorio que aparecía como seria y potencial amenaza a la cohesión territorial del Estado. La misma estrategia del pactismo fracasó al instrumentalizar la UCD el anticatalanismo para literalmente despedazar al bloque opositor. De hecho, pese a la errática política autonomista de la UCD (debida a la heterogeneidad ideológica de los grupos, los personalismos y el presidencialismo de Suárez), no hubo fisuras dentro de la UCD de cara a la vía que debía tomar el País Valenciano para la consecución del autogobierno y de la estrategia política a seguir. La estrategia del anticatalanismo, aplicada específicamente en el País Valenciano, resultó determinante para la cohesión del Estado, el desarrollo del mapa autonómico (en una coyuntura dominada por el auge de los nacionalismos periféricos) y la consolidación del sistema democrático, lo que condicionó históricamente el desarrollo de lo que será la Comunidad Valenciana.

La UCD instrumentalizó el anticatalanismo para dividir en dos campos antagónicos a la sociedad civil valenciana con el fin de obtener rédito electoral. Esta estrategia fue aplicada, con saña y atrevimiento, a la complicada política valenciana. Además, la forma con la que se desplegó fue inmisericorde, lejos de la cautela con la que el Estado afrontó «el problema catalán»; lo que pone en evidencia el desdén y la indiferencia con que siempre se ha entendido desde Madrid «la cuestión valenciana».

El anticatalanismo llegó a crear un ambiente de amenaza y terror entre sectores de la opinión pública valenciana ante un pretendido enemigo interior («los catalanistas») y exterior («la plutocracia capitalista catalana»); un estado de permanente excitación en sectores de la sociedad civil (la gran mayoría silenciosa) que socavó las posiciones de los partidos políticos democráticos y la legitimidad del nuevo poder político que se estaba constituyendo en el ámbito municipal y autonómico. El anticatalanismo, surgido de los antiguos sindicatos verticales y del Movimiento, fue utilizado hábilmente por la UCD valenciana por intereses partidistas en una delicada coyuntura de crisis política y social. En esta estrategia fueron claves el catedrático de Derecho Mercantil, Manuel Broseta, y el vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell. De hecho, según el diputado comunista Emèrit Bono, el vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell

pensava que eixe blaverisme era una realitat social d’un sector de la societat molt extremista que ell sí s’havia (sic) que procedia de l’Antic moviment, o siga, dels Sindicats; i que ell creia que la UCD tenia que donar-li la «causió» (sic) pertinent, «causió» (sic) és sempre concessió finalment de coses a eixe blaverisme, això és lo que ell pensava.57

Lo cierto fue que, escenificada esta estrategia en el marco de la transición, acabó en tragicomedia. La política se convirtió en una lucha en torno a las señas de identidad al incitar la ira popular contra los partidos políticos. El miedo se extendió por todo el cuerpo social al reavivarse el «fantasma del anticatalanismo». De ello son bien ilustrativas unas declaraciones de Emilio Attard que han acabado por pasar a los anales de la insidia y la ignominia de la política valenciana: «Para aglutinar a los valencianos hay que sacar el fantasma del anticatalanismo».58 El clima de tensión y conflicto civil generado fue difícil de soportar por el conjunto de la sociedad valenciana; un conflicto que acabó con las posibilidades de alcanzar la hegemonía social –en el tránsito al nuevo orden político–, de una alianza entre la izquierda, los sectores más vanguardistas de la cultura, las clases medias progresistas y la facción liberal y europeísta de la burguesía valenciana. En la destrucción de ese bloque social de progreso se encuentra el nudo gordiano de la transición valenciana.

