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Оглавление10. Colaboración entre Iglesias
Era bien conocida en el cristianismo primitivo la generosidad de la comunidad romana para con las comunidades más desfavorecidas. San Dionisio de Corinto escribió a Sotero, obispo de Roma: «Tenéis la costumbre y tradición ininterrumpida desde el principio mismo del cristianismo de que ayudáis con toda clase de socorros a los hermanos y proveéis de toda clase de socorros a innumerables iglesias esparcidas por cada una de las ciudades cuando están en necesidad. Y de este modo aliviáis la indigencia de muchísimos, y a los hermanos condenados en las minas les suministráis lo necesario. Así, romanos, desde el principio guardáis la costumbre e instituciones de vuestros padres los romanos, siendo la providencia de todos los menesterosos. Y esta costumbre, vuestro bienaventurado obispo Sotero no solo la guarda, sino que la ha ampliado, suministrando abundantemente recursos a los santos y aun socorriendo a los que llegan a esa desde lejos, sin que, como padre cariñoso a la vez, los deje de consolar con santas exhortaciones»[17].
Cien años más tarde, Dionisio de Alejandría nos informa de cómo Roma hizo llegar socorros regularmente a las Iglesias de Arabia y Siria, y, en Capadocia, no se habían olvidado por los días de Basilio de que, bajo el obispo Dionisio (259-269), la Iglesia de Roma había enviado allí dinero, a fin de rescatar de sus amos gentiles a prisioneros cristianos. En Roma existían, naturalmente, muchas familias ricas, pero, todavía hoy, emociona el sentido de cuerpo y de fraternidad dominante en aquella comunidad atenta a las necesidades de las diversas comunidades.
A lo largo de los siglos, la caridad se ha desarrollado y transmitido en la Iglesia de un modo triple: anunciando la buena nueva, que, de muchas maneras, narra el amor de Dios por sus hijos; con la celebración de los sacramentos, en los que derrama este amor en el corazón de sus fieles, y en el servicio de la caridad, a través del cual el amor de Dios crea la comunión con el prójimo. Este prójimo pertenece a la propia comunidad, la más cercana, o a las diversas comunidades repartidas por el mundo que constituyen la familia del Padre. Todos son igualmente prójimos, hermanos, hijos de Dios. De ahí que algunos obispos se preocuparan por los problemas internos de otras comunidades, les aconsejaran y les ofrecieran cauces para solucionarlos. No en vano, en las eucaristías de cada diócesis se leían los nombres de los obispos con quienes se encontraban en comunión, manifestando sus buenas relaciones y su disponibilidad fraterna de colaboración. La gran Iglesia, es decir, la comunión de las diócesis que se reconocían entre ellas, se mantenían en permanente contacto a través del trato personal de sus miembros y por cauces de frecuente colaboración.
Es decir, la Iglesia cristiana, el cristianismo, ha manifestado permanentemente tres rasgos que marcan su esencia constitutiva: el ser comunitaria, el ser samaritana y su universalidad.
Roma fue desde el primer momento el centro de comunión de las Iglesias no solo porque allí había estado Pedro y allí se encontraba su tumba, sino también por sus socorros abundantes a las Iglesias que se encontraban en dificultad, ganando así la fama y el agradecimiento de iglesias más débiles y desfavorecidas. No fue la única ni la primera comunidad que se preocupó por la situación de quienes consideraba hermanos, sino que encontramos continuos ejemplos de socorros y colaboración entre Iglesias más pudientes y comunidades en apuros.
Estas comunidades cristianas primitivas aparecen como asociaciones de trabajadores que ponen en común el fruto de sus trabajos para ayudar a sus hermanos más pobres. De hecho, Pablo tuvo la preocupación de organizar colectas que pusieran de manifiesto la solidaridad fraterna de los cristianos de las Iglesias por él fundadas. En este sentido, las cartas muestran el interés del apóstol por animar a sus discípulos de las diversas comunidades a ser generosos con los cristianos de Jerusalén, que se encontraban en una situación difícil. Esta colecta y el viaje que emprendió con siete acompañantes que le habían ayudado en su petición a través de las comunidades dan a entender el compromiso personal del apóstol por mantener, incluso en situaciones complicadas, una relación fluida de las comunidades de la gentilidad con la Iglesia Madre, pero, sobre todo, su solidaridad evangélica con cuantos creían en Cristo.
