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4. La compasión y la misericordia de Jesús

En el evangelio de Marcos encontramos un milagro especialmente significativo, el de la mujer que tenía un flujo de sangre (Mc 5,24-34). No se nos da su nombre. Se encuentra sola, sin parientes ni amigos, y se nos dice que los médicos la habían arruinado. Dadas las costumbres imperantes en su tiempo, su enfermedad de pérdida de sangre, además de hacerla estéril, la situaba en un mundo ritual de impureza, vergüenza y deshonor. Por eso no se atreve a hacer su petición en público, y solo se atreve a tocar su manto a escondidas, ya que, según el ritual judío, si ella le toca, él quedará impuro. Impresionada por lo que ha oído de Jesús, se atreve a acercarse a la fuente de un don que solo puede ser recibido gratuitamente, en contraste con la fortuna que ha gastado inútilmente en médicos. Su tímido y simple contacto revelaba su temor y toda su esperanza, al tiempo que se manifiesta la ternura de Dios.

En este milagro nos encontramos con la grandeza de Dios y el amor misericordioso del Señor. A Jesús no le basta con curarla, quiere llegar a lo más profundo de su alma e inicia con ella un diálogo que les aproxima y les relaciona. Jesús no es un funcionario, sino el amigo que se preocupa y sale a su encuentro. La mujer no solo es sanada, sino que recibe además la alabanza por su fe y es llamada hija, un título raro en los evangelios.

Jesús nos invita a hacer nuestra la experiencia de la mujer: tomar conciencia, en primer lugar, de nuestra debilidad y de nuestra pequeñez, conscientes de que se nos está escapando la vida, a cuenta de tantas «pérdidas» de valores fundamentales y de presencias de aspectos conflictivos en nuestra existencia, situación que nos hace sentirnos estériles porque descuidamos lo importante y desatendemos el sentido último de nuestra vida.

La inmensa sensibilidad de Jesús por el dolor de los seres humanos le hizo capaz de relacionarse con ellos con todos sus sentidos, con su piedad y misericordia: miraba a sus ojos, escuchaba sus palabras, les animaba y tocaba con sus manos lo que terminaría sanando. Cuando aquella mujer con su flujo de sangre se le acercó por detrás, en medio de la muchedumbre y le tocó, emergió de él un poder curativo que curó para siempre la enfermedad de la mujer (Mc 5,25-34), y cuando tocó al leproso con sus manos devolvió a aquel hombre, esquivado por todos, una dignidad y una seguridad en sí mismo que creía irremediablemente perdidas (Mc 1,40-45). Al ciego de nacimiento le deslumbró aquella luz inesperada que inundaba sus ojos cuando los dedos de aquel galileo desconocido acariciaron sus párpados y escuchó aquella invitación: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé…» (Jn 9,7). El sordomudo sintió que alguien lo agarraba de la mano y lo sacaba de entre el gentío y, cuando estuvieron a solas, Jesús introdujo sus dedos en sus orejas, con saliva le tocó la lengua y pronunció después una orden imperiosa dirigida a sus oídos cerrados: «¡Abríos!» (Mc 7,34). Y la fuerza de aquellas palabras atravesó las barreras de su sordera, soltando a la vez su lengua y su existencia entera condenadas al silencio[6].

Todavía hoy se sirve del agua, del vino, del pan, de la luz, de los óleos, de la amistad y el cariño, para curar, animar, alimentar, fortalecer y salvar a cuantos a él se acercan. Jesús consigue de nosotros un corazón nuevo y nos infunde un espíritu nuevo, nos saca de nuestra rutina y anima a renovarnos.

Tal vez sea por esto por lo que, a pesar de la crisis de las iglesias y de las religiones, la figura generosa de Jesús continúa provocando admiración e interés, y los seres humanos siguen concediéndole autoridad moral en una época que carece de referentes éticos. Para nosotros, también, es el amigo que ofrece su vida por nosotros, que concede su perdón envuelto en acogida amistosa, que nos pide ser compasivos como lo es el Padre del Cielo, y que cambiemos nuestro corazón. Somos discípulos de un Maestro que dominaba el arte de acoger, de amparar y de ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres. Estamos obligados a conseguir con nuestra solidaridad, preocupación, sintonía y cercanía, que la comunidad creyente, la Iglesia, se convierta en un espacio de comunión, de acogida, de misericordia y de fraternidad compartida, capaz de abrazar a cuantos en nuestros días siguen sufriendo en sus cuerpos y en sus espíritus.