Así, en 1977, el camino que llevó a los valencianos al conflicto civil ya estaba expedito. Se había abierto para el País Valenciano un expediente de trámite de urgencia con un solo objetivo: reconducir el proceso autonómico al dinamitar el acceso a la plena autonomía a través del art. 151 de la Constitución, por el cual el País Valenciano se equiparaba a las nacionalidades históricas. Y es que el contexto político ofrecía las condiciones para que el Consell preautonòmic impulsara el acceso al autogobierno a través del art. 151, cuestión simbólica y que formalmente constituía la ruptura política en el País Valenciano. La posibilidad era real, pero el proyecto resultaba demasiado ambicioso para la UCD. El ingreso de Broseta en la UCD-Valencia de la mano de Emilio Attard así como el desembarco de Abril Martorell en la presidencia regional del partido fueron determinantes. La UCD-Valencia consiguió con el anticatalanismo ahogar el sentimiento autonomista de la sociedad valenciana y reconducir el proceso autonómico por la vía del art. 143 de la CE.

De este modo, la traición pasó a ser la nota dominante de la turbulenta política valenciana entre unos políticos ansiosos por no perder posición en el nuevo orden político. La derecha valenciana se arropó por toda una infantería de publicistas, catedráticos y periodistas que, en el papel de voceros de la catástrofe y profetas del Juicio Final, desempeñaron un papel destacado por sus arengas y escritos de estilo panfletario, alentando el resentimiento y las más bajas pasiones entre el pueblo con el fin de descabezar a la izquierda, hegemónica en el País Valenciano, y hacer saltar por los aires el acceso a la autonomía a través de la vía del art. 151 en una coyuntura política crítica en la que «la cuestión valenciana» pesaba enormemente sobre la forma de tránsito hacia la democracia. El resultado fue toda una «desfeta» para las fuerzas políticas y sociales que habían formado la oposición antifranquista, y de la cual la sociedad valenciana parece no haberse resarcido.59 Descifrar históricamente las claves de la transición valenciana ayudará a las nuevas generaciones a comprender la sociedad y la política de la Valencia de principios del XXI.

1 Xavier Domènech: «El cambio político (1962-1976). Materiales para una perspectiva desde abajo», Historia del Presente, 1, 2002, p. 48.

2 J. Alberto Gómez Roda: Comisiones Obreras y represión franquista, Valencia, PUV, 2004, p. 15.

3 Ibíd., p. 14.

4 Ibíd.

5 Ibíd., pp. 73-77.

6 Ibíd., p. 13.

7 «Treball i ciutadania. Comissions Obreres del País Valencià. 1966/2006», Confederación Sindical de CC. OO. del País Valenciano, Valencia, 2007, p. 4.

8 J. A. Gómez Roda: Comisiones Obreras..., p. 11. La cursiva es del original.

9 Ernest Lluch: La vía valenciana, Valencia, Eliseu Climent editor, 1976, p. 14.

10 Para un testimonio personal véase Josep Vicent Marqués: Tots els colors del roig, Valencia, 3i4, 1997, pp. 34-38. Asimismo, véase Benito Sanz Díaz: Rojos y Demócratas. La oposición al franquismo en la Universidad de Valencia. 1939-1975, Valencia, CC. OO.-PV, 2002, pp. 78-79, y Benito Sanz Díaz y Miquel Nadal: Tradició i modernitat en el valencianisme, Valencia, 3i4, 1996, pp. 95-98.

11 B. Sanz Díaz: Rojos y Demócratas..., pp. 75-124.

12 Nicolás Sartorius y Javier Alfaya: La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco, Madrid, Espasa-Calpe, 1999, pp. 235 y ss.

13 J. A. Gómez Roda: Comisiones Obreras..., p. 12.

14 Ibíd.

15 X. Casals: La transición española..., pp. 25-74.

16 Josep Sánchez Cervelló: La revolución portuguesa y su influencia en la transición española (1961-1976), Madrid, Nerea, 1995, pp. 257-344.