En los casos de catástrofes, de hambruna, de pestes, tan frecuentes en aquellos tiempos, el altruismo de los cristianos no tenía límites. Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y secuestraron a muchos cristianos (253), Cipriano recaudó en Cartago, una Iglesia no muy numerosa, 100.000 sestercios para los afectados (ep. 62). Actuó de igual manera con ocasión de las epidemias de peste en Cartago, Alejandría y otros lugares. Con motivo de la derrota de Adrianópolis (378) se multiplicaron las ruinas, devastaciones y luto de todo género, pero, sobre todo, fue enorme el número de prisioneros caídos en manos de los godos. San Ambrosio, con el rechazo de algunos de sus fieles, decidió reducir a lingotes los utensilios litúrgicos de oro que todavía no habían sido utilizados en las celebraciones litúrgicas y rescató con ellos a numerosos prisioneros. Por su parte, san Basilio construyó en Cesarea de Capadocia todo un complejo de hospicios que formaban casi una ciudad con el nombre de «Basiliades», con pabellones para los enfermos, forasteros, pobres y huérfanos, con habitaciones para médicos y enfermeros y albergues para visitantes y escuelas y oficinas.
Cuando en el 455 Genserico ocupó Roma, saqueándola y deportando a África a numerosos ciudadanos, el obispo Deogracias de Cartago adaptó como refugio las dos basílicas de Fausto y de los Novas y acogió en ellas a cuantos deportados pudo, ofreciéndoles todo lo necesario y ocupándose de ellos día y noche.
En los primeros años del siglo VII san Gregorio Magno combatió la hambruna de las poblaciones del centro de Italia con el trigo que mandó traer de las posesiones que la Iglesia romana tenía en Sicilia. Esta preocupación por la suerte de los demás no nace solo de la piedad o la exigencia de la justicia de los creyentes, sino de Dios mismo, quien no puede aceptar que estas situaciones perduren y llama al cristiano a cooperar con él, con el fin de superarlas o de aliviarlas, en virtud de la esperanza que brota del Evangelio.
Esta colaboración entre las iglesias cristianas no se redujo a la beneficencia, sino que se expresó de manera extraordinaria en la unidad doctrinal e institucional. La convicción de que formaban un solo cuerpo acrecentó en cada obispo la conciencia de su obligación colegial, fraterna, es decir, de su responsabilidad con respecto al bien de toda la Iglesia y no solo al de su propia comunidad. Intercambiaron las actas de las reuniones regionales, demostrando así su interés por conocer y aprovechar la experiencia ajena, al tiempo que mantenían la unidad de doctrina y de acción en lo sustancial. Se cumplió así en el cristianismo la experiencia de que una sociedad globalizada que intercambia entre sus miembros confianza, amor, compromiso, proyectos comunes y horizontes de pertenencia, resulta más fuerte y más compacta. En este mismo sentido, los concilios regionales y los generales constituyeron ocasiones espléndidas de conocimiento mutuo, de intercambio y de profundización de ideas, de enriquecimiento personal e institucional al entrar en contacto con otras tradiciones, con sensibilidades y métodos teológicos diferentes. El mundo latino, junto al griego, al armenio, sirio y africano, se diferenciaban en ritos y escuelas teológicas, pero era más lo que los unía que lo que pudiera distanciarles. Con el tiempo, hubo factores psicológicos y políticos que, a menudo, tuvieron más incidencia en la separación entre las diversas Iglesias que las diferencias teológicas.
