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2. El hombre como principio del imperativo categórico

A fin de cuentas, las clásicas críticas filosóficas a la ética kantiana (su “formalismo”, el problema de la “indeterminación” de la ley moral), aun fundadas todas en la “confusión hegeliana” como decía Eric Weil1, parecen más penetrantes que cualquier balbuceo del sentido común. Al menos porque son capaces de entender, en mayor o menor medida, que es la propia filosofía práctica de Kant, y no su “aplicación” a los tiempos que corren, la que, en el momento mismo de introducir el imperativo categórico, pone en crisis el humanismo y suspende todo consenso moral respecto del valor presupuesto de la persona humana.

Kant nos advierte claramente que el principio de la humanidad como existencia racional, fin absoluto para sí mismo y para los otros, en la medida en que pretenda establecerse como el principio supremo de la moralidad, no debe fundarse en ningún saber acerca de la naturaleza humana2. Con el fin de evitar la antropología o el antropologismo, Kant reduce el hombre al concepto de ente racional, conservando aquello que, del concepto de hombre, no puede derivar de la mera experiencia (del concepto de su naturaleza particular), sino que solo de la razón pura (cuyo estatuto irreductiblemente formal es el que, conforme a su indeterminación, termina supuestamente por instituirse como principio inhumano…).

Ahora bien: es obvio que si el imperativo categórico en su formulación concerniente a la humanidad como fin en sí no puede ser fundamentado a través de ningún tipo de saber antropológico sobre la naturaleza humana, se pone en entredicho el sentido, el alcance o la pertinencia de esta formulación. Si el “hombre” no puede ser definido más que como un “ente racional”, y la humanidad que se presenta como objeto de respeto no más que como “racionalidad”, ¿qué podría aportarnos de realmente novedoso esta formulación, y que no lo hayan aportado ya las otras, que, al ser más “formales”, enuncian o expresan mejor la naturaleza del vínculo que mantienen voluntad subjetiva y ley moral —a saber, la obligación—, y cuál es su importancia desde el punto de vista de la fundamentación de la metafísica de las costumbres?

Averiguar si los imperativos categóricos son o no posibles no es algo que pueda decidirse en virtud de ejemplos extraídos de la experiencia (no puede haber ningún testimonio exterior del móvil de la acción moral propiamente dicha, ésta puede siempre derivar de un imperativo condicionado), sino solo por medio de una investigación acerca de su posibilidad a priori (GMS, Ak., IV, 417 y ss.). La dificultad para captar esta posibilidad es considerable, debido a que se trata de una proposición sintética a priori (expresada como principio práctico universal y necesario). Cierto, este principio tiene sentido por sí mismo (fe de ello dan los ejemplos que ofrece Kant, sobre el suicida, el endeudado, el ocioso y el mal amigo, cuyas soluciones resultan de un análisis formal o lógico del querer); pero no puede decidirse todavía “si en general lo que se llama deber no es un concepto vacío” (GMS, Ak., IV, 421), en el sentido de carente de una realidad o de una referencia que pudiera ofrecer una determinación objetiva a su sentido. La pregunta de Kant es la siguiente: ¿acaso el principio práctico (debo querer lo que puedo querer universal y necesariamente) posee no solo una realidad lógica, sino también una realidad efectiva para el sujeto? ¿Acaso si escojo contradecir el principio práctico lo transgredo al mismo tiempo, efectivamente? ¿“Reconocemos realmente la validez del imperativo categórico” (GMS, Ak., IV, 423)? ¿Contiene el deber “un sentido y una legislación real para nuestras acciones” (GMS, Ak., IV, 424)? El problema es que estas preguntas tampoco pueden solucionarse con la ayuda de una antropología, que se limitaría a determinar el deber de acuerdo a lo que la naturaleza humana puede querer. ¿Cuáles pueden ser el sentido y la realidad del deber determinado por el querer puro, formal, universal y necesario de la voluntad? Se podría responder a esta pregunta si pudiera señalarse un ente que estuviera ligado a priori a un tal querer. Un ente cuya voluntad individual o subjetiva pudiera querer determinarse a sí misma, ser ella misma el fin de su querer. La existencia de ese ente —es decir, el querer puro mismo en el proceso o en acto de quererse a sí mismo como fin— constituiría por sí misma el sentido y la realidad del deber. De ahí que pueda establecerse:

Supuesto que haya algo cuya existencia tenga en sí misma un valor absoluto; que, como fin en sí mismo pueda ser un principio de leyes determinadas; en eso, y únicamente en eso solo ha de reposar el fundamento de un imperativo categórico posible, esto es de una ley práctica (GMS, Ak., IV, 428).

Se entiende entonces que el fundamento de la determinación de la voluntad no puede ser alcanzado mientras no se establezca previamente que hay dicho ente que efectivamente existe como fin en sí. Kant continúa:

Ahora bien digo: el hombre, y en general cada ente racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio respecto del cual [es posible] un uso arbitrario (beliebigen Gebrauch) para esta o aquella voluntad, sino que debe ser considerado en todas sus acciones, tanto aquellas sobre sí mismo como sobre los otros entes racionales, en todo momento a la vez como fin (GMS, Ak., IV, 428).

El hombre, y en general todo ente racional, existe pues como fin en sí. El hombre —en tanto existencia de la voluntad pura— es el fundamento supremo del imperativo categórico, el límite inviolable para sí mismo y para los otros, etc.