17 Manuel Fraga Iribarne: En busca del tiempo servido, Barcelona, Planeta, 1987, p. 62.

18 J. A. Gómez Roda: Comisiones Obreras..., p. 13.

19 N. Sartorius y J. Alfaya: La memoria insumisa..., pp. 238-290.

20 Victoria Prego: Así se hizo la Transición, Barcelona, Plaza & Janés, 1995, p. 92.

21 Salvador Sánchez Terán: La Transición. Síntesis y claves, Barcelona, Planeta, 2008, p. 80.

22 M. Fraga Iribarne: En busca..., p. 25.

23 Ibíd., p. 23.

24 Ibíd., p. 25.

25 V. Prego: Así se hizo..., p. 381.

26 Javier Tusell y G. G. Queipo de Llano: Tiempo de incertidumbre. Carlos Arias Navarro entre el franquismo y la Transición (1973-1976), Barcelona, Crítica, 2003, p. 294.

27 X. Domènech: «El cambio político (1962-1976). Materiales para una perspectiva desde abajo», en Historia del Presente, 1, 2002, p. 64.

28 Rodolfo Martín Villa: Al servicio del Estado, Barcelona, Planeta, 1984, p. 26.

29 M. Fraga Iribarne: En busca..., p. 38.

30 David Gilmour: La transformación de España, Barcelona, Plaza y Janes,1986, p. 162.

31 X. Casals: La transición española..., pp. 192-194.

32 Jesús Sanz: El movimiento obrero en el País Valenciano (1939-1976), Valencia, Fernando Torres-editor, 1976, p. 213.

33 Ibíd., p. 214.

34 Ibíd., pp. 215 y ss.

35 Las Provincias, 26 de febrero de1976.

36 Ibíd., 12 de enero de 1976.

37 Ibíd., 10 de enero de 1976.

38 Ibíd., 17 de enero de 1976.

39 Ibíd.

40 Gaceta de Derecho Social, 66, noviembre de 1976, pp. 28-31.

41 Alfonso Osorio: De orilla a orilla, Barcelona, Plaza y Janés, 2000, p. 105.

42 Max Weber: El político y el científico, Madrid, Alianza,1987, pp. 91 y ss.

43 Para una visión crítica de la personalidad política de Adolfo Suárez, véase, Gregorio Morán: Adolfo Suárez. Historia de una ambición, Barcelona, Planeta, 1979, y Javier Cercas: Anatomía de un instante, Barcelona, Mondadori, 2009.

44 D. Gilmour: La transformación..., p. 144.

45 Pilar y Alfonso Fernández Miranda: Lo que el Rey me ha pedido. Torcuato Fernández-Miranda y la Reforma Política, Barcelona, Plaza & Janes, 1995, p. 23.

46 Ibíd.

47 Jesús Yfante: La prodigiosa aventura del Opus Dei. Génesis y desarrollo de la Santa Mafia, París, Ruedo Ibérico, p. 198.

48 R. Martín Villa: Al servicio..., p. 50.

49 P. y A. Fernández Miranda: Lo que el Rey me ha pedido..., p. 17.

50 S. Sánchez Terán: La Transición..., p. 261.

51 G. Morán: Adolfo Suárez..., p. 321.

52 Nicolás Maquiavelo: El Príncipe, Madrid, Temas de Hoy, 1994, s. p.

53 P. y A. Fernández Miranda: Lo que el Rey me ha pedido..., p. 18.

54 G. Morán: Adolfo Suárez..., p. 331.

55 Vicente Garrido Mayol: Del roig al blau. La transició valenciana (registro vídeo), Valencia, Universitat de València, 2004.

56 Entrevista del autor a Salvador Blanco Revert, 3 de enero de 2008, Valencia.

57 Emèrit Bono: Del roig al blau. La transició valenciana (registro vídeo), Valencia, Universitat de València, 2004.

58 Valencia Semanal, 42, 15-22 de octubre de 1978.

59 «Comodidad Valenciana: un pueblo desmovilizado», Levante, 1 de diciembre de 2009.

Anticatalanismo y transición política

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