Resulta miserable rezar juntos el Padrenuestro y compartir la eucaristía, si, al tiempo, mantenemos cerrados nuestros corazones y despreciamos o descuidamos a cuantos nos rodean. Actuando así, solo conseguimos diluir la pertenencia a la Iglesia y el sentido auténtico de la identidad cristiana. Jesús nos llama a remodelar nuestro pensamiento, reconstruir nuestra vida, nuestras amistades, nuestra fe, a partir de su enseñanza sobre los pobres y los pequeños.

Por el contrario, según Jesús, el reino de Dios se hace presente allí donde las personas actúan con misericordia. Para que su presencia sea visible hay que introducir en la vida compasión, un sentimiento siempre presente en las manifestaciones divinas. Hay que mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del trabajo y del pan, a los delincuentes incapaces de rehacer su vida, a las víctimas caídas en las cunetas. Hay que implantar la misericordia en las familias y en la vida de las aldeas. Jesús llega ofreciendo el perdón y la misericordia de Dios, inaugurando una dinámica de perdón y compasión recíproca y actuando siempre en consecuencia, tal como había señalado Isaías: «Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien; buscad el derecho, socorred al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda» (Is 1,16-18).

La manera de actuar de Jesús se desvincula de todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad y prepotencia, y descalifica cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el fuerte no se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante. Para Jesús, en el nuevo Reino la vinculación fundamental es la fraternidad en el servicio mutuo, compartiendo mesa con los que aparentemente eran «menos» y estaban «por debajo», invalidando cualquier pretensión de creerse «más» o de situarse «por encima» de otros. Jesús presenta otras prioridades, nos señala en qué consiste la sustancia de su propuesta, cómo podremos llegar a ser verdaderamente discípulos suyos. Él nos insistió en que para conseguir el necesario cambio de mentalidad, de apegos, de forma de actuar y de reaccionar, resulta imprescindible nacer de nuevo, tal como enseñó a Nicodemo.

En nuestros días, tendríamos que ser capaces de encontrar otras maneras de encarnar a Cristo, ya que somos conscientes de la insuficiencia de muchas de nuestras estructuras, signos y presencias. Con demasiada frecuencia la Iglesia se ha mirado en los espejos mundanos y no tanto en el espejo del Evangelio. Tantos modos y fórmulas, tantos mantos y joyas, tantas estatuas y oropeles señalan una querencia ausente en los evangelios. Muchas de las dificultades presentes en la historia del cristianismo, tanto en la vida espiritual como en el modo de relacionarnos con los demás, provienen de la resistencia de los creyentes a ponerse en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni títulos o tratamientos esperpénticos. Al que ha intentado vivir así le ha bastado el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies de los hermanos.

Fue con su vida antes que con su doctrina como Cristo nos enseñó cómo es Dios y cómo desea que seamos nosotros y así es como lo comprendieron sus discípulos desde el primer momento[7]. Teresa de Ávila inició su autobiografía con el deseo de «cantar las misericordias del Señor» y Teresa de Lisieux se decidió a escribir con la persuasión de «tener que hacer una sola cosa: comenzar a cantar lo que más tarde repetiré por toda la eternidad: “las misericordias del Señor”». La historia del cristianismo es en cierto sentido la historia de esta misericordia y el agradecimiento que sentimos por ser sus destinatarios.

Agradecer es lo mismo que enamorarse, ser consciente de las gracias recibidas nos lleva a admirar y amar a Cristo, y el cristianismo consiste fundamentalmente en el encuentro con Cristo, camino, verdad y vida del ser humano y de toda la creación. Dice san Ireneo que si al hombre le faltara completamente Dios, el hombre dejaría de existir. De hecho, la historia humana y el mundo que la rodea hablan permanentemente de su acción y de su bondad. Recordemos las alabanzas al Dios altísimo escritas por san Francisco de Asís: «Tú eres el amor, la caridad; tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la paciencia, tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre; tú eres la seguridad, tú eres la quietud, tú eres el gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres la justicia, tú eres la templanza, tú eres toda nuestra riqueza a saciedad».

Por sus frutos los conoceréis

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