Читать книгу Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa - Страница 8
Оглавление5. El diaconado
En el griego clásico diakonos significa «el que está al servicio de» o «el servidor». Cuando Jesús afirma que no ha venido a ser servido sino a servir, da una nueva dimensión a los rasgos definitorios de su persona y de su enseñanza. Esta idea de servicio ha impregnado en sus momentos mejores el ejercicio de los ministerios eclesiásticos, la vocación cristiana y las relaciones entre los creyentes. Por el contrario, cuando quienes dirigen la organización y la administración de la comunidad actúan con sentido de poder o dominación, acaban prostituyendo una de las enseñanzas más importantes de Cristo.
Con frecuencia, los creyentes nos vemos envueltos en una esquizofrenia activa entre los conceptos que utilizamos y los métodos de gobierno con los que actuamos. San Gregorio Magno, para afear la conducta del patriarca de Constantinopla, que asumió el título de «ecuménico», adoptó el lema de «Siervo de los Siervos del Señor», pero la historia nos enseña que, a veces, a la sombra de esa definición se ha oprimido, maltratado y escandalizado a los siervos e hijos del Señor, convirtiéndose así en lobos prevaricadores de las ovejas de Cristo. El Señor fue muy claro al instruir a sus discípulos, cuando les dijo que no debían actuar al modo de quienes en el mundo detentan el poder: «Los últimos serán los primeros» constituyó su advertencia. Hay que estar dispuestos a compartir, a participar, a perdonar, a ayudar en todo momento, en la construcción activa de ese reino de los cielos que ya está, de alguna manera, en nuestros corazones: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro» (cf Mt 20,20-28). Durante un tiempo, cuando los cónsules eran enviados a su destino, se les aconsejaba: «Compórtate no como un juez sino como un obispo». A lo largo de los siglos, por el contrario, hemos pasado, a menudo, del servicio a la dominación y a la tiranía.
Pero la experiencia nos indica que la diaconía ha permanecido siempre vigente en la memoria eclesial. No cabe duda de que una de las actividades más importantes desarrolladas por la Iglesia de Jerusalén en sus primeros años de vida fue, en el plano social, la diakonía kathemeriné, es decir, la ayuda a las viudas, los huérfanos y los pobres, a los enfermos y prisioneros, a los que tenían hambre o sed, o a quienes se hallaban desnudos o abandonados. La nueva doctrina se centraba en la persona de Jesús, la auténtica buena nueva proclamada, pero Jesús se mostraba ante sus discípulos como verdad y vida, de forma que resultaba imposible separar su doctrina de su cercanía y amor por los ciegos, los cojos, los pobres, y de su continua preocupación por quienes sufrían y eran mansos de espíritu a pesar de las calamidades sufridas.
Al hablarnos de la vida de los primeros cristianos, los Hechos de los Apóstoles nos refieren que «los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y los repartían según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45). Esta división y distribución de bienes provocó, a menudo, conflictos y, tal vez, desigualdades entre ellos, de modo que los discípulos de lengua griega comenzaron a murmurar contra los de lengua hebrea porque pensaban que sus viudas quedaban desatendidas en el servicio cotidiano. Los apóstoles, muy conscientes de que su tarea más propia era de la de predicar y enseñar, decidieron elegir a siete hombres para que dedicaran su tiempo a servir las mesas y administrar la caridad. De entre ellos el más conocido fue san Lorenzo (He 6,1-6).
La evolución de los primeros grupos de seguidores de Jesús hasta convertirse en comunidades estables bajo la autoridad de un obispo fue acompañada por la determinación de los lugares de culto y de los ritmos cultuales, de los ritos de iniciación y de la liturgia eucarística, por la aceptación del canon de las escrituras y por la organización eclesiástica en sus diversos rangos. En este proceso de clarificación de la identidad cristiana tuvo un papel destacado la caridad fraterna, la ayuda mutua, el sentimiento de filiación de un Padre común, que era el Creador del universo. A lo largo de su enseñanza, Jesús nos descubrió que Dios es el Padre de todos los hombres, que se reveló en el Verbo encarnado, su Hijo Jesucristo, y que ambos enviaron al Espíritu Santo a la Iglesia para la santificación de los creyentes. La configuración religiosa y existencial de los cristianos no es la de los siervos o esclavos sino la de quienes gozan de la filiación adoptiva de Dios. El hombre se convierte en hijo adoptivo y esta realidad influye de forma determinante en las relaciones mutuas de los creyentes.