Sin embargo, al final de la segunda sección de la GMS, tras haber formulado el imperativo de la humanidad, el principio del hombre como existencia que posee el fin en sí misma aparece como insuficiente para fundamentar la realidad práctica del imperativo categórico. Dice Kant:

Los imperativos, conforme a las precedentes maneras de representarlos (…) eran aceptados como categóricos porque debían serlo si queríamos explicar el concepto de deber. Pero que hubiera proposiciones prácticas que imperen categóricamente no podía probarse por sí solo, así como en general tampoco puede ser probado todavía aquí en esta sección (GMS, Ak., IV, 431).

Es entonces insuficiente el principio de la humanidad para llevar a cabo una verdadera fundamentación del imperativo categórico. Quizás esto se deba, en última instancia, a que el concepto de “hombre”, en estos pasajes, en el fondo no dice nada que no esté contenido en el concepto de “ente racional”, y éste no puede adquirir realidad práctica sino desde la perspectiva de una ‘Crítica de la razón pura práctica’ (la última sección de la GMS). No sirve establecer un referente “material” para el sentido del deber para dar con el fundamento de la moralidad; este solo puede alcanzarse cuando se muestre la posibilidad a priori de los imperativos categóricos en la tercera sección (GMS, Ak., IV, 453 y ss). Pero en el camino que así se emprende nunca más se tratará del hombre. La voz del imperativo no volverá a hablar el lenguaje humano, ni quizás lenguaje alguno, y se perderá en el abismo de su indeterminación…

Entre el método “analítico” de las dos primeras secciones de la GMS, que procede “desde el conocimiento común hacia la determinación de su principio supremo”, y el método “sintético” de la tercera sección, que “toma el camino inverso, desde el examen de este principio y de sus fuentes hacia el conocimiento común en el que se halla su uso” (GMS, Ak., IV, 392), no habrá habido tránsito (Übergang), sino más bien salto. Y decir que el imperativo de la humanidad se formula solo con un fin “pedagógico”, pero que en verdad posee un valor objetivo solo en la medida en que la humanidad es considerada desde el punto de vista específico de la racionalidad, sería despojarlo de su sentido, pues en ese caso el imperativo categórico no sería menos “formal” que en sus otras formulaciones.

¿Tiene alguna relevancia para la filosofía práctica de Kant preguntarse en qué consiste, exactamente, la existencia humana del ente racional, la singularidad humana de la existencia racional? ¿Tiene alguna relevancia averiguar qué saber, qué hecho o qué certeza es la de Kant en el momento de introducir su proposición acerca de la existencia humana como fin en sí (“Ahora bien digo: el hombre…”)? El principio de la moralidad es, cierto, derivado de la naturaleza racional; pero es el hombre quien, al existir como ente racional, nos permite establecer la única realidad (“material”) de ese principio. Como dice Derrida, “el hombre es el único caso de ente racional que se puede evocar en el momento mismo en que se distingue de derecho el concepto universal de ente racional del concepto de ser humano”3. Si es cierto que el hombre es el único “caso” de ente racional, podría entonces conjeturarse que el concepto de ente racional no está completamente depurado de una teoría del hombre.

¿Qué es, pues, el hombre? ¿Qué es el hombre, que puede y que debe considerar la humanidad no solo como medio, sino también a la vez como fin en sí? (Pues al hombre, y solo al hombre, es dada esta posibilidad de considerar a la vez el medio y el fin en sí.) ¿Qué saber sobre la naturaleza humana hay implícito en la formulación del imperativo de la humanidad? ¿Qué saber puede ser ése, irreductible a la vez al saber trascendental sobre el ente racional finito y al saber simplemente antropológico acerca de la constitución particular de la especie humana?

Después de transitar a una “crítica de la razón pura práctica”, todo un programa de preguntas y de problemas permanecerá inconcluso en la filosofía práctica de Kant: aquél que concierne la determinación (no antropológica) del concepto de “hombre” en la formulación del imperativo categórico concerniente a la humanidad como fin en sí. El objetivo del presente trabajo es reconstruir ese programa.

1. La confusión consiste en no distinguir el propósito específico de una crítica de la razón práctica y de una fundamentación de la moral, de lo que el mismo Kant entendía ser la metafísica de las costumbres y que contiene propiamente hablando la “moral” o las reglas para la conducta individual (o sea, lo que Kant creía correcto hacer o dejar de hacer...). Eric Weil, Problèmes kantiens. París: Vrin, 1998, págs. 8-9.

2. “El principio de la moralidad no debe ser aquí buscado en la naturaleza del hombre, o en las circunstancias que le han tocado por su lugar en el mundo, sino únicamente a priori en conceptos de la razón pura (…) Aplicada al hombre, [la filosofía moral] no toma prestado ni el más mínimo conocimiento acerca de éste (antropología), sino que le da, en cuanto ente racional, leyes a priori” (Ak, IV, 389). Y más tarde: “es de máxima importancia tomar en serio la advertencia de que no se puede querer derivar la realidad de este principio [universal y necesario de la moralidad] a partir de la característica particular de la naturaleza humana” (GMS, Ak., IV, 424).

3. “Les fins de l’homme”, en Marges – de la philosophie, París: Minuit, 1972, pág. 146, nota 11.

El imperativo de la humanidad

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