En nuestros días, las Iglesias de los países más ricos fomentan organizaciones de ayuda a los países del Tercer Mundo, tales como Manos Unidas, Adveniat, Misereor, Catholic Relief Services y muchas otras instituciones nacionales que han supuesto una gigantesca operación de generosidad de las Iglesias católicas para con los países del llamado Tercer Mundo. A ellas se dirige una buena parte de lo ofrecido por los cristianos de cada Iglesia. Parroquias y diócesis toman bajo su patrocinio diócesis y regiones de otros continentes ayudándoles en sus necesidades más perentorias. Esta preocupación no debe ser considerada como algo extraordinario sino como una consecuencia natural de la fraternidad existente. Probablemente, la organización más completa y más universal de caridad existente en la Iglesia católica sea Cáritas, organización que se ocupa directamente de las necesidades de las diversas comunidades nacionales y que al mismo tiempo dedica medios y personas a las dificultades y necesidades existentes en el mundo.
No se ha tratado únicamente de ayuda y colaboración económica sino, también, de medios humanos. Todos los países europeos y de manera especial España, por motivos obvios, han enviado sacerdotes y religiosos a Iberoamérica con el fin de ponerse al servicio de los obispos de las diversas diócesis. Miles de sacerdotes han colaborado codo con codo con el clero local en la tarea de evangelización. A su vez, muchos sacerdotes de aquellos países han estudiado en universidades europeas para prepararse más adecuadamente para sus tareas apostólicas. Ha resultado, sin duda, un ejemplo singular de la comunión eclesial de los discípulos de Jesús, en una tarea común de servicio a las necesidades de los habitantes de aquellos países.
En menor escala, algo parecido ha sucedido con las iglesias africanas y asiáticas. Cientos de organizaciones europeas y norteamericanas católicas ayudan a las comunidades de esos continentes. Buena parte de su sistema sanitario y universitario se costea con personal y subsidios que encuentran su origen en las parroquias y organizaciones de congregaciones religiosas de Europa y América. Buena parte del voluntariado católico desarrolla sus tareas en esas iglesias.
La doctrina social de la Iglesia contiene entre sus capítulos principales el «destino universal de los bienes», principio que, ciertamente, no se opone al derecho de la propiedad privada o de las naciones, pero que no lo reconoce como «absoluto» ni «intocable», sino que lo considera como un medio que siempre debe tener en cuenta las exigencias del bien común. En este sentido, el cristianismo tiene la obligación de madurar en la sociedad y en los Estados la conciencia del deber de solidaridad, que, dado el estado de globalización actual, debe extenderse al mundo entero en un claro intento de cooperación efectiva entre los pueblos.
Este ofrecer y ofrecerse de los cristianos a cuantos se encuentran en grave necesidad debe ser inmediato y gratuito según la exigencia evangélica y los ejemplos de los santos que en el mundo han sido. La credibilidad del amor de Dios por los hombres depende en gran manera de este darse de los creyentes a cambio de nada. Fue así desde el principio, siguiendo la máxima de «gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).
San Agustín habla de la dinámica permanente entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, o mejor, del servicio de los cristianos a la construcción de la ciudad del hombre en la perspectiva de la ciudad de Dios. En esta dinámica, tiene razón el santo africano al señalar en la tipología del amor la motivación más profunda de la ciudad diferente que se construye: «Dos amores han fundado dos ciudades: el amor por sí mismo que llega al desprecio de Dios y que ha generado la ciudad terrestre. El amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo que ha generado la ciudad celeste». El amor a Dios y a sus hijos, los seres humanos, conseguirá construir la ciudad del hombre como ciudad de la ternura de Dios, gracias a la autoexigencia de los creyentes de no conformarse a la mentalidad dominante en este mundo, sino de renovarse constantemente en el Espíritu (Ef 4,17-24).
En esta construcción de la ciudad de Dios colaboran cada vez más las comunidades monásticas que, con el paso del tiempo, se sienten más implicadas con la vasta comunidad cristiana del mundo. Mientras que los monjes van comprendiendo que su propio «desierto» se relaciona y amalgama con la «ciudad», los ciudadanos intuyen que pueden aprender y realizar en sus vidas algunos de los ideales monásticos. Los monjes se sienten responsables de cuantos habitan fuera de sus muros y los laicos experimentan que han sido llamados a ser adultos en la fe y en la experiencia cristiana. La canonización de Homobono Tucenghi (1197), comerciante, casado y padre de familia, por Inocencio III, constituyó un paso importante en la adultez cristiana de los laicos[18].