Aunque en el Nuevo Testamento no se les llama en ningún momento diáconos, san Ireneo de Lyon (135-200) escribió en su conocido libro Contra las Herejías que «Esteban fue elegido por los apóstoles como primer diácono», articulando así una tradición que llega hasta nosotros, la de relacionar la diaconía con la exigencia y práctica cristiana de amar y ayudar a los hermanos más desfavorecidos. Es decir, hacia el año 57, tanto en Roma como en Éfeso y en Filipos, las funciones eclesiales en la comunidad se repartían entre los obispos, que presidían y enseñaban, y los diáconos, que servían y distribuían los bienes a los demás cristianos, todos igualmente miembros de un pueblo sacerdotal y real.
De todas maneras, el contexto sacramental de la elección de estos siete hombres (la imposición de las manos) les concede, al mismo tiempo, tanto una proyección litúrgica como una dedicación específica al servicio de los hermanos (He 6,3), que será la propia de los diáconos a lo largo de la historia. Según los textos de que disponemos, los diáconos administraban todos los bienes materiales de las iglesias y eran los responsables de la organización caritativa, especialmente de los enfermos. A mediados del siglo III, el papa Fabián, en una importante reorganización administrativa de la diócesis de Roma, dividió la ciudad entre sus siete diáconos, quienes presidían en su respectiva circunscripción los servicios de caridad, y, unos decenios más tarde, el concilio de Cesarea promulgó una ley que limitaba a este número la cantidad de diáconos existentes en cada ciudad, independientemente de su extensión.
En los banquetes (agapés), organizados con una cierta frecuencia por las primeras comunidades, con el fin de conseguir fondos, los diáconos eran los encargados de articular su organización litúrgica con su sentido social y de distribuir el dinero y los dones recogidos entre los necesitados.
En los documentos primitivos encontramos numerosos ejemplos de mujeres que ejercieron tareas propias de los diáconos. En la Carta a los romanos (16,1-2) Pablo habla de Febe, «diaconisa de la Iglesia», y parece que también se refiere a ella en 1Tim 3,11. El Pastor de Hermas se refiere a Grapte, una mujer que desempeñaba un cargo oficial en el campo educativo y caritativo. Actuaban en el bautismo de las mujeres y en su catequesis, visitaban a las enfermas y a aquellas mujeres que vivían entre paganos[8]. En realidad, estas alusiones desaparecieron pronto, de forma que no tenemos ideas claras sobre el diaconado femenino y su duración.
No pasó mucho tiempo antes de que el diácono se convirtiese en un importante ayudante del obispo, de forma que, aunque el obispo diocesano asumiera la última responsabilidad de la caridad así como de las otras funciones diocesanas de dirección, los diáconos mantuvieron su relación inmediata con las necesidades sociales de las comunidades, convirtiéndose en los ojos y oídos, las manos y el corazón de los obispos. Podríamos señalar, también, que los diáconos eran habitualmente los intermediarios entre los laicos y los obispos, función de creciente trascendencia a medida que el número de cristianos aumentaba y que las tareas extraeclesiales de los obispos se complicaban mientras aumentaba considerablemente su relevancia en la vida social. De la concorde colaboración entre el obispo y el diácono depende, según la Didascalia del siglo III, el bien de la comunidad.
Recordemos que buena parte de las obras de caridad estaban minuciosamente establecidas y reguladas, y es en esta estructura organizativa en la que los diáconos ejercían una dirección de primera importancia. Ellos recogían y distribuían los dones de los fieles, de manera especial aquellos legados y herencias que recibía la Iglesia cada día con más frecuencia. San Ambrosio repite en sus escritos la consideración de que ser generoso con los pobres constituye el mejor modo de que nuestros pecados sean perdonados, de que con nuestras limosnas convertimos a Dios en deudor nuestro ya que, en cierto modo, esta generosidad nuestra se convierte en un préstamo que consignamos al mismo Dios.
Con Constantino la Iglesia recibió del Estado la supervisión de las condiciones de las cárceles y el cuidado de las viudas, huérfanos y niños abandonados, es decir, buena parte de la acción social pública. El clero se convirtió en abogado e intermediario entre el pueblo y el gobierno, y pagaba a menudo sus deudas. Las diócesis llegaron a hacerse cargo de millares de necesitados. Juan Crisóstomo, al describir su diócesis, habla de 3.000 viudas y vírgenes, además de enfermos, leprosos, extranjeros, sin contar a cuantos recibían habitualmente comida y vestido. Algo semejante puede afirmarse de las ciudades más pobladas.
A partir de Gregorio Magno los monjes ejercieron las tareas propias de los diáconos en el orden social y caritativo. A medida que estos fueron perdiendo sus funciones caritativas, la Iglesia enfatizó sus funciones litúrgicas, quedando en realidad el diaconado como un estadio transitorio hacia el sacerdocio. Sin embargo, en la memoria cristiana, el nombre de Lorenzo y la dedicación eclesial a los más necesitados de la comunidad han quedado íntimamente relacionados con el nombre y la actividad de los diáconos.
En el siglo XVI, tanto Lutero como Calvino quisieron romper con este modo de entender el diaconado y trataron de restaurar las funciones que los diáconos ejercieron en la primitiva Iglesia, es decir, su dedicación a los pobres, con un papel significativo en todo lo relacionado con la beneficencia social, pero estas expectativas se realizaron solo parcialmente y solo en algunas regiones, aunque no cabe duda de que en las diversas denominaciones cristianas ha permanecido una cierta presencia o, al menos, una cierta nostalgia del diaconado con responsabilidades caritativas. Por otra parte, en los países de mayoría protestante, las Iglesias perdieron, a menudo, el control de sus propiedades, que pasaron a las instituciones estatales, de forma que la beneficencia y la educación fueron consideradas una responsabilidad del Estado moderno. En la Iglesia anglicana de Isabel I, aunque el cuidado de los pobres estaba confiado a las parroquias, la reina no permitió la institucionalización de los diáconos.
Durante el siglo XX, en Europa, algunos importantes católicos intentaron revitalizar el diaconado como un ministerio permanente y Pío XII pensó en instaurar el diaconado permanente, pero en Europa había suficientes sacerdotes y el asunto quedó en suspenso. Con más argumentos y mayor urgencia, en algunos países americanos y africanos volvió a discutirse sobre el asunto, de forma que durante los trabajos preparatorios del concilio Vaticano II noventa obispos pidieron al Papa que se tratase este tema durante las deliberaciones conciliares. A lo largo de la segunda sesión, los padres conciliares debatieron la cuestión y una mayoría de ellos votó a favor de su restauración. El 21 de noviembre de 1964 se promulgó la restauración del diaconado permanente dentro de la constitución dogmática sobre la Iglesia. Las Conferencias episcopales nacionales, con aprobación pontificia, podían decidir la restauración del diaconado en sus respectivas regiones. Según las nuevas disposiciones, hombres casados de 35 años o más y hombres célibes de, al menos, 25 años podían convertirse en diáconos permanentes. En el año 2003 había, al menos, 30.000 diáconos permanentes en 105 países, de los cuales casi la mitad eran norteamericanos. Los diáconos, ordenados a una cierta edad, casados y, normalmente, con una experiencia de trabajo, constituyen una presencia cercana y comprometida de la organización clerical en la vida de los laicos. Allí donde existen, han llegado a convertirse en un puente y lazo de unión espontáneo entre dos mundos no siempre bien trabados.
En la tradición cristiana, no siempre practicada, pero sí recibida de las páginas evangélicas, la diaconía es la ley fundamental del discípulo, según la práctica de Jesús. El Hijo del hombre, que ha venido a servir, ha entregado su vida como redención de muchos, siguiendo la lógica del servicio, de la cruz, de quien lava los pies, de quien ama hasta dar su vida por los amigos, da la medida de las relaciones que deben existir entre quienes consideran que son sus discípulos. El pobre, el marginado, el solo y el abandonado, el no recibido representan para el cristiano un problema de fe: ¿cómo somos capaces de ver a Cristo en ellos?; un problema moral: ¿en cuántos cristianos a nivel mundial encontramos un atroz egoísmo?; un problema apostólico: ¿cómo y en qué medida interpelan a los clérigos y resulta acuciante para los laicos?, y un problema personal, ¿qué gestos estamos dispuestos a realizar para comprometernos en la lucha contra la injusticia del mundo?
Leyendo el Evangelio y recorriendo la historia de los cristianos, no podemos menos de convencernos de que el espíritu de diaconía debería acompañar a todo creyente seguidor de Jesús. De hecho, aunque la historia nos enseña que siempre han existido en las comunidades numerosos testigos mudos que no ejercen, al mismo tiempo, podemos definir con propiedad a nuestra Iglesia como Iglesia samaritana.